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Resumen

El primer Guerrero del Bien cuenta las luchas por el poder y la libertad de dos pueblos, Gerusper y Subhotre, amenazados por el poder tirano del Imperio oscuro. Dos tierras de razas únicas y maravillosas, donde se vive el amor y la amistad, la lealtad y la traición, pero sobretodo la superación y el valor.

En su defensa surge el Señor Loro, un guerrero valiente, de fuerte carácter y profundas convicciones. Junto a él, lucharán el Señor Lince, su mano derecha, gran estratega y muy leal a la causa; el mago Claudio, un sabio que llevará las riendas en las luchas del bando de los buenos, y la hechicera Lala, poderosa y orgullosa como pocas.

Esta novela fantástica es la primera parte de una saga que acaba de empezar, dirigida a quienes desean abrir su mente a un mundo magnífico, de religiones desconocidas y personajes heróicos.

Víctor Manuel Gete


El primer Guerrero del Bien


El veneno de Breek

Colinas de arena se alzaban a cada lado y enseguida estaban tan agotados que casi no podían caminar. El Señor Loro no dejaba el fardo que había cogido en la Aldea Oscura, y se aferraba a ello con desesperación, ni siquiera lo había abierto delante de Pich, no porque no confiara en él, si no porque era demasiado peligroso para que él supiera lo que tenía dentro. Al no tener caballos, casi no habían avanzado nada desde que salieron de la Aldea Oscura. El Señor Loro se detuvo y miró hacia detrás; creía que alguien estaba cerca, y cuando sospechaba algo pocas veces se equivocaba.

El Señor Loro le hizo una señal a Pich para que estuviera preparado, pero solo vieron a un Guerrero del Bien con dos caballos atados al suyo. El Señor Loro suspiró de tranquilidad al reconocer al Señor Lince; debía de haber hablado con Pich antes de que entrara en el palacio de la aldea.

–Lince, no sabes cuánto me alegro de verte; te daba por perdido –dijo el Señor Loro acercándose a él.

–Eso debería decir yo. El Emperador Oscuro nos tendió una trampa. Montad, rápido –dijo con prisa el Señor Lince–, y ¡qué trampa nos tendió!, al menos a nosotros; aunque si esperó a que entraras, tú te llevarías la peor parte.

Montaron en los caballos, el Señor Loro con gran dificultad porque la herida del hombro le escocía mucho. Mientras cabalgaban, el Señor Lince les dirigió una mirada muy seria.

–¿Cuántas bajas?

–Hemos tenido suerte, podríamos haber muerto todos nosotros; esa Aldea Oscura era un Infierno.

–Sí –confirmó el Señor Loro.

El Señor Lince le miró con curiosidad.

–La tropa de Digius ha caído casi al completo; Digius vive, y media docena de sus soldados. Gemen, Dragón, Tigre y yo mismo. Lo que ocurrió exactamente no tiene importancia. Según creo, entraste al palacio de la Aldea Oscura.

–El Señor Halcón cayó, el Emperador Oscuro le tenía prisionero, igual que... –el Señor Loro se calló, no estaba preparado para asimilar que acababa de perder a su hermano y a su sobrino.

–Su hermano y sobrino. Los magos hicieron un sacrificio para que el Emperador Oscuro fuera más poderoso de lo que es. La sangre de su familia es muy fuerte, lo que le hace inmortal; es muy difícil herirle con una espada, el veneno no le hace ningún efecto y aumenta el triple su fuerza, la magia tampoco le afecta, su piel se hace el triple de fuerte, por si fuera poco, puede entrenarse para convertirse en su compañero.

–Sí, ya sé eso, sé lo que ocurre. ¿Algo más de importancia?

El Señor Loro le contó, no sin dudar un momento, que los cuatro magos habían invocado a un demonio y que después, hicieron que le poseyera, aunque pudo evitarlo, pero realmente no acababa de comprender cómo lo hizo, que encerró a los magos y al Señor Cascabel, aunque este salió del palacio cuando estaba a punto de derrumbarse, y que después, su vida terminó delante de las puertas de la Aldea Oscura.

–Te olvidas de lo que cogiste de aquella caja de acero.

El Señor Loro sintió la mirada de impaciencia del Señor Lince; sabía qué era, pero quería verlo con sus propios ojos. Sacó el fardo, que ahora llevaba atado en la silla de su caballo, se lo dio con cuidado al Señor Lince, que después de desenvolverlo, se quedó atónito. Los tres se quedaron quietos y pararon los caballos. Dentro había tres espadas idénticas a la espada que llevaba el Señor Loro, pero las piedras brillantes que tenían entre la empuñadura y la hoja eran de otros tres diferentes colores. Aquellas espadas inspiraban un sentimiento de tranquilidad muy agradable. El Señor Loro sonrió; el Emperador Oscuro no solo creía que había caído en la Aldea Oscura, además no sabía que los Guerreros del Bien volvían a tener cuatro de las cinco Espadas.

–¿Qué harás con ellas?

–Por ahora las llevaremos al castillo, después decidiremos quién será el que las custodie –dijo el Señor Loro guardando las espadas muy rápido.

Él, que tenía una de las espadas, no enloquecería ante el poder que guardaban, pero los demás sí. Incluso el Jinete de la Bestia del Bien no estaba a salvo, aunque tuviera la espada del bien.

Siguieron todo recto. El Señor Loro suspiró y se secó el sudor de la frente; la sangre de la herida le manchaba la túnica por el brazo y tenía algunas manchas rojas en el guante. Miró al Señor Lince.

–¿A dónde vamos?

–Al oasis, después marcharemos a la ciudad de Morris; los demás se dirigen al oasis... Creo que recordaré hacia dónde hay que ir –murmuró el Señor Lince girando la cabeza hacia atrás.

Al igual que al venir, regresaron con lentitud, perdieron la noción del tiempo sin saber cuánto tardaron. Al llegar al oasis no había movimiento dentro de él, pero al entrar salió Digius con tres soldados. Miró al Señor Loro; no le creía, imposible que hubiera salido vivo del palacio.

–Señor, es un honor volver a servirle, aunque estemos obligados a...

–¿De qué hablas? –dijo el Señor Loro al ver lo apenado que estaba Digius.

–El Jinete está aquí. Estamos bajo su mando –murmuró Digius con mala cara.

–Era de suponer que después de derribar la Muralla Oscura, venga a tomar el mando, yo se lo cederé si la Bestia del Bien está aquí también.

