EL BLANCO CÍRCULO DEL MIEDO

 

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EL BLANCO CÍRCULO DEL MIEDO

 

 

Rafael Escuredo

 

 

 

 

 


En nuestra página web: www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

Diseño de la cubierta: Pepe Far

 

Primera edición impresa: junio de 2011

Primera edición en e-book: enero de 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

© Rafael Escuredo, 2011

© de la presente edición: Edhasa, 2012

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ISBN: 978-84-350-4558-2

 

Depósito legal: B-2.663-2012

 

 

 

 

 

 

 

Para Juan Cano y José Manuel Morante,

compañeros del alma y siempre amigos.

 

 

 

 

 

 

 

Justicia hay, y no puede estar muy lejos,

estando tan cerca la mentira.

 

 

Baltasar Gracián

 

 

 

 

Me resulta difícil entender que algunos se empeñen en ver me como no soy, cuando la verdad es que si yo tuviera que definirme a mí mismo diría que, como cualquier hombre inteligente de mi generación, amo los placeres del mundo y desprecio a la gente que se conforma con transitar por la vida sin más ambición que realizar un trabajo vulgar, crear una familia o esperar a que el Estado, al final de sus días, les pase una pensión. Eso queda para los demás, pero no para mí. Yo, desde muy joven, sentí siempre la llamada del éxito.

Puesto a ser sincero, tampoco he intentado alcanzarlo a través del esfuerzo, sino mediante atajos, para conseguirlo aquí y ahora, cuando aún soy joven y me siento con fuerzas para afrontar cualquier obstáculo que se interponga en mi camino. Todo antes que esperar a que los años deterioren mi cuerpo y ya no sirva para nada.

Hasta donde yo recuerdo, tampoco he sido nunca un hombre compasivo. Mi madre ya lo decía: «Este niño no tiene corazón». Sin embargo, a mí, aquel comentario –era una mujer chapada a la antigua y contaminada por inocuos valores morales–, en lugar de incomodarme, me halagaba, ya que hacía que me sintiera diferente a los demás.

 

 

 

 

 

 

 

 

De forma que, con el tiempo, descubrí que tal cualidad, que otros considerarían un defecto, creció en mi interior de forma tan natural y espontánea que llegó a consolidarse hasta conformar lo que soy: un hombre moderno y sin escrúpulos que se mantiene firme en sus creencias. En el fondo, lo que yo hago es defender con determinación aquello en lo que creo.

Por eso, la intempestiva convocatoria del Viejo que, a cualquier otro, le hubiera puesto nervioso, a mí no me produjo ninguna impresión. Al contrario, me excitó. ¿Qué se creerá ese dinosaurio? ¿Que me va a arrugar con sus voces? Si me conociera tan solo un poco sabría que sus tretas no van conmigo. Claro que para conocerme tendría que haberse esforzado en seguir mi trayectoria durante los tres largos años que llevo trabajando en el banco. Entonces habría comprobado hasta qué punto resulta peligroso vérselas con un tipo incapaz de sentir empatía con los demás y que solo tiene por norte una ambición sin límites. Así soy yo. Y me llamo Ignacio Lama.

 

 

 

 

Todo empezó a las siete en punto de la mañana, cuando Ángeles, la secretaria del presidente, llamó a Ignacio por teléfono para pasarle con el Viejo. Este, con el tono bronco que utilizaba siempre para hablar con sus subordinados, lo citó a las ocho en punto de la mañana, con la apostilla de: «Tú y yo tenemos que hablar». Como si a mí me importaran sus amenazas, pensó Ignacio. Su ventaja sobre él consistía en que sabía de antemano qué iba a suceder. De hecho, llevaba varias semanas esperando su llamada. Además, lo que el Viejo no sabía era que, en un corto espacio de tiempo, tendría que elegir –aunque le costara asumirlo– entre abandonar por la puerta de servicio su cargo de presidente ejecutivo del banco o pagar un alto precio por su silencio. ¿O acaso no había sido él quien, junto al director general de Inversiones, había autorizado la compra de los bonos basura que ahora pasaban factura a los accionistas y a los clientes institucionales?

Sin embargo, esa mañana Ignacio tenía la cabeza en otra parte; concretamente, en los tres mensajes que Claudia había dejado en su iPhone a las siete treinta, a las nueve y a las once de la noche. Y lo inquietaba porque hacía varias semanas que no la veía y era la primera vez que ella le suplicaba que fuera a verla. En un primer momento pensó no devolverle la llamada; pero al final lo hizo, sin saber muy bien si debido a las copas que llevaba encima, o por simple curiosidad, aunque al hacerlo se arriesgaba a tener que aguantar uno de sus periódicos melodramas. Como en efecto así fue. Claudia se puso a llorar como una loca e insistió en que fuera a verla, ya que se encontraba muy mal y porque, además, tenía graves problemas con un conocido suyo, cuyo nombre no quiso darle. Ignacio ya estaba acostumbrado a sus continuos arrebatos, y aunque solía calmarse cuando la amenazaba con romper definitivamente su relación –como si aquel romance ocasional no se hubiese acabado hacía tiempo–, al poco volvía a las andadas. De hecho, para entonces ya llevaban tres meses sin hablarse pues, con el tiempo, Claudia se había convertido en una mujer errática y difícil de llevar.

