9788498979558.jpg

Juan Valera

Leyendas
del antiguo oriente

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96428-86-7.

ISBN ebook: 978-84-9897-955-8.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Leyendas del antiguo Oriente 9

Lulú, princesa de Zabulistán 27

I 27

II 39

III 46

IV 54

V 61

VI 63

VII 74

Zarina (Fragmento) 83

I 83

II 86

III 92

IV 95

Libros a la carta 101

Brevísima presentación

La vida

Juan Valera (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905). España.

Político y diplomático, fue un hombre culto y refinado, con numerosas aventuras amorosas y amistades literarias. Se inició en el servicio diplomático con el duque de Rivas, embajador en Nápoles, y allí estudió griego. Más tarde estuvo en Portugal, Rusia, Alemania, Brasil, Estados Unidos, Bélgica y Austria.

Leyendas del antiguo Oriente

El recuerdo de la gran civilización greco-romana, ya gentílica, ya transfigurada más tarde por el Cristianismo, no dejó de columbrarse hasta en los siglos más tenebrosos de la Edad Media. Los pueblos de Europa siguieron avanzando a la luz de aquel recuerdo, y pronto volvieron al verdadero camino de la civilización, del cual no cabe duda que se habían apartado. Y no es esto negar la marcha constantemente progresiva del humano linaje. Un caminante se pierde por la noche en una intrincada y oscura selva: atraviesa espesos matorrales, breñas confusas y medrosos precipicios; tal vez rodea mucho; tal vez gasta más tiempo y se fatiga más de lo que debiera; pero vuelve al cabo a hallarse en el buen sendero, más adelante del punto en que se perdió, y más cerca del término a que aspira. No de otra suerte comprendemos el retroceso aparente de la civilización del mundo, en ciertos períodos históricos.

Importa, además, tener presente, que cuanto por la intensidad se menoscaba, suele compensarse en difusión. Más alumbra acaso una lámpara, suspendida en la bóveda de un pequeño santuario, que la Luna esparciendo sus rayos por el espacio profundo de los cielos. Y, sin embargo, el fulgor de la Luna es infinitamente mayor que el de la lámpara. Lo mismo ha podido afirmarse de la civilización, cuando se ha encerrado dentro de los límites de un solo pueblo, o tal vez ha iluminado solo a una casta de hombres superiores, o por naturaleza o por institución religiosa, civil o política. La suma del saber extendida por el mundo todo en el siglo X de la Era cristiana, por ejemplo, era mayor, sin duda, que la suma del saber que había en el mundo en el siglo IV antes de dicha Era. En balde se buscará, no obstante, en todas las regiones y entre todas las razas de hombres, en el siglo X, un florecimiento artístico, poético y filosófico, como el que hubo en el siglo IV antes de la venida de Cristo, en una pequeña comarca de Europa, cuyo centro fue Atenas.

La memora, aunque vaga, de aquel florecimiento, los restos de aquella antigua civilización sirvieron de guía, estímulo y mira a las naciones de Europa, las cuales, pensando solo en hacer que aquella ya muerta civilización renaciese, aspirando solo a retroceder hasta allí para encontrar su ideal, lograron en la época del Renacimiento, no ya un mero renacimiento, sino una civilización mayor, más comprensiva y más varia, en la cual no era todo la antigua civilización clásica, sino era un elemento, una parte, uno de los muchos factores. Fue como planta marchita, que se había cortado hasta el haz de la tierra, pero cuyas raíces vivían. Cuando a fuerza de esmerado cultivo, retoño, reverdeció, y volviendo a florecer, dio abundantes frutos, hubo de notarse, con agradable sorpresa, que los frutos eran otros, ricos y extraños, mejores de los que se esperaban, porque en la raíz de la planta antigua se habían introducido, insensible y misteriosamente, como otros tantos injertos fecundos, mil peregrinas ideas, nociones y pensamientos. El poeta, que pensó imitar a Homero o a Virgilio, puso en su obra algo nuevo y superior, y fue Dante o Tasso; el filósofo, que pensó comentar a Platón o Aristóteles, creó en su comentario una nueva filosofía que aquéllos jamás soñaron; los humildes glosadores de las leyendas romanas abrieron inspirada y divinamente ancho e inexplorado campo y jamás hasta entonces vislumbrados y claros horizontes, por donde alcanzaron a entrever un concepto más puro y sublime de la justicia en la sociedad y en los individuos; y los estudiosos admiradores de Plinio, Dioscórides, Hipócrates y Galeno, buscando inspiración a fin de anotarlos y de aclararlos, descubrieron en el oculto seno de la naturaleza más hondas verdades que cuantas sus maestros habían llegado jamás a conocer y a divulgar entre los hombres.