–Tiene su consentimiento, además un pergamino autorizándolo a tomar cualquier fuerza aquí presente que esté bajo tu mando o el de él.

–¡Maldición! El Jinete no querrá regresar, y el Emperador Oscuro nos cazará como a conejos.

Digius señaló a la parte sur del oasis, y el Guerrero del Bien se dirigió allí: había una tienda improvisada, delante el Jinete y el Señor Dragón hablaban con confianza. El Señor Loro se puso furioso ante la imagen de uno de sus capitanes hablando tan abiertamente con ese traidor, que no solo era traidor, además era un asesino que había matado para llegar a ser el Jinete de la Bestia del Bien.

–¡Loro! –gritó el Jinete intentando aparentar sorpresa–. Me alegro de verte... vivo.

–Seguro. La cuestión es otra muy diferente; mis soldados irán a donde yo lo ordene, nadie más. Jamás obedecerán tus órdenes o las de nuestros enemigos –dijo el Señor Loro. Le sacaba de quicio aquel hombre, que como los Guerreros del Bien, tenía la inmortalidad.

–Solo hay una pega; tengo esto, que es superior a tu mando –entró en la tienda, sacó un pergamino enrollado, lo abrió y dejó ver una orden de traspaso de poderes al Jinete. El Señor Loro lo cogió con brusquedad. Después de leerlo y comprobar si el sello de la Bestia del Bien era verdadero lo rompió en cuatro trozos, lo tiró al suelo y lo pisoteó.

–No. No te cederé mis tropas ni aunque la Bestia del Bien me lo pida a la cara; se desperdiciarían sin ningún interés en avanzar –dijo el Señor Loro dando una patada a la arena, el pergamino roto llegó a los pies del Jinete. El Señor Loro negó sin dejar de mirar al Señor Dragón.

–La Bestia del Bien es superior a ti, aunque tengas la espada del fuego –dijo el Jinete. Esta vez, el Señor Loro le miró.

–Tengo el Poder del Fuego –lanzó el Señor Loro al Jinete. Este y el Señor Dragón se rieron a más no poder, hasta que el Señor Loro sacó el colgante y el Jinete, después de estar un rato mirándolo, se quedó callado–. También tengo cuatro Espadas del Bien.

–Yo tengo la Espada del Bien más importante, así que no digas tonterías; el resto de las Espadas las tiene el Emperador Oscuro en su poder, así que tú no las tienes –dijo el Jinete sin dejar de enseñar su sonrisa más falsa, tanto que el Señor Loro solo había visto una sonrisa más falsa, era a su peor enemigo.

–No estoy aquí para discutir eso, el mando es mío. Si quieres, díselo a la Bestia del Bien así como te lo estoy diciendo. Ni la tropa que está en el Puerto Oscuro del Río, ni tampoco mi ejército, que está en mi castillo, te verá a ti como Rey. Si no me equivoco, tú serás idéntico al Emperador Oscuro, un dictador que usa el ejército para llevar su propia guerra y olvidar la que verdaderamente hay que librar. Ahí está el verdadero mandato: libra tus propias batallas por ti mismo y solo cuando sea necesario usa un ejército.

–No me des lecciones, Guerrero del Bien, no eres nadie para ello. Nos debes lealtad a mí y a la Bestia del Bien, recuérdalo –dijo con desprecio el Jinete, aunque no dejó por ello de mostrar su sonrisa llena de mentiras.

–Quizá todos crean que eres el Bien personificado, pero sé más secretos tuyos de los que podrías soportar que se supieran; serías despreciado en Subhotre y en Gerusper...

–¡Cállate! –gritó el Jinete. Esta vez desapareció su sonrisa falsa; siempre ocurría lo mismo, ya que el único que sabía cómo era en realidad era el Señor Loro. Por mucho que se esforzara por parecer muy bueno el Señor Loro conseguía sacarle la falsedad.

–Tus orígenes, quizá son muy interesantes, por ejemplo –murmuró el Señor Loro lo suficientemente alto para que el Señor Dragón le escuchara–, y déjame decirte algo, quizá hayas engañado a la Bestia del Bien, pero... ¿y cuándo se entere?

–No se enterará. Tú mismo no llegarás a tu castillo. Escorpión ha puesto a sus mercenarios por todo el Bosque Aguado, apoyados por algunos vampiros y algunos soldados de la guardia de Escorpión; es imposible pasar por allí.

–Si me enfrenté a él tres o cuatro veces, lo conseguiré ahora. Yo sigo al mando de los Guerreros del Bien, aunque no lo quieras. ¿Por qué me ha quitado el mando la Bestia del Bien?

–Si hubieras leído con más detenimiento el pergamino lo sabrías. Hace un mes el Emperador Oscuro nos obligó a que le facilitáramos tu caída y que te arrebatáramos el mando de...

–¡Maldito loco! –le gritó el Señor Loro amenazándole con el puño en alto–. ¡Es nuestro enemigo y quiere quedarse con Gerusper! Aun así, le abrís las puertas de vuestra fortaleza, aunque a los Guerreros del Bien se las cerraron tras ver los métodos que se usaron en Segundo. ¡Vuestro enemigo son el Imperio Oscuro y sus aliados no nosotros!

–Tranquilízate. Él entró por su cuenta; y conseguimos que su exigencia se limitara a deponerte del poder y no reconocerte como Rey de Gerusper. Después es asunto suyo lo que haga.

–Dragón, ¿qué vas a hacer?

–Oso precisa mi ayuda –murmuró el Guerrero del Bien; tenía la mirada perdida, mirando al cielo.

–Mejor que te vayas ya. Yo tengo que esperar la tropa de Lobo, que está bajo mi mando –dijo el Señor Loro levantando la voz. Era obvio que estaba retando al Jinete a que le contradijera, pero no lo hizo, aunque su sonrisa falsa reapareció con asombrosa rapidez.

El Señor Loro se dio la vuelta y desapareció entre las palmeras. El Jinete dio un puñetazo a la tienda, que se cayó al suelo. El Señor Dragón se alejó un poco, estaba asustado. El Jinete tenía una expresión furiosa en la cara.

–Me las pagará; si no es él, alguien pagará por esto.

El Guerrero del Bien buscaba a Digius, que ahora estaba sentado en una piedra, introduciendo su espada en la arena. Cuando le encontró se acercó a él y vio que estaba de muy mal humor.

