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Juan Valera

Morsamor

Peregrinaciones heroicas y lances
de amor y fortuna de Miguel
de Zuheros y Tiburcio de Simahonda

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-330-8.

ISBN ebook: 978-84-9897-957-2.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

El mundo de las ilusiones 9

Al excelentísimo señor Conde de Casa Valencia 11

En el claustro 13

I 13

II 15

III 20

IV 23

V 26

VI 29

VII 31

VIII 36

IX 40

X 46

Las aventuras 53

I 53

II 56

III 61

IV 67

V 71

VI 76

VII 79

VIII 82

IX 87

X 90

XI 92

XII 99

XIII 106

XIV 109

XV 112

XVI 116

XVII 119

XVIII 122

XIX 127

XX 131

XXI 133

XXII 136

XXIII 142

XXIV 147

XXV 151

XXVI 154

XXVII 157

XXVIII 161

XXIX 163

XXX 168

XXXI 171

XXXII 175

XXXIII 179

XXXIV 181

XXXV 184

XXXVI 188

XXXVII 190

XXXVIII 194

XXXIX 198

XL 201

XLI 204

XLII 209

XLIII 211

XLIV 214

Reconciliación suprema 217

I 217

II 218

III 222

IV 224

V 227

Libros a la carta 231

Brevísima presentación

La vida

Juan Valera (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905). España.

Político y diplomático, fue un hombre culto y refinado, con numerosas aventuras amorosas y amistades literarias. Se inició en el servicio diplomático con el duque de Rivas cuando este era embajador en Nápoles, y allí estudió griego. Más tarde estuvo en Portugal, Rusia, Alemania, Brasil, Estados Unidos, Bélgica y Austria.

El mundo de las ilusiones

Esta novela parece una parodia del relato del dean de Santiago.

Hacia 1520 fray Miguel de Zuheros vive en un convento sevillano y lamenta su vida sin riesgos. El padre Ambrosio de Utrera le propone reiniciar su vida, bajo su antiguo nombre de Morsamor. Ambos conquistan en Lisboa a Donna Olimpia y Teletusa, con quienes embarcan a la India y allí defienden a los portugueses y a los brahmanes de los musulmanes.

Morsamor se casa con la bella Urbasi y tras perderla marcha al país mogol, donde conoce al sabio Sankacharia, amigo de fray Ambrosio.

Decide entonces regresar a España, y en el viaje de vuelta naufraga...

Despierta en su convento, junto a fray Ambrosio: ha entendido el lenguaje de los sueños y muere en paz entre sus amigos.

Al excelentísimo señor Conde de Casa Valencia

Mi querido primo: Para distraer mis penas egoístas al considerarme tan vicio y tan quebrantado de salud, y mis penas patrióticas al considerar a España tan abatida, he soltado el freno a la imaginación, que no le tuvo nunca muy firme, y la he echado a volar por esos mundos de Dios, para escribir la novela que te dedico.

Tomando por lo serio algunos preceptos irónicos de don Leandro Fernández de Moratín, en su lección poética, he puesto en mi libro cuanto se ha presentado a mi memoria de lo que he oído o leído en alabanza de una época muy distinta de la presente, cuando era España la Primera nación de Europa. Así he procurado consolarme de que hoy no lo sea, si bien escribiendo la más antimoratinesca de mis composiciones literarias. Bien puedo asegurar que hay en ella

Cuanto puede hacinar la fantasía

En concebir delirios eminente:

Magia, blasón, alquimia, teosofía,

Náutica, bellas artes, oratoria,

Brahmánica y gentil mitología,

Sacra, profana, universal historia.

Y otras mil curiosidades.

Si a pesar de tanta riqueza de ingredientes el pasto espiritual que doy al público resulta desabrido o empalagoso, no te negaré que he de afligirme, pero me servirá de consuelo lo inocente de mi trabajo. Nada más inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no entretenga. Con no leerle evitará toda persona discreta el mal que involuntariamente pudiera yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lección de este libro, él, y no yo, será, responsable de ellas. Yo solo pretendo divertir un rato a quien me lea, dejando a los sabios enseñar y adoctrinar a sus semejantes, y dejando a nuestros hombres políticos la difícil tarea de regenerarnos y de sacarnos del atolladero en que nos hemos metido.

He de confesarte, sin embargo, que a veces tengo yo pensamientos algo presuntuosos, porque creo que el mejor modo de obtener la regeneración de que tanto se habla, es entretenerse en los ratos de ocio contando cuentos, aunque sean poco divertidos, y no pensar en barcos nuevos, ni en fortificaciones, ni en tener sino muy pocos soldados, hasta que seamos ricos, indispensable condición en el día para ser fuertes. Ser fuertes en el día es cuestión de lujo. Seamos, pues, débiles e inermes mientras que no podemos ser lujosos. Imitemos a Don Quijote, citando quiso hacerse pastor después de vencido por el Caballero de la Blanca Luna. Mientras que unos esquilan las ovejas y mientras que otros recogen la leche en colodras y hacen requesones y quesos, aumentando así la riqueza individual, y, por consiguiente, la colectiva, nosotros, o al menos yo, incapacitados por la vejez para tan útiles operaciones, empleémonos en tocar la churumbela, el violón u otro instrumento pastoril para que se recreen las ovejas.

