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El cine en el Perú
El cortometraje: 1972-1992

Giancarlo Carbone

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Colección Investigaciones

© Giancarlo Carbone

De esta edición

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Manuel Olguín 125, Urb. Los Granados, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100

Teléfono: 437-6767, anexo 30131. Fax: 435-3396

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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Versión ebook 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-312-0

Índice

Prólogo

Presentación

Parte I. La Ley de Cine

El cineasta debe tener criterio empresarial

Luis Garrido Lecca

La Ley de Cine y los primeros años de la Comisión de Promoción Cinematográfica (Coproci)

Hecha la ley, hecha la trampa

¿Quién mató el cine nacional?

La Ley de Cine: Un hito histórico

José Perla Anaya

Una mirada al Decreto Ley

La lucha por la supervivencia y el papel del gremio cinematográfico

Parte II. Los cortometrajistas del Decreto Ley

Primera generación

El cortometraje permite un mayor conocimiento del ser humano

Nora de Izcue

Los primeros pasos: Del taller al cine político testimonial

La fascinación por la selva y la cultura negra

La aventura de hacer cine en el Perú de la década de

Una vida entre los gremios y las escuelas de cine

Hacer cine no consiste solo en hacer películas

Nelson García Miranda

Entre la crítica y la realización

Mirando hacia adentro: La observación del mundo criollo

Miedos y esperanzas: Del temor a la ficción a la ilusión del largometraje

La investigación del cortometraje: Las cifras hablan

La brecha generacional y el futuro del cine peruano

Ser documentalista es un privilegio fantástico

Jorge Suárez

De becario a profeta en su propia tierra

El documental, una pasión profunda

Curiosas y heroicas andanzas en busca de imágenes

Confesiones y reflexiones de un gran artesano

Segunda generación

La clave está en decirlo con humor

Gianfranco Annichini

La búsqueda: De trapense a cineasta

Sensibilidad y lucidez: Cuando la obra es el hombre

La fábrica de salchichas no tiene buenos productores

Hibridación genérica y renovación temática

Filmar la poesía

Edgardo Guerra

La generación de los talleres de cine de la Universidad de Lima

“Cartucho” Guerra o de la selva su cineasta

Para hacer cine de género se necesita una producciónindustrial continua

José Carlos Huayhuaca

Cinefilia temprana en el Cusco

Erudición y vanidad: Mezcla explosiva y creativa

Entre cuentos, sketchs y desventuras detectivescas

Los géneros cinematográficos en el cine peruano

La cofradía Hablemos de cine

Los cortometrajes: Lo mejor del Decreto Ley

Del cine a la televisión: Buscando nuevos espacios

El cine nacional requiere una película fundadora

José Antonio Portugal

Un rápido ascenso: De asistente a director

El documental borderline y la empatía con el público y la historia

La necesidad de una película fundadora en el cine nacional

A pesar de todo, el cine peruano sobrevivirá

A más crisis más cultura

Kurt y Christine Rosenthal

De Alemania con amor: El país te devuelve lo que tú sientes por él

Romanticismo y disciplina en el duro oficio del cine

Setenta cortos en veinte años… eso sí es continuidad

No todo es color de rosa: Acá también se cuecen habas

El secreto de la comercialización en el exterior

Hacer cine contra viento y marea

Bárbara Woll

La marca de Robles Godoy

La convicción de hacer cine

La crítica despiadada y la muerte del cortometraje

Tercera generación

El cortometraje será una pieza de museo

Augusto Cabada

De recreador de historias a creador de guiones

Para muestra bastan dos cortos: El talento a flor de piel

Diálogo entre el cineasta y el crítico

Los laberintos del género fantástico

Aldo Salvini

Una nueva generación entra en escena

Amarren a Salvini… Un loco que se las trae

Prólogo

El cine en el Perú. El cortometraje: 1972-1992, de Giancarlo Carbone de Mora, en lo sustancial, como lo indica su título, es un conjunto de entrevistas con algunos realizadores de cortometrajes de un periodo singular del cine peruano. Se prolonga así el interés de Carbone por interrogar a los que hicieron nuestro cine, desde la época silente, que ha dado ya dos volúmenes de entrevistas previos: El cine en el Perú:1897-1950/Testimonios (primer volumen) y El cine en el Perú: 1950-1972/Testimonios (segundo volumen).

Ese momento particular empezó en marzo de 1972, cuando el gobierno militar presidido por el general Juan Velasco Alvarado promulgó el Decreto Ley 19327, de Fomento de la Industria Cinematográfica. Se inició entonces un periodo de continuidad productiva sin precedentes en el cine peruano: durante dos décadas se filmaron cerca de sesenta largometrajes y más de un millar de cortos. Desde la época silente no se habían realizado tantos cortometrajes, de modo regular, en el país.

El fomento de la producción se basó en la aplicación de incentivos tributarios y en el sistema de exhibición obligatoria de las cintas. Con esas condiciones, el largometraje inició un periodo fructuoso que no trataremos aquí. Los cortos, a su turno, bajo ese régimen legal, acompañaron las proyecciones comerciales de todas las películas extranjeras y sus empresas productoras fueron beneficiadas con un porcentaje del impuesto al valor de la entrada a la sala. Para ello se requería que la Comisión de Promoción Cinematográfica, una entidad creada por la ley, otorgara a la película el certificado de admisión al sistema.