–Está arreglado –le dijo, Digius giró la cabeza para mirarlo–. Regresarás a la Orden del Bien con el mago y la tropa de Lobo vendrá a mi castillo.

Alguien se acercaba. Detrás del Señor Loro apareció Gemen con mala cara, parecía enfadado y lanzó al suelo el antifaz que le había dado el Señor Loro.

–¡Un Guerrero del Bien jamás abandona y nunca retrocede! –gritó Gemen con enfado, parecía decepcionado–. ¡No teme a nada ni a nadie, aunque le doble en maestría y jamás deja de defender la ley o proteger el Bien!

–Gemen...

–Perdone, pero tiene razón. Debe hacer frente al Emperador Oscuro. Los últimos años...

–Ya sé que los últimos años no he hecho nada de importancia –dijo el Señor Loro impresionado. Gemen había descubierto casi al completo qué significaba ser un Guerrero del Bien.

–Retrocedes en lugar de hacer frente al Jinete, en lugar de salvar mi aldea o en lugar de acabar con el Imperio Oscuro.

–No es posible acabar con el Imperio; aunque casi le arrebatamos los Desiertos Oscuros, las tropas que tiene desplegadas por aquí y el Bosque Aguado son ingentes, siempre le quedará la Ciudad Fortaleza Oscura y los Acantilados. Eso sí que es inaccesible.

–Me refiero a que te vengues por la muerte de tu hermano y de su hijo.

–Cascabel ya está muerto –respondió el Señor Loro.

Sin decir nada más fue hacia otro lado del oasis. Sabía que Gemen tenía razón. Había problemas en la aldea de Roblus, su guardia personal no le gustaba nada, y tenía que arreglar lo que el Jinete estropeara. Él era el único que tenía suficiente mando como para hacerle frente, exceptuando al Príncipe Nomo, que pronto sería Rey de Subhotre aunque estuviese fuera de su jurisdicción en Gerusper.

Miró a lo lejos. Anochecía y vio que la arena se alzaba en el horizonte: eran caballos, muchos caballos; era la tropa del Señor Lobo, que regresaba del Puerto Oscuro.

Cuando llegaron, el Señor Lobo estaba al frente. Todo había ido bien según su expresión, una sonrisa de satisfacción, y señaló a lo alto, la señal de la victoria entre los Guerreros del Bien.

Estaba claro que eran Guerreros del Bien, solo ellos podían salir tan frescos de una batalla como la que habían tenido. Se fijó en el Señor Lobo, que era de los capitanes en los que más confiaba, y se dio cuenta de que su fina cara, curtida por el sol, mostraba su honor y su saber estar.

La tropa se dirigió al pozo, con sed; pero el Señor Lobo se acercó al Señor Loro lo más rápido que pudo. Su emoción era tan grande que casi no conseguía contenerse.

–Derribamos el Puerto al Río. Vencimos.

–Nosotros perdimos todos los soldados de Digius. El Emperador Oscuro me esperaba y nos tendió una trampa; ahora regresaremos a la ciudad de Morris.

–Espera, ¿qué clase de trampa? No se pierden miles de soldados así como así, y menos tú –dijo el Señor Lobo decididamente.

–Yo estaba dentro de la Aldea Oscura. Mientras, los demás fueron atacados por vampiros, Guerreros del Mal, magos y hombres del desierto en el exterior de la aldea.

–Pero ellos no fueron quienes se llevaron la peor parte, ¿verdad?

–No hagas tantas preguntas Lobo, es hora de descansar –dijo alguien detrás de ellos, el Señor Loro le reconoció al momento.

–¿Has visto lo que quería hacer el Jinete? –le preguntó el Señor Loro poniendo una expresión muy seria –. No se lo permitiré aunque tenga la orden de la Bestia del Bien.

–No te conviene crear enemigos en los dos bandos –murmuró el mago, sin decir nada más, se dio la vuelta y se fue hacia el pozo, vio como empapaba de agua una tela y se la pasaba por la frente y cara.

Poco después, el Señor Loro dio la orden de que se preparara todo. Cuando estuvieron listos, se puso el último, como al volver, la marcha fue lenta, así también, al cabo de unas horas los soldados sudaban y tenían la ropa empapada. Gemen y Pich estaban tan mal que casi no podían mantenerse sobre sus caballos, aunque Gemen se encontraba mejor que al ir a la Aldea Oscura; aún no tenía síntomas graves.

El Guerrero del Bien observó que era difícil avanzar por la arena con los caballos; en el Desierto eran mejor los camellos, pero todos los tenía el Emperador Oscuro al absorber con su emergente poder a los hombres del desierto que eran quienes los criaban, con excepción de una docena de ellos, que tenía Morris en la ciudad para visitantes de alto rango. De hecho, el Emperador Oscuro tenía una tropa, entrenada especialmente por él, que usaba camellos y asaltaba a los pocos que se atrevían a entrar en sus Desiertos. Normalmente estaban en el Puerto Oscuro y habían tenido mucha suerte de que solo hubiera algunos centenares, de las Tribus del Desierto.

Las Tribus del Desierto eran una alianza, pero fueron esclavizadas por el Emperador Oscuro para que le ayudaran en su guerra contra los Guerreros del Bien, el Reino de Subhotre y la Orden del Bien. Poco después, se unieron al Emperador Oscuro los Guerreros del Mal, que vivían en la Aldea Oscura, que antes era una ciudad. El Emperador Oscuro, después de la caída de Segundo prohibió que hubiera más ciudades que la Ciudad Fortaleza Oscura; lo demás eran castillos, puertos o aldeas. La Orden Oscura estaba al margen de esa prohibición, claro, no solo entretenía al Reino de Subhotre y a la Orden del Bien para que no ayudaran a los Guerreros del Bien, si no que enviaba ayuda económica al Imperio Oscuro, y a cambio recibía tropas de los magos cuando ellos alteraban la forma de un animal para aumentar su cuerpo y su inteligencia o mezclaban dos especies de animales.

En el Desierto, además de abundancia de escorpiones y serpientes, solo había lagartos. En ese momento se cruzaron dos; fue un milagro que los caballos no los pisaran. Gemen se acercó con el antifaz blanco de aprendiz de Guerrero del Bien en la mano, parecía arrepentido.

–Perdona por lo de antes, estaba furioso por la matanza y no pensé.

–Pero tenías razón. Tenía intención de refugiarme en el castillo mientras este rincón de Gerusper se resquebraja a pedazos.

