Cubierta

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Hans-Georg Gadamer

LOS CAMINOS DE HEIDEGGER

 

 

Traducción de

Angela Ackermann Pilári

Herder

Portada

Diseño de cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

 

© 2002, Fischer Taschenbuch Verlag GmbH, Frankfurt am Main

© 2002, Empresa Editorial Herder, S.A., Barcelona

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

 

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3068-8

 

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

Créditos

INFORMACIÓN ADICIONAL

HANS-GEORG GADAMER, Breslau, 1900-2002) fue un testigo excepcional del paso de la filosofía académica decimonónica a la filosofía propiamente contemporánea representada principalmente por Martin Heidegger, cuyo estilo de pensamiento representó una auténtica sacudida para los estudiantes de los años veinte, y aún hoy conserva su vigor e influencia. Después de la guerra, Gadamer, rector de la Universidad de Leipzig, trató de reorganizar la vida universitaria en convivencia con el espíritu del socialismo de signo soviético. La convivencia fue imposible y Gadamer se trasladó a Frankfurt. Finalmente encontró en Heidelberg su cátedra definitiva, desde la cual, durante un cuarto de siglo contribuyó al pensamiento contemporáneo con la aportación de su hermenéutica filosófica.

SÍNTESIS >>

En los textos de este volumen, escritos a lo largo de las últimas tres décadas para públicos y ocasiones muy diversas, Gadamer describe los caminos de pensar de Heidegger, desde sus primeras inquietudes teológicas y sus intentos de renovar la interrogación filosófica en el ambiente confuso después de la Primera Guerra Mundial.

Los ensayos muestran con gran claridad la posición de Heidegger frente al neokantismo predominante a principios del siglo, su participación en a la fenomenología de su maestro Husserl, a la que abandonó para volver a los comienzos de la filosofía occidental. En la antigua Grecia y en los primeros intentos de pensar, Heidegger esperaba encontrar aún en toda su pureza la pregunta por el ser, que a lo largo de la historia de la filosofía occidental quedo olvidada con el creciente predominio del pensamiento científico.

¿Era posible encontrar en el presente un lenguaje completamente nuevo para renovar la interrogación filosófica? En estos ensayos, Gadamer muestra la enorme dificultad que significaba el esfuerzo heideggeriano de prescindir de la terminología desgastada por la tradición escolástica y describe la lucha, a veces desesperada, de acuñar nuevas palabras, forzando los límites que el lenguaje mismo imponía a esta empresa. En esta situación de "penuria del lenguaje", Heidegger descubrió la poesía, particularmente la de Hölderlin, y trató de crear conceptos en analogía con el poder de condensación de la palabra poética. Precisamente en esta dedicación a la poesía, y al arte en general, volvieron a confluir los intereses del antiguo alumno y del maestro.

En todos estos ensayos, que enfocan a Heidegger desde muchos ángulos y momentos diversos, Gadamer ofrece una imagen verdaderamente plástica y viva, con la que se propone, sobre todo, mostrar que este gran pensador no era un místico extravagante, sino un apasionado buscador de tesoros lingüísticos, que inadvertidamente pueden aparecer en el hablar cotidiano, sus conexiones y asociaciones. Pero también muestra a Heidegger como el pensador de la técnica moderna, que anticipó con gran realismo nuestras actuales preocupaciones frente a los logros y seducciones del imperio de las ciencias.

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Índice

Prólogo

 

Los caminos de Heidegger

  1. Existencialismo y filosofía existencial (1981)

  2. Martin Heidegger en su 75 cumpleaños (1964)

  3. La teología de Marburgo (1964)

  4. «¿Qué es metafísica?» (1975)

  5. Kant y el giro hermenéutico (1975)

  6. El pensador Martin Heidegger (1969)

  7. El lenguaje de la metafísica (1968)

  8. Platón (1976)

  9. La verdad de la obra de arte

10. El camino al viraje (1979)

11. Los griegos (1979)

12. La historia de la filosofía

13. La dimensión religiosa (1981)

14. Ser, espíritu, Dios (1977)

 

Heidegger y la ética

15. ¿Hay una medida en la Tierra? (W. Marx) (1984)

16. Ethos y ética (McIntyre y otros) (1985)

 

Los comienzos de Heidegger

17. Acerca del comienzo del pensar (1986)

18. El retorno al comienzo (1986)

19. Un camino de Martin Heidegger (1986)

 

Heidegger en retrospectiva

20. Recuerdos de los comienzos de Heidegger (1986)

21. Heidegger y el lenguaje (1990)

22. Heidegger y los griegos (1990)

23. Heidegger y la sociología: Bourdieu y Habermas (1975 y 1985)

24. Hermenéutica y diferencia ontológica (1989)

25. El viraje del camino (1985)

26. Pensamiento y poesía en Heidegger y Hölderlin

 

Procedencia de los textos

Índice temático y onomástico

26. Pensamiento y poesía en Heidegger y Hölderlin

En este tema está inscrito inconfundiblemente el destino de Occidente. ¿Cómo deberíamos denominar la gran tradición literaria de otras altas culturas? ¿Deberíamos llamarlo poesía o más bien pensamiento cuando habla Buda o cuando un sabio chino intercambia unas palabras sencillas pero profundas con su discípulo? El camino de Occidente y el camino a la ciencia son los que nos han impuesto la separación y la unidad nunca del todo disoluble de poesía y pensamiento. Heidegger habló en repetidas ocasiones, con Hölderlin, de las «montañas más separadas» sobre las que el poetizar y el pensar están uno frente al otro. Es bastante sugerente que precisamente esta lejanía también crea proximidad.