El cortometraje se convirtió en una actividad rentable, de naturaleza empresarial, y fue el formato que permitió a numerosos realizadores y técnicos debutar y afianzarse en el dominio de la expresión fílmica.

La abundancia de la producción dio lugar a la aparición de muchos cortos estereotipados, pero también de algunos creativos, originales y exigentes. Y así, con altas y bajas, en medio de debates, polémicas y la resistencia de los dueños de las salas que veían la exhibición obligatoria como una imposición inaceptable, el Decreto Ley de Cine 19327 se mantuvo en vigencia hasta diciembre de 1992, cuando el gobierno de Fujimori suspendió la aplicación de los dispositivos básicos de apoyo a la producción de películas. Los cortos dejaron entonces de exhibirse en las salas públicas. En los años siguientes —y hasta hoy— los cortos no desaparecieron pero se hicieron en circunstancias distintas, para otros auditorios y con diferentes propósitos.

Algunos de los protagonistas de esas dos décadas del cine peruano comparecen aquí. Del conjunto de sus opiniones se pueden extraer algunas conclusiones: que el corto es indispensable en la formación de un cine nacional y no es un formato supletorio, pasajero o que se agote con el paso de los cineastas al largometraje; que es un marco legítimo para el ejercicio de un estilo y una expresión personal, como lo prueba la obra de un “autor” como Gianfranco Annichini, y puede ser un formato muy versátil, apto para el documental o la ficción, para el reportaje o el documento de creación, para la animación o el fotomontaje, para el ensayo fílmico o la experimentación.

Pero también se pueden evaluar, de modo retrospectivo, algunos hechos. Por ejemplo, que el modelo de promoción cinematográfica contenido en el Decreto Ley 19327 fue positivo para nuestro cine, más allá de sus intenciones y de su defectuosa aplicación, de su dudosa legitimidad —como que fue impuesto por una dictadura—, de su carácter proteccionista, de su evidente intromisión en asuntos propios de la contratación privada, de su desconocimiento de la libertad de mercado. Más allá de todo eso, esa norma legal permitió no solo la aparición de una promoción importante de realizadores, sino que creó la conciencia de lo que puede hacer el Estado si toma la decisión política de estimular una actividad artística. Y más aún en el campo del cine, una actividad que requiere de inversiones para la producción pero también de espacios para su exhibición, que suelen estar copados por el filme de moda, aquel que concentra toda la atención mediática. Lo que se agrava en el campo del cortometraje, que es un formato de la expresión fílmica que carece de mercado propio, ya que el público no paga por ver cintas de corta duración.

Vista a la luz de la apabullante hegemonía actual del cine norteamericano, esa norma legal abrió ciertos intersticios para el acceso del cine peruano a las salas comerciales. La presencia de un corto peruano antes de la proyección de los blockbusters de los años setenta, desde El exorcista hasta La guerra de las galaxias, resulta inimaginable ahora, en la era de las multisalas, donde los tiempos entre función y función están ocupados por tandas interminables de publicidad y anuncios de otros blockbusters.

La presencia diaria de filmes peruanos en las salas de cine de todo el país creó un público para ellos. Era el público que hacía largas colas para ver cintas como Cuentos inmorales o Gregorio, pero también el que exigió cambios en las formas de representación dramática de lo cotidiano, lo popular y lo urbano en los medios de comunicación. No es casual que fueran los cineastas de la “ley de cine” los que modificaron la fisonomía de las telenovelas y miniseries a partir de los años ochenta, incorporando formas de hablar y comportarse que se alejaban, al fin, de los modelos de la ficción televisiva mexicana o venezolana. Formas de hablar y comportamientos que se proyectaban a diario en los cines, como complemento de la programación. Gestos y dicción que ahora se han alejado de las pantallas, dejándolas libradas al imperio de Harry Potter, repetido una y mil veces.

De más está decir que en el campo del cortometraje —de antes y de hoy— se encuentran algunos de los mejores títulos del cine peruano. Radio Belén, Hombre solo o Una novia en Nueva York, de Annichini; Hombres de viento, de Portugal; En la orilla, de Suárez; Bom Bom Coronado, campeón, de García; El final, de Cabada; El gran viaje del capitán Neptuno o La misma carne, la misma sangre, de Salvini, por mencionar algunos de los entrevistados en este libro, son cintas muy destacadas. Pero hay otras, y menciono solo dos, de Arturo Sinclair: Eguren y Barranco y Agua salada.

Recordar esas películas, como las de Sinclair, y no poder verlas hoy es un asunto que ojalá este libro nos lleve a tratar y discutir: los cortos peruanos se están perdiendo. Salvo algunos que están en archivos privados o institucionales, la mayoría de ellos carece de copias proyectables o son inubicables. Ojalá pudiera acabar de una vez la negligencia en el campo de la conservación de las películas peruanas del pasado, que son parte de nuestro patrimonio cultural, aunque así no lo consideren las entidades públicas responsables.