De pacer olvidadas escuchando,

o quizás consolándose de que poco o nada les dejen que pacer los rabadanes. A fin de vivir contentos en esta forzosa Arcadia, recordemos vuestras pasadas glorias, no superadas aún por los pueblos más pujantes y engreídos que hay ahora en el mundo, y compongamos con dichos recuerdos y con el buen humor que no debe abandonarnos historias como la que yo te ofrezco, la cual, si no es amena, es, por su benigna y candorosa intención, digna de todo aplauso. Date tú el tuyo, defiéndeme con indulgente habilidad de los que me censuren, y créeme siempre tu afectísimo amigo y pariente,

Juan Valera.

En el claustro

I

En el primer tercio del siglo XVI, y en un convento de frailes franciscanos, situado no lejos de la ciudad de Sevilla, casi en la margen del Guadalquivir y en soledad amena, vivía un buen religioso profeso, llamado fray Miguel de Zuheros, probablemente porque era natural de la enriscada y pequeña villa de dicho nombre.

No era el padre alto ni bajo, ni delgado ni grueso. Y como no se distinguía tampoco por extremado ascetismo, ni por elocuencia en el púlpito, ni por saber mucho de teología y de cánones, ni por ninguna otra cosa, pasaba sin ser notado entre los treinta y cinco o treinta y seis frailes que había en el convento.

Hacía más de cuarenta años que había profesado. Y su vida iba deslizándose allí tranquila y silenciosa, sin la menor señal ni indicio de que pudiese dejar rastro de sí en el trillado camino que la llevaba a su término: a una muerte oscura y no llorada ni lamentada de nadie, porque fray Miguel, aunque no era antipático, no era simpático tampoco, se daba poquísima maña para ganar voluntades y amigos, y, al parecer, ni en el convento ni fuera del convento los tenía.

En vista de lo expuesto, nadie puede extrañar que hayan caído en el olvido más profundo el nombre y la vida de fray Miguel.

Ya verá el curioso lector, si tiene paciencia para leer sin cansarse esta historia, las causas que me mueven a sacar del olvido a tan insignificante personaje.

Son estas causas de dos clases: unas, particularísimas, que se sabrán cuando esta historia termine; y otras, tan generales, que bien pueden declararse desde el principio y que voy a declarar aquí.

Todo ser humano, considerado exterior y someramente, es indigno de memoria si no ha logrado por virtud de sus hechos o de sus palabras, habladas o escritas, influir poderosamente en los sucesos de su época, haciendo ruido en el mundo. Los que ni por la acción ni por el pensamiento, revestido de una forma sensible, logran señalarse, pasan como sombras sin dejar rastro ni huella en el sendero de la vida y van a hundirse en olvidada sepultura, sin que nadie deplore su muerte y sin que nadie, al cabo de pocos años, y a veces al cabo de pocos días, se acuerde de que vivieron.

Y, sin embargo, cuando por cualquier medio o estilo acertamos a penetrar en las profundidades del corazón y en los más apartados y oscuros aposentos del cerebro del personaje al parecer más insignificante, todo suele cambiar de aspecto en la idea que formamos de él, ya que descubrimos allí multitud de pensamientos maravillosos y de soberanas aspiraciones, y un mar tempestuoso de apasionados sentimientos, que ora sean buenos, ora sean malos, si llegan a ser grandes, dan valer e importancia a la persona que los concibe e inspiran hacía ella un interés acaso mayor del que nos han inspirado los más famosos varones al saber sus altas hazañas o al leer sus inmortales escritos.

Fray Miguel, al empezar este relato y al presentarle yo a mis lectores, no era escritor, ni predicador, ni por nada se distinguía. Cualquiera otro fraile de su mismo convento era más notable que él.

Antes de entrar en la vida religiosa, tampoco había conseguido señalarse. Tenía ya setenta y cinco años cumplidos, y para todos sus semejantes, no pasaba de ser una de las innumerables unidades que forman la gran suma del linaje humano.

En el convento se sabía poco y a nadie le importaba saber de la vida pasada de fray Miguel antes de que fuera fraile.

Como otros muchos hombres, en aquel largo período de anarquía, discordias y guerras civiles que precedió al reinado de los Reyes Católicos, había buscado por diversos caminos la notoriedad, el poder y la fortuna, y no había logrado hallarlos.