En todo caso, desde mi juventud, el tema que aquí está en cuestión fue también mi propio tema. Tanto al comienzo como al final, el camino de mis estudios que me llevó a la filosofía me condujo a través de la ciencia literaria, la ciencia del arte y la filología clásica. Aunque en los asuntos decisivos aprendí la mayoría de las cosas de Heidegger, no obstante, el momento en que, por ejemplo, lo escuché hablar por primera vez sobre la obra de arte (1935) en Francfort, fue más bien una confirmación de lo que había estado buscando desde hacía mucho en la filosofía. El tema «poesía y pensamiento» nos llevará pues al centro de las cuestiones que nos importan a todos. Aun así sólo puedo intentar señalar la dirección en la que las generaciones más jóvenes han de continuar trabajando.

Para mi contribución tenía en mente por un lado el encuentro de Heidegger con Hölderlin, pero también la pregunta más general de si se puede esperar una verdad de la palabra. El que una palabra posea verdad no quiere decir, evidentemente, que una palabra singular como tal, la palabra al lado de otras palabras, pueda ser verdadera. «La palabra» significa más bien siempre una unidad mayor y diversa, que en la tradición es conocida desde hace mucho por el concepto de verbum interius. También sigue viviendo de una manera perfectamente evidente en nuestro lenguaje cotidiano, por ejemplo cuando se dice: «Quiero decirte una palabra». Con esto no se pretende indicar que se quiere decir sólo una única palabra a alguien.

Si, partiendo de aquí, pretendemos afirmar algo así como la «verdad de la palabra» nos referimos sobre todo a la pretensión del poeta.1 Porque poetizar significa que la palabra de la poesía se confirma a sí misma y que no puede ser confirmada por nada más. En este sentido es sin duda erróneo, aunque ocurra a menudo, si se quiere llegar desde fuera a la palabra poética, buscando relaciones con la realidad para entender, por ejemplo, la génesis de una obra poética, o si se pretende medir su enunciación desde el saber de la ciencia que calificaría como verdadero aquello que la palabra poética designa. Es cierto que la poesía refleja casi siempre una realidad que también puede ser objeto de conocimiento científico. Mas el hecho de que la palabra se confirme a sí misma y no necesite ser reafirmada desde otro lugar, y que incluso ni siquiera lo admita, esto constituye la aletheia (que Heidegger tradujo por desocultamiento), lo que significa más que calificar como correcto cualquier tipo de conocimiento. Más bien puede tratarse de una palabra que se dice a nosotros; y de una tal palabra se trata cuando sale a nuestro encuentro como poética.

Es cierto que la palabra que se dice a uno no es una palabra aislada. Cuando le afecta a uno, por ejemplo en el insulto o en un nombre honorífico –por ejemplo de ser un maestro en algo–, entonces reconocemos de repente también por medio de una sola palabra que una designación puede ser verdadera en el sentido de una afirmación. Las palabras no existen porque alguien simplemente las propone por querer introducirlas. Se introducen por sí solas o, como Hölderlin dijo tan bellamente, las «palabras surgen como flores». Poseen una propia intimidad y obviedad que hace que llaman a algo como lo hacen los nombres. Sin embargo, ésta no es la situación del poeta en tiempos precarios.

Si tomo como punto de partida la fuerza denominadora de la palabra, tocamos lo más propio del pensamiento de Heidegger, como cualquiera notará. Si hay algo que distingue inconfundiblemente al pensador Heidegger entre los pensadores de nuestro siglo, es su sentido por la fuerza denominadora de la palabra. Lo que dio el ímpetu más propio a su pensamiento era el hecho de que dejara entrar el lenguaje en el movimiento de su pensar y que obtuviera y examinara la dirección de su camino una y otra vez desde el lenguaje.

¿Qué significa denominar? ¿Qué es un nombre? Con Heidegger recordaremos enseguida el origen griego de nuestro pensamiento y nos preguntamos qué quiere decir realmente onoma, la palabra griega que designa el «nombre». ¿Dónde y cómo la encontramos en nuestra tradición y en los primeros intentos de pensar de nuestra historia occidental del pensamiento? La palabra onoma no parece muy adecuada para ilustrar la fuerza denominadora de la palabra, más bien muestra su falta de fuerza. En nuestra tradición antigua generalmente se emplea para el nombre que se da a una persona o que lleva una persona, un ser humano o un dios. En este empleo, el nombre es aquello por lo que uno se siente apelado. La aparición del concepto gramático onoma en el sentido de nomen, en cambio, ya se basa en una separación del «llamar» y en la función semántica o sintáctica que una palabra ejerce en el discurso o en un texto.

En este sentido, se impone aquí necesariamente el concepto de logos, del discurso. En este concepto siempre se alude al «juntar» varias cosas. Se asocia con calcular, dar cuenta, relación, justificación. Si aquí hablamos de la verdad de la palabra, también nos referimos en el sentido más amplio a logos, pero no al concepto lógico del juicio, ni tampoco al concepto gramatical de la oración. El logos apophantikos al que Aristóteles redujo la lógica, y que ni siquiera incluía la frase interrogativa, significaba una restricción del planteamiento del tema. Si se quiere reflexionar sobre la proximidad y la lejanía entre poetizar y pensar, hay que ir a una dimensión más profunda en la que la palabra aún muestra una fuerza enunciativa no restringida. (Hemos de recordar aquí que para el mundo antiguo –tanto en la obra de poesía como en la del pensamiento– leer siempre significaba hablar en voz alta.) Por eso, a fin de cuentas, no es erróneo buscarla en la fuerza enunciativa y volver así al nombre que llama a alguien o que llama a algo a que acuda. En esto hay que atender también lo que significa que el uso originario de onoma habitualmente sólo se refiera a personas, tanto seres humanos como dioses, y que haya algo así como el honor del nombre. El nombre honrado tiene su propia validez. En este uso ya hay algo de aletheia, a saber, que no se tiene nada que esconder y no se trata de ocultar nada, porque el nombre está libre de deshonra. De ahí que el nombre tiene algo de intangible. Las bromas que se hacen con un nombre son bromas malas y vergonzosas, y si alguien como el desesperado Ajax, al despertar de su locura, juega con su propio nombre, esto significa un terrible abandono de sí mismo. El nombre de pila incluso conserva en nuestro mundo social algo de la intimidad y dignidad de la persona. El hecho de que, en tiempos pasados, en las casas de la alta burguesía era habitual llamar a las criadas sucesivas siempre «María» porque era más cómodo a los señores, para la sensibilidad de hoy puede parecer ya una vulneración de la dignidad de la persona.