–¿Rincón? –preguntó Gemen sin comprender por qué el Señor Loro llamaba a los Desiertos Oscuros de ese modo; eran un lugar de importancia de Gerusper.

–La Isla Central es lo más importante; si se apoderan de la Isla Central conquistarán todo Gerusper. El centro de Gerusper en estos momentos son la Ciudad Fortaleza del Emperador Oscuro y mi castillo, los dos enemigos principales y más poderosos. Primero debo arreglar aquí las cosas lo mejor que pueda y después, regresaré al castillo.

–Señor, Pich me ha explicado sus métodos de entrenamiento y... no sé si conseguiré pasar las pruebas que puso a Pich o al otro aprendiz.

–Yo tuve que pasar por pruebas más difíciles. Ser un Guerrero del Bien no es para nada fácil.

–Quería preguntarle algo, no es sobre los Guerreros del Bien. ¿Qué es el Emperador Oscuro?

–¿Qué clase de pregunta es esa? –respondió con otra pregunta el Señor Loro. Todos los aprendices le habían preguntado eso cuando estaba a punto de empezar el entrenamiento de verdad para ser Guerrero del Bien.

–Me refiero a si es mago, o quizá no es humano.

–Sí que lo es, aunque me temo que no hace como tal. Creo que nació aquí mismo, en lo más recóndito de los Desiertos Oscuros, cuando aún no se había alzado su Ciudad Fortaleza. Jamás corras si debes enfrentarte a él; hazle frente y reza a tu dios, cualquiera que sea, y lucha. Algunos Guerreros del Bien, la mayoría a decir verdad, huyen de él, pero ahora me temo que es invencible; los magos le han ayudado a triplicar su fuerza física y han aportado alguna habilidad más.

–¿Nadie puede con él?

–Yo al menos no. Con los dos corazones que quitó es inmune a cualquiera de mi familia, yo mismo entre ellos, pero yo estoy muy cansado de luchar. Quizá mi descendiente lo consiga –murmuró el Señor Loro. Hasta hace muy poco estaba muy decidido a terminar aquella guerra, pero ahora no. Pensaba irse a la Superficie y tomar su merecido descanso.

–¿Ayudará a mi aldea? –preguntó con esperanza.

Dudaba que alguien que estaba en la posición en la que estaba el Señor Loro ayudara a una de las aldeas más pequeñas que había en Gerusper, que además, no estaba totalmente aliada a él, pero que tampoco se aliaría con el Emperador. Este la dejaba sobrevivir porque era demasiado pequeña para que le importara, aunque parecía interesarse en engañar a todos los sirvientes para saber cuándo alguien llegaba a alguna aldea.

–¿Por qué no iba a ayudar a alguien que lo necesita? –respondió el Señor Loro mirando a Gemen, al que se le agrandaron los ojos de entusiasmo, no era porque el Señor Loro iba a ayudarlo.

–Eso es lo que me quedaba por descubrir –dijo Gemen con entusiasmo–. Ayuda siempre al que lo necesite y no pueda hacerlo por sí mismo.

–Y… –dijo el Señor Loro asintiendo; una cosa más y sería casi un Guerrero del Bien.

–Nnn… –Gemen sabía que le quedaba algo, pero no sabía el qué.

–Algo que jamás debes hacer, y que si lo hicieras, dejarías de ser un verdadero Guerrero del Bien, algo imperdonable –dijo el Señor Loro. Decidió darle alguna pista para que le resultara más fácil–. Como el Señor Dragón, por ejemplo; y quien jamás lo ha hecho es el Señor Lince, o el Señor Lobo.

–Ser... fiel a tu señor y... a tus compañeros de armas –después, el Señor Loro le dirigió una sonrisa. No necesitaba asentir, había descubierto lo que más importaba para ser un Guerrero del Bien.

–Tampoco hay que luchar sin motivo, siempre lucha por algo, o si no, no lucharás con la motivación necesaria. Recuerda los motivos para ser un Guerrero del Bien y jamás caigas en la tentación del Mal. Y recuerda nuestro lema; fuerza y honor.

–Gracias por ayudarme, de verdad –murmuró Gemen muy agradecido. El Señor Loro no había visto a nadie más agradecido, aunque según él, no había hecho nada.

Después, el Señor Loro fue hacia donde estaba el mago, que como no había nada mejor que ver, observaba a una serpiente de arena buscando en vano algo que cazar. Esperó a que volviera a mirar hacia delante.

–Estaremos un día en la ciudad, y después iremos a la aldea de Roblus, donde resolveré unos problemas. La tropa no entrará en la aldea de Roblus.

–Escorpión tendrá muchas posibilidades de tenderte otra trampa, ahora no estás demasiado bien para luchar con él –murmuró mirando la herida del hombro. No había tenido tiempo de curarla y el mago no se había dado cuenta hasta ahora.

–Sabes perfectamente que se fue a la Ciudad Fortaleza siguiendo el río, para llevar a cabo el hechizo. Quizá va a la Orden Oscura, pero es igual; no podemos alcanzarle y es más importante ir a la aldea de Roblus.

–No es por involucrarme, pero el muchacho llamado Gemen es una carga para ti en estos momentos. Encomiéndaselo a otro Guerrero del Bien, Lince o Tigre podrían entrenarlo y…

–No –atajó el Señor Loro con firmeza. Cerró los ojos unos segundos y después los volvió a abrir y miró al cielo–. Es él, lo presiento, estoy seguro de que es él de quien se habla en las visiones de los magos, el que debe guiar a mi nieto y ayudarlo. Cuando yo muera, todos excepto mis aprendices, olvidarán lo que en realidad es ser un Guerrero del Bien, los otros dos tienen demasiados problemas; además elegirán la mortalidad para seguir entre los suyos.

–Y por casualidad, no estarás pensando en aprovechar para poder entrar en la aldea de Roblus y descubrir al traidor, ¿verdad?

No era eso, pero no dijo nada. Durante el camino por el Desierto Oscuro, el Señor Loro se mantuvo en silencio, igual que los demás. Esta vez nadie se quedó inconsciente por el sol. Llegaron a la parte de la muralla derruida y se encontraron con que no había escombros, habían sido retirados y solo se podían ver algunos dispersos.

–El Emperador querrá usarlo para otra cosa –susurró el mago al Señor Loro y este asintió con un movimiento de cabeza.