Fray Miguel había sido soldado y poeta, que eran las dos profesiones, por las cuales, no siendo clérigo o fraile, podía un hombre del estado llano en aquella edad encumbrarse o darse a conocer al menos.

Fray Miguel había trabajado en balde. No decidiremos aquí si fue la capacidad o si fue la ventura lo que le faltó en su empresa. Su ambición y sus propósitos no debieron de ser pequeños si los calculamos por la significación del nombre que él, como trovador y aventurero de armas tomar había adoptado.

Fray Miguel se había llamado Morsamor en el siglo.

Sus versos fueron tan malos, o fueron tan infelices, que no entraron en ningún Cancionero, aunque en muchos Cancioneros abundan los detestables, tontos o fríos. Sus hazañas, si las hizo, no le dieron riqueza, ni valimiento, ni poder, y no hubo cronista que hablase de ellas en sus narraciones, ni épico callejero que escribiese un mal romance para referirlas y ensalzarlas. Dice el refrán que el lobo, harto de carne, se mete fraile. Morsamor no fue como el lobo. Morsamor no cogió la carne: apenas columbró la sombra. La desilusión, la esperanza perdida, le trajo a la vida monástica.

En ambos reinos, unidos ya bajo el centro de Isabel y Fernando, había cambiado todo y era menester que Morsamor también cambiase. La paz y el orden con enérgica severidad habían venido a sobreponerse a la confusión y al alboroto que estimulaban tanto la ambición y la codicia. Los falsos antiguos ideales de la Edad Media habían caído por tierra como ídolos quebradizos, desbaratados y rotos bajo los certeros golpes del cetro de hierro de los nuevos soberanos. Morsamor no acertaba a descubrir nuevos ideales: nuevos objetos, término y meta de la ambición humana. A sus ojos solo quedaba en pie el venerando e indestructible ideal religioso, que se alzaba como elevadísima y solitaria torre en medio de un campo arrasado y lleno de ruinas. Lo único que quedaba como refugio, consuelo y fin de la vida de Morsamor era la religión. Hízose, pues, religioso por no saber qué hacerse. Y ya se comprende que esta manera de hacerse religioso de poco o de nada podía valerle así en la tierra como en el cielo.

Harto se comprenderá también, se explicará y se justificará por lo dicho, el pobre papel que fray Miguel de Zuheros hacía entre los demás frailes.

Solo Dios sabía lo que guardaba él en el centro del alma. En lo exterior, la figura inconsistente de fray Miguel, sin color, sin energía y sin carácter propio, se esfumaba en el espacio e iba lenta y desabridamente a desaparecer en el tiempo.

II

De vez en cuando, creciendo en importancia y en frecuencia e interrumpiendo la monotonía de la vida claustral, llegaban al convento noticias vagas y confusas que revelaban una pasmosa renovación en la vida social de la recién formada nación española. Los ideales, por susto de cuya ausencia se había refugiado fray Miguel en el claustro, brotaron entonces en el suelo fecundo de España, le cubrieron todo y vinieron a llamar con estrépito en su celda al desengañado solitario. Mientras que fray Miguel vivía vida contemplativa y oscura, una vida fecunda en acciones maravillosas se había desenvuelto en toda nuestra Península, salvando sus límites y confines y derramándose con irresistible expansión por el mundo todo. Los reyes unidos de Aragón y Castilla habían vencido a los portugueses en Toro, Vengando la afrenta de Aljubarrota; habían conquistado el hermoso reino de Granada; habían expulsado de Italia a los franceses, enseñoreándose de Nápoles y de Sicilia. Un aventurero genovés había ofrecido llegar a Cipango y al Catay, atravesando con sus naves el nunca surcado y tenebroso mar de Sargaso, y el aventurero había descubierto extensas y hasta entonces incógnitas regiones, donde había ido a plantar la cruz del Redentor y el pendón de Castilla, dejando entrever y haciendo augurar que la tierra en que vivimos es mayor de lo que se pensaba y que todo lo oculto y misterioso que hasta entonces había habido en ella iba a revelarse y a manifestarse a nuestros ojos y a ser dominado por castellanos y aragoneses.

En competencia con ellos y movidos por idéntico impulso, los Portugueses habían persistido en su casi secular empeño de navegar hasta el extremo Sur de África, de ir más allá navegando y de llegar a la India y de apoderarse allí del comercio y de la riqueza de que hasta entonces habían gozado árabes, persas, venecianos y genoveses.

Iba fray Miguel enterándose vaga y confusamente de todas estas novedades. Como era Poco comunicativo no decía a nadie la impresión que le hacían; pero la impresión era profunda, acrecentando su profundidad y su fuerza la reconcentración y el sigilo con que en el centro de su alma lo escondía todo.