Nombres propios y aun apellidos se fundan plenamente en la función de nombrar. Generalmente no poseen una significación propia; o al menos ésta no tienen ninguna importancia en su función, pero sí la tiene cuando pensamos en el criterio de la atribución de un nombre en el bautizo o en la elección de un nombre de un Papa nuevo; o en Tristram Shandy. En estos actos puede haber expectativas o promesas, o también un mal augurio. Pero el nombre propio mismo y su uso no contiene un significado propio. En este sentido los nombres propios no son palabras. Lo que en la gramática latina llamamos nomen, y que corresponde a la palabra griega de «nombre», es una palabra con significado, y las palabras ejercen su función de significar cuando las encontramos en una oración o tal vez incluso cuando –como en el caso descrito del insulto o del apodo elogioso– ellas mismas son como frases.

Pero también se puede preguntar qué puede significar una palabra como «vocablo». Las palabras que tienen un significado o tal vez incluso varios, son en todo caso más que puras piedras de construcción aisladas de las oraciones. Cada palabra representa todo un campo semántico que se abre a ella. Todos los enunciados en los que pueda aparecer representan ya un aspecto parcial de este ámbito semántico, y esta representación no necesariamente ha de tener un carácter de oración enunciativa. Mas las palabras siempre ejercen su función dentro de un contexto pragmático. Ya sea el de un discurso, de un diálogo, de un texto o lo que fuera, para ejercer su función, la palabra debe poder entenderse, y cuando aparece en el contexto de un discurso sirve para entenderse sobre algo que no sólo dice la palabra misma.

Puede que nos falten las palabras correctas, y buscaremos la palabra acertada, y cuando la hemos encontrado entonces sale lo que queríamos decir, el asunto. Es coherente hablar aquí de «desocultamiento». Desde luego que un giro como «decir la verdad» es ambiguo y, en general, igual como hacían los griegos, este giro hace pensar en primer lugar en la posibilidad de la mentira. Como mucho y con algún esfuerzo, también se reconocerá en «decir la verdad» la corrección del enunciado, su correspondencia con el asunto. Así, el uso griego de la palabra aletheia tomó este camino: de la franqueza con la que alguien dice a otro lo que piensa sin encubrirlo con la mentira, el callarse o el eufemismo. Si era una palabra con la que se evocaba y pro-vocaba el asunto en el ámbito común de la comunicación, entonces este asunto quedaba en la palabra al mismo tiempo resguardado y desocultado; y así, incluso el momento pasajero de preguntas y respuestas cruzadas puede ser recordado o hasta fijado. La verdad de la palabra no es por tanto lo que la palabra designa, sino el desocultamiento de lo que es y de lo que está en discusión.

Pero ¿qué significa aquí: lo que es? Ciertamente no: lo que es el caso. Ni el discurso poético ni el filosófico tienen que ver con aquello que es el caso. En cambio, ambos tienen algo que ver con lo que es «ahí». Si Aristóteles ve la esencia del logos en el δηλοῦν, se refiere al mostrar y poner ante los ojos, de modo que algo está ahí cuando se habla de él. En el contexto de la Política (A 2), Aristóteles distinguía las maneras de comunicarse de los animales de la construcción de un mundo común que se encuentra en el lenguaje de palabras, en el que hay y se ordena una convivencia, y esto culmina en el dikaion, en el preservar la participación justa en todos los bienes.

Conforme al contexto, Aristóteles toca aquí el poder originario del habla y de la palabra. No consiste sólo en que la palabra nombre los diversos entes ni en el hecho de que la palabra sirva como piedra de construcción para un enunciado u otro. Lo propiamente misterioso del lenguaje es el dejar ver de tal modo que algo está ahí. Esto se acerca a lo que llamé la «verdad de la palabra». Me parece que en el pensamiento griego lo encontramos por primera vez en Parménides.2 Él emplea para esto las expresiones noein y nous y explica desde ellas la aletheia, el auténtico desocultamiento. Noein significa percibir: ahí es algo. El grupo de palabras que Parménides usa para designar esta presencia tiene su origen seguramente en la percepción que posee el venado (nous tiene algo que ver con nariz). Se trata de la inmediatez del ahí, pero también de la indeterminación del «ahí es algo». Si retornamos a este punto en el que en el «ser» (y en nada más) se vuelve consciente el percibir el ahí, entonces la «verdad de la palabra» no se refiere al desocultamiento de lo dicho en el sentido de un ente, de esto y aquello que es algo, sino al hecho de que el «ahí» es y que no es «nada». El paso a lo que Heidegger caracteriza como el pensamiento metafísico bajo el dominio del logocentrismo y al que trata de superar, aún no está pues en cuestión en Parménides. No se trata de pensar lo ente en el sentido del rechazo de lo falso, sino en el del rechazo de la nada. Éste es el camino «del todo intransitable». Se trata pues del «ser». Sólo en el ser del ahí hay pensamiento. En el «es» está expresado, está ahí un ser-pensado. A esto apunta Parménides. No parece que esto sea muy diferente en Heráclito, puesto que él habla expresamente de lo «uno sabio» (ἕν τὸ σοφόν). Y tal vez aún sea cierto para «el bien mismo» (ὐτὸ τὸ ἀγϑόν) de Platón. La cuestión que aquí está en discusión no es el surgimiento de la metafísica, sino la pregunta que la precede, que se refiere al fundamento común de mito y logos, de la aletheia de la palabra, la pregunta de si es la palabra que se dice a uno, o la palabra que en un poema dice algo a uno, o el ahí que la palabra dice y no dice.

