9788498979589.jpg

Juan Valera

Nuevas cartas
americanas

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96290-34-1.

ISBN ebook: 978-84-9897-958-9.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Un hombre de mundo 7

Al Excelentísimo Señor don Antonio Flores 11

Nueva religión 13

I 13

II 18

III 24

IV 31

España desde Chile 39

Vocabulario rioplatense razonado 47

I 47

II 54

Novela parisiense mexicana 61

Tabaré 67

La poesía y la novela en el Ecuador 91

I 91

II 99

III 105

IV 113

Tradiciones peruanas 123

Un polígrafo argentino 129

I 129

II 135

La religión de la humanidad 147

I 147

II 161

Novela-programa 177

Libros a la carta 195

Brevísima presentación

La vida

Juan Valera (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905). España.

Político y diplomático, fue un hombre culto y refinado, con numerosas aventuras amorosas y amistades literarias. Se inició en el servicio diplomático con el duque de Rivas cuando este era embajador en Nápoles, y allí estudió griego. Más tarde estuvo en Portugal, Rusia, Alemania, Brasil, Estados Unidos, Bélgica y Austria.

Un hombre de mundo

Valera es un personaje atrapado entre su experiencia como viajero, su fascinación por las culturas ajenas y su convicción de que Europa y, en consecuencia España, habían construido los cimientos del mundo. La independencia política de las últimas colonias españolas, la influencia del pensamiento positivista en la actividad intelectual de Latinoamérica, el pragmatismo de los Estados Unidos o una diplomacia internacional que empezaba a tener que dialogar con fuerzas plurales, no supeditadas a la hasta entonces idea unitaria de un Occidente cristiano, exigen a Valera escribir con una sinceridad digna de reflexión:

Todavía comprendo yo, aunque no aplauda, que me niegue usted al real Ente Supremo y a la Virgen Madre, real y efectiva, a quien llaman los católicos María Santísima; pero lo que ya no se puede aguantar es que a la gran multitud de negros, chinos, europeos, hotentotes, cafres, indios, etc., me los sume usted bajo el denominador común de hombres y luego me convierta en Dios y en Virgen Madre esta suma.

Valera piensa con las herramientas y las convicciones de un occidental sin tapujos, que en ocasiones puede resultar conservador pero que está marcado por sus viajes y una mezcla de experiencia cultural y empirismo primario:

Que hay un orden y un plan en la historia cuya ley es el progreso; que Europa está predestinada y cumple esta ley desde hace cerca de tres mil años; que las naciones que en la antigüedad hicieron más por este progreso fueron Grecia y Roma; que en los tiempos modernos ni los adelantos en las ciencias, ni la perfección de las bellas artes, ni el brillo de la literatura, ni el desarrollo de la industria se explicarían, como dice Littré, si se suprimiese uno solo de los grandes órganos del espíritu de la humanidad: Italia, España, Francia, Inglaterra y Alemania. Todo esto me parece muy atinado. Yo voy casi hasta a dar la razón a Littré cuando afirma que los tres tiranos más retrógrados, los que más se han opuesto a la ley del progreso, han sido Juliano el Apóstata, Felipe II y Napoleón I.

Todo esto le permite hablar con la pasión del historiador y las referencias del diplomático:

Según los datos que me da Ernesto Van Bruyssel (La Republique Argentine), en 1880 solo a Buenos Aires llegaron cerca de 70.000 inmigrantes, y en 1887 más de 120.000. Si así continúa creciendo la inmigración, donde predomina el elemento italiano, tal vez dentro de diez o doce años haya más gentes venidas de Italia que de origen español, desde las fronteras de Bolivia hasta el extremo austral de la Patagonia, y desde Buenos Aires y Montevideo hasta más allá de Mendoza.

En los quince años que van desde 1855 a 1870 ha entrado en la República Argentina un millón de emigrados. Bien podemos, pues, calcular, no haciendo sino duplicar el número en los años que quedan de siglo, que al empezar el siglo XX habrá en la República Argentina cinco millones más de población no criolla, o venida de fuera, y principalmente de Italia. Yo entiendo, con todo, que en el pueblo argentino hay fuerza informante para poner el sello de su propia nacionalidad a esta invasión pacífica y provechosa, y que en 1900, lo mismo que en 1889, habrá allí una nación de carácter español y de lengua castellana, solo que ahora consta esta nación de cuatro o cinco millones de individuos y en 1900 acaso conste de 18 o de 20 millones.