Ricardo Bedoya

Presentación

Empiezo la presentación con una cita del historiador y pensador francés Pierre Nora,* que en cierto modo explica la necesidad de la publicación de un libro como este, cuya vigencia se mantiene no obstante haber sido escrito hace poco más de una década:

Si bien es cierto que memoria e historia funcionan en dos registros diferentes, es evidente que ambas tienen relaciones estrechas y la historia se apoya, nace, de la memoria. La memoria es el recuerdo de un pasado vivido o imaginado por un colectivo humano que experimentan los hechos o creen haberlo vivido. Por lo tanto, la memoria es afectiva, emotiva, abierta e inconsciente de sus sucesivas transformaciones. La memoria es siempre un fenómeno colectivo, aunque sea psicológicamente vivida como individual. En cambio, la historia es una construcción a menudo problemática e incompleta de aquello que ha dejado de existir, pero que indudablemente dejó rastros. La tarea del historiador es entrecruzar y comparar esos rastros, reconstruir lo que pudo pasar y, sobre todo, integrar esos hechos en un conjunto explicativo.

El presente volumen recoge, pues, la memoria de los veinte años de trabajo de los cineastas peruanos durante el periodo regido por el Decreto Ley 19327, Ley de Fomento de la Industria Cinematográfica, conocida como Ley de Cine, intentando, mediante una operación de ordenamiento de sus evocaciones, un cierto análisis crítico de los hechos. Seguramente vendrá después el discurso intelectual y sesudo de los historiadores y críticos de cine, pero por el momento nuestra contribución ha sido impedir que esta memoria se desvanezca, que se pierda y nos deje sin recuerdos sobre una actividad y una etapa histórica importante. En resumen, este libro tiene como propósito inventariar los hombres, objetos y lugares que pertenecen ya a la herencia colectiva. Nuestra labor ha consistido, precisamente, en ser mediadores entre la memoria y la historia de un colectivo humano que vivió y sufrió la ilusión de hacer cine en el Perú.

Este libro constituye también una deuda atrasada que tengo conmigo mismo y con todos aquellos lectores y amigos que años atrás me acompañaron en esta aventura de recuperar la memoria y los recuerdos de aquella legión de héroes anónimos que alguna vez ayudaron a sacar adelante la historia del cine peruano. Empezamos con El cine en el Perú: 1897-1950/Testimonios, publicado en 1992. Un año después presentamos El cine en el Perú: 1950-1972/ Testimonios. Luego, entre 1993 y 1994 tocó el turno de cubrir los testimonios de los cineastas que trabajaron entre 1972 y 1992, durante los veinte años que duró la Ley de Cine 19327. Para esa ocasión entrevistamos tanto a cortometrajistas como a largometrajistas y a otros personajes ligados a ese periodo de la producción cinematográfica nacional, pero, desafortunadamente, la investigación, estando ya terminada, por una u otra razón no pudo plasmarse en un nuevo volumen. Hoy intento reparar esa deuda y me propongo entregar la investigación en dos volúmenes. El primero dedicado a quienes hicieron posible el cortometraje, y el segundo, que lo publicaremos más adelante, será una mirada al largometraje y sus principales creadores.

Pienso que el retraso en la culminación de este libro se debió quizás al contagio emocional causado por la depresión y el desinterés en que cayó toda la actividad cinematográfica nacional, inmediatamente después de la estocada que recibió la Ley de Cine en 1992. El desbande generalizado, la apatía, el desinterés por continuar produciendo cine, los pleitos absurdos entre el propio gremio cinematográfico, el limbo legal en que se encontraba el cine nacional y el deprimido mercado editorial de esos años me desanimaron para continuar la publicación. Preferí que pasara algún tiempo para que el público y yo mismo lográramos un suficiente distanciamiento histórico y pudiéramos apreciar y juzgar mejor ese especial momento de la historia del cine peruano. Sin embargo, no calculé bien y los años fueron pasando, hasta que hace unos meses, observando el trabajo entusiasta de las nuevas generaciones de jóvenes cineastas y escuchando sus puntos de vista y preocupaciones actuales, decidí desenterrar mi investigación sobre el periodo de la Ley de Cine 19327. Creo que la lectura de los testimonios de los cineastas de esa etapa puede contribuir en algo a exorcizar los temores de esta nueva generación, que ha tomado la posta y el reto de volver a hacer cine en el Perú.

Lo que está pasando hoy en el cine peruano tiene mucho que ver con lo que se hizo y se dejó de hacer en el periodo 1972-1992. Es bueno que las nuevas generaciones conozcan los errores y aciertos de un momento tan importante para la historia del cine nacional, como lo fue el periodo del Decreto Ley 19327, que en el lapso de veinte años estimuló la producción de algo más de mil doscientos cortometrajes y sesenta largometrajes, a la vez que facilitó la formación de alrededor de cincuenta empresas relacionadas con el rubro cinematográfico y creó una estrecha relación entre el Estado, el público y la industria del séptimo arte.

De otro lado, también es interesante ver estos textos a la luz del tiempo en que se tomaron los testimonios. Las entrevistas se hicieron en las postrimerías de la Ley de Cine 19327 (años 1992 y 1993), cuando tras el balance la desilusión época comenzaba a ganar terreno. Si bien es cierto que la mayor parte de las entrevistas fueron realizadas hace aproximadamente doce años, muchas de ellas aún conservan la frescura, la ilusión y también la rabia de quienes vivieron intensamente el cine en el Perú como pasión y como profesión.