Quiero dejar de lado aquí la cuestión del mito3 y la forma narrativa del lenguaje que posee el epos, o la configuración dramática que realiza el drama. Porque está claro que es en el poema lírico donde más claramente se expresa la pregunta inquietante de la proximidad y lejanía entre poema y pensamiento y que parece encontrarse en las obras de Hölderlin y los caminos de Heidegger. Sólo en esta correspondencia adquiere la frase de Parménides su clara evidencia. La interpretación y explicación de esta inseparabilidad de «ser» y «pensar» no permite una distinción conceptual entre el ser y lo ente. El discurso poético del pensador Parménides fluye en dirección al pensamiento lógico como si quisiera expresar predicados del «ser» en tanto ente. Y lo mismo ocurre con lo «uno» en Heráclito, del que sólo puede pensarse que es lo sabio en cuanto es el cambio de lo uno a lo otro, y esto tal vez aún es aplicable a Platón y al bien mismo, ὐτὸ τὸ ἀγϑόν, a este μέγιστον μάϑημ que se quiere aprender como lo más necesario, y que sin embargo no se puede aprender como τά ἄλλ μϑήμτ. Así lo dice la «Carta séptima».

En realidad, con el «ahí» del ser, con la aletheia, sólo se expresa que la nada no es, y no que es esto pero no aquello. En este sentido es del todo coherente que Zenón y la escuela de Elea no aceptaran lo múltiple sino sólo lo uno.

También se aplica al pensamiento que piensa el ser el que sus así llamados predicados sólo son marcas en el camino, y como todos los caminos del pensar, son rodeos para llegar al Uno. En el mismo sentido se comprende que también el poeta, que funda lo duradero, funda en la memoria lo recordado en muchos caminos y rodeos. Estoy aludiendo aquí al poema de Hölderlin «Andenken» [Recuerdo]. Para el pensamiento de Heidegger, en el centro siempre está Hölderlin.

Casi no hace falta recordar en qué medida y por qué circunstancias la obra poética de Hölderlin llegó a ser coetánea de nosotros en la primera mitad del siglo xx. El nuevo acceso a la obra tardía de Hölderlin, que hemos de agradecer a Norbert von Hellingrath, produjo un verdadero impulso que llevó sobre todo a un distanciamiento del culto a la formación erudita del clasicismo alemán y de su continuación cada vez más pálida. Esto puede verse en los dos ejemplos siguientes. Uno era el libro de Romano Guardini,4 que era un fino intérprete de la poesía. El planteamiento con el que introdujo su tema merece que se lo tenga en cuenta. Según él, Hölderlin era el único entre los grandes poetas alemanes en cuyos dioses había que creer. Guardini habla aquí inconfundiblemente desde el distanciamiento respecto del culto a la formación erudita clásica de Schiller o también de la sabiduría lúdica barroca del Fausto II. Con Hölderlin le parece que ha entrado una nueva seriedad en la pregunta por lo divino. Algo parecido se puede decir del filólogo clásico Walter F. Otto, quien «creía» en Dionisos o Apolo, en una extraña forma de autoalienación. Es cierto que en el trasfondo de su necesidad de fe había una casa de pastor protestante. Pero en comparación con los filólogos, Otto era bastante más inteligente. Había leído a Schelling y comprendió por qué Schelling llamó al cristianismo el «paganismo reajustado»; pero esto significaba que, al contrario de lo que enseñaban los Padres de la Iglesia, los dioses griegos no eran fantasmas, espíritus, demonios y diablos o pura superstición. Más bien representaban una experiencia religiosa de cuya realidad no se podía dudar, aunque la revelación cristiana de la Encarnación de Dios y de su muerte haya reajustado la cultura pagana.

Para el pensador Heidegger, Hölderlin significaba aún un paso más. «Nos pone en la decisión», dijo Heidegger de él; y esto fue claramente la decisión contra Schelling y Hegel a favor de Hölderlin, contra el concepto y la lógica del concepto y a favor de la anunciación de lo divino. Así se plantea para Heidegger la alternativa: el extremo abandono del ser en la locura técnica, o bien la premonición: «Sólo un Dios puede salvarnos». Por esto, Heidegger no podía ver a Hölderlin como un allegado de la era del idealismo, sino que lo veía como allegado de un futuro que podría traer la superación del olvido del ser. La consecuencia fue el abandono de lo que entretanto se ha venido en llamar el «logocentrismo», al que Heidegger desarrolló posteriormente bajo el lema de la superación de la metafísica. Esto le obligó a conformarse con una penuria del lenguaje que sólo en casos muy extremos fue experimentado de manera parecida en la tradición filosófica de Occidente, por ejemplo por el Maestro Eckhart o por Hegel.

Mas la penuria del lenguaje también fue lo que Heidegger encontró y que le atrajo en Hölderlin. Ya he señalado que la obra de Hölderlin sólo fue reconocida en su rango y llegó a tener toda su presencia en vida de Heidegger y también en mi propio tiempo de vida, y en mayor o menor grado incluso en el tiempo de vida de los que hoy son más jóvenes. ¿Qué es lo especial que le valió este descubrimiento tardío? ¿Qué es lo que se expresa en las estrofas o himnos de Hölderlin de una manera tan única? Según mi tesis es la penuria del lenguaje. Lo reconocemos en el pensamiento de Heidegger, sobre todo en su obra tardía. Ahora bien, la penuria del lenguaje no es sólo una carencia o incluso un fracaso del pensar o del poetizar. A ambos les da más bien su auténtica insistencia. Por esto, también en el caso de Hölderlin no es una carencia de su poesía. Al contrario, la penuria del lenguaje le da a su obra su inconfundible intensidad y unicidad. Acertar la palabra justa para lo que se quiere decir o para lo que se quiere decir a alguien siempre es una meta que hay que alcanzar, y en el caso de lograrlo es por suerte. Por eso sólo el buscar la palabra es el auténtico hablar. Nos damos cuenta enseguida cuando alguien lee algo preformado. El oyente casi se ve confrontado con una tarea adicional. Aquello que ya no se busca y que no suena como algo que se acaba de encontrar lo debe volver a liberar, no obstante, como aquello que fue una vez, como la palabra buscada y encontrada. En este sentido, el discurso libre siempre merece un poco de indulgencia. Su imprecisión se compensa porque la búsqueda de la palabra se transmite al oyente, y se transmite más fácilmente que cualquier palabra preparada, por muy perfectamente que se la haya preparado.