En medio de comparaciones antropológicas y de conjeturas acerca de cómo hubiera sido la historia de América sin la presencia de España, destaca la paradoja que encarna la figura de Valera. Estamos ante alguien que muestra con extraña elocuencia las posibilidades del proyecto moderno de la España del siglo XIX:

Un ilustre cubano, don Rafael Merchán, que vive en Bogotá ahora, se extrema más que usted en esta acusación. Todo iba por ahí divinamente. Acaso habían sido Manco-Capac y Bochica más sabios que Sócrates y que Aristóteles. Acaso, si no llegamos ahí los españoles, los indios se perfeccionan, nos cogen la delantera, y son ellos los que vienen a Europa a civilizarnos. Si Colón, Cortés y Pizarro no van a América en los siglos XV y XVI, es probable que en el XVII los emperadores aztecas o los incas nos hubieran enviado navegantes y conquistadores que hubieran descubierto, conquistado y civilizado la Europa allá a su modo.

En Nuevas cartas americanas aparece el punto de vista peninsular ante los movimientos de Independencia de Latinoamérica y las reivindicaciones históricas del Nuevo Mundo, en específico de Cuba. Se trata de una percepción muy distinta a la que muestra la historia oficial de América, con una visión descarnada de los orígenes étnicos de Latinoamérica, aunque esgrime argumentos económicos y políticos que merecen atención.

Al Excelentísimo Señor don Antonio Flores

Presidente de la República del Ecuador

Mi querido amigo: Poco valen estas Nuevas cartas americanas, pero me atrevo a dedicárselas, confiado en la bondadosa indulgencia de usted que les prestará el valer de que carecen.

Aunque mi propósito al escribirlas es puramente literario, todavía, sin proponérmelo yo, lo literario trasciende en estos asuntos a la más alta esfera política.

La unidad de civilización y de lengua, y en gran parte de raza también, persiste en España y en esas repúblicas de América, a pesar de su emancipación e independencia de la metrópoli. Cuanto se escribe en español en ambos mundos es literatura española, y, a mi ver, al tratar yo de ella, propendo a mantener y a estrechar el lazo de cierta superior y amplia nacionalidad que nos une a todos.

Es evidente que yo, que siempre fui un crítico suave, no había de ser severo con mis semicompatriotas de ultramar; pero también es evidente que ni debo ni quiero ganarme la voluntad de nadie con lisonjas. Además, a lo que muchos sujetos afirman, yo no sirvo para lisonjear, aunque lo desee. Suponen que me sucede, si bien en sentido contrario, lo que a aquel famoso profeta que fue, por orden del rey de los hijos de Moab, a maldecir a los hijos de Israel. Levantó siete altares, sacrificó becerras, hizo otras ceremonias, y subió a un cerro, desde donde se oteaba la llanura en que los israelitas tenían desplegadas sus tiendas. Desde allí quiso maldecirlos, y Dios desató su lengua y le movió a entonar un cántico de bendiciones. Subió luego a otro cerro, volvió a querer maldecir y bendijo de nuevo, sin poderlo remediar. Si a mí, como aseguran, me sucede algo parecido, ya pueden ustedes confiar en que no hay adulación en mis alabanzas y no agradecérmelas, pues son involuntarias. Y cuando hubiere algo de censura, deberán perdonármelo también por el mismo motivo.

Es aún más perdonable mi censura, si se atiende a que las más veces me induce a censurar, a pesar mío, la exageración con que algunos escritores de por ahí, por exceso de americanismo, ponderan las crueldades espantosas que cometieron los españoles de la conquista y del período colonial. Si esto hubiera llegado hasta el extremo que dichos escritores aseguran, yo no dejaría de aplaudir la maravillosa imparcialidad histórica con que sostendrían la verdad; pero no sabría yo disimular que, al sostenerla, arrojarían sobre ellos mayor injuria que sobre nosotros, porque la sangre española que corre por sus venas procede, más que la nuestra, de aquellos atroces forajidos, y la sangre india, en lo que de indios puedan tener, es de una raza que, según afirman Montalvo y otros, nosotros hemos envilecido y degradado para siempre con nuestros malos tratos y con nuestra brutal tiranía.