En nuestro sentir, lejos de ser el Renacimiento, con la adoración que no pudo menos de suscitar en favor de los antiguos, y con el prurito constante de imitarlos, un estorbo para que lo original y lo propio apareciesen, una distracción hacia lo pasado que nos embelesaba y reteníasin ir a la conquista del porvenir, fue un incentivo poderoso, un estímulo ardiente, quizá una saludable alucinación por donde, imaginando volver atrás en pos del remedio, nos lanzamos con brío hacia adelante, en busca de lo desconocido.

Posteriormente, cuando los pueblos de la moderna Europa contemplaron el camino andado y tuvieron plena conciencia de la superioridad de su civilización, el respeto a los antiguos se convirtió en orgulloso menosprecio y en desdén injusto, el cual, empezando por las ciencias, y en este punto llegando a su colmo en el siglo XVIII, vino a extenderse también a principios de nuestro siglo por los dominios del arte y de la poesía.

Por dicha, en época posterior y algo reciente, mitigada la pasión del engreimiento, pero sin que reviva por eso la ciega admiración anterior, hemos venido a un término justo y razonable de estimación a la antigua cultura clásica, la cual fue nuestro norte; y hemos evaluado y tasado en lo debido su importancia, su influjo y su cooperación eficaz en los desenvolvimientos ulteriores del espíritu humano.

Predispuestos así los ánimos en nuestros días, hemos anhelado como nunca descubrir y saber las cosas todas, y hemos manifestado una equitativa y serena imparcialidad para juzgarlas. Desde el renacimiento clásico hasta ahora, el espíritu de los pueblos europeos ha encumbrado su vuelo a tal altura, que mientras otea entre nieblas no poco de su confuso porvenir, va penetrando en los abismos de lo pasado, y ensanchando por ambos extremos el imperio vastísimo de la historia. Y no podía ser de otra suerte, porque no podía reducirse nuestro conocer a una porción de tiempo mezquina, después de haberse dilatado por el espacio sin término. El hombre de ahora, que ha hollado con sus pies todas las regiones del globo que habita, y que ha llegado a abarcar con sus ojos mortales la insondable Profundidad del éter, ha querido hacer y ha hecho no menos importantes conquistas en el tiempo que en el espacio.

Si quedan en pie las dudas sobre el principio que pudo tener este infinito Universo, y hasta sobre el origen de la tierra, nuestra morada, y sobre la aparición en ella de nuestros primeros padres, de todo lo cual solo la fe o la imaginación siguen dando explicaciones, mientras que la verdadera ciencia niega o calla; al menos ese principio, ese origen y esa aparición incomprensibles, han ido retrocediendo en nuestra mente hasta perderse en la noche tenebrosa del tiempo, y han dejado al descubierto un larguísimo período, millares de años de existencia, no ya solo para el globo en que vivimos, sino también para el linaje humano.