Notas al Capítulo 26

1. Véanse, por ejemplo, las contribuciones «Von der Wahrheit des Wortes» y «Der “eminente” Text und seine Wahrheit” en Gesammelte Werke vol. 8.

2. Véanse también las contribuciones a Parménides en Gesammelte Werke, vol. 6, pág. 30 ss. y vol. 7 «Parménides oder das Diesseits des Seins».

3. Sobre el concepto de mito véanse las contribuciones recogidas bajo la rúbrica «Die Transzendenz des Schönen», en Gesammelte Werke vol. 8.

4. Romano Guardini, Weltbild und Frömmigkeit, Leipzig 1939.

Prólogo

Los estudios sobre Heidegger que aquí presento reunidos, en parte artículos, en parte conferencias o discursos, fueron escritos a lo largo de los últimos 25 años y algunos de ellos ya se publicaron. El hecho de que todos estos trabajos sean de fechas más bien recientes no quiere decir que no haya seguido desde un principio los impulsos del pensar de Heidegger dentro de los límites de mis posibilidades y en la medida en que estaba de acuerdo con ellos. Hacía falta una distancia, y esta presuponía que llegara a un punto de vista propio que me permitiera desvincular mi seguimiento de los caminos de Heidegger lo bastante de mi propia búsqueda de caminos y senderos como para poder describir por separado el camino de pensar de Heidegger.

Esta iniciativa comenzó cuando Heidegger me propuso escribir una introducción para la edición de su ensayo sobre la obra de arte, publicado por la editorial Reclam.1 De hecho, en todos los trabajos aquí reunidos sólo he ido continuando lo que comencé en esta introducción de 1960. Lo que me importaba era mi propia causa. Porque para mí significaba una confirmación y un estímulo para mis propios esfuerzos cuando, en la década de 1930, Heidegger incluyó la obra de arte en su pensamiento. Así, la pequeña introducción de 1960 a su ensayo sobre la obra de arte no fue escrita en primer lugar por encargo, sino de una manera que me permitía reconocer en el camino de pensar de Heidegger mi propia pregunta tal como la había planteado poco antes en Verdad y método. También en todos mis posteriores artículos sobre Heidegger pretendí hacer perceptible desde mis propios presupuestos y posibilidades la tarea de pensar que Heidegger se había planteado, y quise mostrar que especialmente aquel Heidegger que después de Ser y tiempo experimentó su «viraje» [Kehre], en realidad seguía por el camino que había tomado cuando se propuso remontar su interrogación al tiempo anterior a la metafísica y anticipar con su pensar un futuro desconocido.

Por eso, todos los trabajos aquí recogidos persiguen, en el fondo, el mismo propósito: introducir en el carácter peculiar del pensamiento de Heidegger, que se sitúa lejos de todos los hábitos de pensar y hablar existentes hasta su momento. Esto significa, sobre todo, prevenir al lector del error de sospechar que el distanciamiento de lo acostumbrado implique en Heidegger una mitología o un gnosticismo poetizante.

El hecho de que estos estudios se limiten a una sola tarea se debe a que todos tienen un carácter ocasional. Son variaciones sobre un solo tema, que se me planteó a mí en tanto testigo ocular siempre que quise dar cuenta del pensamiento de Heidegger. Tenía que resignarme inevitablemente a que haya repeticiones.

En la primera sección, el propósito del primer artículo es introducir en la situación con la que Heidegger se encontró y en la que entró. Las contribuciones siguientes están agrupadas según el orden cronológico de su redacción, pero algunas en particular también según criterios de contenido.

A continuación sigue una larga recensión colectiva bajo el título «Heidegger y la ética» que fue publicada en la revista Philosophische Rundschau. Se ocupa de la pregunta dirigida a Heidegger por Beaufret: «¿Cuándo escribe usted una ética filosófica?». Heiddeger dio una primera respuesta a ella en su «Carta sobre el humanismo». Entretanto, el problema temático de una ética filosófica ha sido iluminado muchas veces con respecto a Heidegger. En el ensayo en cuestión examiné también mi propio artículo «Über die Möglichkeiten einer philosophischen Ethik» (1961, ahora en las Gesammelte Werke, vol. 4) a la luz de esta discusión.

Finalmente añadí una tercera sección bajo el título «Los comienzos de Heidegger», en la que incluí tres trabajos más recientes que dan cuenta sobre todo de la nueva situación de las fuentes con respecto a los inicios de Heidegger. Con la creciente distancia se muestra cada vez más claramente la consistencia interna, pero también la valentía y osadía del camino de pensar que recorrió Heidegger.

H.-G. G.

Nota a la presente edición en lengua castellana

La cuarta sección incluida en este volumen bajo el título «Heidegger en retrospectiva» incluye siete ensayos procedentes del volumen 10, el último de las Gesammelte Werke. De esta manera queda aquí reunida prácticamente la totalidad de los trabajos de Hans-Georg Gadamer sobre Heidegger escritos hasta 1995. Como él mismo dice en su prólogo, por tratarse en la mayoría de los casos de intervenciones escritas para ocasiones, lugares y públicos diferentes, hay argumentos y reflexiones que se solapan o incluso se repiten parcialmente en algunos trabajos. No obstante, incluso en los casos de gran afinidad temática, siempre se encuentran tantos aspectos y matices nuevos en cada uno de los textos que la exclusión de cualquiera de ellos hubiese significado una pérdida injustificable para este volumen.