Cualquier ser humano, como no sea depravadísimo tiene el amor de la patria, del pueblo, de la tierra en que ha nacido y de la gente a que pertenece. Este sentimiento es tan natural y tan general, que no he de hacer yo el elogio de fray Miguel porque le tuviese. Me limito a afirmar que le tenía. Los triunfos de su nación, el verla trocada de sociedad desquiciada y anárquica en potencia temida, influyente y gloriosa, lisonjeaban el orgullo de fray Miguel y le tenía muy satisfecho y orondo. Por nada del mundo hubiera anhelado él que lo que era no fuese; que de todas las glorias, grandezas y triunfos su nación resultasen falsedad y sueño vano de la fantasía. Su corazón se alegraba de que fuesen reales; pero al mismo tiempo, por extraña aunque frecuente contradicción de nuestro espíritu, había en el suyo vergüenza y abatimiento de no haber contribuido a la elevación nacional de que se admiraba y se enorgullecía. Ni con sus humildes rezos, ya en el templo solitario, ya en su mezquina celda, había contribuido fray Miguel a ninguna de las altas empresas que se habían llevado a cabo. Su corazón, falto de fe y de esperanza, y su mente inclinada y torcida a no prever sino lo peor, no habían podido pedir ni habían pedido al cielo lo inasequible, lo absurdo, lo que no habían concebido ni en sueños comprendiéndolo solo al verlo en realidad efectiva. España, pobre, desgarrada por discordias civiles, sin dominio y sin influjo en lo exterior, se había transformado de repente en la primera nación del mundo, y fray Miguel que en sus verdes mocedades había aspirado a llenarle de su ama, como trovador y como guerrero, tenía entonces que confesarse a sí mismo en amargo vejamen, que ni como devota fraile, con oraciones y súplicas, había contribuido a tan maravillosa transformación y a tan no prevista ni imaginada grandeza.

Los nombres gloriosos de navegantes intrépidos, de dichosos e invictos capitanes, de habilísimos políticos, de negociadores que sabían ganar ajenas voluntades e imponer la propia, y de administradores juiciosos y atinados que encontraban recursos sin esquilmar a la nación, todo esto, a par que halagaba el alma de fray Miguel en lo que tenía de alma española y en lo que era como parte del alma superior y colectiva de su pueblo y de su casta, lastimaba, hería y destrozaba su alma individual, colmándola de amargo abatimiento y de ponzoñosa envidia.

Durante muchos años, desde que se retiró fray Miguel al claustro hasta mucho después, el completo menosprecio del mundo, o sea, del linaje humano en general y de su pueblo en particular, había estado en perfecta consonancia con el menosprecio de sí mismo que fray Miguel sentía, de donde resultaba una tranquilidad fúnebre. Fray Miguel había estado, durante muchos años, fúnebremente tranquilo, pero el reciente alto concepto que de su patria había formado y la consideración del valer, de las hazañas y de la gloria de los hombres que habían encumbrado su patria, se contraponían ahora al menosprecio de sí mismo que no podía menos de seguir sintiendo, y esto levantaba en su alma una tempestad de celos y hacía retoñar y reverdecer en ella la antigua ambición de su mocedad, volviendo a ser ambicioso con más de setenta y cinco años cumplidos. Su corazón latía con violencia lleno de extrañas aspiraciones bajo el humilde sayal franciscano. Su corazón se agitaba en la vejez acaso con más poderosas energías que en la juventud. En su juventud había habido siempre algo de vano en todos sus propósitos ambiciosos; había puesto la mira en fines confusos o efímeros y poco elevados; en distinguirse en un torneo o en alguna otra empresa caballeresca atrayendo la atención o conquistando el afecto de alguna dama hermosa, encumbrada y noble. Ahora los fines que se proponían, que buscaban y que alcanzaban los hombres de acción, eran más consistentes, eran más altos, y no por eso menos positivos y substanciales. El mundo, ignorado antes, había venido a revelarse con una grandeza real hasta entonces no percibida y por toda ella iban a extenderse y a triunfar la religión de Cristo y la civilización de Europa, llevadas par los hijos de Iberia hasta las regiones más remotas, ya entre gentes bárbaras y selváticas, que, separadas del resto del humano linaje, no habían seguido su marcha progresiva, y hasta habían olvidado la nobleza de su origen común; ya entre los pueblos de Oriente, donde persistían y florecían aún la poesía y el saber y el arte de las edades: divinas, cuando entendían los hombres que estaban en comunicación y trato con los dioses y con los genios, por todas partes, entre todas las lenguas, tribus y gentes, así entre aquellas, que olvidadas de las primitivas aspiraciones y revelaciones se habían hundido en una vida casi selvática como entre aquéllas que, combinando y fecundando esas aspiraciones y revelaciones primitivas con los ensueños de una exuberante fantasía, habían creado una portentosa cultura, en cuya ponderación y admiración permanecían inmóviles.

