LA RUTA PERDIDA

 

 

LUIS MIGUEL GUERRA

 

 

 

 

 

LA RUTA PERDIDA

 

 

La historia secreta

del descubrimiento de América

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

 

Primera edición: septiembre de 2008

Primera reimpresión: abril de 2009

 

© Luis Miguel Guerra, 2008

© de la presente edición: Edhasa, 2008

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A nuestra inmensa y amada América

 

 

 

«Debes amar el tiempo de los intentos,

debes amar la hora que nunca brilla,

y si no, no pretendas tocar los yertos,

sólo el amor engendra la maravilla,

sólo el amor consigue encender lo muerto».

 

Silvio Rodríguez,

«Sólo el amor»

CAPÍTULO I

 

 

 

En algún archipiélago del Atlántico

 

 

La bahía abrazó las naves y el almirante ordenó soltar el treo. Rápidamente, los marineros desataron la gran vela cuadrada de la embarcación por su parte inferior para que no empujara el navío. Los capitanes de las otras dos naves ordenaron situarlas a la altura de la nao capitana y replicaron la maniobra ordenada por el almirante. La brisa comenzó a mover las telas liberadas como si de grandiosos estandartes se tratara. Eran como banderas cristianas cuyo símbolo, la cruz, se hacía visible a gran distancia. Una señal inequívoca del ideal que les guiaba y que les había mostrado la ruta y protegido durante toda la travesía. Y ahora debía estar presente en el momento más importante del viaje. Los barcos se deslizaban lentamente en un mar cada vez menos profundo, corriendo el peligro de embarrancar si aparecía un banco de arena. En la proa, un marinero iba gritando la profundidad, que disminuía en cada medición. El almirante, al fin, ordenó lanzar el lastre y las naves se detuvieron mecidas por las olas.

Dos horas después de la medianoche habían llegado frente a la costa. Sólo tenían que esperar a que amaneciera para desembarcar. Todos compartían el deseo de pisar tierra firme, después de tanto tiempo en el mar, y la impaciencia era el sentimiento común. El almirante ordenó descansar. Todos obedecieron y se acostaron en cubierta. Dos marineros quedaron de guardia en la popa, junto al timón de codaste, mientras él se dirigía a la proa, como si quisiera acercarse lo más posible a la costa. No podía verla claramente, pero sí podía oler el fuerte aroma de vegetación húmeda y tierra mojada que llegaba hasta el barco. Hinchó el pecho tratando de llenar los pulmones y acabó sentándose sobre la borda, esperando el momento en que el sol les descubriera los secretos de lo que tenían frente a ellos.

Por primera vez, tras más de un mes de navegación, estaba realmente tranquilo y relajado. Hacía días que advertían pruebas de la presencia de tierra. Cañas, restos de vegetación, incluso una de las naves había recogido un palo labrado con algún instrumento punzante que sólo podía haber sido cortado por mano humana. Estos hallazgos habían sosegado los ánimos levantiscos de una tripulación hastiada y casi sin provisiones que sólo veía agua por todas partes. El almirante se vio entonces obligado a hacer uso de toda su astucia para calmar la impaciencia de sus hombres diciéndoles que todo estaba saliendo según lo esperado. Incluso tuvo que improvisar una pequeña apuesta: el primero que avistase tierra sería recompensado; y todos debían estar muy pendientes, pues estaban muy cerca de alcanzar su meta. Nadie sabía que él esperaba un viaje tan largo y que no tenía ninguna certeza de cuándo arribarían, y, lo que era peor, ni si lo conseguirían. Incluso para un navegante experimentado, la mar y los vientos eran muchas veces un misterio y no era la primera vez que le habían gastado una mala pasada.Hacía cálculos una y otra vez para descartar posibles errores. ¿Y si no había calculado bien las leguas? No era posible, sus capitanes le hubieran advertido. ¿Y si la derrota no era correcta? Repasaba las cartas náuticas en las que creía como si fueran la Biblia, pero la realidad se demostraba tozuda: agua y más agua. Más de una vez, en la misma soledad nocturna de la proa que ahora tanto le tranquilizaba, había dudado si iban a alguna parte; si no se habría equivocado; si su destino no era más que una quimera que no podría alcanzar, un punto en el océano que podían sobrepasar sin darse cuenta y perderse irremisiblemente, con la posibilidad incluso de acabar sus vidas por inanición o en las entrañas de los peces.

Pero, por fin, todo esto quedaba atrás. Era el triunfo de la fe y la determinación. De repente, las dificultades para iniciar el viaje, la oposición a su salida del continente, las rivalidades políticas y religiosas, el odio y el rencor, la ambición de riqueza y poder y, por supuesto, el miedo de muchos de los hombres a adentrarse en el mar tenebroso, habían desaparecido. Tan sólo debían mirar hacia delante y centrarse en el futuro que les aguardaba en aquellas tierras.

Una hora antes de amanecer todos estaban en pie. Muy pocos habían conciliado el sueño esperando poder ver lo que la luz les había de mostrar. Cuando el sol comenzó a salir a su espalda, se agolparon tras su almirante con gran silencio y respeto. Hasta entonces llegar a tierra era una cuestión de supervivencia, pero ahora se daban cuenta de la importancia del momento que vivían y estaban dispuestos a paladearlo lentamente. En las otras naves la escena se repetía. Los capitanes, al frente de sus hombres, esperaban con impaciencia los nuevos acontecimientos. El escepticismo que había asaltado a alguno de ellos en los momentos más duros del camino se convertía ahora en sentimiento de alegría y reconocimiento hacia quien les había guiado hasta allí, un hombre excepcional, seguro de su destino, que no había vacilado en ningún momento. Pero también se convertía en un cierto orgullo personal de haber compartido el gobierno de la ya triunfante expedición y no haberse dejado llevar por lo fácil, dar media vuelta y retornar con un fracaso que les acompañaría toda la vida.