Estas consecuencias son tan absurdas como las premisas de donde se sacan. Así trataré de probarlo detenidamente, aunque no gusto de polémicas, cuando replique, si tengo vagar y ánimo, a los señores Mera y Merchán que han escrito contradiciéndome.

Entretanto me inclino a creer que mucho de lo que se dice contra nosotros se dice por el prurito de aparecer muy sentimentales y muy ilustrados a la moda de París y de Londres, sin que se advierta que ni franceses ni ingleses fueron nunca más que nosotros humanos y benignos.

Fuera de este momentáneo extravío, el señor Mera es tan excelente sujeto como buen escritor, y nos quiere bien. Nos aborrecería, y con razón sobrada, si entendiese que los españoles fueron a esa otra banda para echarlo todo a perder. Creamos, pues, como es justo, que los españoles fueron a América para extender en ella la civilización europea, por cuya virtud alcanzó América la potencia de igualarse con Europa y acaso de superarla en lo futuro.

No quiero molestar a usted distrayéndole, con más larga carta, de sus importantes cuidados.

Adiós y créame siempre su afectísimo y buen amigo, q. b. s. m.,

Juan Valera

Nueva religión

A don Juan Enrique Lagarrigue

I

Muy amable y simpático señor mío: Hace ya mucho tiempo que recibí, con fina dedicatoria manuscrita, un ejemplar de la importante Circular religiosa, que imprimió y publicó usted en Santiago de Chile, en el día 6 de Descartes del año 98 de la Gran Crisis, fecha que, en nuestra vulgar cronología, corresponde al día 13 de octubre de 1886. No extrañe usted mi largo silencio ni le atribuya a desdén. Su obra de usted fue leída al punto por mí con avidez y curiosidad, y releída luego varias veces con interés que ha ido siempre en aumento. Bien dijo él que dijo que el estilo es el hombre. Yo doy tal valer a la máxima, y me guío de tal suerte por ella, que creo conocer a usted, con solo leerle, como si le hubiera tratado íntimamente toda mi vida. Hay, en cuanto usted expone, la más profunda convicción, el entusiasmo más fervoroso y el más puro amor por el bien, de todo el humano linaje, por donde yo me persuado de que, en esa república, haga usted o no prosélitos, ha de ser usted considerado como varón virtuosísimo y excelente, respetado y querido por todos sus conciudadanos. Cuando el Caballero del Verde Gabán, yendo de camino con don Quijote y Sancho, explicó a éstos su modo de vivir, sentir y pensar, Sancho le halló tan bueno y tan ajustado, según diríamos ahora, a sus ideales, que penetrando hasta sus entrañas las frases del Caballero, se las derritieron de ternura y se las encendieron en afectos de amistad y veneración, movido de los cuales se apeó del asno y fue a besar los pies aquel bendito hidalgo, a quien calificó y preconizó de santo a la gineta. Algo parecido me ocurrió a mí cuando hube leído la circular de usted; y, abandonando mi espíritu sus vulgares ocupaciones, desechando sus cuidados prosaicos y mezquinos, apeándose también de su asno, saltó por montes y valles, atravesó el Atlántico, pasó la línea equinoccial, corrió por toda la extensión de la América del Sur, voló por cima de los Andes y llegó hasta la ciudad y casa de usted (calle de la Moneda, núm. 9), donde dio a usted un abrazo muy apretado. Pero, como esta visita y esta muestra de mis simpatías se hicieron por arte etérea, ni usted ni el público se habrán percatado de nada, y así lo juzgo excusado escribir a usted, aunque tarde, y hablar de las ideas y planes de usted, cuya bondad me seduce, aunque de su realización me quepan dudas.