No podía negar que le gustaba, y esa era la única razón de que se siguieran viendo de vez en cuando y tomaran una copa en el Dam. Si la cosa iba bien, pasaban la noche juntos. Pero no había nada más. De sobra sabía Claudia que a él no se le podía retener mucho tiempo, aparte de que nunca se le habría pasado por la cabeza mantener una relación estable con ninguna mujer. Eso quedaba para los demás, pero no para mí, se decía siempre Ignacio.

Pero aquella noche, mientras hablaban, Ignacio advirtió en Claudia algo más que un simple ataque de ansiedad; sus palabras le sonaron a un SOS, como si un dolor hondo y seco arañara sus entrañas. Había intentado tranquilizarla lo mejor que supo, diciéndole que eran las tres de la madrugada, que acababa de llegar de la calle y estaba fundido. Le juró que la llamaría más tarde. Pero aun así no ella no se calmó y siguió llorando hasta que él cortó la conversación. Bastante tenía ya con levantarse a las siete de la mañana y llegar puntual a su cita con el Viejo. Nada más colgar, Ignacio intuyó que, por alguna razón, sus llamadas terminarían por pasarle factura.

 

 

 

Lo que más le gustaba de la gruesa moqueta que tapizaba el pasillo de la planta ejecutiva del banco no era solo que amortiguara el ruido de sus zapatos Farrutx al pisar, sino la sensación sensual y excitante que le producía pasar por allí, por aquel entorno que olía a dinero viejo y desprendía glamur, con sus muebles de noble factura y cuadros de firma. Y eso le ponía.

Ángeles, la fiel secretaria del jefe, esbozó al verlo una mueca extraña y difícil de interpretar antes de anunciar su llegada al presidente.

–En un momento lo recibe –acertó a decirle con voz meliflua.

Ignacio se acomodó en uno de los mullidos sillones de cuero negro de la salita de espera, y aprovechó para echarle una ojeada a la prensa salmón.

–Ya puede pasar, don Ignacio –le susurró Ángeles a los pocos minutos.

Don Luis María de la Bellacasa y Puigcercós, nombre que siempre utilizaba al completo, incluso para firmar sus mails, lo ninguneó al entrar simulando que leía unos documentos. Ignacio esperó con calma, de pie, a que finalizara su burda representación. Al final, lo miró por encima de sus lentes de lectura, se levantó de su sillón anatómico y mediante un gesto displicente lo invitó a sentarse en uno de los sillones que rodeaban la mesa que solía utilizar para las grandes ocasiones.

El Viejo, como lo llamaban todos en la casa, llevaba en el banco más de treinta años, tras haber heredado, junto con su hermano Antonio, el importante paquete de acciones que poseía su padre. Desde entonces no había hecho más que escalar vertiginosamente en el escalafón. Primero, y por el hecho de ser abogado del Estado, había accedido a la jefatura de la Asesoría Jurídica. Más adelante presidió la Comisión de Auditoría y, tras ocupar por un breve espacio de tiempo la muy importante Dirección General de Inversiones, aterrizó en la Presidencia ejecutiva del banco. Era sabido por todo el mundo que se había casado a los cincuenta y ocho años con la única heredera de los Turbay, una de las familias más ricas e importantes de Pamplona. Pero aquella joven y bella mujer tuvo la desgracia de morir, al poco de casarse, en un aparatoso accidente de automóvil, dejando al desconsolado viudo –según comentarios de la prensa rosa– en una honda y prolongada depresión. Logró superarlo con la ayuda de sus amigos, aunque las malas lenguas comentaban que también fue gracias al cuantioso incremento de su fortuna, que lo convirtió, de hecho, en uno de los hombres más ricos del país. A partir de entonces, su carácter, agrio y difícil, acrecentó su fama de hombre huraño y solitario, algo que él nunca dejó de alimentar entre el pequeño grupo de aduladores que integraban su staff directivo. Se volvió a casar, cumplidos ya los sesenta, con una joven de treinta y nueve años perteneciente a una buena familia de Madrid venida a menos, que, en contrapartida, aportó al matrimonio una considerable dosis de curvas y en cuya compañía había encontrado el Viejo el aliento de una segunda juventud.

–Siéntate –dijo el Viejo, sin mirarlo siquiera–. Si quieres café, no tienes más que cogerlo.

–No, gracias, don Luis, ya he desayunado –le respondió Ignacio, solícito.

–Entonces, vayamos al asunto –el Viejo tomó asiento en el sillón principal y, por primera vez, lo miró a los ojos–. Sabes que no me gusta andarme por las ramas.

–Sí. Lo sé.

–Bien, entonces, explícate.