El libro está organizado en dos secciones: la primera, dedicada al tema del funcionamiento de la Ley de Cine 19327, vista desde la óptica de dos personas cercanas a su aplicación, como son Luis Garrido Lecca, ex director de la Comisión de Promoción Cinematográfica (Coproci) y ex miembro de la otrora temida Oficina Central de Información (OCI) del gobierno militar, y José Perla Anaya, abogado especializado en derecho de las comunicaciones y primer presidente del Consejo Nacional de Cinematografía (Conacine). En cambio, la segunda sección es un itinerario en orden más o menos cronológico por los recuerdos y testimonios de las tres generaciones de cineastas que hicieron posible la actividad cinematográfica en el país durante la vigencia de la Ley de Cine 19327. Los personajes escogidos para este propósito son Nora de Izcue, Nelson García y Jorge Suárez, de la primera generación; Gianfranco Annichini, Edgardo Guerra, José Carlos Huayhuaca, José Antonio Portugal, Kurt y Christine Rosenthal y Bárbara Woll, de la segunda generación; y Augusto Cabada y Aldo Salvini, de la tercera y última generación.

Por razones de espacio y economía textual no ha sido posible incluir a otros cortometrajistas, cuya obra es igualmente importante, pero creo que la figura retórica de la metonimia es válida en este caso, es decir, los cortometrajistas seleccionados para las entrevistas de este libro son representativos del variado universo de nuestro gremio cinematográfico y nos dan una idea cabal de este importante periodo histórico del cine nacional. A todos los cineastas de la Ley 19327 va dedicado este libro y homenaje.

Expreso mi agradecimiento a mis colaboradores más cercanos, sin los cuales no hubiese sido posible hacer realidad este libro, en especial a Irma “Mimi” Benavides, que siempre me apoyó en todo y tuvo la paciencia de aguantar estoicamente este largo proceso. A Miguel Mejía y Ana Shimabu -kuro, infatigables y disciplinados compañeros que me cedieron muchas horas de su valioso tiempo para comentar, transcribir y limpiar las entrevistas. Agradezco también a Jenny Canales, Ronald Portocarrero e Irela Núñez, quienes me acompañaron en un inicio, los dos primeros, a realizar algunas de las entrevistas, y a Irela por ayudarme a construir un archivo de imágenes para este propósito; a Nelson García por cederme algunas fotos de su archivo personal y a Ricardo Bedoya por la gentileza de aceptar prologar este libro. Por último, quiero agradecer a todos los entrevistados por confiarme sus memorias y hacer de sus testimonios un documento valioso para la reconstrucción histórica del cine peruano, a todos ellos muchas gracias.

Giancarlo Carbone de Mora C.
Lima, marzo del 2006

Parte I
La Ley de Cine

El cineasta debe tener criterio empresarial*

Luis Garrido Lecca

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Limeño, nacido en 1931, inicia sus estudios de derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Fue becario en la Deutsche Film AG (Defa) de la República Democrática Alemana, donde se graduó como cineasta. Uno de sus maestros en Europa fue el gran documentalista holandés Joris Ivens, con quien luego viajó a Cuba como asistente para filmar durante la época de la revolución castrista. A su regreso al Perú trabajó en Cooperación Popular durante el primer gobierno de Belaunde (1963-1968), en todo lo relacionado con el rubro de difusión e información, donde se preocupó por equipar el área de cine y filmar algunos documentales. Su trabajo más conocido es el mediometraje documental en dieciséis milímetros Pueblos olvidados. Otro filme suyo es Pueblo en marcha, realizado junto con el poeta y cineasta Pablo Guevara, compañero de ruta en ese entonces. Posteriormente, durante el gobierno militar trabajó en el Ministerio de Educación, apoyando los proyectos de alfabetización y educación del régimen. Fue director de cinematografía de la otrora famosa Oficina Central de Información (OCI) y luego director de la Comisión de Promoción Cinematográfica (Coproci), desde donde apoyó, como pudo, el desarrollo del cine nacional. En la década de 1980 fue funcionario de la Municipalidad de Lima, durante las alcaldías de Eduardo Orrego y de Alfonso Barrantes, en el cargo de director de Espectáculos.

La Ley de Cine y los primeros años de la Comisión de Promoción Cinematográfica (Coproci)

Después de muchos años, ¿qué recuerda de la Ley de Cine 19327 y de su participación en la otrora temida y poderosa Oficina Central de Informaciones (OCI) del gobierno militar?

La Ley de Cine se da en el año 1972, en el 74 soy invitado por la OCI para fundar la Dirección de Cinematografía de ese organismo. Antes, la actividad cinematográfica formaba parte del Ministerio de Industria, dentro del rubro de tejidos y varios, donde estaba incluida. La idea era crear una Dirección de Cine como las que existían en otros países del mundo. Tengo entendido que hasta ese momento no había legislación a ningún nivel, ni decretos supremos, ni ministeriales, ni directorales, porque no existía nada. En resumen, la legislación sobre producción, distribución y exhibición estaba a fojas cero en el Perú.