¿Quién sabe si lo que yo diga podrá ser útil por algún lado? Acaso valga mi escrito para divulgar en España el sistema de usted y ganarle parciales; acaso para remover inconvenientes; acaso para disipar estas o aquellas de las dudas que, como he dicho, me asaltan los sistemas y pensamientos de los hombres son o parecen mayores vistos desde lejos. Hay en ello algo de más mágico que en la linterna mágica. ¿Cómo negar que Augusto Comte y su positivismo han ejercido y ejercen aún grande influjo en toda Europa? Difundida por el laborioso, infatigable, fecundo y sabio Emilio Littré, la doctrina del maestro se dilata, desde París, por todas las regiones de la tierra; pero el talento crítico, frío y excesivamente razonador de Littré, despoja de fervor la doctrina y hace que llegue tibia hasta nosotros, como la claridad de la Luna. En cambio, en la mente de usted, como rayos de Sol en espejo ustorio, convergen y se reúnen todas las llamas y fogosidades de Augusto Comte, que, reflejadas así, abrasan, funden y volatilizan los corazones. Es más, y vuelvo a mi símil de la linterna mágica; lo que pensado y expuesto en París por Augusto Comte, visto de cerca, me parece pequeño, como es pequeña la figurilla pintada en el vidrio, toma en el espíritu de usted colosales y magníficas proporciones, como el espectro que ya a larga distancia a proyectarse en cándido muro. En las elocuentes páginas de la Circular de usted palpitan brío tan noble, amor tan entrañable del bien de la humanidad y fe tan poderosa, que a pesar de mi maldito escepticismo, hay momentos en que me dejo arrebatar y transpongo, parodiando a Moisés, a la cumbre del monte Nebo, y me parece que descubrió la tierra prometida, o por mejor decir, que veo renovada toda la faz de la tierra y que la nueva Jerusalén baja engalanada del cielo con vestiduras relucientes de fiesta sin fin y de perenne consorcio. Por desgracia no es todo oro lo que reluce, y quién sabe si encajará aquí como de molde la manoseada cita que dice:

¡Lástima grande

que no sea verdad tanta belleza!

Casi todos los preceptos que impone usted al género humano para que alcance sus más gloriosos destinos, son, a mi ver, tan sanos y beatificantes que no hay más que pedir, y si los siguiésemos sería el mundo un paraíso; pero aquí está el toque de la dificultad: en que usted va a predicar en desierto, como predicó mi santo y otros, en que nadie va a hacer caso de usted y en que todos van a, continuar en sus vicios y malas mañas.

A usted se le antoja todo muy llano con tal de que el egoísmo se convierta en altruismo; pero ¿de qué medio nos valdremos para hacer esta conversión? Yo no quisiera calumniar la naturaleza humana; yo reconozco, aplaudo y proclamo los arranques generosos de que es capaz; pero ¿no habrá en el fondo de nuestro ser algo de radicalmente egoísta? ¿Por qué pasa siempre por axiomática la sentencia de que la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, sentencia que no pocas personas avillanan transformándola en esta otra: cada cual arrima el ascua a su sardina? Usted mismo destruye, contradice o menoscaba el altruismo en la sentencia capital que pone al frente de su bello discurso. «Vivamos —dice usted—, para los demás: la familia, la patria, la humanidad.»

Con esto concede usted cierta predilección a la patria sobre la humanidad, y a la familia sobre la patria, de suerte que mientras más estrecho es el círculo de los objetos amados, y más exclusivo es, y más cerca está de nuestra persona, como si fuese emanación o irradiación de la persona misma, más activo es el amor que se le consagra. No hay razón, pues, para que la progresión de amor quede incompleta, sin el término que en el texto de usted le falta, y que viene ponerse en él, natural y forzosamente, traído por dialéctica impersonal e irresistible. Así es que el que lea el precepto y se decida a seguirle dirá en el fondo de su conciencia: yo amo y quiero amar a la humanidad y comprendida en la humanidad a la patria, y comprendida en la patria a mi familia, y comprendida en mi familia a mi persona. Con lo cual es indudable que todo irá comprendido en el amor de la humanidad como en superior predicamento: pero sucederá que mientras más alto y comprensivo sea el término en esta escala de lo amable, más vacío estará de razones y motivos para ser amado, ya que cada uno de los atributos que constituyen las diferencias es en lo amable una razón y un motivo más para que lo amemos.

Amaremos a la humanidad por mil razones, pero dentro de la humanidad está la patria, para cuyo amor hay, sobre las mil quinientas razones más; y dentro de la patria, la familia, con otras nuevas quinientas razones, lo menos, y dentro de la familia, uno mismo, con todas las razones que hay para amar a la humanidad, a la patria y a la familia, y además con nuevas razones, fundadas en aquellos predicados o atributos que me diferencian, distinguen y determinan dentro de la humanidad, de la patria y de la familia. Resulta, pues, que el altruismo es falso, que no se da dialécticamente, que solo puede amarse uno a sí mismo sobre todas las cosas, como no sea a Dios a quien ame. En mi sentir, uno puede amar más que a sí mismo, no solo a Dios, sino a todas sus criaturas, cuando las ama por amor de Dios; pero sin este amor de Dios, uno se ama a sí mismo más que a nadie.