–No sé a qué se refiere, don Luis –contestó, fingiendo una inquietud que no sentía.

–¡Pues deberías saberlo! –el Viejo levantó la voz.

–Lo siento, presidente, pero no tengo ni idea…

Ignacio pensó que sus respuestas difusas lo cabreaban. Y, en aquel momento, no había nada en el mundo que le produjera mayor placer.

–Entonces tendré que ser yo quien te refresque la memoria –susurró con voz gélida.

–Se lo agradecería mucho.

–¿Qué ha pasado con los bonos?

–¡Ah…, los bonos! –le contestó Ignacio–. ¿Quiere una respuesta sincera, don Luis?

–¿¡Qué voy a querer, una milonga!?

–En ese caso, le confesaré que no son más que pura basura. Hace tres semanas que lo venimos comprobando.

–¡Que son pura basura, me dices! ¡Y te quedas tan tranquilo! ¿Pero cómo has podido comprometer al Departamento de Inversiones y a esta Presidencia comprando unos bonos de mierda? ¿Eres consciente de la responsabilidad que has contraído?

–No entiendo, señor… –Ignacio decidió soltar hilo para luego recogerlo y llevarlo a su terreno.

–¡Hemos perdido mil quinientos millones de euros con esos bonos basura y tú, el responsable directo de compras, me dices que no sabes a qué me refiero! –hizo una pausa para recuperar el aliento y añadió–: Creo que deberías buscarte un buen abogado.

–Sigo sin entenderlo –contestó con cautela.

–¿Pero tú eres tonto o qué?

–No, señor. Se lo digo porque fueron el propio director general de Inversiones y, si me permite que se lo diga con todo el respeto del mundo, usted mismo quienes, personalmente y por escrito, me autorizaron a realizar dichas compras.

–¡Que yo… autoricé…!

–Bueno…, sus firmas lo avalan, presidente. Permítame que le recuerde que Ángeles, por medio del correo interno del banco, me ha estado enviando periódicamente las correspondientes autorizaciones con su firma y la del director general. Si quiere –añadió solícito–, le puedo mostrar los documentos, con las fechas exactas, en que se me autorizaba a comprar dichos bonos. Claro que Ángeles pudo haberse equivocado… Pero, si le digo la verdad…, no lo creo…, salvo que ella, por alguna extraña razón, se atribuyera competencias que no le correspondían… Algo que tampoco creo…

Un mohín distorsionado y roto, que evidenciaba su creciente ira, se dibujó en el rostro del Viejo. A Ignacio le constaba que en aquel momento el presidente lo habría echado a patadas de su despacho sin ningún miramiento, pero o bien no encontró fuerzas para hacerlo o bien decidió que no le convenía. De sobra sabía él de qué iba la cosa, pero necesitaba tiempo para recomponerse y procesar lo que su intuición le decía que había pasado.

Durante los cinco últimos años todo había ido a pedir de boca. Cualquier producto, ya fueran bonos o productos estructurados, que viniese avalado por un banco de renombre, se colocaba de inmediato en los mercados financieros con tan alta rentabilidad que suponía, en la práctica, un río de dinero para todos los que estaban en el negocio de la intermediación bancaria. Y la bonanza económica, como es lógico, llevó a la codicia. Aquel negocio generaba tal cantidad de beneficios para los ejecutivos del banco y, en menor medida, para quienes ocupaban los escalones intermedios, que nadie se había preocupado de otra cosa más que de contar su dinero. Así, conforme este entraba a manos llenas, se fueron relajando los protocolos de compra, de forma que lo que siempre había sido objeto de un análisis riguroso por parte de la Dirección de Riesgos y de la propia Presidencia, se acabó convirtiendo en pura rutina. Es cierto que se seguían formalizando las órdenes de compra, pero su control ya no pasaba por el rígido filtro de antes. ¿Para qué molestarse en convocar a la Comisión si todo iba sobre ruedas? De ahí que, con el tiempo, Ángeles, la eficaz secretaria del Viejo, contraviniendo todos los protocolos, se acabó convirtiendo en la persona encargada de enviar los modelos de autorización establecidos; con el agravante añadido de que dichos documentos iban firmados no solo por el director general de Inversiones, sino también por el mismísimo don Luis María de la Bellacasa y Puigcercós.

En los tiempos en que el maná caía del cielo, la consigna era, pues, correr y ganar. Mientras el chollo duró nadie quiso ponerle el cascabel al gato. Lo único que importaba era cosechar, vía comisiones, las suculentas ganancias anuales. Sin embargo, cualquier observador imparcial se podía haber dado cuenta de que una marejada de fondo empezaba a quebrar la tendencia de los últimos años. Pero, ¿quién era el guapo que estaba dispuesto a liquidar un negocio de tal magnitud, si la vaca seguía dando leche? Ignacio, desde luego, no.