Si nos figuramos a todo el humano linaje como inmensa hueste que marcha a la conquista de una tierra de Promisión, los pueblos selváticos y rudos que hacia el Occidente se habían descubierto eran como parte de la hueste que se había extraviado en el camino, y que no solo había desistido de la empresa, sino que la habían olvidado. Por el contrario, los pueblos que los portugueses habían vuelto a visitar en el Oriente, abriéndose camino por los mares, se diría que, embelesados en el regalo y deleite de encantados jardines y orgullosos de su primitivo saber y del rico florecimiento de la antigua cultura, permanecían aún parados e inertes.

Misión providencial de los hijos de Iberia era, sin duda, sacar a los unos de la abyecta postración en que habían caído y despertar a los otros del sueño secular, del profundísimo letargo en que estaban.

Esta parte de la misión parecía especialmente confiada a los portugueses. Habían, como el gentil caballero del antiguo cuento de hadas, venciendo mil obstáculos y dificultades, penetrado en los deliciosos jardines y luego en el encantado palacio, donde, desde hacía muchos siglos, la hermosísima princesa estaba dormida.

El modo que los portugueses emplearon para despertarla del sueño no fue a la verdad tan dulce y tan delicado como el del cuento; pero la realidad tiene sus impurezas y aquellos tiempos eran más rudos que los de ahora. Valga esto para disculpa de los portugueses.

Como quiera que ello sea, ya las noticias de nuestros triunfos en Italia, ya las vagas y confusas narraciones de los descubrimientos que hacia el Occidente hacían los castellanos de grandes y fértiles islas y de un dilatado continente, habitado todo por tribus salvajes y decaídas que no habían llegado o que habían retrocedido hasta el extremo de no tener animales domésticos, de no ser pastores, de vivir en un estado de humanidad más rudimentario que el de los pueblos errantes de Asia y de África; ya las expediciones, victorias y conquistas de Portugal en la India, que renovaban o eclipsaban las glorias fabulosas del dios Ditirambo y las hazañas y empresas reales del Macedón Alejandro y que oscurecían las leyendas de los siglos medios, todo entusiasmaba y solevantaba a fray Miguel de Zuheros; pero lo que más le seducía, lo que ejercía fascinador influjo en su ánimo y le atraía poderosamente, era el éxito de los portugueses en la India.

Acostumbrado fray Miguel a disimular sus emociones, a no confiarse a nadie y a no desahogar confesándolo lo que tenía en su pecho, no mostraba en lo exterior ni para cuantos le rodeaban alteración ni cambio.

Como, además, fijaba poco la atención y todos le tenían por persona menos notable de lo que era nadie advertía el cambio imperceptible y lento que en él se había realizado. Fray Miguel estaba más retraído y silencioso que nunca. De sus labios no brotaban sino las indispensables palabras que la necesidad o la cortesía nos obligan a pronunciar en la vida diaria, y no sonaba su voz en más largos discursos que los de las devotas oraciones que rezaba en el coro.

III

En contraposición a la insignificancia y oscuridad de fray Miguel, había en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputación de sabio se extendían por toda la Península y aun trascendían a Italia y a otras naciones. Se llamaba éste el padre Ambrosio de Utrera. No había disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro. Era gran humanista, diestro y sutil en las controversias, teólogo y jurisconsulto, y muy versado en el estudio de los seres que componen el mundo visible. Se suponía que de magia natural, astrología y alquimia sabía cuanto podía saberse en su tiempo, y que él, además, a fuerza de estudios, meditaciones y experiencias, había descubierto grandes misterios y secretas propiedades y leyes de las cosas creadas, de lo cual revelaba algo a sus contemporáneos y ocultaba mucho, por considerar que el humano linaje no alcanzaba aún la madurez y la capacidad, convenientes para que pudiera confiársele sin profanación o sin gravísimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos de los que, sin embargo, se valía él para aliviar muchos males, corregir muchos vicios y mejorar la condición y la suerte de sus semejantes, los demás hombres.

El padre Ambrosio había ido por orden superior y en misión secreta a Roma.

No importa a nuestra historia, ni sabríamos declarar aquí, aunque importase, cuál había sido el objeto de la misión del padre Ambrosio. Baste saber que estuvo siete años en Roma, bajo el pontificado de León X, y que volvió a su convento de Sevilla el año de 1521 en que va a empezar la historia que aquí referimos.

A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la austeridad de sus costumbres, el padre Ambrosio era benigno y afable con todos los hombres y más aún con los desatendidos y desdeñados.

De aquí que fray Miguel de Zuheros, si de alguien había recibido muestras de cariñosa simpatía, había sido del padre Ambrosio, y si algo los interiores tormentos de su espíritu había revelado a alguna persona, esta persona había sido el mencionado padre.