Sin embargo, y contradiciendo un poco lo que usted dice, tengo entendido que en 1962 ya se había dado una ley de apoyo a la exhibición de largometrajes producidos en el Perú (Ley 13936), e igualmente durante el primer gobierno de Acción Popular (1963-1968) algo se hizo por el cine en el Perú.

Sí, es verdad, por ejemplo, en el primer gobierno de Belaunde, y por iniciativa de Eduardo Orrego y mía, desde Cooperación Popular, que fue un organismo gubernamental del Estado peruano, se empezó a apoyar al cine nacional. Fue un cine, no diré oficialista, pero sí subvencionado por el Estado, que pagaba desde los sueldos de los empleados hasta los equipos que se necesitaban. Trabajaron conmigo en este proyecto Pablo Guevara y otros poetas, como Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Hernando Núñez, César Calvo, etcétera. Se crearon puestos para ellos, fue algo muy sui géneris, los poetas eran traídos para hacer guiones, no había guionistas, no había trabajo en equipo, no había empresas productoras en ese momento en el cine nacional. Los poetas tenían como única obligación escribir, se les pagaba un sueldo pero nunca iban al Ministerio, no tenían obligación de marcar tarjeta. Producto de eso se comienzan a filmar varios documentales. La idea era dar una visión del Perú a través de un cine documental, de ahí nacieron los filmes Pueblos olvidados y Pueblo en marcha, que creó una gran polémica en todo el país, y luego Hombres de piedra, un corto muy interesante, con guión, si mal no recuerdo, de los poetas Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, sobre los hombres que hacen carreteras y cómo las hacen.

¿Qué fue lo primero que hizo cuando asumió la Dirección de Cine de la OCI?

Al crearse la Dirección de Cine comenzamos primero a tratar de ordenar la distribución y la exhibición, con miras a aplicar la Ley 19327. En el Perú, por ejemplo, no se distribuía mucho cine de otros países, sobre todo cine europeo. La distribución estaba copada por las empresas estadounidenses, se traía básicamente cine norteamericano de baja calidad. No había cuotas para el cine nacional, ni tampoco cuotas por territorios cinematográficos: Europa, Latinoamérica, Norteamérica. Esa fue la primera acción que se tomó para ordenar el cine en el Perú, fue algo muy complicado, porque existían muchos intereses creados desde tiempo atrás.

Entonces, por lo que usted dice, se podría deducir que durante el gobierno militar de Velasco Alvarado sí existió alguna preocupación por la cultura cinematográfica.

Mi opinión es que durante el gobierno militar la cultura en general no fue la preocupación principal del régimen ni tampoco desempeñó un rol importante. Es decir, no hubo tiempo ni proyectos culturales trascendentales, y si bien es cierto hubo una revalorización del Instituto Nacional de Cultura (INC), con Martha Hildebrandt a la cabeza, que desempeñó un rol para mí muy positivo a pesar de sus defectos personales, ese instituto, que debió haber entendido el cine como parte de la cultura, tampoco se preocupó por él. En cambio, otro organismo del Estado como fue el Sistema Nacional de Movilización Social (Sinamos) sí desarrolló alguna actividad cinematográfica vinculada a la agricultura, sobre todo relacionada con la propaganda de la Reforma Agraria. Pero al final, fue la Oficina Central de Información (OCI), que no tenía como mandato preocuparse por la cultura, la que empezó a desempeñar un rol en el ordenamiento del cine nacional. En resumen, durante el periodo de Velasco Alvarado no creo que la cultura cinematográfica haya tenido ninguna prioridad, el tema más importante, el que más les interesó a los militares, fue la Reforma Agraria.

¿Cómo fue el ambiente previo a la dación de la Ley de Cine 19327?, ¿participaron los militares en la elaboración de ese documento?

Antes de la dación de la ley hubo grandes reuniones en la OCI, porque se quiso sacar un proyecto integral que asumiera la producción, distribución y exhibición cinematográficas en el país. Fueron muchas noches de arduo trabajo hasta las cuatro de la mañana, con Armando Robles y un numeroso grupo de personas. Sin embargo, los militares no participaron en nada. Todos los participantes fueron civiles relacionados con el cine. Al final la tesis que ganó fue la de preocuparse solamente por la producción. El interés inmediato de ese entonces fue sacar los dos incentivos y nada más. No se trató de hacer algo integral. Ahora, después de más de veinte años, podemos hacer esta crítica.

¿Qué otros recuerdos guarda de su periodo en la Coproci?

Cuando entré a la Coproci, esta oficina estaba a cargo del coronel Chávez Quelopana, de nefasto recuerdo para el cine nacional, con una visión muy estrecha, no entendía nada, y con otras personas a su alrededor que mejor evito decir sus nombres porque todavía están vigentes. Yo entré como una especie de asesor y ahí empiezan los grandes problemas, tanto con los exhibidores y distribuidores así como con el mismo organismo. El problema de fondo era la conformación de la Coproci. Todos los que la integraban eran representantes del Estado: del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, del Ministerio de Educación, del Instituto Nacional de Cultura, de Relaciones Exteriores, del Ministerio del Interior, del Comando Conjunto, etcétera. Pero gente de cine no había. Era una comisión integrada por miembros que no entendían nada de cine y desafortunadamente eran los que tenían que dictaminar a cuáles cortos se les daba el beneficio de la Ley 19327 y a cuáles no.