Pasaron hacia la elevación que había al otro lado y el Señor Loro se quedó mirando las grandes rocas que habían servido al mago y a los demás de campamento improvisado al ir a la aldea. Cuando llegaron a la ciudad de Morris, la tropa se quedó en el prado que había entre la ciudad y la muralla y el Señor Loro, el mago, el Señor Lince y Digius entraron al palacio.

Al entrar en el salón vieron que Morris estaba reunido con los señores de las aldeas cercanas, aunque Roblus no estaba allí. Se retiraron y Morris les dio la bienvenida; estaba contento porque habían derribado parte de la muralla dejándola prácticamente inservible y vulnerable a cualquier ataque.

–Sentíos como si fuera vuestra casa –les dijo Morris señalándoles el banco que había junto a la mesa. Se sentaron todos, excepto el Señor Loro, y mandó traer carne para que comieran un poco. Después llamó a un médico, pero no había ninguno en el palacio así que envió a alguien a buscarlo.

El Señor Loro estaba apoyado en una pequeña mesa de madera que había junto a la ventana y observaba la ciudad. Le empezaba a gustar aquella ciudad, con tejados de algo parecido a barrillo rojo que terminaban en punta; las casas eran en su mayoría de dos plantas, aunque algunas tabernas tenían solo una, igual que las tiendas, con fachadas pintadas de rojo brillante; las fuentes invadían las calles y un riachuelo corría a la derecha de la ciudad. Un paraíso tan cerca de los Desiertos Oscuros, en medio de un inmenso bosque y en la Montaña de Roca, aunque esa parte era la que menos elevada estaba.

–El Colgante del Poder de Fuego es realmente poderoso, ¿verdad? –preguntó Morris.

–Lo suficiente, aunque no lo controlo totalmente. ¿El Príncipe regresó a Subhotre?

–Sí, partió hace dos noches. Debe de estar a punto de llegar a la aldea de Roblus. Espero que no le hayan asaltado; el Rey se quedaría sin heredero y tendría que ascender al trono el bastardo; quizá sea una palabra muy dura pero sí, el hermano del Príncipe es un incompetente para llevar un Reino de esas dimensiones.

–Supongo –murmuró el Señor Loro; pero no le estaba escuchando, solo escuchaba algunas palabras. No dejaba de mirar las tabernas del centro de la ciudad.

–¿Qué hay del Emperador?

El Señor Loro se giró hacia él y le miró fijamente. Morris miró al suelo sin poder mantener su mirada de cansancio.

–Todos preguntan por el Emperador, no son buenas las noticias que tengo de él; más te valdría no saberlas, por tu bien y el de tu ciudad. El Imperio se está fortaleciendo, ahora más que nunca. La guerra que ya parecía ganada ahora se torna difícil, muy difícil.

–No te comprendo, la última vez que estuviste aquí estabas decidido a acabar con el Imperio Oscuro y con el Emperador, ¿por qué has cambiado de parecer?

–Porque es demasiado poderoso, además entre nosotros hay traidores.

–Y entre ellos. Solo tienes que descubrir a los que no están a favor del Emperador Oscuro y convencerles para que luchen por ti –dijo Morris mirando a los demás, que en ese momento comían con ganas.

–¿Sabes algo de la aldea de Roblus?

–Muy poco. El cerco que puso el Emperador sigue allí, millares de campamentos, pero sé que la hechicera que estaba con Digius estuvo ahí hace tres días, ignoro si sigue allí.

–Hechicera... muy poderosas.

–¿Igual que los magos?

–Los Magos tienen distintos poderes que las Hechiceras, ellas usan la mente, pero los magos usan la magia física principalmente. Es difícil de comprender, pero quedan muy pocas hechiceras y entre ellas pasa lo mismo que entre los Guerreros del Bien, pocas usan sus poderes como deben. ¿Sabes su nombre?

–No, me lo dijeron, pero se me olvidó..., empezaba por L, pero no lo recuerdo. No era un nombre demasiado difícil –dijo Morris–. ¿Conoces alguna hechicera?

–Las suficientes como para saber que debes ser su aliado, mejor que ser su enemigo –dijo el Señor Loro mirando a Digius. Después le preguntaría quién era la hechicera.

–¿En serio la tropa de Digius cayó entera?

–Me temo que fue aniquilada. Es una gran pérdida que nos llega en mal momento, aunque yo no estaba con ellos, como ya sabes.

El Guerrero del Bien se volvió hacia sus compañeros, a los que se les estaban retirando los platos y las sobras de la comida. Los que retiraban las cosas eran soldados, como en su castillo, aunque el cocinero fuera solo cocinero allí, en la ciudad de Morris. De repente, Digius empezó a temblar y a ponerse más blanco de lo normal. Estaba paralizado y su piel parecía hielo, de hecho, cuando el mago le tocó el brazo retiró la mano al momento por lo frío que estaba. Mientras el Señor Loro se acercaba corriendo, Digius empezó a tener convulsiones, todos se levantaron con extrema rapidez. El Señor Loro se acercó a él y notó su piel helada, como si fuera él mismo un bloque de hielo, y empezaba a tener convulsiones que le hacían hincharse.

–¡Veneno! –gritó Morris corriendo fuera del salón. Después de un buen rato seguía sin volver, así que el Señor Loro supuso que estaba buscando un médico.

–Subidlo a la mesa –dijo el Señor Loro con rapidez.

Él mismo ayudó a subir a Digius, el Señor Lince le sujetó para que no cayera de la mesa. El Señor Loro corrió hacia la ventana con la esperanza de ver a Morris, pero seguramente estaba por detrás del palacio.

–¿Quién habrá sido?, ¿sabes quién puede haber entrado en el palacio y echar veneno sin ser visto por nadie? –preguntó el mago. Su rostro reflejaba sorpresa y temor; posiblemente él también debía de estar envenenado a pesar de que el efecto se retrasara en él y en el Señor Lince–. Aunque no es un veneno muy fuerte.

–Solo es una amenaza –murmuró el Señor Loro. Creía saber qué clase de veneno era, después de un rato se pasarían los efectos, aunque era muy doloroso. Decidió mentir–. No sé quién puede haber sido, pero lo descubriré.

Breek empezaba a usar sus habilidades como especialista en venenos. El mago se acercó a Digius, al que empezaban a salirle gotas de sangre por los ojos, ojos azules como el agua que se tiñeron de color rojo. Digius se quedó paralizado, se levantó como sonámbulo y el Señor Loro le miró fijamente, como los demás. Aquel efecto no lo provocaba el veneno en el que él pensaba. Digius cogió un jarrón, lo rompió y después se hizo un corte en el hombro justo cuando Morris entraba con un médico. A Digius se le llenaba la mano de sangre mientras el Señor Loro se acercó; fue el único que lo hizo, porque parecía que estuviera muerto.