LOS CAMINOS DE HEIDEGGER

1. Existencialismo y filosofía existencial

En la discusión filosófica actual se habla de existencialismo como si fuera algo casi evidente y, por otro lado, se entienden cosas bastante diversas bajo este término, aunque no carecen de un denominador común ni tampoco de una coherencia interna. Se piensa en Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Gabriel Marcel, se piensa en Martin Heidegger y Karl Jaspers, tal vez también en los teólogos Bultmann y Guardini. En realidad, la palabra «existencialismo» es una acuñación francesa. Fue introducida por Sartre, quien elaboró su filosofía en los años cuarenta, es decir, durante los tiempos en que París se encontraba bajo la ocupación alemana, y la presentó luego en su gran libro El ser y la nada. En él retomó estímulos que había recibido durante sus estudios en Alemania en los años treinta. Se puede decir que gracias a una coincidencia especial se despertó en él del mismo modo y en el mismo momento el interés tanto por Hegel como por Husserl y Heidegger y que esta coincidencia le condujo a sus respuestas nuevas y productivas.

Sin embargo, hay que tener claro que el estímulo germano que había detrás de ellas y que estaba relacionado en primer lugar con el nombre de Heidegger, en el fondo era del todo diferente de aquello que Sartre mismo elaboró a partir de él. En Alemania, estos planteamientos se denominaban en aquel tiempo con la expresión «filosofía existencial». El término «existencial» era casi una palabra de moda a finales de los años veinte. Lo que no era existencial, no contaba. Los que se conocían como representantes de esta corriente eran sobre todo Heidegger y Jaspers. No obstante, ninguno de los dos aceptó con verdadera convicción y conformidad que se le llamara así. Después de la guerra, en la conocida «Carta sobre el humanismo», Heidegger formuló un amplio y detalladamente justificado rechazo del existencialismo de cuño sartriano; Jaspers, cuando se dio cuenta, con horror, de las consecuencias devastadoras de un pathos existencial descontrolado, que tomó la dirección errónea hacia la histeria de masas del «ponerse en marcha» nacionalsocialista, se apresuró a mediados de los años treinta en desplazar el concepto de existencia a un lugar secundario y en devolver la prioridad a la razón. «Razón y existencia», así se llama una de las publicaciones más bellas e influyentes de Jaspers de los años treinta, en la que apela a las existencias excepcionales de Kierkegaard y Nietzsche y esboza su teoría de una totalidad abarcadora que incluye a la razón y la existencia. ¿Qué era lo que dio en aquel tiempo una fuerza tan impactante a la palabra «existencia»? Desde luego que no fue el uso académico habitual y normal de la palabra «existir», «existere» y «existencia», tal como se la conoce en giros como, por ejemplo, la pregunta por la existencia de Dios o por la existencia del mundo exterior. Lo que otorgó en aquel tiempo un carácter conceptual diferente a la palabra «existencia» fue un cambio de matiz peculiar. Este se produjo bajo condiciones específicas que han de tenerse en cuenta. El uso de la palabra con este énfasis de sentido se deriva del pensador y escritor danés Søren Kierkegaard, quien escribió sus libros en los años cuarenta del siglo xix, pero que sólo comenzó a ser influyente en el mundo, y especialmente en Alemania, a comienzos del siglo xx. Christoph Schrempf, un pastor protestante suabo, hizo para la editorial Diederichs una traducción muy libre pero de muy agradable lectura de toda la obra de Kierkegaard. La difusión de esta traducción contribuyó en buena medida a este nuevo movimiento que posteriormente se llamó filosofía existencial.

La situación del propio Kierkegaard en los años cuarenta del siglo xix estaba determinada por su crítica, de motivación cristiana, al idealismo especulativo de Hegel. Fue este contexto que otorgó a la palabra «existencia» su pathos especial. No obstante, ya en el pensamiento de Schelling había un elemento nuevo que adquirió valor conceptual en la medida en que, en sus profundas especulaciones sobre la relación de Dios con su creación, Schelling había establecido una diferencia en la propia concepción de Dios con el fin de desvelar en lo absoluto el auténtico arraigo de la libertad y de comprender así más a fondo la esencia de la libertad humana. Kierkegaard retomó este tema del pensamiento de Schelling y lo trasladó al contexto polémico de su crítica a la dialéctica especulativa de Hegel, a la que rechazaba porque mediaba a todo y a todo lo unía en síntesis.

Particularmente la pretensión de Hegel de haber elevado la verdad del cristianismo al concepto pensante, reconciliando así definitivamente la fe y el saber, representaba para el cristianismo, y especialmente para la iglesia protestante, un reto que fue asumido en muchas partes. Piénsese en Feuerbach, Ruge, Bruno Bauer, David Friedrich Strauß y finalmente en Marx. Fue Kierkegaard, desde su más personal inquietud religiosa de entonces, quien consiguió comprender de una manera más penetrante y profunda la paradoja de la fe. Su famosa obra primeriza llevaba el título Entweder – Oder1 y dio expresión en forma programática a lo que faltaba a la dialéctica especulativa al estilo de Hegel: la decisión entre esto y aquello, sobre la que, según él, se basaba en verdad la existencia humana, y especialmente la cristiana. Hoy, en un contexto como este, se usa la palabra «existencia» de manera involuntaria, tal como lo acabo de hacer, con un énfasis que se ha alejado por completo de sus orígenes escolásticos. Por cierto que este mismo uso lingüístico también se conoce con otro significado; por ejemplo, al hablar de la lucha por la existencia con la que todos han de confrontarse, o cuando se dice: «está en juego la existencia misma». Estos giros tienen un énfasis especial, aunque en ellos más bien resuena la religión del dinero contante y sonante y no el temor y temblor del corazón cristiano. Pero si alguien como Kierkegaard decía con sarcasmo polémico acerca de Hegel –el profesor de filosofía más famoso de su tiempo– que había olvidado el existir, señalaba con un énfasis muy claro la situación humana fundamental del elegir y decidir, cuya seriedad cristiana y religiosa no se debía enturbiar y bagatelizar con la reflexión y la mediación dialéctica.