Cuando el Viejo se hizo cargo de la situación, Ignacio le ofreció, solícito, su iPhone con los mails en los que se adjuntaban escaneadas las cartas de autorización que acreditaban la veracidad de sus afirmaciones. Él, en plan despectivo, se limitó a dibujar con la mano un gesto desdeñoso y se levantó del sillón sin poder ocultar su sorpresa. Con aire cansino, se dirigió hacia el ventanal de cristal blindado con vistas al Paseo de la Castellana y se quedó allí, absorto, mirando el denso tráfico que a esas horas circulaba bajo sus pies.

Consciente de la ventaja adquirida, Ignacio se dirigió a la mesa donde se encontraba la bandeja del café y se sirvió uno solo, sin azúcar, a la espera de que el Viejo reaccionara. Para su sorpresa, se rehízo mucho antes de lo previsto.

–¿Qué edad tienes? –le preguntó en tono intimista.

–Treinta y cuatro años.

–¿Cuánto ganaste en bonos el pasado año?

–Trescientos mil euros, más o menos –le contestó Ignacio, asombrado por el giro que estaba tomando la conversación.

–Bonita tajada, ¿no crees?

–No puedo quejarme, la verdad.

–¡Mil quinientos millones de euros en pérdidas! ¡Dios mío! ¡Qué vamos a hacer! –estalló de repente.

Su plural encubría subrepticiamente una sutil oferta de colaboración. Ignacio se sonrió al pensar que le estaba sugiriendo la posibilidad de afrontar juntos el problema, de convertirse en su cómplice, justo lo que esperaba desde hacía meses. Al fin el Viejo había tomado conciencia de que el filo de la espada se cernía sobre su cabeza, y de que no solo se jugaba la Presidencia ejecutiva del banco, sino su propia reputación personal; una reputación cimentada en una trayectoria profesional impecable, que lo acreditaba, ante el club de los poderosos magnates del dinero, como un excelente gestor. De ahí que le inquietase, por encima de cualquier otra consideración, cómo explicar ante el Consejo de Administración y la Junta de Accionistas la frivolidad de su comportamiento. Y lo que era aún más grave: cómo frenar el escándalo que a buen seguro le seguiría. Sabía que tenía muchos enemigos dispuestos a pedir su cabeza cuando la noticia saltara a la prensa. Para salvarse, se veía obligado a contar con la complicidad y total discreción de un tipo como Ignacio, que tenía pillado por los huevos.

–No se preocupe, don Luis. Me imagino que habrá alguna salida. Siempre la hay.

–¿Acaso se te ocurre alguna solución?

Su pregunta era la prueba de su impotencia, pensó Ignacio.

–De momento no se me ocurre nada –le respondió–. Pero si quiere puedo trabajar en ello.

Sin duda el Viejo necesitaba tiempo para rumiar su desgracia, lamerse las heridas y comprobar algunas cosas. Y, sobre todo, para diseñar un plan que le permitiera salir indemne del escándalo que se avecinaba. Ignacio decidió que había llegado el momento de marcharse.

–Si no me necesita, tengo que volver al trabajo. Me están esperando un montón de papeles en la mesa –se disculpó.

–Sí, claro. Ya tendrás noticias mías.

–Que tenga un buen día –se despidió antes de cruzar la puerta.

Al salir, Ángeles le dirigió una mirada esquiva. Se quedó estupefacta al ver que la respondía guiñándole un ojo.

Bajó en el ascensor hasta la tercera planta, donde estaba su despacho. Encarna, su secretaria, lo recibió distante. Aquello anunciaba marejada. No era la primera vez, ni sería la última, que lo recibía así. Desde que Recursos Humanos se la asignó, haría ya cosa de dos años, siempre habían tenido altibajos en su compleja relación. Ignacio no podía negar que tenía un cuerpo de diseño y unos pechos de concurso; pero no era, para su gusto, lo suficientemente caliente en la cama, aparte de que su recorrido sexual era más corto que el suspiro de una monja. Recordó que una vez se lo había reprochado y ella le montó un escándalo monumental. Estuvo cabreada y sin mirarlo durante varias semanas. Así era ella.

Colgó su chaqueta azul de Armani en el vestidor y se remangó la camisa hasta los codos. Encarna ya había conectado los terminales de las tres pantallas que en tiempo real lo informaban de la situación de la bolsa en el mundo. Encendió el Mac y se conectó a la red.

–Llegas tarde –le dijo Encarna con gesto adusto, entrando en el despacho.

–¿Acaso te importa mucho?

–A mí, no. Pero a la policía, quizá sí.

–¿Qué dices? –le preguntó sorprendido.

–Lo que oyes. Poco antes de las nueve vinieron dos inspectores preguntado por ti. Esperaron media hora y salieron hace cosa de unos minutos a tomar café. Me dijeron que volverían enseguida.

–¿Te comentaron para qué querían verme? –una ola de inquietud le recorrió el cuerpo.

–No. Solo lo que te acabo de decir.

–Está bien. Cuando vuelvan, hazlos pasar. Y, por favor, tráeme un café.

