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Título original: Gua Sha: a comlete guide to Self-Treatment

Traducido del inglés por Clara Marina Parra Domínguez

Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.

Imagen de portada: ©Halfpoint-Fotolia.com

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INTRODUCCIÓN

Mi primer contacto con la técnica del Gua Sha fue, como para la mayoría de la gente, un tanto inusual. Tenía dolor de estómago. Era ese tipo de dolor de estómago que aparece de repente y que hace que te retuerzas en el suelo con la vana esperanza de sentir algo de alivio.

Podría haber tomado el coche y haber conducido yo mismo hasta urgencias, aullando luego de dolor mientras esperaba al médico de turno. También podría haberme acercado a una farmacia y haber comprado cualquier medicamento que aliviara el dolor. Pero no. Mi camino fue diferente.

Mi camino hacia el alivio llegó de la mano de mi mujer, Mutsumi –proveniente de la familia de linaje japonés de los Ishizuka y madre de mis hijos–, que aferraba «amenazante» una cuchara. En su mirada quedaba totalmente claro que a pesar de mis quejas y gimoteos, no iba a hacer prisioneros. De ese modo, dejé de retorcerme y me encomendé a sus órdenes, como haría cualquier otro paciente que no quisiera tener problemas.

Mutsumi se puso de inmediato manos a la obra con aquella cuchara. No para suministrarme algún tipo de jarabe curativo, sino para frotarme la espalda con ella, tan solo haciendo uso de movimientos rítmicos y un poco de aceite. Su trabajo silencioso se veía interrumpido solamente de vez en cuando por expresiones de aparente alegría: «¡Ajá!, ahí está, ya sale» o del tipo: «¡Guau!, deberías ver esto».

El caso es que, en realidad, yo no podía ver nada. Todo sucedía en la zona lumbar de mi espalda. Lo único que podía notar era una rara sensación, como si alguien me estuviera rozando con lo que hasta aquel momento era, simplemente, una cuchara de sopa. Desde aquel instante, aquel utensilio dejó de ser un simple cubierto, se había convertido en un instrumento médico utilizado con gran habilidad y destreza a una velocidad vertiginosa. Me recordaba la escena de la película en la que Eduardo Manostijeras hacia esculturas con los setos del jardín. Solo que en este caso, en lugar de tijeras, era una cuchara y en lugar de arbustos, era mi blanca piel.

No pasó mucho rato hasta que me di cuenta de que ya no necesitaba seguir retorciéndome en el suelo. De hecho, me estaba empezando a acostumbrar a esa extraña sensación que me estaban provocando en la espalda. En un momento en particular, mientras miraba al suelo sentado sobre una silla a horcajadas y apoyaba el pecho en el respaldo, fui consciente de que el dolor había desaparecido. No es que simplemente se había enmascarado o adormecido por el efecto de un analgésico, había desaparecido por completo. Pero ¿cómo? ¿Por qué? No tenía ni idea. Lo único que sabía es que me habían «rebañado» la espalda, como cuando quitas la nata que se forma encima de la leche caliente, o la grasa de un sabroso tazón de sopa.

Me las apañé para colocar un pequeño espejo frente a otro más grande que tenía en el recibidor, con la intención de echar un vistazo a lo que aquella cuchara sopera había causado en mí. Solté una exhalación, horrorizado por aquellas tremendas marcas rojizas. Parecía como si las hubieran dibujado con ceras de colores sobre un papel rosa. Las miré anonadado, aunque no tenía ningún síntoma desagradable. Raro, sí. Desagradable o incómodo, definitivamente no. De hecho, me sentía genial.

Fue en aquel momento cuando me di cuenta del profundo respeto que sentía por la técnica del raspado (y por los utensilios de cocina) y supe que debía explorar aquella curiosa técnica de una manera muchísimo más profunda.

Mi esposa creció en una época que muchas jóvenes japonesas desconocen. Fue mucho antes de los inmensos avances tecnológicos por los que se conoce a Japón y que han supuesto una gran brecha entre la mayoría de la gente y la naturaleza. Uno solo tiene que echar un vistazo al tipo de casa en la que ella creció. Romper el hielo que cubre el agua del barril para poderte lavar las manos ha sido reemplazado por un inodoro con una tapa que controla su propia temperatura automáticamente, a la vez que te lava y seca pulsando el botón de un extremadamente complejo panel de control. ¡Pulsar el botón equivocado puede suponer una gran sorpresa!

Afortunadamente, me las apañé para inculcar a mis hijos un poco de este conocimiento que se ha transmitido de generación en generación. Lo hice mediante un cambio radical en nuestras vidas. Poco sabía mi familia lo que se le venía encima: cambio de país, de trabajo, de escuela, de idioma... Vamos, que le dimos un beso de despedida a la civilización. Adiós al feliz y acomodado ambiente en una zona residencial británica. Hola, remota isla selvática en el mar del Este de China.