¿Cómo fue que esta crítica a Hegel de la primera mitad de siglo xix volvió a cobrar nueva vida en el siglo xx? Para comprenderlo hay que tener presente la catástrofe que el comienzo y el transcurso de la Primera Guerra Mundial significaron para la conciencia cultural de la población europea. La fe en el progreso de una sociedad burguesa mimada por un largo tiempo de paz, y cuyo optimismo cultural había animado la era liberal, se derrumbó en las tempestades de una guerra que al final fue por completo diferente de todas las anteriores. No fue la valentía personal o el genio militar lo que determinó el acontecer bélico, sino la lucha competidora de las industrias pesadas de todos los países. Los horrores de las batallas de materiales, en las que se devastaron la naturaleza inocente, cultivos y bosques, aldeas y ciudades, finalmente hicieron que los hombres en las trincheras y refugios no pensaran en otra cosa que en lo que Carl Zuckmayer expresó en aquellos días con la frase: «Alguna vez, cuando todo haya terminado».

El alcance de este acontecer delirante sobrepasó la capacidad de comprensión de la juventud de entonces. Después de ir a la guerra con el entusiasmo del idealismo dispuesto al sacrificio, la juventud pronto se dio cuenta en todas partes de que las antiguas formas del honor caballeroso, aunque cruel y sangriento, ya no tenían cabida alguna. Lo que quedó fue un acontecer sin sentido e irreal, y al mismo tiempo cimentado en la irrealidad del excesivo ardor nacionalista, que había dinamitado incluso el movimiento obrero internacional. Por eso no era de extrañar que los espíritus de primer rango se preguntasen en aquel tiempo: ¿Qué era lo equivocado de esta fe en la ciencia, de esta fe en la humanización y la politización del mundo, qué era lo erróneo del presunto desarrollo de la sociedad hacia el progreso y la libertad?

Se comprende por sí mismo que esta profunda crisis cultural que entonces sobrevino al mundo europeo de la cultura, también tuvo que encontrar su expresión filosófica y que esto ocurriera particularmente en Alemania, cuyo desmoronamiento y derrumbe fue la expresión más visible y catastrófica de la general absurdidad. Lo que se podía escuchar en aquellos años era la crítica a la predominante idealización de la cultura erudita [Bildung], que privaba a la filosofía universitaria de su credibilidad, ya que ésta se había apoyado sobre todo en la continuidad académica de la filosofía de Kant. La situación espiritual del tiempo alrededor de 1918, en el que yo mismo comencé a buscar una dirección, estaba determinada por una falta general de orientación.

Resulta fácil imaginarse hasta qué punto los dos hombres, Jaspers y Heidegger, que se conocieron en 1920 en Friburgo con ocasión del sesenta cumpleaños del fundador de la fenomenología, Edmund Husserl, contemplaban con distanciamiento y crítica la vida universitaria y el estilo académico del escolasticismo filosófico y cómo se acercaron el uno al otro. En aquel momento se entabló entre ellos una amistad filosófica –¿o fue sólo el intento de una amistad que nunca acabaría por lograrse del todo?– que estaba motivada por una resistencia y una voluntad compartidas con el fin de llegar a nuevas y más radicales formas de pensar. Jaspers había comenzado entonces a marcar su propia posición filosófica. En un libro con el título Psychologie der Weltanschauungen,2 había dado un amplio lugar, entre otros, a Kierkegaard. Heidegger reaccionó a Jaspers con su peculiar energía tenebrosa, y al mismo tiempo lo radicalizó. Escribió un largo comentario crítico sobre la mencionada obra de Jaspers –que entonces quedó inédito, pero que entretanto fue publicado–, en el que lo interpretó, por así decirlo, con miras a derivaciones atrevidas y extremas.

En el libro citado, Jaspers había analizado las diversas visiones del mundo en figuras representativas. Su tendencia era mostrar cómo diferentes caminos del pensar se reflejan en la práctica de la vida, porque, según él, la visión del mundo sobrepasa el carácter de generalidad vigente de la concepción científica del mundo. Las visiones del mundo son posiciones de voluntad que se basan, como decimos ahora, en decisiones existenciales. Jaspers describió lo común de las diversas formas de existencia, que pueden diferenciarse de este modo mediante el concepto de situación de límite. Bajo este concepto él entendía aquellas situaciones cuyo carácter de límite demostraba el límite de la dominación científica del mundo. Una tal situación de límite ya no se puede comprender como caso de una legalidad general y en esta situación ya no se puede confiar en la dominación científica de procesos calculables. A esta clase de límite pertenece, por ejemplo, la muerte que cada uno ha de morir, la culpa que cada uno ha de asumir, el conjunto de la organización personal de la vida en la que cada uno debe realizarse como aquel que sólo él es en su unicidad. Parece coherente decir que sólo en estas situaciones de límite resalta propiamente lo que uno es. Este resaltar, este salir al exterior de las reacciones y modos de comportarse dominables y calculables de la existencia social es lo que constituye el concepto de existencia.