Los primeros rayos del sol cruzaron el cielo y una playa de tonalidades blancas apareció ante sus ojos. La arena se extendía hasta una espesa vegetación de formidables colores donde predominaba el esmeralda. En cualquier otra circunstancia aquel paisaje les hubiera producido cierto desasosiego ante lo nuevo y desconocido, pero en aquel momento era la tierra prometida. Incluso más de uno pensó que el jardín del edén debió de ser algo similar y que Adán y Eva podían aparecer de pronto en la playa.

Tras unos instantes que parecieron una eternidad, el almirante se volvió, ordenó a los hombres de la nao que se arrodillaran y elevó una oración de gracias a Dios por el feliz arribo. Después de rezar, todos se santiguaron y se dio orden de preparar el desembarco. De nuevo el almirante se volvió hacia tierra y ahora, con la luz del día, pensó que todo lo que había imaginado nada tenía que ver con aquello. Sin embargo, no había tiempo para pensar en otra cosa que no fuera organizar la maniobra. Lo primero que hizo fue mandar aviso a sus capitanes. Un cuarto de hora después se hallaban a bordo de la nao capitana.

El almirante les esperaba en la proa, dando la espalda a la costa en un estudiado gesto teatral.

–Con la ayuda de Dios, Nuestro Señor, hemos arribado a tierra. Debo agradecer vuestro trabajo, vuestra fidelidad y vuestro apoyo en los momentos difíciles, que no han sido pocos. Hemos puesto a prueba la fe y la paciencia de nuestros hombres, pero han demostrado su valía y su tesón. Podéis estar muy orgullosos de vuestro trabajo.

–Gracias, almirante. Apoyaros a vos era apoyarnos a nosotros mismos –respondió uno de ellos.

–Tal y como se han sucedido los hechos antes de partir y durante el viaje, la situación no ha sido nada fácil. Al fin, entre todos y gracias a la Divina Providencia, hemos fondeado felizmente. Es curioso cómo evolucionan los acontecimientos. Si hace unos años alguien me hubiera dicho que esto terminaría así, hubiera pensado que era un poeta de imaginación desatada o un loco –reflexionó en voz alta–. Pero no hablaré más. Volved a vuestras naves y…

Uno de sus hombres le interrumpió:

–Perdonad la intromisión, almirante. Supongo que habéis reparado en la fecha de hoy.

–Cómo olvidarlo, 12 de octubre. Por eso os digo que ha sido la Divina Providencia.

El capitán se lo quedó mirando.

–La Divina Providencia –subrayó el almirante devolviéndole la mirada–, Dios ha querido probarnos con esto que teníamos razón y que fuimos víctimas de la calumnia y la injusticia de los hombres.

Ante el tono de su superior, el capitán cambió de conversación. No era momento de discutir sobre si la llegada había sido una casualidad o algo menos providencial.

–Y ahora ¿cuál es el siguiente paso, almirante? –preguntó.

–Desembarcaremos y buscaremos un lugar donde asentarnos temporalmente. Supongo que las gentes que aquí moran no tardarán en aparecer y así podremos hacernos una idea de si nos conviene establecernos de forma definitiva.

–¿Tan seguro estáis de que aquí vive alguien?

El capitán miró hacia la costa.

–Si me hubierais preguntado hace dos días ni siquiera os hubiera podido asegurar que llegaríamos al final de nuestro viaje. Pero ahora, no nos demoremos más. Desembarquemos. Una barca por nave. Remeros y dos hombres con estandartes y gallardetes. Yo portaré la cruz de madera. Una vez en tierra y vistas las intenciones de los nativos, si los hubiere, si es pertinente iniciaremos la maniobra para desembarcar pertrechos y mercancías. Esto es todo lo que debemos hacer por ahora –miró a sus capitanes–. ¿Alguna pregunta?

Nadie dijo nada, no estaban dispuestos a retrasar ni un minuto más el tan ansiado desembarco. El almirante volvió a mirar la playa y, tras unos segundos que a todos parecieron una eternidad, zanjó la conversación:

–Si no tenéis nada más que decir volved a vuestras naves y preparad las barcas.

–No sabéis cómo hemos esperado esa orden, almirante –dijo uno de sus capitanes, lleno de entusiasmo.

–Con paciencia y fe todo llega. No perdamos más tiempo. Ardo en deseos de tener tierra firme bajo mis pies. Retornad con vuestros hombres y actuad según lo convenido. ¡Que Dios os bendiga!

Los capitanes hicieron una reverencia y se dirigieron a la borda para descender a las barcas que habían de devolverles a sus naves y preparar la maniobra.

Una hora después llegó el momento. La barca del almirante estaba preparada. Descendió y tomó asiento. Cuatro hombres apoyaron los remos contra el casco y, tras separarse de la nave, comenzaron a bogar. Cuando la pequeña embarcación se puso en movimiento, otras dos la siguieron con sus capitanes a bordo. Las primeras paladas fueron costosas para los remeros, pero una vez enfilada la playa comenzaron a avanzar con la ansiedad de quien desearía haber hecho ya el recorrido. El almirante notó como el corazón se le aceleraba. La impaciencia le hizo asirse con fuerza a la cruz de madera que portaba y que debía clavar al pisar tierra firme. La agarraba de tal manera que parecía que quisiera romperla por la mitad. Su nerviosismo y entusiasmo eran contagiosos y los remeros comenzaron a bogar más rápido animados por el almirante.

–¡Remad con fuerza! –exclamó jubiloso sin poder reprimirse–. ¡Ya estamos cerca!

Las otras barcas también aceleraron el ritmo, como si de una competición se tratara, pero estaba claro cuál debía ser la primera en llegar.

Faltaban pocos metros y los marineros levantaron los remos para que la barca se deslizara suavemente hasta la playa. El almirante no pudo esperar y saltó al agua, que le cubrió hasta el pecho. Trabajosamente avanzó empuñando la cruz. Cada paso era más ágil que el anterior. Cuando estaba a punto de llegar a la orilla oyó cómo saltaban los capitanes de las otras embarcaciones, pero no se volvió para mirar. Estaba a punto de culminar el momento más importante de su vida.