Si nos ponemos a pensarlo seriamente, cualquier persona en su sano juicio hubiera valorado los pros y los contras, así como también habría considerado los riesgos. Solo un tonto hubiera perseguido su sueño al otro lado del mundo basándose únicamente en un libro de fotografías regalo de boda. Solo un zoquete daría un salto al vacío sin llevar puesto un paracaídas –en mi caso, un trabajo, una casa y demás– para poder ir descendiendo grácilmente por el aire.

En mi defensa diré que nunca he sido ese tipo de personas que buscan tener siempre su «paracaídas de emergencia». Soy más bien de las que «improvisan mientras van cayendo».

Durante los años setenta y ochenta, la época en la que crecí a las afueras de Londres, solía ver un famoso show de televisión que se llamaba Blue Peter. En cada programa, los participantes utilizaban objetos cotidianos que se podían encontrar por casa, como tubos de papel higiénico, cinta adhesiva y brillantina, para fabricar cosas muy útiles. Al final del programa, los participantes hacían gala del esfuerzo realizado mostrando sus creaciones, que siempre eran espectaculares (yo era fácil de impresionar entonces); sin embargo, lo que hacía al seguir sus instrucciones solía resultar horroroso. No importaba lo que se suponía que tenía que ser, al final siempre me quedaba blanduzco y pegajoso.

Aparte del hecho de que logré «aterrizar» en buenas condiciones, en un lugar bien alejado y remoto, con una casa que se podía considerar más bien un bosque que un hogar, la vida en aquella isla con aquellos insectos aterradores y sus espesos bosques era todo lo que esperaba y aún más. Era más como el Japón de la antigüedad, un lugar con leyendas locales y dioses de las montañas, donde la gente coexistía con la naturaleza, de la que recogía todo el conocimiento relativo a la vida y a la muerte. La gente sabía de manera instintiva cómo recolectar las orejas de mar de la orilla justo en el momento apropiado, qué rocas de las que acumulaban el agua del mar tenían pulpos, cómo predecir la siguiente estación observando los nidos de avispa, en qué zona del océano se juntaban bancos de peces voladores y otras innumerables habilidades que parecían emanar de ese pozo de sabiduría colectivo.

Ese gran «paracaídas de la vida» nos ha dejado caer desde entonces en las montañas del Rif, en el norte de África (aterrizando sobre una chumbera, metafóricamente hablando), pero ninguno de nosotros ha olvidado la cultura local y todos esos años de aprendizaje.

Esto hace que nos formulemos la pregunta de que si esta técnica es tan buena y efectiva, ¿cómo es que no raspamos para tratar esas dolencias de estómago, la tos, los resfriados, como hace la gente en Asia? El problema de la terapia del raspado es que forma parte de un tipo de medicina que se originó en el este de Asia y que utiliza palabras y conceptos extraños como «viento», «qi», «yin» y «yang». Aunque estos términos tienen sentido perfectamente, a algunos les suenan a algún tipo de remedio estrambótico inventado por personas con mucho tiempo libre (de hecho, unos dos mil años, aproximadamente).

Por otro lado, hay que añadir el detalle de que al raspar la piel con un objeto, en ocasiones aparecen unas marcas distintivas, que hacen que parezca más un castigo cruel que un tratamiento.

Esto es algo que ha sido malinterpretado; es importante que no nos dejemos engañar por las apariencias. Cortarse las uñas o afeitarse podría parecer terriblemente doloroso para una persona que no esté familiarizada con lo que se está haciendo en realidad. Es solo después de haberlo explicado y probado en uno mismo, cuando nos damos cuenta de lo engañosas que pueden ser las apariencias.

Respecto a la medicina oriental, cada año que pasa es más aceptada por méritos propios, tanto por la opinión pública como por la comunidad científica. En Occidente ya no se la considera esa medicina marginal que antaño fue. De igual manera podemos aplicar esta idea a la terapia del raspado, que cada día está siendo más y más investigada, tanto en Oriente como en Occidente.

Años después de mi primera experiencia con el raspado, y tras haber realizado muchas prácticas clínicas, tuve la oportunidad de ser testigo de cómo se aplicaba esta técnica en un hospital en Hangzhou (China). Fue una experiencia que me abrió los ojos. Al igual que numerosas áreas de la medicina oriental que se practica en China, la metodología utilizada puede carecer de sentido desde el punto de vista occidental, y es que ellos se centran en que nos pongamos bien y no en que estemos cómodos en la camilla o el sillón.

Esto no solo se circunscribe a China. En otros países asiáticos también existe un concepto generalizado de aceptación de lo molesto o doloroso, en lo relativo a la salud. Lo sé de primera mano porque cuando estuve en China, a menudo observaba las caras de los pacientes al soportar en silencio el dolor que sentían cuando eran tratados.

La medicina oriental y la acupuntura disponen de una palabra que describe lo que se siente en las etapas iniciales del tratamiento: «deqi». La idea se basa en que sin ese sentir del deqi, el tratamiento no es tan efectivo. La interpretación de lo que constituye el deqi varía según el lugar, pero en la medicina china, se considera como un dolor sordo o embotado (si bien en China existe una tendencia a exagerar).