¿La Coproci funcionó como una junta de supervigilancia?

Sí, pero paralelamente también existía la Junta de Supervigilancia de Películas, que tenía otras funciones. La Coproci fue creada únicamente para controlar el cine nacional.

¿En qué consistía básicamente la función de este organismo?

Su función era aprobar o desaprobar las películas, sean estas cortometrajes, largometrajes o noticieros. Pero también era la encargada de otorgar los incentivos de la ley, es decir, dar el porcentaje que les correspondía. Por otro lado, en lo que se refiere a reclamos la Coproci tenía la última palabra. Luego de tomada la decisión por este organismo ya no se podía apelar a ninguna otra instancia. Su fallo era inapelable.

¿Cuáles fueron los criterios que prevalecieron para otorgar los beneficios?

Al principio no existía ninguna reglamentación, ni siquiera criterios. Recién en 1973 se dicta el estatuto de la Coproci y se discuten los primeros lineamientos. La mejora de la reglamentación vino cuando logramos incorporar a personas provenientes del campo de la cultura. Estos cineastas o asesores de cultura tuvieron un peso fundamental. Mi impresión es que desde que estas personas se integraron a la comisión hubo mucho más cuidado en la producción de los cortos y también en otorgar o negar los incentivos de la ley.

En resumen, fue un periodo muy largo y complicado, de frecuentes peleas con los distribuidores y exhibidores. Hubo muchas personas de esos gremios que veían la oficina de Dirección de Cine como un nido de comunistas que intentaban destruir el cine y quitarles sus empresas, desgraciadamente no veían más allá.

Sin embargo, no puede negar que dentro de la Coproci hubo un espíritu político de tipo estatista, ¿o eso fue solamente una cuestión coyuntural?

Fue coyuntural; efectivamente, algunas de las personas que integrábamos el núcleo de la Coproci teníamos una ideología más de izquierda que de derecha. No era desde el gobierno que venía esta visión, al contrario, sus miembros eran sumamente reaccionarios. La Coproci estaba en poder de la Marina, me acuerdo del comandante Burga y del coronel Calderón, personajes de triste recordación para la cuestión cultural, que no entendían el proceso cinematográfico, y eran muy temerosos del contenido del cine. Decían que era muy peligroso para el gobierno que se diera carta abierta a la producción de cortometrajes o largometrajes de tendencia izquierdista; entonces, como se pueden imaginar, la pelea fue muy grande.

Organicé el Primer Seminario de Cine que se hizo en el país. La idea era juntar a la gente de cine para tener el respaldo de aquellos que efectivamente estaban interesados en el asunto. Así fue cómo logramos organizar e integrar en la comisión a un grupo de asesores que tuvieron un papel fundamental.

Fueron pocos los casos en que una película que era aprobada por los asesores fuera desaprobada por los militares o representantes del gobierno. Ellos asumieron un rol pasivo. Sin embargo, recuerdo algunos enfrentamientos muy fuertes, por ejemplo el que tuvo como causa una película sobre narcotráfico llamada Brigada blanca (1979) del realizador Jeff Musso, que era de un nivel deplorable. Recuerdo que la presión del gobierno era tanta que un día nos mandaron a un coronel con el fin de que se apruebe esta película, pero felizmente los asesores de la Coproci no la aprobaron. Las asesorías civiles desempeñaron un rol muy importante durante el tiempo que ejercí la dirección. Sus criterios no se basaban en la persona, en este caso el señor Musso, director de la película, sino en la mala calidad cinematográfica. La pelea fue muy fuerte. Yo agradezco a todas esas personas que fueron asesoras de cine en aquellos días, porque sabían que su labor era muy difícil. Me costaba mucho convencer a alguien para que asumiera el puesto de asesor, porque era un enfrentamiento muy crudo y peligroso, entre comillas, en el sentido de que se les podían cerrar las puertas para muchas cosas con los militares.

Hecha la ley, hecha la trampa

Sin embargo, en los años setenta las críticas sobre corrupción en la Coproci fueron muy frecuentes. ¿Está de acuerdo con estas acusaciones o simplemente fueron jugarretas y difamaciones de algunos cineastas a los cuales no se les aprobaron ciertas películas?

Efectivamente, hubo de las dos cosas. Por ejemplo, durante mi gestión hubo una denuncia de corrupción contra uno de los miembros de la Coproci, quien luego fue separado de la OCI. Para hacer una denuncia de ese tipo se debe tener documentos y pruebas fehacientes, y parece que se obtuvieron esos documentos que se mostraron al jefe del Sistema Nacional de Información (Sinadi). Recuerdo que me encontré con este señor, que prefiero guardar en el anonimato, y me dijo: “Usted me ha arruinado la vida, mi prestigio, no haga la denuncia, piense en mi mujer, en mis hijos”, bueno, lo que se estila.

¿Qué había pasado?

Exactamente no puedo recordar, pero fue un caso de coima para aprobar un largometraje o un cortometraje. Por ejemplo, una de las pruebas era que existía duplicación de certificados.