Por fin pisó tierra firme y, tras recorrer unos metros, alejándose lo más posible del océano, se detuvo, miró al cielo, alzó la cruz con ambas manos y, con un fuerte golpe, la clavó en la arena. Después, agotado y devoto, se dejó caer de rodillas frente a ella y comenzó a rezar de manera fervorosa. Los capitanes llegaron junto a él y, sin mediar palabra, también se arrodillaron uniéndose a su jefe para dar gracias a Dios.

La oración sólo había comenzado cuando las barcas vararon y los marineros saltaron a tierra para acercarse a donde estaban el almirante y los capitanes. Agotados, algunos cayeron de bruces sobre la arena y la besaron mientras otros, arrodillados, abrían los brazos dando gracias al cielo por el favor recibido. Muchos habían llegado a pensar que no volverían a ver tierra firme y que morirían en el mar engullidos por las aguas, víctimas de algún animal fantástico o, sencillamente, de hambre o de sed.

Cuando terminó de orar, el almirante se levantó. Sus capitanes le imitaron. Se volvieron hacia los hombres, a los que estaban en tierra y a los que habían quedado en los barcos subidos en bordas y mástiles, observando la escena y vitoreando cuando su jefe pisaba tierra firme. Todos, como él, se habían puesto el hábito blanco con cruz roja en el pecho.

–¡Hermanos –tronó el almirante–, nunca podremos agradecer lo suficiente a Nuestro Señor Jesucristo habernos permitido arribar a estas tierras en el día de hoy, 12 de octubre del año de Nuestro Señor de 1314!

CAPÍTULO II

 

 

 

Fuerteventura, noviembre de 1391

 

 

Las primeras luces del alba encontraron la embarcación fondeada frente a las playas de Fuerteventura.

Era una hermosa y robusta nao de más de 250 toneladas. A diferencia de barcos anteriores, tenía un casco más redondeado y uniforme integrando en una sola pieza todas las partes del navío. A proa, el castillo con el trinquete de vela cuadrada. En el centro, majestuoso, el palo mayor y, a popa, el alcázar, con la vela triangular del palo de mesana que era utilizado cuando el viento soplaba por aquella parte. Allí se encontraba la defensa del navío, cuatro cañones pedreros por banda asomando por las portas, a los que unos llamaban serpentines y otros falconetes, nombres de animales fantásticos que arrojaban fuego por sus bocas.

Sentados en la arena, un grupo de guanches esperaba la señal de la nao para hacerse a la mar en las barcas que, varadas en tierra, habían de servir para descargar las mercancías que transportaba. Cerca de ellos un franciscano no dejaba de mirar al navío mientras salmodiaba una plegaria. Era el padre guardián fray Diego de Jerez, un religioso de casi sesenta años respetado en toda la orden que dirigía la misión de la isla, dependiente del obispado de Telde, en Gran Canaria. Tras él, un novicio aguardaba con dos sacos en las manos mientras otros dos frailes aguantaban por las riendas los tiros de los carros que debían transportar las mercancías al interior de la isla.

Hacía un rato que a bordo de la nave se notaba movimiento, y, con la luz del amanecer, se pudo ver a los marineros afanándose en cubierta preparando los aparejos que permitirían amarrar las barcas y descargar los bultos. Eran una cuarentena de hombres de tez oscura y cabellos largos que poco diferían en sus rasgos de los que aguardaban en la arena.

Una señal convenida sacó al padre guardián de su oración y entonces ordenó a los nativos que se movieran. Al momento los guanches se levantaron y, empujando las barcas, saltaron a su interior y comenzaron a remar hacia la nao.

Los frailes permanecieron en la orilla mientras las pequeñas embarcaciones se acercaban al navío.

Al arribar la primera pudo ver cómo los marineros de la Galicia ayudaban a descender a un hombre. En cuanto se hubo sentado en la barca, los guanches comenzaron a remar hacia la playa.

A los pocos metros de varar, levantaron sus palos para que la barca se deslizara suavemente. El viajero saltó al agua. Avanzó trabajosamente y fray Diego acudió a su encuentro. Cuando estuvieron frente a frente el religioso cogió agua del mar y lavó las manos del recién llegado para después abrazarlo y besarlo en la boca.

–Bienvenido a casa, fray Antonio.

–Dios os guarde, padre guardián –respondió el hombre.

El novicio se acercó con un hábito en la mano. Fray Antonio se quitó toda la ropa y se puso la vestimenta franciscana.

Mientras, había comenzado la descarga de la nao entre los gritos de los guanches.

–¿Alguna incidencia en vuestro viaje?–preguntó el padre guardián.

–Ninguna –respondió Antonio–. Tres semanas sin avistar un navío y sólo un poco de lluvia como novedad. La nao viene bien cargada. Traemos, añil, caña dulce, frutas y más cosas de las que allí se producen.

–¿Y oro? –interrumpió fray Diego.

–No mucho. Arribará en la última barca.

El padre guardián hizo un gesto de fastidio.

–Bien, almacenaremos toda la mercancía y la iremos enviando poco a poco –dijo finalmente.

Fray Antonio terminó de ceñirse el cordón del hábito.

–¿Querríais saber algo de las almas que allí moran? –preguntó fray Antonio a Diego de Jerez.

–Sí, claro –se interesó repentinamente el padre guardián–. Ahora os iba a preguntar. No penséis que me olvido de ellas.

Durante un rato permanecieron callados observando las maniobras de descarga de la nao hasta que fray Antonio volvió a tomar la palabra.

–Fray Diego, si me permitís…

–Decidme, hermano Antonio.