Entiéndase que hablo, según dialéctica: con fundamento racional. Yo no niego que el ateo tétrico o práctico, el ateo que niega a Dios o que le arrincona y neutraliza, arda en caridad, que él llama altruismo, pero sostengo que entonces, con inconsecuencia dichosa y bella, ama a los demás seres por amor de Dios, sin saberlo, y negando a Dios, y no viendo el lazo misterioso que le une con los demás seres, y que es Dios y no puede ser sino Dios.

En este caso, la efusión generosa del amor, que se sobrepone al egoísmo, provendrá de cierta inclinación sublime, de cierto ímpetu instintivo, de cierto ciego impulso del alma que nos lance a la devoción, al sacrificio, a buscar el bien de los demás, aun a costa del propio bien: pero un sistema tan sabio como el de Augusto Comte no debe ni puede fundarse en esto. Además, si el altruismo fuese instintivo y congénito, no sería educable o asequible por educación. ¿Cómo íbamos a convertir en altruista al que fuese egoísta a nativitate?

Y si se me dice que las ciencias sociales y políticas, exactas y naturales, van a ordenar tan lindamente las cosas que acaben por hacer de suerte que el interés bien entendido esté en ser altruista, porque el bien general vendrá a ser el mayor bien singular mío, y todo crimen, todo delito, toda infracción de la ley moral, no será sino un error, una mala inteligencia de mis propios intereses, una locura, en suma, diré que no me parece muy probable que las ciencias lleguen a conseguir tanto; pero que, si a tanto llegasen, no llegarían al altruismo verdadero, sino a que el egoísmo bien entendido produjese los mismos efectos que el altruismo más puro. Entonces, allá en la profundidad de cada conciencia, en las intenciones, habría devoción y caridad, o sórdido interés y bellaquería; pero en toda acción ejecutada, no habría sino necedad o discreción, cordura o locura. Los hombres, en la vida práctica, no serían buenos o malos, sino tontos o discretos, cuerdos o locos.

Ya ve usted que yo vengo a parar a una conclusión contraria a la de usted. Quita usted a Dios como base de la moral, y yo concluyo, por todos los caminos que tomo, por no hallar moral sin el concepto de Dios, que le sirva de base. Y no por los premios y castigos con que la moral se sanciona, lo cual es un sofisma de todos los ateístas al uso, sino porque Dios es el objeto y el fin y la razón del amor, cuando el amor no hace que nos amemos sobre todas las cosas. Dios es el centro de todo bien, el foco de la caridad, la luz y el fuego, que entiende e ilumina los corazones. Si usted le apaga nos quedamos fríos y a oscuras. Yo me encanto de leer la purísima moral que usted predica, y que no es otra moral sino la cristiana; pero como usted me quita a Dios y me apaga su luz, me entran ganas de decir a usted lo que le dijeron al mono que enseñaba la linterna mágica con la luz apagada:

¿De qué sirve tu charla sempiterna,

si tienes apagada la linterna?

No, señor Lagarrigue, un creyente en Dios, que hace obras de virtud, no debe hacerlas por el egoísta interés de ganar el cielo, ni debe abstenerse del pecado para que no le echen a freír en las calderas de Pedro Botero, sino que debe decir a Dios:

Aunque no hubiera cielo yo te amara

y aunque no hubiera infierno te temiera,

y ser bueno por amor suyo, o sea por amor del bien, no abstracto, sino vivo y personificado en Dios. Porque ¿dónde ha visto usted que nadie se enamore de abstracciones o de generalidades sin sustancia? Yo soy más positivista que usted y que Augusto Comte, en el recto sentido de la palabra, y no me cabe en la cabeza que nadie ame lo ideal, sino como manifestación y apariencia, imagen o trasunto de una realidad soberana; ni puedo convertir el nombre genérico que se da al conjunto de todos los hombres, y que es un concepto lógico vacío, en ser individuo, objeto de mi amor, a quien unas veces llame yo Humanidad, otras Ente Supremo, y otras Virgen Madre.