Ignacio no pudo evitar elucubrar sobre el motivo de aquella imprevista visita. Descartó enseguida que fuera algo relacionado con el trabajo. El tema de los bonos no había hecho más que empezar, y, salvo imprevistos, nadie podía saber aún nada sobre el asunto, así que por ese lado podía estar tranquilo. Quizá fuera algo relacionado con la Agencia Tributaria… ¡quién sabe!, ya que su fuerte nunca había sido colaborar con esa pandilla de chupópteros. Pero ellos no suelen mandar a dos inspectores de la policía para ajustarte las cuentas, ¿no? Seguía dándole vueltas al asunto, cuando Encarna le anunció que la policía acababa de llegar.

–Que pasen –le dijo mientras, de forma instintiva, se ajustaba el nudo de la corbata.

–¿Don Ignacio Lama Segundo? –un policía de unos cuarenta años fue el primero en hablar.

–Sí, soy yo –le contestó con aplomo.

–Mi nombre es Juan Sobrado, inspector adscrito a homicidios de la Brigada de la Policía Judicial –le enseñó protocolariamente la placa, y prosiguió–: Mi compañero –señaló a su acompañante–, Manuel Lafuente, es también inspector en el mismo departamento.

–Por favor, siéntense. ¿Un café, zumo, agua…? –les sugirió.

–No, gracias, acabamos de tomar algo mientras esperábamos a que llegara –le dijo Sobrado.

–Bueno, quizás agua, si no le importa –replicó entonces Lafuente.

Se hizo un espeso silencio mientras Encarna dejaba una botella de agua y varios vasos sobre la mesa.

–Bien, caballeros, ¿en qué puedo servirles? –Ignacio decidió tomar la iniciativa.

–¿Conoce usted a Claudia Morante? –preguntó inmediatamente Juan Sobrado, con tono pausado y tranquilo.

¡Joder, Claudia! ¿Lo habría denunciado por algo? ¡A saber por qué! Así que había sido cosa de ella. No era la primera vez que le montaba un pollo para llamar su atención. Era capaz de eso y de mucho más. Pero esta vez había ido demasiado lejos. Debía andarse con cuidado porque era mucho lo que estaba en juego.

–Sí, la conozco –contestó al fin con naturalidad.

–¿Cuándo habló usted con ella por última vez? –prosiguió Sobrado.

–Ayer mismo; quiero decir, hoy. Sobre las tres de la madrugada, aproximadamente.

–Además de esa, ¿tuvo otras llamadas?

–Bueno, en realidad no me llamó –se corrigió–. Me mandó tres SMS diciendo que quería hablar conmigo. Aún los conservo.

–¿Sería tan amable de enseñármelos? –el inspector Sobrado se entretuvo unos minutos tomando nota de los textos y hora de los envíos. Nada más terminar, preguntó–: ¿Dónde se encontraba usted, entre las dos y media y las tres de la madrugada?

–Mire, inspector, no tengo ningún problema en contestar a todas sus preguntas. Pero, dígame, ¿a qué viene todo esto? Creo que tengo derecho a saberlo –le pidió a Sobrado con tono firme, sin esperar la respuesta que iba a recibir.

–Sí. Todos tenemos derechos y nuestra obligación es preservarlos. Pero si lo prefiere podemos continuar esta conversación en la comisaría.

Sobrado no había subido un ápice su tono de voz. Era como si hablara con desgana y su trabajo lo aburriera. Sin embargo, detrás de su aparente indolencia, Ignacio presintió la oscura determinación de quien sabe lo que quiere.

–¿Me está usted amenazando? –replicó este, algo enfadado.

Sabía que estaba apostando fuerte, convencido de que si no lo hacía tendría que caminar a ciegas, al albur de unas circunstancias que desconocía y cuyas derivadas podrían condicionar sus posteriores respuestas.

–Nadie lo amenaza, señor Lama. Eso sería ilegal. Nosotros nos limitamos a hacer nuestro trabajo. Así que, por favor, no nos lo ponga difícil. Limítese a colaborar y, de ese modo, todos nos ahorraremos tiempo y disgustos, ¿vale?

–Lo siento. Pero a mí no me vale. Quiero saber si se me acusa de algo. Y quiero saberlo ahora –insistió con firmeza.

–Está bien –por un instante la mirada del inspector Sobrado se ensombreció. Ahora sabía que tenía delante a un hueso duro de roer–. Estamos investigando el asesinato de su amiga Claudia Morante. Porque era amiga suya, ¿no es cierto?

Recibió la noticia como un mazazo en la cabeza. Aquel escenario era muy distinto a cualquiera que hubiera podido imaginar. ¡Claudia asesinada! La mente de Ignacio comenzó a trabajar, pero no conseguía encajar las piezas. Pensó que aquello era lo peor que podía ocurrirle. ¡Como si no tuviera bastante con lo de los bonos basura! Tomó conciencia al momento de la gravedad del asunto. Antes de hablar debía medir bien sus palabras. Bebió un sorbo de agua para ganar tiempo, ante la atenta mirada del inspector Sobrado y la cínica sonrisa de su compañero Lafuente.