–Inmensidad es una palabra poco acertada para describir aquello. Parece que nada tiene principio ni fin. Y los habitantes nos hablan de reinos situados en montañas tan elevadas que miran las nubes desde arriba. Nos cuentan que hay selvas impenetrables y ríos que parecen mares y que más allá hay un océano como el que hemos de atravesar. Ciudades que, por su descripción, hacen envilecer a la misma Sevilla. Incluso dicen que algunas están empedradas en oro. Animales nunca vistos, pájaros de plumajes brillantes que deslumbran al mirarlos, frutos de sabores extraños que sacian el hambre y la sed, plantas que al morderlas curan el dolor…

–Calmaos, fray Antonio –le amonestó suavemente su superior–. No os dejéis llevar por vuestro entusiasmo. Sois joven aún y por vuestra fortaleza habéis sido escogido para esta tarea. Pero también sois impaciente como todos los de vuestra edad. Recordad a nuestro padre Francisco, meditad y contemplad la naturaleza en todo su esplendor como lo que es, un don de Dios.

Fray Diego hizo una pausa como si sopesara continuar hablando.

–Yo también tuve la fortuna de hacer el viaje –se confesó.

–¿Vos, padre guardián? –preguntó extrañado fray Antonio.

–¿Qué pensáis? ¿Qué yo no fui joven y robusto como vos? –dijo con cierta resignación–. Comencé sirviendo a Dios en la Rábida. De allí me enviaron a Canarias tras prepararme concienzudamente. Parece que haya transcurrido una eternidad –añadió nostálgico–. Aprendí navegación e hice el viaje hasta cuatro veces, después comenzaron los achaques…

La primera barca arribó a tierra y los guanches comenzaron a descargar los fardos para volver a embarcar inmediatamente una vez amontonados cerca de los carros.

–Es el paraíso terrenal.

Fray Diego no pudo decir nada. Cayó al suelo con una lanza de madera clavada en su espalda. Horrorizado, fray Antonio se giró y recibió un golpe de maza en el rostro. Los indígenas, primero sorprendidos, comenzaron a correr en todas direcciones tratando de huir de la ola de furia y violencia que se estaba desatando sobre ellos. Los frailes que estaban en los carros yacían en el suelo con el cuello abierto. Algunos guanches trataron de llegar a las barcas para alcanzar la nao pero no lo consiguieron, una nube de golpes y mandobles se lo impidió. En la embarcación estaban paralizados viendo lo que sucedía en la playa. Alguien dio la orden de salir de allí, pero un tremendo golpe apagó la voz y el cuerpo cayó al suelo moribundo. Algunos hombres se habían acercado a la nave nadando y habían subido a la borda por las sogas de las anclas manteniéndose ocultos y aguardando la señal para atacar. Más de uno, sorprendido y aterrado, se lanzó al mar, pero allí les esperaban los atacantes que se habían aproximado a la nao en barcas, quienes con flechas y a golpes de remo tiñeron el agua de rojo.

Agazapado tras una duna, el novicio casi había enterrado su rostro en la arena de tan fuerte como se pegaba a ella. Estaba ayudando a varar una barca cuando vio caer al padre guardián y a fray Antonio. Desde lejos no tuvo tiempo de ver quiénes eran los que les atacaban: piratas, indígenas, comerciantes de esclavos… su instinto de supervivencia no le permitía hacerse muchas preguntas en aquel momento, sólo pensaba en huir. En medio del caos se había escabullido entre los guanches que huían en desbandada y se escondía tras unas pequeñas dunas que parecían ser su única salvación.

Guardaba silencio y contenía la respiración sin atreverse a levantar la vista. El tiempo pasaba y los gritos enloquecidos de los heridos se iban acallando al ser rematados, mientras oía cada vez más nítidamente las voces de los atacantes: algunos hablaban castellano y otros, portugués.

Rezaba convulsivamente al mismo tiempo que daba gracias por cada minuto que pasaba sin ser descubierto.

De pronto, sintió un golpe en su costado. Giró levemente la cabeza y vio una bota. Levantó la vista y se sintió aliviado al ver al caballero de cruz roja en el pecho que con una espada ensangrentada en la mano le observaba.

–Menos mal que habéis llegado.

Miró más allá y vio a otros hombres con la misma indumentaria. Su alivio se tornó angustia y luego terror cuando vio que uno de ellos clavaba una lanza de madera en la espalda de un guanche que aún se movía.

El novicio miró el rostro del hombre que tenía delante. Éste hizo un gesto de resignación.

–Lo siento hijo mío. Es la voluntad de Dios.

El novicio cayó de rodillas sollozando. El caballero alzó su espada y descargó un tremendo golpe que le separó limpiamente la cabeza del tronco. Después hizo la señal de la cruz.

Otro de los hombres se acercó hasta él.

–Éste era el que faltaba.

–Muy bien. Quemad la nave y dejad señales de que los atacantes han sido una partida de guanches enemigos de la fe. Clavad algunas lanzas de madera y golpead algunos cadáveres con esas piedras envueltas en pieles que utilizan por aquí, lo mismo que en Gran Canaria.

–Ya no queda un solo franciscano en las islas. Ha sido providencial que no les llegara la noticia de que habíamos destruido la misión de Telde.

–Os veo muy risueño. Os recuerdo que estos hombres que yacen aquí son hermanos de fe y dignos de respeto.

–Por supuesto, mi señor, pero yo os recuerdo que nuestra misión está por encima de cualquier duda moral.

–¿Acaso me estáis diciendo que flaqueo en mi cometido?

–Por supuesto que no, mi señor.

El fuego que se alzó de repente en la nave interrumpió la conversación. Otro hombre se acercó corriendo.

–El franciscano que vino en el barco ha muerto –dijo jadeando.

Al que llamaban señor, le cambió el semblante.

–Os dije que no matarais al de la nao. Él era el que conocía la ruta.

–Cuando ha visto que le íbamos a capturar se ha quitado la vida.

–Maldición, todo se ha ido otra vez al traste.

–No del todo –dijo su interlocutor–. No deja de ser un inconveniente, pero ahora sólo nosotros conocemos la verdad, aunque no conozcamos la ruta. Si tenemos paciencia la descubriremos. Ahí están los que la conocían, nadie más está al corriente.

El señor miró la playa cubierta de muertos y la nao ardiendo.

–¿Estáis seguro?

–Nuestros informadores dicen que sólo los franciscanos de las islas sabían de la ruta, y entre ellos sólo unos elegidos.

–No estoy tan seguro.