Todavía comprendo yo, aunque no aplauda, que me niegue usted al real Ente Supremo y a la Virgen Madre, real y efectiva, a quien llaman los católicos María Santísima; pero lo que ya no se puede aguantar es que a la gran multitud de negros, chinos, europeos, hotentotes, cafres, indios, etc., me los sume usted bajo el denominador común de hombres y luego me convierta en Dios y en Virgen Madre esta suma. Enójese usted o no conmigo, he de decirle la verdad. Me aflige ver que un entendimiento tan delicado y alto como el de usted, un juicio tan sano y un corazón tan recto y amoroso, se trastornen y echen a perder por esta pícara manía que nos entró, hace siglos, a casi todos los españoles de nación, o casta y lengua, de seguir las modas de París. Yo confieso y declaro, sin envidia, si bien con algún estímulo de emulación, que en París todo se hace mejor y con más arte y gracia, desde la cocina y los trajes hasta los libros, pero elijamos, al menos, lo mejor con atento y atinado criterio, ya que no inventemos y hagamos algo original, no menos divertido, y no tan disparatado. De todos modos, el positivismo, tal como viene expuesto por usted en la Circular, con superior elocuencia de lenguaje que la de Augusto Comte, y con más poesía y entusiasmo que los de Emilio Littré, debe examinarse y refutarse hasta donde en cartas brevísimas sea posible.

II

No comprendo que ningún optimista sea ateo, y menos comprendo aún que lo sea usted, que es el más optimista de cuantos optimistas he conocido.

Aunque yo no aplauda, me explico al pesimista tétrico que no acierta a conciliar la bondad y el poder infinitos de Dios con el mal moral y físico que hay en el mundo, y niega a Dios, prefiriendo la negación a la blasfemia; pero, si el mal es transitorio y ha de venir al cabo a resolverse en bien, resulta la plena justificación de Dios y el cumplido acuerdo de su bondad y de su poder infinitos con la perfección y excelencia de su obra, la cual aparece sin mancha, en la plenitud del tiempo, así en cada singular criatura, como en el conjunto o totalidad de la creación entera.

A mi ver, usted hace el más elocuente discurso que puede hacerse contra los ateístas al sostener (no diré al probar) que todo está divinamente; que cuanto existe va caminando a un fin dichoso, y que esta escena del universo y este drama de la historia terminarán en el más alegre desenlace, en una fiesta espléndida y en un perenne regocijo.

¿Por qué hemos de excluir de esta fiesta a Dios, que es, a lo que entiendo, quien nos la prepara? Paso porque excluyamos de la fiesta al diablo, contra cuya voluntad y propósito se celebra; pero a Dios... me parece una ingratitud y una grosería.

Y, sin embargo, hasta sobre lo de excluir al diablo hay no poco que decir. Discurramos, no metiéndonos en muchas honduras, sino como pudiera discurrir un racionalista de medianos alcances.

Tal vez, diremos entonces, allá en el horror de la caída del Imperio Romano y de la civilización antigua, y durante la ulterior tenebrosa barbarie que duró hasta el Renacimiento, hubo de corroborarse el dogma de las penas eternas; pero este dogma repugna a los hombres de nuestro siglo por oponerse, a lo que ellos imaginan a la bondad del Altísimo, a quien convierte en tirano, enemigo de indultos y amnistías. ¿Quién sabe si, por esto, los más ilustres padres de la Iglesia griega, y muy especialmente san Clemente de Alejandría, Orígenes y ambos Gregorios, de Nacianzo y de Nyssa, dejándose a arrebatar por las sublimes esperanzas que había infundido en sus espíritus el cristianismo, concibieron el fin del mundo según el gusto de ahora, creyendo que todo se resolvería en bien y que hasta el diablo habría de reconciliarse con Dios y ser perdonado? ¿Cómo excluirle de la magnificencia y pompa de la fiesta final y del júbilo perdurable? ¿Cómo no hacer que tenga término el dualismo, que la redención se complete, y que haya bienaventuranza para todos, ora la obtengan unos más tarde y otros más temprano?

Sea de ello lo que sea, no cabe duda en que, así en la teología de toda religión revelada, como en la teología natural, fundada solo en humano y racional discurso, es gran prueba de la existencia de Dios y hábil refutación de los más válidos argumentos de los que la niegan el afirmar la bondad infinita de la Providencia soberana y omnipotente.