Durante su ausencia, pues, fray Miguel había vivido más aislado y mudo que nunca.

Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había, cuando ni los padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, en el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de piedra, el padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que llamaríamos hoy sus impresiones de viaje.

Describía el padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas.

El padre Ambrosio no consideraba, sin embargo, a Roma como ciudad-relicario, museo de antigüedades, residuo maravilloso, pero inerte, de poderío y grandeza jamás igualados antes ni después en la historia. Roma para él había sido siempre, y entonces era más que nunca, porque volvía deslumbrado y hechizado por el esplendor, la elegancia y el lujo de la corte de León X; Roma era para él en realidad la Ciudad Eterna, la reina de las ciudades, la capital del mundo. El pensamiento profundamente católico y español del padre Ambrosio, si no auguraba, si no se atrevía a profetizar una monarquía universal, la creía posible y hasta probable y creía ver en el giro de los sucesos y en el desenvolvimiento que iban tomando as cosas humanas que todo se encaminaba la formación de tan gloriosa monarquía, si monarquía podía llamarse, y no debía darse otro nombre a lo que imaginaba el padre. Él imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y cabeza visible de la Iglesia, había de ser y era menester que fuese el Soberano que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al humano linaje como único pastor a una sola grey. Pero el padre Santo era principal ministro de un Dios de paz: en vez de cetro y espada tenía cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo, sino los espíritus: sus armas eran la bendición y el anatema. Determinando mejor su concepto, el padre Ambrosio miraba todos los territorios, donde se había plantado la Cruz redentora, como redil amplio, gobernado por el sucesor del príncipe de los apóstoles, pero gobernado por la persuasión y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes, sin embargo, de llegar a término tan deseado, era menester el empleo de la fuerza material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a entrar en el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o domar a los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el rebaño y, que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues, a pesar de su inmenso poder espiritual, necesitaba aún, y así estaba prescrito y decretado en el plan divino, de la historia, un poderoso y enérgico brazo secular que le ayudase en su empresa, que le valiese para la pacificación de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo, transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia, sino a la Jerusalén refulgente, que el Águila de Patmos vio descender del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el padre Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la nueva Era, en cuyo principio creía él vivir, parecía permanente y más dichoso Moisés, que no había de ver la tierra prometida desde lo alto del monte Nebo y allá a lo lejos, sino que había de entrar en ella y dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Moisés permanente pedía al cielo un Josué activo y belicoso, cuya espada desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los ídolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del Redentor en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las gentes fieras y las más remotas y bárbaras naciones, desconocidas antes, cayesen ante ella postradas de hinojos.

Este brazo secular, este permanente Josué con que el padre Ambrosio soñaba, era el pueblo español y era su soberano: flamante pueblo de Dios y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitaría a fin de que se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozanía juvenil de todo Portugal, Aragón y Castilla era como signo precursor, era como primavera riquísima en flores, que alegraban el corazón y ya le daban en esperanza segura el venturoso y sazonado fruto.

Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que a su vuelta de Roma trajo el padre Ambrosio embargado el espíritu.

IV

En su trato y relaciones, así con la gente seglar y profana como con la mayoría de sus hermanos los religiosos, el padre Ambrosio de Utrera, si bien mostraba, sin vanidosa ostentación y cuando convenía, la ciencia teológica que con sus estudios había adquirido y que atesoraba su inteligencia, todavía guardaba, en lo más hondo y arcano de su mente, cierta filosofía oculta que la prudencia, y tal vez compromisos y deberes de secta, le prescribían no revelar por completo a nadie. Algo solo podía comunicar a los adeptos e iniciados, según los grados de la iniciación que tuviesen y según las pruebas que hubiesen hecho.

Con dificultad hablaba y reconocía el padre Ambrosio en las personas con quien trataba las prendas y requisitos necesarios para la iniciación.

En el convento solo había tres frailes con los cuales el padre Ambrosio se entendía, uniéndolos a él por virtud de misterioso lazo y haciéndolos participantes con profundo sigilo de sus doctrinas esotéricas, no del todo ni por igual, sino a cada uno según la aptitud y el vigor de entendimiento y de voluntad que en él reconocía.

No se presuma, con todo, que él padre Ambrosio imaginase que su saber oculto se oponía en lo más mínimo a las ortodoxas afirmaciones en que por fe creía y que forman la base de la religión de que era ministro y sacerdote.