Pero al margen de todo esto, la Coproci siempre fue vista como nefasta en todos sus periodos, no se vio el progreso que hubo, yo responsabilizo de esto a la gente de cine. Pienso que temía que si se enfrentaba a la Coproci fueran declaradas personas no gratas y boicoteadas desde adentro. Hablando del gremio en general, este no supo defenderse de los posibles abusos de la Coproci.

Creo que fue en el Primer Encuentro de Cineastas cuando empezó a cambiar la situación. Para los militares fue una experiencia muy interesante, asistieron cerca de cien personas, entre ellas Desiderio Blanco. Estas personalidades desempeñaron un papel muy importante para la organización y el debate en las comisiones. En general, se trabajó muy seriamente y se logró una buena cantidad de dinero del Gobierno para el financiamiento de este encuentro.

¿Qué aspectos le faltó contemplar al Decreto Ley 19327 y qué conflictos tuvo que afrontar para su aplicación?

La coyuntura política en que se dio esta ley fue negativa, pues ningún empresario iba a arriesgarse a invertir en la creación de una industria cinematográfica nacional cuando todo se estaba estatizando. Como es de suponer, ninguno de nuestros empresarios asumió la ley, más bien la vieron como una nefasta imposición.

Sin embargo, también hubo aspectos muy positivos en la ley que nunca se aprovecharon a fondo. Por ejemplo, en cuanto a la coproducción y la reinversión. Recuerdo haber hablado con los propietarios del cine Metro y con muchos extranjeros que me expresaron su interés por invertir en el Perú, pero que el problema era la inestabilidad e inseguridad políticas. Yo creo que la ley de cine fue positiva, pero la situación por la que atravesaba el país impidió el desarrollo de la industria cinematográfica y obligó a los cineastas peruanos a hacer sus cortos con muy poca amplitud de criterio. No hubo una visión comercial para el corto ni para el largometraje, no hubo una temática internacional, no se produjeron películas que pudiesen interesar afuera. Los temas que tocaban los cineastas nacionales, tanto en los largos como en los cortos, eran muy locales, que solo podían interesar a los peruanos, por lo que era muy difícil venderlos hasta en Latinoamérica, ya no digo en Europa.

Dentro del gremio de los productores nacionales, ¿a quiénes cree que favoreció más la Ley de Cine?

A los productores de cortometrajes. Hubo empresas que ganaron mucho dinero para los niveles que se podía ganar en cortos. Recuerdo en especial dos de ellas, que presentaban un corto por semana. Estas empresas hacían películas en dos horas. Pero dada la pésima calidad de sus productos y la evidente intención de lucro se les tuvo que cancelar la licencia. Una fue la de Rodolfo Bedoya y la otra la de Ernesto Sprinckmoller.

Si no hubiese existido la Coproci y no se hubiese aplicado la política de reestructuración de esta entidad estatal, esa gente continuaría acaparando y ganando una buena cantidad de dólares. Empresas de ese tipo hacían cuatro o cinco películas semanales, cortos de las estupideces más grandes. Recuerdo que en un corto sobre Huancayo se decía que la calle Real era la calle más larga del mundo y que su iglesia era la catedral más imponente de Latinoamérica. Como se puede ver, esas apreciaciones eran estúpidas y así eran aprobadas muchas de estas películas. En conclusión, desde mi punto de vista la Ley de Cine fue positiva, pero la coyuntura política que la acompañó fue nefasta.

¿Quién mató el cine nacional?

¿Qué pasó después de que dejó la Coproci?

Cuando salgo de la Coproci me nombran gerente de la Asociación de Cineastas del Perú, creo que fui el primer gerente rentado, no sé cuánto me pagaban, pero me pagaban algo. Allí tuve la oportunidad de trabajar directamente con la gente de cine, pero un factor muy negativo fue que las empresas en general en ese periodo estaban tan ideologizadas que perdieron totalmente el criterio empresarial. El grupo Liberación sin Rodeos puede ser un buen ejemplo de empresa ideologizada. Otro ejemplo es el caso de Chaski, una empresa que abarcaba incluso más que Inca Films, pues se ocupaba de la exhibición, la distribución y el desarrollo de cine alternativo. Chaski fue una experiencia muy interesante, y se vino abajo no por malos manejos ni por razones empresariales sino por cuestiones ideológicas.

La única empresa que sobresalió fue Inca Films, que supo salir adelante e iniciar una serie de acciones relacionadas con todo el proceso cinematográfico.

¿Qué opinión tiene del empresario peruano de cine de esa época?

El empresario peruano de cine cree ser un hombre orquesta. Recién después de filmar su película se preocupa de ver si puede venderla en Estados Unidos o en cualquier otro lugar del mundo. En resumen, no hay criterio empresarial. Lo correcto sería que mientras el director está filmando otro miembro del equipo debería estar promocionando o vendiendo la película.

¿A qué gobierno le sacaron más provecho los cineastas nacionales?