Para llegar al error, lo mismo que para llegar a la verdad, hay cierto encadenamiento dialéctico. Cuando siguiéndolo, se llega por él a la verdad, la verdad brilla más clara. Cuando se va por él hasta el error, el sofisma se disimula, y el error tiene visos y vislumbres de razón y de ciencia. Y, por el contrario, el error antidialéctico, parece aún más disparatado, si cabe. Aplicado esto al ateísmo, se ve que el pesimista tiene fundamento racional en su extravío. Si todo está mal, si el hombre está condenado y si el universo es un infierno y guerra perpetua la vida, preferible es negar a Dios a abominar de él. Pero si está bien todo, si nada puede estar mejor de lo que está, el ateísmo no se concibe.

Para mí es de toda evidencia que, así en el fondo de mi alma, como en el fondo del alma de todo prójimo mío, dado que como usted, crea en la felicidad, y dado que espere salvación, redención, buen éxito en cualquiera cosa, está el convencimiento profundo de que ni él, ni ningún semejante suyo, ni toda la suma de sus semejantes, basta a salvarle, a redimirle, a hacer su ventura, y a ordenar las cosas todas según un plan indefectible y diestramente trazado a fin de que vengan a parar en general bienaventuranza en colmo de bienes. Tiene, pues, que suponer un ser inteligente y mil y mil veces más poderoso que él y que todos los hombres habidos y por haber en lo futuro, a quien deba tantos beneficios.

De esta consideración, harto fácil de hacer, nace que yo juzgue muy desatinado el ateísmo optimista y que no me inspire temor; que resulte chistoso, por implicar de parte del ateo el más extremado alarde de pueril vanidad, y que provoque a risa.

De la que a mí me cause espero yo que usted no se enoje. No recae en la persona, sino en la doctrina, que tantos y tantos filósofos y pensadores comparten hoy con usted, porque está de moda el ateísmo.

Entienden estos sujetos, que se jactan de ilustrados y progresistas, que Dios entra en el número de los obstáculos tradicionales, supersticiones y abusos, que todo buen liberal debe suprimir; que Dios es contrario a la ciencia, que Dios es contrario al progreso, y que, pasada ya la edad de la fe, y viviendo, como vivimos, en la edad de la razón, es menester quitar a Dios del medio, como quien quita un estorbo. Así pensaba en Europa Augusto Comte, así piensa la gran mayoría de sus discípulos, y así piensan y predican, usted en Chile, en México don Jesús Ceballos Dosamantes, a quien he escrito ya varias cartas, y en los Estados Unidos el coronel Roberto Ingersoll, de quien, por ser americano como usted y en Europa poco conocido, he de hablar con extensión en estas nuevas cartas que la Circular de usted me inspira.

Para evitar logomaquias conviene distinguir bien a Dios en sí del concepto o idea que de Dios nos formamos, por más que solo le conocemos por este concepto o idea, a la cual, univocándola con Dios, llamamos Dios.

Debemos decir con el místico alemán Novalis: «Lo que se dice de Dios no me satisface, la sobredivinidad es mi luz y mi vida». Esto es, que el verdadero Dios está muy por cima del concepto que yo de Dios me formo. Y si Dios está hoy muy por cima del concepto que de él me formo, ¿cuánto más no lo estaría del concepto que de él se formaban hasta los hombres de mayor santidad y de mayor entendimiento hace diez, veinte o treinta siglos, en el seno de una sociedad bárbara y ruda, mucho menos moral, más ignorante y más cruel mil veces que la de ahora? Cierto ingenioso amigo mío, glosando a su modo la célebre frase de que Dios está in fieri, en el llegar a ser, lo cual es indudable si se aplica a nuestro humano, racional y limitado concepto de Dios, siempre deficiente aunque va siempre creciendo, decía que Dios hoy le llevaba mucha ventaja, pero que dentro de cierto número de años, sería él y valdría él mucho más que Dios ahora. Ocurriría, no obstante, que Dios en este tiempo habría ganado tanto que se le adelantaría mil veces más que ahora se le adelanta, y así hasta lo infinito, por manera que jamás su mente, ni ninguna otra mente humana, lograría alcanzar y comprender a Dios.