–Tómeselo con calma, don Ignacio –le dijo Sobrado, y repitió su pregunta–. ¿Dónde se encontraba usted entre las dos y media y las tres de la madrugada?

–Más o menos a esa hora volvía a casa en mi coche. Llegué sobre las tres, y antes de acostarme fue cuando llamé por teléfono a Claudia y hablé con ella.

–¿De qué hablaron? –le preguntó Sobrado.

–De nada en particular. Me interesé por cómo estaba y poco más. Yo me encontraba físicamente agotado, y esta mañana tenía que levantarme muy temprano.

–¿Podría ser más explícito, por favor?

–Como le he dicho me interesé por ella, ya que, según me dijo, se encontraba mal; me pareció que sufría un ataque de ansiedad o algo parecido. Ella quería que fuera a verla a su casa y me insistió varias veces, hasta que se convenció de que no podía ser.

–Un ataque de ansiedad… –subrayó el inspector Sobrado–. ¿Sabe usted si su amiga tomaba drogas?

Ignacio percibió el peligro. Lo sintió llegar de forma envenenada. Aquella era sin duda la pregunta más comprometida de cuantas le había hecho el inspector hasta el momento, y no podía equivocarse en la respuesta. Así que apostó fuerte.

–Sí, las tomaba. Al principio, solo marihuana; ya sabe, por eso de estar a la moda. Pero últimamente creo que esnifaba cocaína –contestó con aplomo.

–¿Lo cree, o lo sabe con certeza? –insistió el inspector.

–Me consta que lo hacía, inspector.

–¿Y por qué lo sabe?

–Todos sus amigos lo sabíamos. Era evidente. A veces se ponía irascible y entraba en periodos de ansiedad, como anoche, cuando hablé con ella.

–¿Mantenían ustedes una relación especial? –preguntó inmediatamente.

–De vez en cuando nos acostábamos –su pregunta no le cogió por sorpresa–, si es a eso a lo que se refiere. Pero ella no significaba gran cosa para mí. Quiero decir que no teníamos una relación estable. Nos veíamos de vez en cuando para tomar una copa, y poco más.

–Solo diversión, entonces.

–Se podría definir así, aunque últimamente ni eso. Hacía más de tres meses que no nos veíamos.

–¿Sabe de algún otro amigo que sí fuera especial para ella?

–Que yo sepa, no. Al menos a mí nunca me lo dijo –Ignacio encogió los hombros para dar mayor veracidad a mi respuesta.

–Bien. Otra cosa. ¿Qué hizo usted ayer hasta que volvió a su casa?

–Déjeme recordar… –hizo una pausa y enseguida continuó–: Me quedé trabajando en la oficina hasta las ocho y media de la tarde, y después salí a tomar algo a Macues, la cafetería de la esquina. Sobre las diez, me fui dando un paseo hasta el Dam, donde me tropecé con unos amigos y estuvimos charlando y tomando copas hasta las dos y media de la madrugada. Luego, uno de ellos me llevó hasta el parking de la oficina a recoger mi coche, y volví a casa. Entonces fue cuando la llamé.

–El Dam… ¿se refiere al club de moda de la calle José Abascal?

–Así es.

–Tengo entendido que allí se consume algo más que copas…

–La verdad, no lo sé. Aunque tampoco me extrañaría.

–Sí, claro, entiendo… –carraspeó el inspector–. Por cierto ¿cómo se llama el amigo que le llevó hasta el parking?

–Juan José Dicenta. Si quiere le doy su teléfono.

Sobrado tomó nota del número en su libreta de anillas.

–¿Tiene previsto realizar algún viaje en los próximos días? –preguntó entonces de repente.

–De momento, no.

–Bien, si tuviera que salir de Madrid, no deje de llamarme a este número, ¿de acuerdo? –se levantó para salir e Ignacio le ofreció su tarjeta de visita–. No es necesario, señor Lama. Sabemos dónde encontrarlo –puntualizó.

–Inspector, perdone, ¿podría decirme cómo la asesinaron? –le preguntó este antes de que se marchara.

–Demasiado escabroso para entrar en detalles. Quizás otro día –comentó Sobrado, lacónico–. Seguiremos en contacto.

Cuando salieron, Ignacio le pidió a Encarna un café y observó que esta seguía con el mismo semblante destemplado con el que lo había recibido al llegar. Decidió pasar de ella; no valía la pena. Se acomodó en el sillón giratorio frente a la mesa, cruzó las piernas y encendió el primer cigarrillo del día.

 

 

 

Ignacio había conocido a Claudia en el Dam haría cosa de un año. A primera vista le gustó su aspecto distinguido y su forma de bailar. No se podía negar que era una mujer con clase. Aquella noche de viernes, bailaba sola en la pista y le llamó la atención por la sensualidad con que se movía al compás de la música. La miró acodado en la barra, desde su rincón preferido, frente a la puerta de entrada. En algún momento la perdió de vista y, al poco, alguien le rozó en el brazo. Volvió la cabeza y ahí estaba ella.

