6036-epub.jpg

 

portada.jpg 

Colección Con vivencias

36. Nunca es tarde para tener una infancia feliz

 

Título original: It’s never too late to have a happy chilhood. From adversity to resilience

 

Traducción de Roc Filella

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición en papel: octubre de 2013

Primera edición: diciembre de 2013

 

© 1997 Ben Furman

 

© 2013 Guillem Feixas Viaplana para el prólogo

 

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5 – 08010 Barcelona

Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68

www.octaedro.com - octaedro@octaedro.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

ISBN: 978-84-9921-478-8

 

Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Diseño y producción: Editorial Octaedro

 

Digitalización: Editorial Octaedro

 

 

 

 









Dedico este libro a mis padres, por todo lo que me han dado.

 

Doy las gracias a mi madre por inculcarme el sentido
de la ecuanimidad y la capacidad de ver en las personas
más lo bueno que lo malo.

 

Doy las gracias a mi padre por algo que él aprendió del suyo:
un optimismo y un sentido del humor incorregibles, y la capacidad
de ver algo divertido incluso en las situaciones más sombrías.

 

 

 

 




4110.png PREFACIO: ¿POR QUÉ ESTE LIBRO?

Un día me crucé por la calle con una motocicleta. Su conductor iba vestido de cuero. Llevaba barba, larga y despeinada, y el pelo, también largo, le sobresalía del casco. La moto tenía un gran parabrisas, en el que había pegadas unas letras que componían la frase: «Nunca es tarde para tener una infancia feliz». Comprendí la importancia de lo que decía, pero me sorprendió la paradoja que encerraba. Al principio fue solo el juego de palabras, como en el título de la película Regreso al futuro, pero poco a poco empecé a sospechar que la frase encerraba un acertijo que debía resolver.

Pensé que, fuera quien fuese la primera persona que acuñó la frase, probablemente no quería decir con ella que deberíamos alterar la verdad, mentirnos para hacernos con una visión de color de rosa de un pasado infeliz. Era evidente que la intención tampoco era decir que debemos simular que tuvimos una infancia feliz si no fue así, escondiendo la suciedad debajo de la alfombra y falseando experiencias que nunca tuvimos. Comencé a pensar que la frase era profunda y encerraba un mensaje.

Había visto otra parecida al leer al doctor Milton H. Erickson, psiquiatra estadounidense, que solía decir: «La persona sabe la respuesta a su problema, lo que ocurre es que no sabe que la conoce». Al principio, también sus palabras me parecieron un juego ingenioso, pero después, al estudiar terapia breve en general y, en particular, el sistema centrado en la solución, me di cuenta de que el doctor Erickson realmente quería decir lo que decía. Pensaba que, en lo más profundo del corazón, las personas solemos saber qué es lo que nos puede ayudar, y que el trabajo del terapeuta es encontrar la forma de propiciar que ese conocimiento interior emerja.

Este libro expone mi intento de encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta: ¿Qué significa decir que nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz?

 

 

 

 




4097.png PRÓLOGO

Guillem Feixas

Tiene razón el lector en pensar que no es posible retroceder al pasado para cambiarlo, pero eso no le quita mérito a este libro. De hecho, como tantos sabios han recalcado, todo lo que realmente tenemos es el momento presente. Pero ¿dónde está mi pasado ahora mismo? En mi sistema de memoria, y este está relacionado con el sistema de significados que me permiten interpretar y dar sentido a mi experiencia momento a momento. O sea, que pasado y presente no están tan lejos. Está claro que están muy relacionados.

En la memoria semántica guardamos los conocimientos y significados extraídos de las experiencias vividas, y es clave para interpretar los acontecimientos de nuestra vida actual. Si en el pasado alguien «aprendió», por ejemplo, que confiar profundamente en otro conlleva con el tiempo la traición y/o el abandono, es probable que interprete así cualquier nueva oportunidad de vinculación afectiva que la vida le ofrezca. Pero ese aprendizaje se puede reestructurar. La memoria semántica no es inflexible. Al igual que nuestro cerebro, dotado de gran plasticidad, está abierta a nuevas experiencias que pueden modificarla y transformar esa actitud reticente ante las relaciones. Y así, la persona puede recordar los hechos negativos de su pasado sin que necesariamente queden fijadas para siempre las conclusiones que en aquel momento derivó de ellos en su sistema de significados con el que interpreta la realidad en el presente. Luego, lo que cambia no son los hechos del pasado (memoria autobiográfica o episódica), sino su significado y relevancia actual (memoria semántica).