Despojado esto de su aparato paradoxal, que le da trazas de blasfemia, es afirmación juiciosa y hasta de mucha sustancia. Para el hombre que vive en la sucesión de los tiempos, y que vive breve y trabajosa vida, en el seno de las cosas finitas y caducas, no hay más forma de concebir a Dios que prestándole cuantas cualidades hay en el hombre, elevadas por la imaginación a infinita potencia. Si prescindimos, pues, del fetichismo más irracional y grosero o de un simbolismo antiestético que tal vez representa y adora las fuerzas naturales por medio de monstruos, no hay religión ni teodicea o filosofía de lo divino que no sea antropomórfica. Sin duda por un esfuerzo de ingenio logramos abstraer de este concepto de Dios la sustancia material y reducirle a puro espíritu; pero este espíritu será siempre como el nuestro, magnificado y sublimado, en cuanto vemos en él de mejor o mejor nos parece.

De lo dicho se deduce que cuando la humanidad, en un período de civilización, o el individuo, en un momento de su vida en que se ha ilustrado y pulido algo más de lo que estaba, llega o se figura que llega a ponerse por cima del concepto que de Dios tenía, le deseche por falso o por incompleto. Entonces el que llega a tal situación de espíritu hace una de estas tres cosas: o forma de Dios otro concepto más alto, o venerando y respetando el concepto de Dios, que tuvo y que ha desechado, prescinde ya de Dios en sí, porque le niega o le supone incognoscible, o bien, no solo niega a Dios, sino que se vuelve furioso contra todo concepto que de él ha formado hasta su tiempo la mente humana, en su marcha progresiva, a través de varias evoluciones.

Esto último es lo más absurdo. Podemos llamarlo antiteísmo o enemistad a Dios. Don Jesús Ceballos Dosamantes y el coronel Roberto Ingarsoll son de estos enemigos en el Nuevo Mundo. En este viejo mundo hay tantos, que llenaría yo pliegos enteros con solo citar nombres de los más famosos.

Por dicha, usted no pertenece a esta clase, sino a la clase de los que siguen el segundo camino. En esta clase hay mil grados y matices, pero, en fin, casi todos los que a ella pertenecen tienen el buen tino y mejor gusto de reverenciar las antiguas creencias religiosas, aun desechándolas ya. En ellas ven, en cada momento histórico, en cada evolución, la más fecunda causa de progreso y de mejora. El supremo ser que imaginó el creyente fue, según ellos, el más alto ideal del hombre mismo objetivado, o digase exteriorizado, para servirle de guía y de modelo.

Augusto Comte, Littré y usted son así; pero usted de modo más terminante y claro supera y vence a sus maestros en esta veneración de Dios en la historia. Para usted no hay hombre que valga lo que san Pablo después de Cristo y después de Augusto Comte. San Pablo para usted hubiera sido el apóstol de las gentes en el positivismo si hubiera nacido ahora, y el más ferviente deseo que usted muestra es el de que le salga o le salte a Augusto Comte su respectivo san Pablo.

El respeto de usted hacia lo pasado, la equidad de usted, el imparcial criterio con que usted practica la máxima de distingue los tiempos y concordarás los derechos, son tales que, después de san Pablo, no hay hombre a quien usted ensalce más (y yo le aplaudo y me adhiero a las alabanzas) que a nuestro admirable san Ignacio de Loyola.

En todo esto, usted es fiel a Augusto Comte y a Emilio Littré; pero usted es más claro, más franco y más explícito. Claro, cuando nos pinta el estado del alma de Littré, después de haber negado, añade: «La filosofía positiva vino a calmar todas las fluctuaciones de su espíritu, fijando su nuevo punto de vista, que es tratar las teologías como un producto histórico de la evolución humana, y convencernos de lo relativo de nuestro entendimiento, y no afirmar ni negar nada en presencia de un inmenso incognoscible». En nombre de la evolución histórica, se reserva Littré el derecho de no ser «el menospreciador absoluto del cristianismo y de reconocer sus grandezas y sus beneficios». Littré va más allá: Littré confiesa que «no siente ninguna repugnancia a prestar oído a las cosas antiguas que le hablan en secreto y le echan en cara el que las abandone».

En esta situación de ánimo está usted lo mismo que Littré. Ambos piensan ustedes que hay incompatibilidad entre toda teología y el moderno concepto del mundo; pero ambos ven que las religiones entran en el tejido íntimo de la historia del desenvolvimiento humano, y así, al alabar este desenvolvimiento y la civilización a que nos ha traído, alaban las religiones que han creado o informado dicha civilización.