Sencillo y mero narrador de esta historia, no afirmaré ni negaré yo que hubiese o no hubiese error en el pensamiento del padre Ambrosio. Solo diré lo que él pensaba, dejando que la responsabilidad sea suya. Verdad incontrovertible era para él cuanto está contenido en las Sagradas Escrituras, interpretadas recta y autorizadamente por los Santos Padres, por los concilios y por la cabeza visible de la Iglesia: pero, con independencia de esta verdad, contra la cual nada podía prevalecer, veía el padre Ambrosio una amplia extensión, un inmenso y casi ilimitado campo, por donde la inteligencia, la voluntad ansiosa de descubrir misterios y hasta la fantasía creadora que forjando hipótesis tal vez los explica y los aclara, podían volar libremente, sin ofender a Dios, antes bien, ensalzándole y glorificándole hasta donde es capaz de ello la pobre criatura humana.

Para el Padre Ambrosio la revelación era de varios modos y no acababa nunca. Con frecuencia salían de su boca estas palabras que San Juan, en su evangelio, pone en los labios de Cristo: Aún tengo que deciros muchas cosas; mas no las podéis llevar ahora. Muchas cosas quedaban aún por revelar. De algunas de ellas suponía el padre Ambrosio que él tenía conocimiento, pero este conocimiento era incomunicable, al menos para la generalidad de los hombres, porque ahora, entonces, en el momento en que el padre Ambrosio hablaba y pensaba, no las podían llevar, esto es, no podían comprenderlas.

Así fundaba el padre Ambrosio su ocultismo en un texto sagrado.

Y no por eso desconocía los peligros a que se hallaba expuesto, penetrando con su espíritu por medio de hondas e inexploradas tinieblas en busca de nuevas verdades.

Hasta por prudencia, hasta por caridad repugnaba que le siguieran en tan peligroso camino los que no tuviesen valor probado y la serenidad y la elevación de juicio convenientes para no extraviarse, y en vez de hallar nueva luz, caer en transcendentales errores como en profundísima sima.

En la mente del padre Ambrosio había, además, otro motivo que justificaba la no transmisión de mucha parte de su ciencia La palabra alada no podía llevarla materialmente y atravesando el aire desde un cerebro humano a otro cerebro humano. No había frase, ni giro, ni idioma capaz de expresar y de formular de modo sensible lo que el padre suponía haber aprendido o descubierto allá en las raíces y abismos de su mente cuando tan hondo penetraba. A resurgir de allí su espíritu se figuraba que volvía, no ya bañado, sino impregnado de luz vivísima, que solo podía pasar inmediatamente a otras almas y no mediatamente por los sentidos corporales y groseros. Quien anhelase poseer aquella ciencia y el poder que ejerce sobre la naturaleza quien la posee, no podía adquirirla por la enseñanza oral o escrita de hombre alguno, sino descendiendo en su busca hasta los abismos donde quien la traía consigo la había alcanzado.

En suma, el padre Ambrosio podía enseñar, y enseñaba, toda aquella parte más vulgar de su magia, que se fundaba en el conocimiento experimental del organismo de los seres animados, de hierbas y de metales, de linimentos y pociones; pero la potencia mágica de su alma, la fuerza que había tomado el espíritu en la propia raíz de su ser y con la que avasallaba las substancias materiales y dominaba la naturaleza, esto no podía transmitirse. Ni por difusión ni por intensidad cabía en esto adelanto o mejora en la serie de los siglos. Hermes sabía y podía más que el padre Ambrosio. En su ciencia intransmisible no había habido ni podía haber habido progreso. El progreso, la difusión por enseñanza era dable para los menos iniciados en no pequeño conjunto de noticias, de secretos raros y de atinada averiguación de propiedades de los seres.

De los tres adeptos que el padre Ambrosio tenía, el más adelantado era el hermano Tiburcio, humilde lego, aunque señaladísimo y estimadísimo en el convento por su ferviente piedad religiosa.

Esta piedad había hecho que en un principio mirase el hermano Tiburcio con repugnancia y hasta con horror al padre Ambrosio por la fama que con vaguedad le acusaba de hechicero; mas vencida al cabo la repugnancia, la doctrina del padre Ambrosio penetró con ímpetu en el espíritu del hermano Tiburcio, arrollando toda contradicción y produciendo allí vivísima fe y devoto entusiasmo.

El mayor recelo del hermano Tiburcio se había disipado. Había pensado él que la doctrina ortodoxa debía circundar y encerrar el espíritu como fuerte muro flanqueado de eminentes torres, y temía que al salir de él el espíritu orgulloso le derribase, o al menos le quebrantase, apagando los faros luminosos que en las torres resplandecían, y que el espíritu entonces, perdido, sin guía y sin luz en las tinieblas, jamás volvería a encontrar su santo refugio.

A esta objeción había contestado el padre Ambrosio valiéndose de un símil semejante. Así había dominado el temor del hermano Tiburcio.