Esta obra nos plantea un ejercicio muy saludable de cuestionamiento acerca de nuestras creencias sobre el papel de la infancia en el desarrollo posterior de un ser humano. También cuestiona la creencia de que el pasado puede limitar nuestra posibilidad de ser felices. En efecto, aunque no podemos negar la potente influencia de la infancia y el pasado en las vidas de las personas, es importante también reconocer las capacidades de superación y de búsqueda de recursos alternativos de los seres humanos. En este libro encontramos docenas de ejemplos de personas que han salido adelante en sus vidas y un buen catálogo de los recursos empleados para superar su adversidad.

Tener un pasado difícil no supone necesariamente una condena de infelicidad para el resto de la vida. Desde hace más de dos décadas, la noción de resiliencia, entendida como la capacidad humana para seguir adelante a pesar de la adversidad (e incluso sacar provecho de ella), ha hecho mella en la psicología, siendo un tema que ha concitado gran cantidad de estudios. Lejos de ser un tratado más sobre el tema, la obra que Ben Furman nos presenta supone una corriente de aire fresco que nos ilustra este fenómeno de la resistencia a la adversidad en sus múltiples variantes, basándose en los recuentos de testimonios de los protagonistas de las breves historias de resiliencia que contiene. Esto hace que la obra no sea solo amena y de lectura entretenida, sino que aporte una ingente variedad de recursos para la superación personal.

Pero el propósito del libro va más allá, a mi entender, de querer aportar recursos a quienes han vivido experiencias dolorosas en el pasado. El libro está orientado a todos nosotros, como ciudadanos, y más especialmente a educadores y profesionales de la salud. Si cambiamos nuestras creencias sobre el peso inexorable del pasado y estamos abiertos a la casi infinita variedad de trayectorias por las que una persona puede llegar a tener una vida provechosa e incluso feliz, entre todos haremos posible que tal milagro deje de ser algo excepcional y se convierta en una posibilidad real. En efecto, los que han vivido situaciones difíciles en su infancia a menudo se encuentran con que la creencia sobre la influencia perdurable y negativa de tales experiencias está tan extendida entre los que le rodean, y especialmente entre los profesionales que le rodean, que alcanza valor de verdad incuestionable. Y ello deviene en un gran obstáculo para la superación personal. Un obstáculo que todos podemos hacer que se diluya si, siguiendo la invitación de esta obra, estamos franca y profundamente abiertos a apostar por las capacidades que toda persona tiene para afrontar la adversidad.

 

 

 

 




4104.png INTRODUCCIÓN: NOS DOBLAMOS, PERO NO NOS ROMPEMOS

En Occidente, vivimos inmersos en una cultura saturada de psicología, según la cual la causa de los problemas de las personas está en lo que nos ocurrió en el pasado. Por esto muchos pretendemos rastrear las raíces de nuestros sufrimientos hasta llegar a la infancia. Hemos aprendido que la principal causa de nuestros problemas es que de niños nos faltó algo o sufrimos experiencias traumáticas. Los especialistas explican que los primeros años de la persona son fundamentales para su vida posterior, y los padres, sobre todo las madres, cargan con los juicios de los expertos y su lúgubre canción: los problemas, desde el de seguir orinándose en la cama hasta el crimen más violento, nacen en la infancia. Es una doctrina psicológica que se encuentra por doquier: en el debate social y político, en conversaciones formales e informales, en tertulias de los medios de comunicación, en la prensa, en la literatura y en entrevistas especializadas, en manuales de texto y en revistas.