Escribió algo en la pared. En ese momento el Señor Lince se puso a vomitar en una esquina. Digius estaba dibujando las marcas del Emperador Oscuro y después, dibujó la inicial de Breek y escribió una frase larga. Morris ordenó al médico que esperara fuera; el médico también vomitó en el pasillo.

–El más fuerte y poderoso tiene planes para esta ciudad. Temed las represalias ahora más que nunca porque será vuestro final –el Señor Loro estaba leyendo esto en voz alta. Estaba escrito en Escorpiano, que era la lengua del Imperio Oscuro, y que por lo tanto, solo se usaba allí. Los demás, a excepción de pequeñas poblaciones, hablaban la misma lengua. Fuera del Imperio Oscuro pocos sabían hablar ese idioma, pero el Señor Loro lo sabía, también todos los demás idiomas que se hablaban en Gerusper, Subhotre o en la Superficie.

Una amenaza, según le pareció al Señor Loro, aunque no pensaba que estaba dirigida a él. Digius siguió como en trance, así que esperó a que siguiera, y en el mismo idioma que antes escribió de forma muy brusca las siguientes palabras:

“Al que habéis temido hasta ahora será vuestro Dios y al que serviréis”. El Señor Loro impidió al mago que parara a Digius, quería que terminara el mensaje. “Todos los dioses serán dominados por vuestro futuro amo y solo a él se le debe adorar bajo pena de muerte”.

El mago agarró a Digius y le obligó a salir del salón con el médico. Parecía que estaba en trance. Morris susurró algo a un soldado que estaba de guardia en la puerta del salón y después se acercó al Señor Loro. Todos se habían ido a ver lo que le ocurría a Digius. Morris le dijo al Señor Loro que en seguida vendría alguien a limpiarlo.

–¿Quién puede preparar una droga así? Conozco algunos venenos y ninguno hace a alguien escribir las palabras exactas, no existe algo así.

–Supongo –murmuró el Señor Loro con la mirada perdida en las letras. La sangre de Digius resbalaba y hacía que las letras tuvieran gotas que descendían.

–Los demás no tienen ningún síntoma del veneno.

–Lo tendrán. El que lo ha hecho sabe muy bien lo que hace. Vigila que Digius no empeore; yo miraré si hay algo en la cocina que pueda ayudarnos.

Se dirigió a la puerta, que estaba abierta, después de salir descendió por las escaleras de caracol a la primera planta, donde estaban las cocinas. Al ser ya tarde solo debía de haber un cocinero. Entró y miró a los lados, pero no encontró nada raro. Siguió buscando durante un buen rato hasta que vio algo que le llamó la atención en una esquina, era un bulto cubierto con una manta marrón.

Se acercó, agarró la esquina de la manta, poco a poco, la levantó, preparado por si había algo peligroso. Era el cocinero, con un pequeño golpe en la cabeza. Era grueso, con algunos kilos de más. No tenía pelo en la cabeza, pero sí debajo de la nariz y debajo de la boca. Curtido por el sol, como todos los habitantes de aquella ciudad. Estaba inconsciente y su túnica estaba cerca de la puerta, pero el Señor Loro no la había visto. Cogió una jarra de color azul llena de agua y mojó un poco la cara del hombre, que cuando se reanimó, aunque estaba aún muy desconcertado, miró al Guerrero del Bien abriendo mucho los ojos al darse cuenta de lo que estaba viendo.

–¿Quién te atacó? –le preguntó. Al estar aún aturdido no esperaba su respuesta.

–Un hombre, vestido al modo de Subhotre... un mercenario creo, que estaba disfrazado con la túnica de la guardia de la ciudad. Me golpeó con... creo que era una empuñadura porque después vi un momento su espada, que brillaba de manera muy extraña, azul, creo, no lo recuerdo.

El Señor Loro le ayudó a sentarse y después se acercó a la túnica que se usaba para cocinar y buscó dentro. Encontró lo que buscaba, un frasco pequeño con una sustancia de color negro brillante que al abrir la tapa desprendía un olor muy fuerte a azufre. Aquello tenía veneno de escorpión; solo les estaba permitido usarlo a los que tenían una orden directa del Emperador.

–¡Breek! –gritó el Señor Loro lanzando al suelo el frasco. Le daba lo mismo de qué estuviera hecho aquello.

Salió de las cocinas sin preocuparse de si el cocinero estaba del todo bien, dejó atrás el palacio, se adentró en el jardín que lo rodeaba y se sentó en un banco de mármol. Escondió la cara entre las manos y apoyó los codos en las rodillas. Tenía un fuerte dolor de cabeza que casi no le permitía pensar.

Se miró el hombro y vio que la herida tenía muy mal color. Volvió la cabeza hacia arriba y se quedó mirando las nubes; después desenvainó la espada y se quedó también mirándola. El Emperador Oscuro tenía la única espada que podía superar a esa. Entonces perdió el equilibrio y se deslizó hacia delante con el cuerpo muy pesado; el ruido de la Espada resonó en el banco de mármol.

El licántropo en la aldea de Roblus

El Guerrero del Bien notaba un tacto suave, el de una cómoda cama, en la que se encontraba. Parecía que tenía el cuerpo dormido, pero cuando se puso de lado sintió una punzada de dolor en el hombro. Tenía la herida vendada, así que no pudo ver en qué estado estaba. Miró por toda la habitación para ver si había alguien, pero estaba solo.

Tenía la daga, pero no encontró la espada. Miró a su alrededor, vio que estaba encima de su traje de Guerrero del Bien, que desprendía una leve luz blanca; hacía poco que se había limpiado. Llevaba una túnica para dormir de color rojo, con un dibujo en forma de llama en el pecho, así que estaba en la ciudad de Morris.

Se quitó la túnica con rapidez y después se puso el uniforme de Guerrero del Bien. Metió la espada en la vaina y miró por una pequeña ventana con forma de triángulo que había en una de las paredes. Sin lugar a dudas, estaba en la Ciudad de Fuego.