Jaspers había encontrado la tematización de estas situaciones de límite en su dedicación crítica a la ciencia y al reconocer los límites de ésta. Tuvo la gran suerte de hallarse cerca de una figura de una talla científica verdaderamente gigantesca: Max Weber, al que siguió con admiración y a quien finalmente cuestionó en críticas y autocríticas. Este gran sociólogo y polihistoriador representaba no sólo para Jaspers, sino aun para mi propia generación todo lo grandioso y absurdo del ascetismo intramundano del científico moderno. Su incorruptible conciencia científica y su ímpetu apasionado lo obligaron a una autorrestricción casi quijotesca. Ésta consistía en que separaba, por principio, al hombre que actúa, al hombre que toma decisiones definitivas, del ámbito del conocimiento científicamente objetivable, pero comprometiendo a este hombre de la acción al mismo tiempo con el deber de saber, y esto quiere decir con la «ética de la responsabilidad». De este modo Max Weber se convirtió en el defensor, fundador y difusor de una sociología neutral frente a los valores. Esto no significaba en absoluto que un erudito sin carne ni huesos hiciera aquí sus juegos de metodología y objetivación, sino que un hombre de un temperamento fuerte y de un apasionamiento político y moral indomable se exigía a sí mismo esta autorrestricción y que la pedía a los demás. Lo peor a lo que uno podía extraviarse en los ojos de este gran investigador era el hacer de profeta desde la cátedra. Pues bien, este modelo que Max Weber era para Jaspers, era al mismo tiempo el anti-modelo que lo condujo a profundizar en los límites de la concepción científica del mundo y a desarrollar, por así decir, la razón que lleva más allá de las fronteras de aquella. Lo que expuso en su Psicología de las visiones del mundo y posteriormente en los tres tomos de su obra principal, llamada Philosophie,3 fue una repetición filosófica y un desarrollo conceptual impresionantes –aunque plenamente basados en su pathos personal– de lo que había llegado a comprender, tanto positiva como negativamente, a partir de la figura gigantesca de Max Weber. La pregunta que le acompañaba era cómo la insobornabilidad de la investigación científica y la imperturbable voluntad y disposición mental que había encontrado en el ímpetu existencial de este hombre podían captarse y medirse dentro del medio del pensamiento.

Las condiciones previas de Heidegger eran muy diferentes. No se había educado, como Jaspers, en el espíritu de las ciencias naturales y de la medicina. Su genio le había permitido, no obstante, seguir de joven la actualidad de las ciencias naturales a nivel académico, cosa que generalmente no se sospecharía. Las asignaturas secundarias en su examen de doctorado eran matemática y física. Mas, el verdadero peso se hallaba para él en otro ámbito: en el mundo histórico, sobre todo en la historia de la teología, a la que se había dedicado intensamente, y en la filosofía y su historia. Había sido discípulo de la vertiente neokantiana que representaban Heinrich Rickert y Emil Lask, después estuvo bajo la influencia de la gran maestría del arte de descripción fenomenológica de Edmund Husserl y tomó como modelo la excelente técnica analítica y la mirada concreta a las cosas de este maestro suyo. Pero, además, había frecuentado la escuela de otro maestro: la de Aristóteles. Con él se había familiarizado pronto, pero la moderna interpretación de Aristóteles practicada por el neoescolasticismo católico, que fue la primera que llegó a conocer, al parecer le resultó muy pronto cuestionable en su adecuación para sus propias preguntas religiosas y filosóficas. Por eso volvió a aprender con el propio Aristóteles y se acostumbró a una comprensión directa y viva de los comienzos del pensamiento y del preguntar griegos que, más allá de toda erudición, era de una evidencia inmediata y tenía la fuerza subyugadora de la simplicidad. A ello se añadía que este joven, que poco a poco se iba liberando de su estrecho entorno regional extendiendo su mirada más allá de éste, se vio confrontado con el clima del nuevo espíritu que en las tormentas de la guerra mundial comenzaba a expresarse en todas partes. Los que influyeron en él fueron Bergson, Simmel, Dilthey, no directamente Nietzsche pero sí una filosofía más allá de la orientación científica del neokantianismo, y así, bien armado con la erudición adquirida y heredada y una innata y profunda pasión por el preguntar, se convirtió en el verdadero portavoz del nuevo pensamiento que se estaba formando en el campo de la filosofía.

Es cierto que Heidegger no estaba solo. La reacción al desvanecimiento de la idealización de la cultura erudita, propia a la era prebélica, se hizo sentir en muchos campos. Piénsese en la teología dialéctica de Karl Barth quien volvió a problematizar el hablar sobre Dios y en la de Franz Overbeck quien rechazó la compatibilidad tranquilizadora del mensaje cristiano con la investigación histórica, que había defendido la teología liberal. Y, en general, hay que recordar la crítica al idealismo que estaba relacionada con el redescubrimiento de Kierkegaard.

Pero también habían surgido otras crisis en la ciencia y la cultura que se percibían en todas partes. Me acuerdo que en aquel tiempo se publicó la correspondencia de van Gogh y que a Heidegger le gustaba citar a van Gogh. También la asimilación de Dostoievski tenía un papel muy importante en aquel tiempo. El radicalismo de su manera de representar a los seres humanos, su apasionado cuestionamiento de la sociedad y del progreso, su sugestiva evocación e intensa configuración de la obsesión humana y de los caminos errantes del alma; se podría continuar al infinito y mostrar en qué medida el pensamiento filosófico que se condensaba en el concepto de la existencia era expresión de una nueva forma de estar expuesto, de un sentimiento existencial que se extendía por todas partes. Piénsese también en la poesía coetánea, piénsese en el balbuceo verbal expresionista o en los comienzos osados de la pintura moderna, que entonces obligaban a encontrar respuestas. Piénsese en el efecto casi revolucionario que Der Untergang des Abendlandes de Oswald Spengler4 ejercía sobre los ánimos. Por eso se trataba de algo que ya se hallaba en el ambiente reflejando la consigna del momento cuando Heidegger, radicalizando el pensamiento de Jaspers, enfocó de nuevo la existencia humana en general desde su carácter de situación de límite.