–¿Tienes fuego? –dijo, mirándole con sus ojos grises y una sonrisa planeando sobre sus labios. Se lo ofreció y ella apoyó su brazo en la barra–. Camarero… –musitó–, un gin tonic de Beefeater, por favor.

–¿Me dejas que te invite? –le preguntó Ignacio.

–¿Invitas a todas las chicas que encuentras a tu paso? –se volvió hacia él sin abandonar su sonrisa.

–Solo a las que me gustan.

–No te andas por las ramas, ¿eh?

–No me gusta perder el tiempo –le sonrió.

–Ya veo… Vaya, pareces uno de esos jóvenes ejecutivos que piensan que el mundo les pertenece… ¿O me equivoco?

–No te equivocas en nada. Pero sigues sin contestar a mi pregunta.

–Te acepto la copa con una condición –contestó ella tras evaluarlo unos segundos con la mirada.

–Dispara –le dijo siguiéndole el juego.

–Tendrás que invitarme a todo lo que pida, y cuando lo crea conveniente me acompañarás a casa.

–Hecho.

–¿Pensaste que te lo iba a poner más difícil?

–La verdad es que sí.

–¿Y por qué te has fijado en mí?

–Viéndote bailar pensé que además de atractiva serías muy buena en la cama.

–No lo dudes. Aunque tampoco soy de las que se acuestan con cualquiera.

–Yo tampoco.

Así empezó todo entre ellos. Su aspecto desenvuelto lo atrapó. Aunque esa noche, lo que le sedujo, más que su cuerpo, fue su carácter abierto y desinhibido. Sin embargo, a medida que la fue conociendo observó que, en ocasiones, su comportamiento rozaba lo temerario, como si pasara de todo y se echara el mundo por montera. Daba la impresión de que algo en su vida la impulsaba a buscar en la noche lo que no encontraba durante el día. Lo que más le gustaba era hablar y contar historias, seguramente inventadas, sobre cualquier cosa. Y, ahora, estaba muerta.

 

 

 

 

Cuando a las seis en punto de la mañana del día anterior el inspector Sobrado se despertó sobresaltado, no se imaginó que quien lo llamaba era el comisario en persona.

–Sobrado… –lo saludó el comisario.

–Sí. ¿Quién es? –balbuceó este medio dormido.

–Soy Beltrán. ¿Te pillo durmiendo?

–¿A ti qué te parece? Creí que era el despertador. Pero ya veo que no. ¿Sabes que son las seis y me estás robando hora y media de sueño?

–Lo sé. Pero también deberías saber que «A quien madruga Dios le ayuda».

–¡No me vengas con monsergas!

El inspector Sobrado y el comisario Beltrán se conocían desde niños por haberse criado juntos en el mismo barrio. Estudiaron juntos el bachillerato en el Instituto San Pablo de Carabanchel y terminaron cursando la carrera de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Pero lo que nunca imaginaron es que volverían a encontrarse en la Academia General de Policía de Guadalajara. Allí se graduaron el mismo día y, mientras Beltrán, movido por su ambición y carácter, solicitó ir al País Vasco como voluntario, a Sobrado lo destinaron a Santa Cruz de Tenerife, un sitio tranquilo, aunque no exento de problemas relacionados con la inmigración. Sin embargo, por otra carambola del destino ambos acabaron reencontrándose en la Brigada Provincial de la Policía Judicial de Madrid, uno como comisario jefe, y el otro como inspector.

La diferencia sustancial entre ellos era que a Beltrán le iba el mando y lo ejercía con criterio, mientras que a Juan le gustaba el trabajo de campo y su Atlético de Madrid, del que era un forofo enfervorecido. La vida se había encargado también de llevarles por caminos diferentes, ya que, en su primer destino, Manolo Beltrán se había casado con Mari, una buena mujer que le dio cuatro hijos, mientras que Juan se quedó soltero, arropado tan solo por la gran familia atlética.

–Te necesito cuanto antes a la altura del 175 de Príncipe de Vergara. En la cafetería de la esquina –informó Beltrán a Sobrado.

–Pero ¿se puede saber qué pasa?

–Un asesinato.

–¡Joder! ¡Si tenemos varios al día! ¿Por qué no mandas a alguien que esté de guardia y luego me paso por allí?

–No. Este es especial. Yo salgo ahora mismo para allá. Así que date prisa.

–De acuerdo, el tiempo de vestirme.

Cuando Sobrado llegó, ya estaban todos: el comisario, Fernando Guijarro, su inseparable Luciano García y Manlio Gutiérrez. Algunos tomaban café antes de meterse en faena. A pocos metros, en la acera de enfrente, dos policías nacionales montaban guardia en un portal. Nada más verlo, el comisario lo cogió del brazo e hizo un aparte con él.

–Quiero que te encargues personalmente de la investigación. Así que ve eligiendo a tu equipo y deja todo lo que estés llevando… ¿De acuerdo?