Pocas personas sensatas dirían que una infancia difícil no deja marca alguna, ni que no hayamos sentido en nuestro entorno fuerzas perniciosas que han afectado a nuestro crecimiento y desarrollo. Sin embargo, es posible que la relación entre los problemas de hoy y unas experiencias infantiles negativas no sea tan evidente como acostumbramos a pensar. ¿Una infancia difícil lleva necesariamente a una madurez con problemas, o la persona puede sobrevivir bien a pesar de traumas y desdichas anteriores? ¿Cómo se explica que muchas personas equilibradas y sanas tuvieran problemas en la infancia y que, del mismo modo, muchas otras que en su madurez luchan contra enormes dificultades fueran relativamente felices de niños? Muchas personas que han padecido una infancia difícil pueden tener problemas de mayores, pero nadie puede decir con seguridad que las experiencias infantiles sean la verdadera causa de sus desventuras.

Estadísticamente, los niños que se han criado en un ambiente desfavorable –por ejemplo, en un entorno familiar violento, en situaciones de alcoholismo o de problemas mentales graves– tienen mayor probabilidad de sufrir diversos problemas más adelante que quienes han tenido una infancia «normal». Sin embargo, correlación no es lo mismo que causa. Las estadísticas simplemente señalan un riesgo, no que las experiencias negativas de la infancia provoquen automáticamente problemas en la vida posterior. Las ideas simplistas y lineales de que el niño que sufre experiencias difíciles inevitablemente tendrá problemas en el futuro, y que el adulto que tiene problemas vivió con toda seguridad una infancia difícil empiezan a parecer menos obvias si se ven a la luz de los estudios sobre niños que superan experiencias adversas.

El estudio más conocido sobre la supervivencia es el estudio longitudinal que realizaron Emmy Werner y Ruth Smith en Kauai, Hawai. A lo largo de treinta años, estas antropólogas culturales hicieron un seguimiento de los isleños nacidos en 1955. En su libro Vulnerable but Invincible, publicado a principios de los años ochenta, demostraban que nada menos que uno de cada tres niños en situaciones de alto riesgo era a sus dieciocho años un joven afectuoso y seguro de sí mismo. Sin embargo, dos tercios de esas personas, es decir, la mayoría, tenían problemas y eran clasificados de adolescentes de alto riesgo. Cuando las dos investigadoras reexaminaron el mismo material en los años noventa, descubrieron que dos tercios de aquellos adolescentes de alto riesgo eran adultos de éxito a los 32 años. Así pues, según su exhaustivo estudio, hasta tres de cada cuatro personas que habían tenido una infancia difícil conseguían superarla bien al llegar a los treinta y tantos.

Muchos otros estudios registran observaciones parecidas. En los años sesenta, por ejemplo, apareció en Estados Unidos un informe sobre un estudio llevado a cabo por los investigadores Renaud y Estress sobre la vida y la infancia de cien varones estadounidenses normales y de éxito. El estudio demostraba que una mayoría de ellos había vivido traumas que eran al menos tan graves como los que en psiquiatría y psicoterapia se suele considerar que conducen a trastornos mentales. Los investigadores concluían que esos «cien varones que, como grupo, se comportaban en niveles superiores a la media, y que carecían sustancialmente de cualquier sintomatología psiconeurótica o psicosomática, hablaban de historias infantiles con tantos “sucesos traumáticos” o “factores patogénicos” como normalmente se revelan en las entrevistas con pacientes psiquiátricos que muestran diferentes grados de discapacidad por sus síntomas».

La experiencia de un siglo de guerras devastadoras ha demostrado que las personas, por lo general, sobrevivimos con asombrosa normalidad tanto a los horrores de la guerra como a situaciones familiares difíciles. Solo algunos niños de padres alcohólicos empiezan a beber cuando son mayores, y aquellos cuyos padres padecen problemas mentales raramente muestran ellos también dolencias parecidas en la madurez. Solo un pequeño porcentaje de niños que se crían en un ambiente familiar violento son después violentos, y solo una fracción de quienes padecieron abusos sexuales en la niñez se comportan de modo similar cuando son mayores.

Contrariamente a lo que se suele pensar, los problemas emocionales y psicológicos que se les plantean a los niños no pasan a las generaciones siguientes siguiendo las leyes mendelianas de la herencia. Los problemas y las pruebas desagradables de la infancia pueden aumentar el riesgo de padecer problemas similares o de otra índole en la madurez, pero esos infortunios no causan esos problemas.