–Comprobarlo será muy sencillo, mi señor, les mantendremos vigilados y si en un tiempo prudencial no han retornado, significa que los franciscanos que nos robaron el secreto se han extinguido y, como os he dicho, tendremos tiempo para recuperar lo que es nuestro. Además, os recuerdo que dentro de esa orden en apariencia tan pacífica existen problemas entre diferentes facciones, cada una de las cuales se considera la verdadera heredera de su fundador…

–Os estáis propasando. ¿Os he de recordar que estáis hablando de san Francisco de Asís?

–No, mi señor. Mi celo me traiciona a veces.

Hizo una reverencia y se alejó.

Al quedar solo volvió a contemplar el panorama. Había ordenado una matanza de cristianos para arrancarles el secreto que un día fue suyo, pero había fracasado. Sangre inútil, pensó… O quizá no. Su subordinado tenía razón. Tiempo es lo que necesitaba, y ahora tenían todo el del mundo para buscar la ruta.

CAPÍTULO III

 

 

 

Espinosa de Henares (Guadalajara),

8 de junio de 1435

 

 

La duquesa de Arjona, doña Aldonza de Mendoza, agonizaba consumida por las fiebres puerperales. A través de la ventana podía ver el limpio cielo azul y notaba en su rostro demacrado la brisa que, proveniente del río Henares, aliviaba el calor que anunciaba ya el próximo verano.

A los pies del lecho, en una cuna, un recién nacido dormía plácidamente ajeno a lo que se vivía a su alrededor. El fiel Contreras contemplaba en silencio el sueño de la criatura mientras fray Esteban de León, prior de San Bartolomé de Lupiana y superior de la orden jerónima, salmodiaba rogando por la salvación del alma de la duquesa.

El fraile había ordenado a las damas y al criado que salieran para iniciar la confesión, pero doña Aldonza, aún consciente, había pedido a Contreras que permaneciera en la habitación.

–Deberíais comenzar a poner vuestra alma en orden –dijo el prior, intuyendo que el fin estaba próximo.

Aldonza abrió con dificultad los ojos y trató de incorporarse para mirar a su hijo.

–No tengo nada de que arrepentirme. Es mayor el sufrimiento al pensar en el futuro de este niño que todo el que me puedan acarrear mis pecados, si es que los tengo.

–Doña Aldonza –dijo dulcemente fray Esteban–, estáis cometiendo pecado de presunción. Todos tenemos algo que confesar, y cuando llega el momento…

–Dejaos de monsergas –le interrumpió la mujer en un arranque de genio que la debilitó visiblemente–. No me queda tiempo, la maldita muerte ha llegado demasiado pronto.

Contreras contemplaba la escena. No le sorprendió la actitud de su señora. Su genio y altivez eran conocidos por todos.

La duquesa intentó agarrar el hábito del jerónimo para atraerlo hacia ella, pero sus escasas fuerzas no lo consiguieron. Fray Esteban comprendió el sentido de la acción y se colocó a su lado.

–¿Os ha quedado claro lo que hay que hacer cuando yo no esté?

–No os preocupéis. El documento firmado con vuestro hermano y el testamento no dan lugar a interpretaciones equívocas y vuestra voluntad será cumplida.

–No le perdáis de vista ni un momento. Íñigo me odia y está dispuesto a todo con tal de hacerse con mis posesiones.

–Pero mi señora, es vuestro hermano, no podéis albergar esos sentimientos hacia él…

–¡Hermanastro! –levantó la voz Aldonza todo lo que permitió su estado, añadiendo un matiz de desprecio que no pasó desapercibido al fraile y al criado–. ¡El hijo de la maldita Leonor!

–Calmaos, por favor, estáis muy débil.

Pero la duquesa de Arjona no atendía a razones.

–Mi madre era la hija de Enrique II de Castilla y mi padre el almirante don Diego Hurtado de Mendoza. Soy nieta de reyes y tía del rey Juan. ¡¿Quién es él?!

Fray Esteban trataba de calmarla inútilmente.

–Bajad la voz. Vuestra salud…

–¿Mi salud? ¿De qué salud me habláis? –De pronto dejó de hablar y miró hacia todas partes–. Está aquí. Por eso queréis callarme. ¡Que entre y vea morir a la duquesa de Arjona! ¡Que revolotee sobre mí como un buitre acecha a su víctima!

–¡Mi señora! Os recuerdo que estáis a punto de presentaros ante Dios.

–Dios y yo somos los únicos que sabemos a quién amó realmente el almirante. Después de la muerte de mi madre sólo tuvo ojos para Mencía Ayala. Lo de Leonor fue un matrimonio arreglado.

–A los ojos de la Iglesia, Leonor era su legítima esposa.

–Ella sería su esposa para la Iglesia, pero mi padre murió en brazos de su amante allá en Guadalajara. Sólo ella y yo presenciamos la muerte del almirante de Castilla.

La duquesa estaba fuera de sí. La ira al hablar de su madrastra se mezclaba con la fiebre, pero aún tenía fuerza para dar sus últimas instrucciones.

–Os dejo a los dos como responsables de que se cumpla el pacto firmado con mi hermanastro. Hacedlo público cuanto antes para que no se pueda desdecir. Su anhelo de hacerse con las villas del señorío de mi padre está supeditado a que su hija Mencía se case con mi hijo Alfonso. Es lo único que he de reprocharle a Dios, que no me permita ver la cara de Íñigo el día de la boda.

–Pero ¿tanto le odiáis?

–¿Hasta el punto de haber engendrado un bastardo que le desherede?

–No iba a decir eso…

–Pero lo pensáis. Le odio profundamente y espero que mi hijo lo haya heredado en mi vientre. Pero al final mi sangre correrá por las venas de sus nietos.

–Mi señora, no sigáis hablando. Cada palabra que decís es un pecado más con los que vais a presentaros ante Nuestro Señor. Descargad vuestra alma y descansad de una vez.