No recordaba lo que le había ocurrido, aunque sospechaba que tenía algo que ver con la herida; recordaba todo hasta que salió de las cocinas. Al salir de la habitación le llegó el olor a comida; allí solo se comía carne y fruta, así que era carne. Mientras se colocaba bien los guantes descendió por las escaleras de caracol hasta que llegó a la segunda planta donde estaba el comedor, justo delante del salón.

Entró y vio a los jefes de las aldeas del Bosque Aguado, excepto a Roblus; el Señor Loro no comprendió por qué era el único que no estaba allí. Buscó con la mirada al mago y los demás, pero no los encontró. Decidió acercarse a Morris, que estaba presidiendo la mesa principal junto a su familia. Algunos jefes de aldeas levantaron sus copas llenas de vino a su paso porque le conocían, ya que el Señor Loro había hecho tratados y alianzas con algunas de las aldeas.

–Agradezco tu presencia entre nosotros, hónranos sentándote a comer con nosotros, si no tienes ningún asunto entre manos. ¿Te encuentras mejor?

–Claro, estoy bien. ¿Mis compañeros?

–Oh... están mal, aún inconscientes por el veneno que ingirieron. Al parecer en los Guerreros del Bien el efecto es más fuerte, aunque los síntomas aparecen tarde. En cuanto al mago, se recuperará, la magia que lo protege es muy fuerte.

–¿Digius?

–También se recupera, pero está mal. La única suerte que hemos tenido es que solo ellos tomaron la comida envenenada; seguramente se dirigía a ti.

–Lo dudo mucho. Tengo mucha hambre; después de comer partiré a la aldea de Roblus. –Dicho esto se sentó donde le indicó Morris, después le dirigió una mirada de preocupación.

–Yo creo que sí, que el veneno quería acabar contigo; de hecho tenía una sustancia rara que no hemos conseguido saber qué es. Se supone que está hecho del veneno del oasis pasado por agua y por veneno de escorpión. Y tiene sangre, o eso creemos. Nuestros métodos serían eficientes si el veneno no estuviera dispersado por el suelo.

Sin contestar, comió lo que el soldado le trajo. Después de saborear la comida Morris le acompañó hasta las puertas del palacio, donde ordenó algo a un soldado, que poco después regresó con un fardo lleno de víveres. Esperó hasta que el soldado se fuera.

–Espero volverte a ver pronto, y no tan mal como llegaste de la Aldea Oscura, ¿partirás solo?

–No. Mi aprendiz, Pich y el Señor Tigre me acompañarán. Esperaré allí a los demás.

El Señor Loro descendió por el camino de piedra que atravesaba el jardín, después de salir de la ciudad, llegó al claro que había entre las casas y la muralla. Hizo llamar a Gemen, Pich y al Señor Tigre, mientras él buscaba su caballo. Cuando estaban preparados los soldados abrieron las puertas de la ciudad; salieron. El Señor Loro esperaba llegar dos días después aunque no contaba con los contratiempos.

Tras dos días cabalgando se detuvieron después de haber pasado por la Cueva del Paso, entre los campamentos enemigos y el camino, que estaba rodeado por el pequeño desierto que había entre el gran Bosque Aguado y el pequeño bosque de la ciudad de Morris.

Estaban a punto de llegar, pero decidieron salir del camino y encendieron una hoguera porque empezaba a hacer frío y anochecía.

–Es mejor no detenerse, ir directos a la aldea –murmuró el Señor Tigre sin dejar de mirar a cada lado como si temiera que le atacaran–. No es nada bueno detenerse.

–Los Guerreros del Bien no temen a nada –dijo el Señor Loro alzando la voz mientras echaba leña al fuego–. Es una de las normas principales para ser un Guerrero del Bien, recuérdalo.

–El Emperador Oscuro está fuera de esa norma, y los mercenarios y los vampiros también. Un ejército de mercenarios está por aquí disperso.

–Exacto, disperso. Las patrullas de mercenarios no superan los tres hombres y no creo que el Emperador Oscuro se haya molestado en cambiar sus costumbres.

Sin decir nada más, se sentó junto a Gemen y Pich. Cuando estuvieron descansados se prepararon para seguir el último tramo de camino a la aldea, pero al recordar la trampa prefirió torcer hacia otro lado. De repente la tierra empezó a temblar. Aquello les pilló de sorpresa porque en Gerusper no había terremotos ni nada por el estilo. Algunos árboles cercanos empezaron a inclinarse y uno de ellos cayó a unos centímetros de Pich con un fuerte ruido. El Señor Loro miró hacia arriba, al momento supo lo que ocurría; el cielo estaba teñido de un color marrón muy oscuro, casi parecía negro, pero era marrón.

La Bestia de la Tierra estaba allí. El Señor Loro ya había visto obrar a aquel ser. De hecho parecía haber concentrado gran parte de su poder en aquel lugar. La tierra empezó a abrirse delante del Guerrero del Bien; todos retrocedieron, pero como siempre en aquellas situaciones, él se mantuvo firme. La nube marrón descendió hasta ellos y cuando casi llegaba a donde estaban se detuvo y desapareció, dando paso al Jinete de la Bestia, que acababa de bajar de un salto.

Tenía su espada en la mano y la mandíbula muy tensa, aunque seguía manteniendo la mirada arrogante. Al Señor Loro no le pareció muy distinto del Jinete de la Bestia del Fuego. Aquello no era normal; siempre atacaban al mismo tiempo la Bestia y el Jinete, no se veía a la Bestia por ningún sitio.

Entre el Jinete y el Guerrero del Bien solo estaba la brecha que se había abierto hace poco. El Señor Loro se giró hacia atrás, pero sin dejar de estar alerta.

–Llegad a la aldea y esperadme allí. Esto no durará ni un momento; un mandoble y ya está.

El Señor Tigre asintió y se dirigieron al camino para llegar a la aldea que estaba cerca. El caballo del Señor Loro siguió a los demás. Mientras, el Señor Loro se enfrentaba al Jinete. Le atacó con su Espada y el Jinete dio una vuelta ante la fuerza del golpe; intentó defenderse, pero al tener el Poder del Fuego y ser el Guerrero del Bien más poderoso no era rival para él.

–Si fuera tú… –antes de terminar su frase recibió un fuerte golpe por la espalda. Salió lanzado hacia delante con una fuerza increíble y chocó con un árbol que al estar inclinado, se derrumbó. Sin recuperarse del todo notó otro golpe que esta vez, le alzó del suelo unos metros; se agarró a una rama para que el golpe fuera menor, pero cuando volvió a estar en el suelo sintió como si tuviera todos los huesos rotos.