–Lo que tú digas –Sobrado le confirmó sus palabras con un asentimiento de cabeza.

–Antes de entrar en el escenario del crimen –el comisario alzó la voz y se dirigió a todo el grupo–, quiero informaros de que esta madrugada, sobre las tres y media, un joven que se encontraba estudiando en un piso contiguo al de la víctima, oyó fuertes ruidos. Luego, empezaron los gritos y se alarmó. Se asomó a la ventana y vio que la luz del salón de su vecina estaba encendida. Entonces llamó al 112 y avisó de que algo raro estaba pasando en el piso de enfrente. Media hora después, sobre las cuatro, un coche de la Policía Nacional se personó en el domicilio de la víctima y vieron que la puerta del apartamento estaba abierta y las luces del interior encendidas. Al entrar, se encontraron con el pastel.

 

 

 

El iPhone vibró tenuemente sobre la mesa. Ignacio miró la pantalla y vio que era Juanjo, su compañero y colega de trabajo.

–¿Nacho?

–Sí, hola. ¿Qué quieres? Ando muy liado –le contestó Ignacio.

–Joder, acabo de saber que la policía ha ido a verte.

–¿Cómo te has enterado?

–Por Miriam, la chica de recepción. Ya sabes que andamos juntos, y cuando esta mañana bajé a tomar café con ella, me lo contó. Me dijo también que le preguntaron por ti y que ella se limitó a indicarles tu ubicación en el banco. ¿Qué está pasando, tío?

–Ya te lo contaré en otro momento. Ahora no tengo tiempo. Pero hazme un favor, ¿quieres?

–Dime.

–Dile a Miriam que sea prudente y que no vaya comentándolo por ahí. Con el lío de los bonos no me interesa estar en boca de nadie. ¿Lo entiendes?

–Claro. Cuenta con ello.

Ignacio salió de su despacho y bajó en el ascensor hasta la planta baja. Al pasar por recepción, Miriam le dirigió una mirada de complicidad. Sabía que podía contar con ella y también con Encarna, solo que a esta debía echarle cariño. Se dirigió al gimnasio y al entrar percibió la familiar bocanada de aire tibio, con sabor a mentol, que tanto le gustaba. Miró su reloj Cartier de pulsera y vio que marcaba las doce cuarenta y cinco. Aún tenía quince minutos por delante hasta que llegara su entrenador personal.

Jane, una rubia danesa de veinticinco años, alta y delgada, le sirvió un té con una gota de leche, como a él le gustaba. Él ya había flirteado alguna vez con ella y las señales que recibía eran positivas. Degustó el té con tranquilidad, mientras procesaba los últimos acontecimientos de la mañana. Le preocupaba estar en el ojo del huracán por la muerte de Claudia; era algo que debía gestionar con prudencia y, sobre todo, con discreción. No tenía nada que ocultar. Le había dicho la verdad a la policía y estaba convencido de que al final ese asunto terminaría por aclararse. Seguro que en unos días cogerían al drogata descerebrado que lo había hecho. Lo que debía evitar a toda costa era que su relación con ella llegara a oídos de sus jefes, y que esa circunstancia le pasara factura antes de que pudiera materializar sus planes. Su experiencia le decía que si mantenía la cabeza fría, todo lo demás sería coser y cantar. Contaba con que los mails que comprometían a sus superiores permanecían encriptados en uno de los archivos privados de su ordenador, aparte de que conservaba una copia en un lápiz de memoria que guardaba en una caja de seguridad del banco. Solo tenía que esperar el momento oportuno para ponerlos en valor, una vez que el Viejo y el director general de Inversiones se rindieran a la evidencia de que estaban atrapados. Lo fundamental era hacerlo en el momento adecuado. Esa era la clave. Lo tenía planeado con todo detalle desde hacía mucho tiempo, y si no cometía errores, su vida daría un giro de 180º en muy poco tiempo.

Sin embargo, no podía negar que el asesinato de Claudia llegaba en el peor momento. ¿Pero cómo iba a imaginarse que esa desgraciada mujer anduviera metida en turbios asuntos por los que pudieran asesinarla? Ciertamente era un imprevisto que podía representar un serio handicap para sus planes de futuro, y eso le exigía manejar el asunto con la decisión y la frialdad requerida. No debía perder los nervios. Ahora lo fundamental era que los flecos de aquel asesinato no lo salpicaran. Cualquier sombra de sospecha que recayera sobre él podía dinamitar su trabajo de meses, así que tenía que ser cauto. Después se pasaría por el Dam, a ver si se cocía algo.

Julio, su monitor personal, interrumpió sus pensamientos.

–¿Qué te pasa hombre?, te veo cabizbajo. Estos ejecutivos de pacotilla… –le preguntó con sorna.

–Hoy necesito que me des caña. Me noto algo flojo.

–Sé muy bien lo que necesitas. Así que cámbiate de ropa y vete a la cinta. Te espero allí.