Contreras se retiró a la ventana mientras la duquesa de Arjona comenzaba la confesión. Llevaba años con su señora. Había sido su confidente y apoyo. Incluso corría el rumor de que era el padre del niño, aunque no era cierto. Toda su vida se había dedicado a servir a la duquesa sin que apareciera ni un solo sentimiento que no fuera la lealtad. Contreras vivió junto a ella el doloroso momento de la muerte del almirante y también el desgraciado matrimonio de Aldonza con Fadrique de Trastámara, señor de Lemos y duque de Arjona. Un hombre cruel que nunca la quiso y la trató con desprecio y violencia y que incluso llegó a encerrarla durante dos años en la prisión de Ponferrada. No había tenido hijos con ella, aunque fue progenitor de tres bastardos con su amante.

La muerte del duque fue un alivio, pero el enfrentamiento con su hermanastro, el señor de Hita y Buitrago, por la herencia de su padre no hizo más que enconarse, hasta que en 1422 convinieron que las villas en disputa seguirían en su poder y si fallecía sin dejar herederos pasarían a manos de Íñigo. Con el transcurso del tiempo este acuerdo le produjo una gran aflicción. La única manera de evitarlo era tener un descendiente y se obsesionó con tener un hijo.

Su embarazo sorprendió a todos y le causó una gran alegría. Con prontitud se encargó de que la noticia llegara a su hermanastro. Sólo la duquesa conocía el nombre del padre, aunque a veces, en su obsesión, afirmaba que no era la primera vez que Dios obraba milagro semejante. No faltaron rumores que imputaban el milagro a las asiduas visitas de la devota Aldonza al monasterio de Lupiana.

Sin embargo, la mayor felicidad se produjo cuando mediante un nuevo documento se cambiaron las condiciones del firmado en 1422. Íñigo, al enterarse del estado de la duquesa, se dirigió a ella, no sin mucho entusiasmo, proponiéndole el matrimonio de sus hijos para que algún día las tierras de Aldonza cayeran en sus manos o en las de alguno de sus descendientes. Si era niño casaría con Mencía y si era niña con cualquiera de los tres hermanos restantes. La propuesta que el señor de Hita le hizo fue un triunfo que la duquesa paladeó como la más dulce de las venganzas.

Fueron los mejores momentos de su señora. Estaba radiante esperando el nacimiento de su hijo. Lo que Contreras no había sabido nunca era si la alegría era por el nacimiento o por lo que representaba, la venganza contra Íñigo y Leonor.

No obstante, el parto había sido difícil debido a la edad de doña Aldonza y las fiebres la atacaron de forma inmisericorde transformando su dicha en penuria y desesperación.

Contreras oyó un pequeño gemido y se volvió hacia la cama. Fray Esteban estaba haciendo la señal de la cruz en la frente de la duquesa de Arjona, a la que acababa de cerrar los ojos.

–El Señor la acoja en su seno –dijo el jerónimo con resignación.

El criado se santiguó y cogió una pequeña arqueta que estaba cerca de la cama mientras fray Esteban se inclinaba sobre la cuna y cogía a la criatura, que continuaba durmiendo.

Contreras abrió la puerta del aposento de su señora. Dos mujeres entraron en él sollozando. En la habitación contigua había un hombre. Era don Íñigo de Mendoza, señor de Hita y Buitrago.

–¿Y bien? –preguntó.

–Vuestra hermana ha muerto –respondió fray Esteban.

Íñigo se santiguó con un gesto mecánico.

–¿Lo tenéis todo? –preguntó a Contreras, desentendiéndose del religioso.

–Sí, mi señor.

El fraile estaba perplejo y asistía a la escena sin entenderla.

Contreras abrió la arqueta y sacó unos documentos.

–Aquí tenéis el testamento y el pacto que firmasteis con vuestra hermana sobre el matrimonio de vuestros hijos.

Íñigo de Mendoza examinó atentamente el documento del acuerdo.

–¿Qué pretendéis hacer? –preguntó por fin el jerónimo.

El noble levantó la cabeza y le miró fijamente.

–Poner las cosas en su sitio y volver a la normalidad que nunca se debió alterar.

–Es la última voluntad de vuestra hermana y vuestra palabra de caballero.

–¡Callad ya, fraile! Esto no es una cuestión de caballeros. ¿Quién me dice que esta criatura no es hijo de un campesino o de un criado al servicio de Aldonza? Mi hija no se casará nunca con ese bastardo. La sangre de los Mendoza no ha de mezclarse con alguien de ascendencia desconocida –sentenció mientras rompía el pergamino en pedazos.

Fray Esteban contempló horrorizado la acción del Mendoza. Tenía que pensar rápido y tratar de aparentar tranquilidad.

–Ahora lo único que queda es el testamento… –comenzó a decir, pero Íñigo le interrumpió.

–Y me vais a decir que establece que el heredero universal de sus bienes es quien establezca Juan Contreras y el prior de los jerónimos de San Bartolomé; es decir, vos mismo, y que mi hermanastra no me incluyó deliberadamente. ¿No es así?

–Aquí está el hijo de Aldonza, su legítimo heredero.

Íñigo de Mendoza miró a la criatura.

–Os vuelvo a decir que, por lo que a este niño respecta, para mí es un huérfano de ascendencia desconocida. Un bastardo sin padre y, que yo sepa, en el testamento de mi hermana no se hace referencia a ningún hijo o hija de su matrimonio con el duque de Arjona y tampoco –y esto último lo recalcó– a ningún hijo nacido en su viudez.

–Pero sabéis que no fue así por el documento que firmasteis con ella.

Íñigo miró los trozos de pergamino que instantes antes había lanzado al suelo.

–¿Os referís a eso?

–Aún no habéis sido declarado heredero universal, que yo sepa –dijo el fraile tratando de recuperar la iniciativa.

El noble sonrió.

–Eso debéis preguntárselo a Contreras.

El prior miró al criado.

–¿Qué queríais que hiciera? Doña Aldonza había perdido la razón. Estaba enloquecida. Ese niño le importaba bien poco, lo único que tenía era sed de venganza. Sólo he hecho lo que cualquiera en mi lugar.