Miró hacia arriba. La Bestia del Viento estaba allí, dando vueltas con su Jinete, la Bestia de la Tierra estaba cerca, no más de dos o tres árboles más allá. El Jinete no se había movido de donde estaba antes, mientras que la Bestia del Agua y su Jinete se mantenían en lo alto. El Señor Loro miró atrás y lo que estaba temiendo apareció por detrás: la Bestia del Fuego con su Jinete.

Aquello iba de mal en peor; la Bestia del Fuego aterrorizaba a cualquiera, aunque el Señor Loro ya se había enfrentado a ella, no era lo mismo hacerlo de día que de noche. Estaba totalmente rodeado y no había más solución que hacerles frente; la cuestión es que no sabía cómo luchar con ocho seres que resultaban ser los cuatro más poderosos que existían. Se decía, incluso, que igual que el Emperador, eran inmortales y que ni espada, ni veneno alguno podían matarlos, nunca se cansaban, además superaban en número a las Bestias del Bien, que de hecho, solo había una y no se arriesgaba a salir de la fortaleza. Además las Bestias tenían Segundos, no con tanto poder como ellas, pero de sobra para luchar con un humano, con un duende o con un nomo.

Cogió su espada del suelo, aunque después del segundo golpe la soltó. Se le había escurrido de la mano, pero no estaba seguro si había sido por la Bestia del Viento o sus poderes. Notó una mano fría en la espalda; al verla vio que tenía las uñas sucias y era blanca como el hielo, recuperada su espada, la cortó con facilidad. La mano cayó al suelo agarrando el Colgante del Poder. Lo recuperó y se dio la vuelta: era un vampiro. Su frió cuerpo bajo aquellos harapos inspiraba asco y repulsión: con ojos inyectados en sangre y tres aperturas bajo ellos a modo de nariz y boca. El Señor Loro vio cómo se regeneraba; los vampiros se regeneraban después de que alguna parte de su cuerpo fuera cortada.

–Varsuk –murmuró el Señor Loro. Reconoció al vampiro al momento ya que había combatido con él más de dos veces; estaba al mando de la mayor tropa de vampiros que subsistía en los Desiertos Oscuros–. Hacía mucho tiempo que no te veía, aunque hubiera preferido no volverte a ver.

–Lo mismo digo, Rey de los Guerreros del Bien –dijo el vampiro y escupió en las botas blancas del Guerrero del Bien una sustancia roja y pegajosa parecida al ácido y que en seguida se evaporó dejando una mancha en la bota.

–¿Tienen que enviarme a ti?, ¿dónde está vuestro Emperador?

–No te importa, Guerrero del Bien –murmuró el vampiro con una sonrisa maligna–. Tiene cosas mejores que hacer que preocuparse por un rebelde sin causa.

–Varsuk, el rebelde es el Emperador, que ha mantenido bajo su dictadura a todo Gerusper durante siglos y siglos –dijo el Señor Loro corrigiéndole, lo que puso furioso al vampiro. Desde que existían los vampiros jamás nadie se había atrevido a enfrentarse cara a cara con ellos, hasta que llegaron los Guerreros del Bien. Lo mismo ocurría con los Guerreros del Mal. Ni siquiera el Reino de Subhotre o la Orden del Bien se atrevían con ellos–. Y los vampiros, sus sirvientes, le han ayudado, criaturas igual de rastreras que el Emperador Oscuro.

–Desafías a la muerte aunque eres medio mortal, más mortal que otra cosa, diría yo. Serías grande, muy grande al lado del Emperador; serías recordado por muchas más cosas que por el simple hecho de resistirte a lo inevitable. Tú sabes tan bien como yo que es invencible; los Desiertos Oscuros no son nada comparado con su Ciudad Fortaleza.

–¿Por qué se me recordaría? –murmuró el Señor Loro, aunque no sabía por qué mantenía una conversación con ese ser tan repugnante–. No quiero ser recordado por asesinar sin piedad a inocentes, y por aliarme con el más terrible ser que ha conocido este mundo; el Emperador morirá, ese es su destino.

–No por tu mano –dijo el vampiro muy convincente. Sabía la Leyenda, quizá predicada de otra manera por la Orden Oscura, con algunos cambios, pero idéntica a la de la Orden del Bien.

Miró hacia atrás para ver dónde estaban las Bestias. Ya no tenía ninguna opción, solo luchar e intentar alejarlos de la aldea de Roblus, aunque eso fuera tan difícil como que una hormiga luchara con un tigre.

Cogió el Colgante por la cadena, antes de ponérselo, lo balanceó delante de Varsuk. Como las veces anteriores su piel se cubrió de una nube roja y de metal, como una armadura de color rojo como el fuego. La Espada del Fuego brilló en su mano. Varsuk retrocedió un poco, al mismo tiempo que las Bestias y sus Jinetes; todos, excepto la Bestia del Fuego y su Jinete.

Si la Bestia del Fuego y el Jinete tenían una debilidad, esa era la arrogancia, que algún día, llevaría a la perdición. Ante ese pensamiento el Señor Loro no evitó una sonrisa. Las Bestias sobrevolaban al Guerrero del Bien mientras Varsuk preparaba su espada. Las espadas de vampiro eran muy raras, con una forma redonda en la mitad de la hoja que estaba igual de afilada que el resto.

Paró con fuerza la espada de Varsuk, que parecía muy convencido de ganar aun sabiendo que el Poder de Fuego podría con él.

–No estés tan seguro de tu victoria –susurró el Señor Loro mirando al vampiro con fijeza.

–Me vengaré de ti, recuérdalo –el vampiro señaló arriba sin dejar de mirarlo a los ojos y haciendo un desagradable sonido cada vez que respiraba.

El Señor Loro miró y se quedó estupefacto: el Emperador Oscuro estaba allí, pero no con su uniforme de Emperador de los Guerreros del Mal, sino que llevaba la armadura del mal; lo que le rodeaba era oscuro como una noche sin estrellas ni luna.

Descendió desde el aire como si estuviera caminando por el suelo y se quedó elevado unos centímetros. El Señor Loro, aunque tenía la Armadura del Fuego puesta, no comprendía nada. El Emperador se estaba tomando demasiadas molestias para acabar con él, y no sabía por qué. Ni siquiera se molestaba tanto en acabar con la nobleza de Subhotre o los magos de la Orden del Bien; y mucho menos se molestaba en acabar con el Jinete o la Bestia del Bien.