Los investigadores Joan Kaufman y Edward Zigler han investigado los patrones hereditarios de la violencia y el abuso sexual infantiles. Demuestran con rotundidad que la idea generalizada de que estos problemas pasan irremediablemente a las generaciones siguientes es un mito peligroso. Dicen: «Los adultos que de niños sufrieron un trato violento van a oír constantemente a lo largo de toda la vida que lo más probable es que también ellos maltraten a sus hijos. Y así, en algunos casos, la frase se convierte en una profecía que se autocumple. Asimismo, muchos de los que han roto el círculo de la violencia comienzan a pensar que son bombas de relojería». Los dos investigados dicen también que este mito simplista y muy extendido ha hecho más difícil entender las razones de la violencia familiar, y ha confundido a los responsables del bienestar del niño y a los de las políticas sociales.

La psicóloga Ingrid Claezon ha realizado estudios a largo plazo sobre la supervivencia de niños suecos cuyos padres consumían narcóticos. En el prefacio de su libro Contra todo pronóstico dice que «contra todo pronóstico, o mejor dicho, contra todo prejuicio, algunos niños cuyos padres consumían drogas sobreviven sin problema a la infancia y a la madurez».

¿Por qué, entonces, parece que un niño supera los infortunios de la infancia y la falta de experiencias positivas mejor que otro que afronta dificultades y carencias similares? Los investigadores también se han ido interesando cada vez más por esta cuestión. Recientemente, el tema de la superación del dolor en los primeros años es objeto de estudio en todo el mundo, en publicaciones, conferencias y seminarios.

La palabra «resiliencia» ha pasado a definir la capacidad de sobrevivir del ser humano, de recuperarse y perseverar frente a diversos obstáculos y amenazas. Investigadores finlandeses también han estudiado la resiliencia. La psiquiatra infantil Eila Räsänen, por ejemplo, estudió la capacidad de supervivencia de los niños finlandeses después de ser enviados a Suecia durante la Segunda Guerra Mundial y vivir muchos años separados de sus padres. La psiquiatra e investigadora observó que la mayoría de los «niños de la guerra», en contra de lo que se solía pensar, habían superado aquellas duras pruebas. Muchos de ellos pensaban que incluso habían aprendido de ellas y que las dificultades les habían hecho más fuertes.

Tradicionalmente, los especialistas en psicología han intentado resolver el problema del comportamiento humano buscando una respuesta a la pregunta: ¿Cómo llegamos a ser como somos? Unos intentos que han producido una inmensa cantidad de información sobre los factores y las circunstancias de riesgo que aumentan la probabilidad de enfermedades, conductas anómalas y otros problemas graves. Los investigadores han estudiado tan detenidamente todos los posibles peligros, que muchas personas han empezado a ver en la vida un viaje osado por un campo de minas y, en la cría de los hijos, un empeño tan peligroso como andar sobre la delgada capa de hielo que cubre un lago. Al mismo tiempo, hemos aprendido a pensar, y poco a poco a aceptar, que, aunque nadáramos en la abundancia, no podríamos erradicar del mundo todos los potenciales factores de riesgo.

Sufrir es parte del crecimiento, y aunque hagamos todo lo posible por reducir al mínimo lo que nuestros hijos hayan de padecer, la mayoría de ellos se enfrentará en su desarrollo a experiencias más o menos traumáticas. La realidad es que siempre habrá algunos niños que se encontrarán con una cantidad inexplicable de sufrimiento y desventura. Y no hay más. No sacamos ningún provecho de hacer una relación de los diversos factores de riesgo de la infancia porque, aunque intentemos paliarlos, no podemos controlar enteramente el mundo ni eliminarlos por completo. De ahí que, en la última década, los investigadores hayan cambiado el objetivo y hayan empezado a concentrarse en la pregunta opuesta: ¿Por qué no llegamos a ser como cabría esperar? Han comenzado a considerar los factores que nos protegen y ayudan a sobrevivir a pesar de todo.