La mejor época fue la de los militares, pero como todo estaba ideologizado y los cineastas no tenían un criterio empresarial se desperdició la oportunidad y al final todos se hundieron. Creo que ya no debe haber más ley, ya cumplió su rol, ya no debe haber incentivos. Ahora solo se debe pensar en hacer una buena película y tener el sentido de empresa. Debe primar el criterio de trabajar a escala internacional y no hacer películas solo para el Perú, no se debe producir sin antes pensar cómo se va a distribuir, cómo se va a negociar con los exhibidores, si se va a recuperar la inversión o no.

La universidad debería abrir todos esos espacios a la gente de cine, formándolos con criterios empresariales y creando cuadros, que es muy importante. Además de las universidades, la Asociación de Cineastas podría dictar cursos para crear mandos medios en las diferentes variedades laborales que hay en el cine: luminotécnicos, maquilladores, etcétera. Lamentablemente los cineastas solo piensan en los incentivos de la ley y como esta ya se desmoronó pues ellos también.

¿Hasta qué punto la liquidación de la Ley de Cine es el resultado natural del empuje del liberalismo mundial más que un capricho del gobierno de Fujimori por liquidar el cine nacional?

Ese razonamiento me parece correcto, es decir, la actual crisis del cine responde a un cambio mundial que no sucede solo en el Perú. Si los cineastas no se dan cuenta de que esto que llaman el liberalismo de Fujimori no es Fujimori, sino un proceso mundial, están fuera de foco.

A modo de crítica a la forma como los cineastas se han organizado y se han defendido, diré que estos siempre vieron el problema en una dimensión muy pequeña, porque solamente se preocuparon del impuesto y de la exhibición obligatoria, el resto no les interesó nunca, es decir, se les cayó la ley y se les cayó el mundo. No tienen nada que defender, no saben ni cuántos puestos de trabajo crea el cine nacional. Yo preguntaría si saben cuántos puestos de trabajo estables hay o cuántos puestos temporales crea el cine nacional, desde el tramoyista hasta el ayudante de cámara, el maquillador, el encargado del vestuario, etcétera. No saben cuánto se moviliza en puestos de trabajo y cuántos puede crear si se organiza mejor, si se fortalece con otros criterios, no esperanzándose en la subvención del gobierno. Los cineastas peruanos han tenido un sentido muy restringido del proteccionismo, algunos lo han utilizado muy bien, pero son la minoría, y la mayoría lo ha utilizado como una forma de subsistir en la vida, como lo haría un mal carpintero, un mal arquitecto o un mal abogado.

Hago esta crítica a los cineastas porque siguen pensando que perdieron y que este país es injusto porque todos los cines nacionales necesitan ayuda del Estado. Eso ya pasó a la historia y con resultados bastante negativos si se habla en términos mundiales. ¿Cuánto cine excelente creó este proteccionismo? Casi nada, el porcentaje es mínimo. El criterio ideológico que ha gobernado a los cineastas ha sido errado y ahora es el gran momento de crear empresa y puestos de trabajo.

¿Vislumbra alguna posibilidad de sobrevivencia del cine nacional?

Habría que ver si el Perú, país que atraviesa por una crisis económica, tiene posibilidades de desarrollar su cine, si va a poder lograr que las salas de cine se recuperen, que el público acuda a las salas de cine, teniendo además como competencia a la nueva tecnología, que permite ver películas en casa, como la videocasetera.

Lo que se podría hacer quizás es orientar a la gente de cine hacia la teleserie. Esta puede ser el gran boom, pero no con criterios ideologizados sino con criterios de empresa, de vender el producto a Latinoamérica, como hace Brasil, creo que por ahí está el camino. Por ahora, debido a la crisis que hay en este país, no me parece que sea conveniente formar cuadros para hacer cine convencional, entre comillas, se estaría generando frustraciones tremendas en la gente joven, porque no van a tener posibilidades, los costos son altos. La única salida por ahora es formar gente para las telenovelas o series para la televisión.

La Ley de Cine: Un hito histórico*

José Perla Anaya

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Abogado especializado en derecho de las comunicaciones, nace en Lima, en 1947. Pasó por las aulas de la Escuela de Cine de la Universidad de Lima, para después estudiar derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 1972 fue nombrado director del Departamento de Cine de esta casa de estudios. En 1975, la Fundación Ford le otorga una beca para hacer un máster en derecho en la Universidad de Wisconsin. Fue uno de los gestores y creadores del estatuto de la Asociación de Cineastas del Perú. Ocupó los cargos de vicepresidente de la Junta de Calificación de Películas, representante del Estado para la Ley de Cine y miembro de la Comisión de Promoción Cinematográfica (Coproci), en representación del Ministerio de Industria. Entre 1979 y 1984 fue gerente general de la empresa de cine Inca Films y desde 1978 es profesor en la Universidad de Lima, donde dicta cursos tanto en la Facultad de Comunicación como en la Facultad de Derecho. En 1995 fue nombrado primer presidente del Consejo Nacional de Cinematografía (Conacine). Es autor de numerosos libros relacionados con el derecho de las comunicaciones en el Perú, entre los que están: La prensa, la gente y los gobiernos (1987), Realidad legal de las comunicaciones (1990), Censura y promoción en el cine (1991), Del dicho al hecho ¿hay mucho trecho? (1992), La radiotelevisión: Espectro del poder y del futuro (1995), La ley pendiente de radio y televisión (2003).

Una mirada al Decreto Ley 19327