–Lo que cualquiera, no. Habéis traicionado a una moribunda en su lecho de muerte. Ella confiaba en nosotros…

Íñigo le interrumpió enérgicamente.

–¡Dejaos de monsergas! Las cosas están así y sólo tenéis que asumirlas. La opción más sensata, si queréis que vuestra comunidad siga teniéndonos como benefactores, es declararme heredero de mi hermana.

–Pero el niño… –balbuceó el fraile.

–¿El niño? ¿Qué pensáis? ¿Que voy a hacer algo contra él? Poco me conocéis. Vais a llevároslo a vuestro monasterio como un huérfano más de los que acogéis y haréis de él un buen jerónimo. Yo proseguiré con las donaciones que mi hermana hacía a vuestra comunidad para que sigáis rezando por todos nosotros. Y, por supuesto, olvidéis todo lo sucedido ¿Estáis de acuerdo?

Fray Esteban de León miró a Íñigo de Mendoza y luego a Contreras. Si decidía no seguir el juego, las consecuencias para el niño y la congregación podían ser nefastas. Doña Aldonza de Mendoza había protegido el monasterio durante años y había dejado en el testamento una generosa aportación. Pero la cantidad se acabaría y estar indispuestos con el cabeza de la casa de Mendoza no era lo más adecuado para los habitantes de San Bartolomé.

–Sea, y que Dios me perdone. Mañana partiré hacia el monasterio con el cuerpo de doña Aldonza para que sea enterrado allí como era su voluntad. Al menos dejaréis que esto se cumpla.

–Todo lo que contempla el testamento se ha de cumplir escrupulosamente. Daré las órdenes necesarias para que os podáis llevar el cuerpo. Y, en cuanto a lo demás…

Fray Esteban le interrumpió.

–En cuanto a lo demás, no debéis preocuparos. Todo se hará conforme lo estipulado en los documentos existentes y este niño recibirá una esmerada educación en el monasterio.

El señor de Lemos esbozó una sonrisa.

–Ahora estáis aturdido, pero pronto os daréis cuenta de que ha sido lo mejor para todos.

–Sobre todo para algunos –dijo antes de retirarse mirando a Contreras, que inmediatamente volvió el rostro.

Hizo una reverencia y se retiró a su aposento. Al salir, entregó el niño a una de las damas que esperaban junto a la puerta, ordenando que lo alimentaran y lo tuvieran preparado para partir el día siguiente.

El noble y el criado quedaron solos.

–Es ladino este fraile. Se ha convencido demasiado pronto. Da la sensación de que se ha reservado algo.

–Creo, mi señor, que no debéis preocuparos. Ha comprendido que era lo mejor para su congregación, incluso para el niño.

–O sabe algo que nosotros no sabemos. Tenía mucha confianza con mi hermanastra.

–La duquesa de Arjona podía confiar en él, pero también en mí. Mi señor, os vuelvo a repetir que no tenéis de qué preocuparos. El testamento es muy claro. Muchas dádivas para misas y pequeñas cantidades para las personas de su casa.

–Lo que te deja a ti no es precisamente una modesta cantidad.

–Han sido muchos años de servicio, que mi señora Aldonza quiso recompensar.

–Lo que he de pagarte por entrar a mi servicio y proporcionarme sus tierras te va a convertir en un hombre rico.

–Un hombre rico que sabe servir y sabe a quién debe lealtad.

Contreras hizo una reverencia y salió.

CAPÍTULO IV

 

 

 

Espinosa de Henares (Guadalajara),

19 de junio de 1435

 

 

Al día siguiente fray Esteban de León se levantó antes de amanecer. Quería supervisar personalmente los preparativos para el traslado del cuerpo de la duquesa.

Íñigo de Mendoza había dado instrucciones para que la pequeña comitiva saliera a primera hora de la mañana. El monasterio de San Bartolomé se encontraba a medio día de camino a buen paso, pero a casi una jornada entera llevando el féretro de doña Aldonza. Cuanto antes se resolviese la situación mucho mejor para todos.

Llegado el momento, todos los habitantes de la casa estaban en el patio. Un carro aguardaba los restos de la duquesa de Arjona. A un gesto de Íñigo de Mendoza, cuatro criados aparecieron con el féretro. Algunos sirvientes no pudieron contener las lágrimas mientras el ataúd era colocado y sujetado sobre la plataforma. Fray Esteban se adelantó y, tras salmodiar un instante, bendijo el féretro mientras todos se santiguaban. Estaban listos para marchar. Una nodriza con el recién nacido se acomodó en el carro junto al fraile y un criado le acercó al prior su montura, un viejo caballo blanco al que asió por la brida. Sin mediar palabra hizo una breve inclinación ante el señor de Lemos, el cual respondió al saludo. Antes de partir, el jerónimo levantó la cabeza y miró a la ventana de la que fuera la estancia de doña Aldonza de Mendoza. En el mismo instante, una figura se ocultaba de su mirada. Una figura que, aunque vista fugazmente, fray Estaban reconoció: Contreras no estaba en el patio. «Que Dios le perdone», pensó para sí.

El prior de San Bartolomé comenzó a andar y el carro le siguió conducido por el jerónimo que le había acompañado; tras ellos, Íñigo de Mendoza y el servicio de la casa. Tras sobrepasar el portalón para tomar el camino de Guadalajara, la comitiva se dividió: sólo dos frailes, una mujer y un niño acompañarían a la duquesa de Arjona a su última morada.

Al atardecer llegarían al monasterio de San Bartolomé de Lupiana, un cenobio formado por varios edificios con una torre almenada, oculto entre una espesa arboleda y construido sobre el barranco del río Matayeguas. Había sido fundado el siglo anterior, sobre los restos de una antigua ermita dedicada a San Bartolomé, para albergar el primer grupo de monjes jerónimos, encabezados por Pedro Fernández Pecha, caballero de Guadalajara y camarero del rey Alfonso XI, cargo heredado de su padre. Después, por un privilegio otorgado por el rey don Pedro, pasó a ser Tenedor de la llave de doña María de Portugal, madre del monarca, y de los sellos reales. Emparentó con la poderosa familia de los Mendoza mediante el matrimonio de su hermana, María Fernández Pecha, con don Pedro González de Mendoza, noble muerto en la batalla de Aljubarrota después de que el rey Juan le pidiera que escapara cuando vio la batalla perdida. Lejos de huir, don Pedro subió a su caballo y, espoleándolo, se lanzó al combate tras decirle a su soberano que no quisiera Dios que las mujeres de Guadalajara dijeran que sus padres, maridos e hijos quedaron allí muertos y él había vuelto vivo.