—Mi fe religiosa —le había dicho el padre Ambrosio—, es, sin duda, como fortaleza inexpugnable, mas no para que yo me quede encerrado en ella cobarde y ocioso, sino para que me valga como apoyo y como centro de mis más atrevidas excursiones y de mis conquistas más gloriosas por las inmensas e ignoradas regiones, donde el pensamiento humano ha de erigir un día su trono y ha de fundar su imperio. Sin duda, con la fe y con el amor, ayudado de los dones sobrenaturales de la gracia, el alma puede llegar hasta Dios mismo y unirse en cierto modo con él; pero mi ciencia profana, sin contradecir la obra sobrenatural de las divinas virtudes: tiene distinto objeto, que agrada también a Dios, aunque en muy inferior grado. Yo no soy, ni merezco ser, un santo; pero ¿por qué no he de ser un sabio, un conocedor de aquella magia, que sin ofender al cielo, sin buscar el auxilio de genios o de ángeles réprobos, y valiéndose solo de medios naturales, acierta a producir prodigios pasmosos? En esta ciencia te iniciaré yo, porque te creo capaz de estudiarla y de alcanzarla. Y bien puedes estar seguro de que esta mi ciencia profana no se opone ni a la santidad ni a la pureza de la fe ni a la perfección ascética y mística a que puedas elevarte. En suma, tantas y tales razones alegó el padre Ambrosio, que el hermano Tiburcio hubo de quedar convencido, convirtiéndose en su más apasionado discípulo y en su más constante satélite.

De los otros dos iniciados que tenía el padre Ambrosio no se fiaba tanto, aunque también les comunicaba algunos de sus menos hondos secretos.

Para los demás frailes y para el resto del humano linaje no iniciado, el padre Ambrosio jamás hablaba de su ciencia oculta, pero discurría con fácil elocuencia, sobre todo cuanto del saber paladino o no oculto se alcanzaba en su época, y trataba de viajes, de planes políticos y de cuanto presumía que había de suceder en el mundo o que convenía que sucediese.

Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que a su vuelta de Roma trajo el padre Ambrosio embargado el espíritu.

V

El padre Ambrosio era inagotable en las descripciones y pinturas de cuanto había visto en Roma y de los grandes sucesos que allí había presenciado o que había allí comprendido mejor por encontrarse él en el centro del mundo.

Cada día, en el extremo de la huerta, bajo los álamos frondosos, hacía el padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en religioso silencio. No siempre comprendía la mayoría del auditorio todo cuanto el padre describía o contaba; pero hasta lo menos comprendido tenía un no sé qué de peregrino y poético que deleitaba y cautivaba la atención.

Los discursos del padre Ambrosio eran como una serie de lecciones, en las cuales instruía a sus oyentes y les mostraba el estado del mundo en la edad aquella y contemplado todo desde el foco mismo de la civilización cristiana. A veces pintaba el padre el florecimiento de las artes, y encomiaba las obras pasmosas de Leonardo de Vinci, de Rafael y de Miguel Ángel, que venían a eclipsar las obras del arte antiguo, o a competir al menos con las que resurgían y se extraían del seno de la tierra, en donde habían estado sepultadas durante largos siglos de oscuridad y de barbarie. Pugnaba el arte nuevo por imitar el antiguo, pero la misma no vencida dificultad de la imitación daba ser a un arte distinto.

Algo semejante ocurría en ciencias y en letras humanas. Comentando, explicando e interpretando los antiguos filósofos como Platón y Aristóteles, se formaba una nueva filosofía, se abrían espléndidos y dilatados horizontes y se descubrían caminos y términos con los que Aristóteles y Platón jamás habían soñado. Como o si la tierra de Italia estuviese fecundada por un espíritu nuevo, hasta los prófugos de la antigua Bizancio, que habían traído como penates la ciencia y las letras de los antiguos, las transformaban, al transmitirlas y enseñarlas a los italianos, en algo lleno de novedad, de vida y de sugestión poderosa. Esos mismos prófugos, que sin dejar huella, mudos e inactivos, hubieran acabado en el viejo imperio de Bizancio por disiparse como sombras y por hundirse en el olvido, arrojados de su patria y en el nuevo suelo que les daba hospitalidad, habían cobrado inesperada energía, y, difundiendo su saber, cumplían alta misión civilizadora y dejaban en pos de ellos un imperecedero y luminoso rastro. En la magnífica puerta de la edad moderna, arco triunfal que daba entrada a una nueva Era, esos hombres, escapados de las ruinas de un destrozado Imperio y como exhumados y vueltos a la vida, figuraban y resplandecían ahora entre los fundadores de nueva y mayor civilización, entre los hierofantes de la ciencia del porvenir. Bessarión, Láscaris, Teodoro Gaza, Juan Argirópulos, Chrisoloras, Jemistio Pletón y no pocos otros fueron los iniciadores y maestros del saber antiguo y como los paraninfos que procuraron y concertaron las fecundas bodas del poderoso genio del renacimiento y de la musa helénica.