Un reciente estudio de la Universidad de Harvard basado en las reacciones de pacientes de nacionalidad china y estadounidense cuando sentían el deqi, confirma que a los chinos les resultaba agradable esa sensación, al contrario que a los participantes estadounidenses.1

Aunque mi familia pueda rebatirme, me considero a mí mismo una persona extremadamente dura de roer y en absoluto quejica en lo que se refiere a mi comportamiento ante situaciones que comporten dolor o molestia. Sin embargo, he de admitir que mientras observaba a aquellos pacientes al ser tratados con la técnica del raspado, no podía evitar poner alguna que otra mueca de dolor como gesto de compasión hacia ellos. Parecía que lo sobrellevaban bien, pero aquella especie de concha que iba rascando y raspando a lo largo de toda la espalda provocaba que me sintiera algo más que simplemente mareado. No solo eran los raspados lo que me provocaba el mareo, sino también el estar de turno en el hospital, que me hacía sentir, de algún modo, aturdido. Esa sensación variaba según viera a algún paciente caminando con unas enormes agujas clavadas en la cabeza, como una televisión antigua, o fuera testigo de una operación de acupuntura –sí, una operación– para separar un amasijo de músculos, a la vez que me enseñaban aquella enorme aguja, a modo de souvenir, mientras yo tragaba saliva.

Antes de que nos dejemos llevar por el pánico, me gustaría que aclaráramos algo. Aunque es bien conocido que la técnica del raspado puede conducir a dolores musculares, esta terapia no tiene por qué provocar molestia alguna para que sea efectiva. Es una técnica flexible que, aunque sus raíces sean masculinas y fuertes, también puede mostrar delicadeza. Todo depende de cómo y por qué se use. Uno no necesita ser como ese doctor chino que hace que se les salten las lágrimas a los pacientes mientras les va raspando la espalda. Ya habrá tiempo para eso. De hecho, la terapia del raspado es sinónimo de cuidado, conocimiento y sensibilidad. Uno ha de pensar en pequeñas olas, en vez de en una tormenta marina.

La terapia del raspado ha de ser como una vuelta a los orígenes de la curación. No es, ni ha sido nunca, algo exclusivamente reservado a los expertos. Pertenece a una parte tan profunda del conocimiento ancestral que es inconcebible que no sea propiedad de todos. Al fin y al cabo, ha sido transmitida de generación en generación, y siempre utilizada como un remedio casero, más que como un tratamiento médico.

De hecho, en algunas zonas se puede considerar realmente medicina casera. Toda la medicina tradicional, excepto el Kos Kyal (nombre camboyano del raspado), fue prohibida en zonas rurales de Camboya durante el periodo de los Jemeres Rojos (1975-1979), precisamente por pertenecer a la clase popular y humilde, en lugar de a la clase intelectual.2 El resto de la medicina tradicional fue estrictamente controlada en lo que se llamaba «fábricas de remedios populares», que eran administradas por un grupo de doctores chinos no profesionales.3 El raspado fue considerado parte de la revolución.

Es esa idea de que el raspado es una medicina «informal» lo que hace que sea visto como algo que pertenece más al hogar que a un centro médico. Ante todo, quiero dejar claro que este libro no pretende en modo alguno reemplazar ninguna otra terapia o las manos de ningún profesional del campo de la salud. Al igual que otras técnicas de la medicina oriental, el raspado ha sido transmitido de generación en generación por las propias familias. El objeto de este libro es apoyar, no reemplazar. Si se te plantea la oportunidad de aprender de algún experto o de apuntarte a un curso, no la dejes escapar.

A pesar de la tendencia actual, no pertenece únicamente al ámbito exclusivo de especialistas con deslumbrantes utensilios de raspado. También es tuyo y de tu familia. De tus amigos, compañeros, vecinos y de todo aquel que pueda aprender esta milenaria técnica por sí mismo.

En esencia, pertenece colectivamente a todos y debemos asegurarnos de que sabemos usarla de manera segura.

Por nosotros.

NOTAS

1 Hui, K., et al. 2011. «Perception of Deqi by Chinese and American acupuncturists: a pilot survey». Chin Med; 6: 2.

2 Bentley, B. 2007. «Gua Sha: Smoothly scraping out the sha». The Lantern. Volumen IV, n.º 2, artículo 2.

3 Guillou, A. 2004. «Medicine in Cambodia during the Pol Pot Regime (1975-1979): Foreign and Cambodian Influences». Documento preparado para el Simposio East Asian Medicine under Communism, Graduate Center of City University of New York; 8 de julio.

Primera parte

¿Qué es Gua Sha?

Aunque en principio la idea de raspar la piel para mejorar la salud puede ser difícil de asimilar, Gua Sha es una práctica muy extendida en el este de Asia y lo ha sido durante muchos años. En el presente libro exploraremos sus orígenes y supuestos efectos sobre la piel y el resto del cuerpo.