Nadie entendió por qué Pedro Fernández, con tan alta posición y parentesco, había decidido dedicarse a la vida monástica. Pero así fue, y en compañía de fray Pedro Román presentaron la petición ante el papa Gregorio XI para que se creara una nueva orden regida por una regla que fuera más allá de las de franciscanos y dominicos basada en los principios de san Jerónimo. Ante el cónclave de cardenales de Aviñón, los dos hombres expusieron sus razones y, finalmente, fue aceptada la creación de la comunidad de San Jerónimo, aunque bajo la regla de San Agustín, la más antigua de la cristiandad, a la usanza del convento de Santa María del Santo Sepulcro de Florencia. El 17 de octubre de 1373 recibieron la bula plúmbea, autorizada y sellada confirmando la orden de San Jerónimo en Castilla, León y Portugal. Asimismo, el pontífice les entregó el hábito de lana con túnica blanca cerrada y escapulario pardo que había de convertirse en el uniforme de la congregación. Por último, el Papa nombró a Pedro Fernández prior, no sin antes otorgarle dispensa ya que no era habitual conceder el título a alguien que no había profesado como religioso.

De anochecida llegaron a la puerta del monasterio. Algunos frailes salieron a recibirles.

El prior bajó de su montura y, tras confiarla a un hermano, ayudó a la mujer a bajar del carro.

–Acompañadla a la cocina y que coma algo. Dad aposento a ella y al niño y buscad una cuna.

–¿Una cuna? –preguntó uno de los frailes.

–¿No es fray Alberto carpintero?

El fraile asintió.

–Pues buscadle y que se dé prisa.

Después se dirigió al resto de jerónimos que permanecía en silencio observando el carro.

–Es el cuerpo de la duquesa de Arjona…

Todos se santiguaron.

–Preparadlo todo para darle sepultura en la iglesia tal y como deseaba. Ahora descargad el féretro, llevadlo frente al altar y velad el cadáver durante toda la noche.

Los jerónimos obedecieron y el prior quedó solo viendo cómo doña Aldonza era llevada a la iglesia que con sus donaciones se había reconstruido y ampliado. El techo labrado en madera y el retablo de la capilla mayor también se debieron a su generosidad. Deseosa de mejorar el cenobio, había mandado tallar una sillería para el coro como las que poblaban los monasterios y catedrales de Castilla y, aunque no se puede decir que sus artífices fueran los mejores artesanos del momento, el resultado fue de gran dignidad. Aun así, su mayor deseo era ser enterrada en medio de la iglesia y para ello encargó, sin reparar en gastos, un sepulcro de alabastro blanco con su imagen yacente que debía guardar sus restos algún día. Lo que no podía saber es que no llegaría a verlo terminado.

Fray Esteban cruzó la puerta del convento y después de atravesar el modesto claustro se dirigió hacia su celda. Al entrar se sentó pesadamente en el humilde jergón. Estaba muy cansado. No era sólo un cansancio físico, era también el desánimo por lo que había vivido en las últimas horas. La condición humana nunca dejaría de sorprenderle, incluso había pensado alguna vez en cómo sería el infierno si ya en la tierra existía tanta maldad. Conocía la animadversión entre doña Aldonza y don Íñigo, pero lo que había visto superaba todo lo imaginable. Una moribunda que únicamente pensaba en la venganza; que había engendrado un hijo con la sola intención de triunfar sobre su hermanastro y éste había esperado la muerte de doña Aldonza para hacerse con sus tierras y traicionar su memoria rompiendo su palabra de caballero y destruyendo un documento comprometedor.

El prior se levantó del jergón y se arrodilló en el reclinatorio frente al pequeño crucifijo colgado en la pared, necesitaba orar, pedir por el alma de la difunta y por el recién nacido y también por él, ya que no sabía si había obrado bien o había traicionado, igual que Contreras, a doña Aldonza de Mendoza. Comenzaba a rezar cuando notó algo en su hábito, se palpó y sacó el testamento de la difunta. El documento que como albacea debía hacer cumplir y que ya no recordaba que llevaba encima. La oración podía esperar. Hizo la señal de la cruz y se sentó en la única silla de la estancia. Puso el documento sobre la mesa que completaba el modesto mobiliario de su celda de superior de la orden jerónima y se quedó mirando unos instantes. Allí se reflejaba toda la vida y la última voluntad de la duquesa. ¿Y todo para qué? En un momento esa última voluntad había sido traicionada y su hermanastro beneficiado, y todo debido a la traición del que creía fiel Contreras y la suya por no oponerse a lo que había presenciado. Pero aunque el remordimiento no le abandonaría nunca, aún podía hacer algo para restituir parte de la voluntad de Aldonza de Mendoza.

Comenzó a leer. Además de la generosa donación al monasterio, había otras mandas piadosas a numerosas congregaciones e iglesias, así como cantidades de dinero a personas cercanas, incluido su criado, al que calificaba de leal y al que había destinado cinco mil maravedíes. Qué frágil era la lealtad cuando el dinero se interponía en su camino. También se consignaban sus posesiones que habían de pasar a quien él y Contreras designasen: la mitad del Real de Manzanares, Colmenar, El Vado, Loranca, las heredades de Toledo y de Atienza, Membrillera y muchas más. Pero había algo que nadie sabía. Al final de su vida la duquesa comenzó a desconfiar de todo el mundo e introdujo en el documento garantías para su hijo por si ella fallecía y el señor de Hita obraba en contra de lo convenido en él.