Sobre el origen de éste y del mundo no puede ya aquietarse la curiosidad, dándose por satisfecha con los mythos de los antiguos Libros Sagrados o con las bellas fábulas que los poetas han inventado o nos han transmitido, prestándoles una forma inmortal. Sin embargo, menester es confesarlo, las explicaciones de los sabios modernos acerca de estas cosas, no por ser menos poéticas nos parecen menos inverosímiles y disparatadas. Algunos naturalistas de ahora tal vez tengan razón, tal vez nosotros seamos atrevidos y hasta insolentes en no querer creerlos, pero muchas de sus teorías tienen visos de ser tan extravagantes como las expuestas en el Antropodemus plutonicus y en El ente dilucidado del padre Fuente de la Peña. Schmidt, por ejemplo, supone que las formas pasan o se transmiten de unos seres a otros; ya del animal a la planta, ya de la planta al animal. Así, de un tulipán saca un cisne, poniendo patas a la cebolla y a la flor pico, y de la cola de un león, desprendida por cierto accidente, y caída y enclavada en terreno fértil, produce una airosa y vencedora palma. Oken, reconoce que el hombre no debió de aparecer sobre la tiera ya perfecto y adulto, pero tampoco cree posible que apareciese como aparece ahora, no teniendo madre ni nodriza que le cuidase y amamantase, y siendo una criatura tan menesterosa e incapaz en los primeros años de su vida. Para salvar estas dificultades, imaginó Oken que en el seno de los mares, cuando estaban aún a muy elevada temperatura, se formaron unos huevos donde los primeros hombres se criaron y empollaron hasta la edad de tres o cuatro años. La marea hubo de ir depositando estos huevos en la playa, y de ellos salieron ya los muchachos, listos y traviesos, y aptos para alimentarse de mariscos, raíces, frutas silvestres y sabandijas. Tal fue el origen de la humanidad. Otro sabio, llamado Ritgen, hace nacer a los primeros hombres en el cáliz de ciertas flores gigantescas. Otros, por último, y esta es la opinión que ahora priva, hacen que todo proceda de ciertas moléculas o globulillos viscosos o glutinosos, los cuales van compaginando y construyendo todas las formas y maneras de la vida, desde los grados más ínfimos hasta el grado supremo, que en el día es el hombre, y seguirá siéndolo mientras no se forme, engendre y cuaje otro género superior que nos quite la supremacía y el imperio, y nos mate a desazones y malos tratos. Edgardo Quinet, en su reciente y amena obra La Creación, se muestra muy inclinado a esta doctrina, y harto receloso de que el día menos pensado nos encontremos como quien dice de manos a boca y al revolver de una esquina, con este ser superior al hombre, que nos destrone y confunda, y de quien seamos animal doméstico, como es para nosotros el perro o el gato. Con dolor prevé Edgardo Quinet que, en nuestro orgullo de reyes de la creación, no hemos de querer conformarnos con un papel tan humilde, y que todos nos hemos de morir de pena, aunque somos ya de 1.200 a 1.300 millones. No de otra suerte se extinguió la raza de los antropiscos, que, según otro sabio llamado Bergmann, en sus Estudios de Ontología general, precedió inmediatamente al hombre, y fue el eslabón de la cadena que le une al chimpancé, al gorila y a otros monos mayúsculos, desde los cuales, si seguimos retrocediendo en los grados de la vida, iremos a parar a los globulillos pegajosos de que ya hemos hablado. Pero estos globulillos, sacos o vejigüelas que contienen la vida, ¿cómo se han formado? ¿Cómo de lo inorgánico ha procedido lo orgánico? A esto se contesta con la ley de formación progresiva y hasta se cita el uranoelain, que es una sustancia orgánica vesicular, que se halla en la nieve cuando cae de las nubes. Teniendo ya a mano las tales vejigüelas, no queda criatura que no se fabrique con ellas y que, por sus pasos contados, de ellas no vaya saliendo.

Del moho sale el hongo, del hongo el liquen, del liquen el musgo, del musgo el helecho y del helecho la palma; mientras que por otro lado, sale del pulpo el caracol, del caracol el cangrejo, y del cangrejo el pez, y del pez el lagarto, y del lagarto el cuadrúpedo, y del cuadrúpedo el mono, y del mono el antropisco, y del antropisco el hombre, y del hombre ese sujeto de quien tenemos tanto que recelar, según Edgardo Quinet. Llama dicho autor a la destrucción de nuestra especie por el mencionado sujeto una profecía de la ciencia. Es el último capítulo de su obra, la Apocalipsis de este Novísimo Testamento. Nuestras artes, nuestras literaturas, nuestra elocuencia parlamentaria, nuestras cavatinas, arias y sinfonías, todo se acabará. ¿Qué permanecerá de todo?, pregunta Edgardo Quinet. Y él mismo responde: «Lo que hoy queda del murmullo de los insectos en la floresta carbonífera.» Por cierto que no valía la pena que se ha tomado de estar estudiando ciencias naturales durante diez años, según afirma este profeta, para prorrumpir al cabo en un tan desconsolador vaticinio. Entretanto, conviene vivir sobre aviso y con la barba sobre el hombro; y si descubrimos en germen a ese nuevo ser, no hay mas que exterminar el germen, aunque sea obra poco caritativa, imitando en esto la conducta prudente de los pigmeos, quienes, según autores fidedignos, bajan todas las primaveras de los montes en que habitan, caballeros en sendas cabras, y destruyen los huevos de sus acérrimos enemigos, las grullas.

Lo malo es, si hemos de creer a otros sabios, que ya es tarde para imitar a los pigmeos. Nuestras grullas han roto el cascarón: la raza que ha de acabar con nosotros, como nosotros acabamos con los antropiscos, vive y se extiende por el mundo y le domina, y ha empezado la obra de aniquilamiento. Darwin, Schaafhausen y otros doctos ingleses y alemanes, han explicado bien la teoría de que lo que es mejor y más fuerte, debe suplantar a lo que es peor y más débil. Las razas decaídas y endebles, que se quedan en grande atraso, que no pueden seguir, ni a remolque y a la larga distancia, a otras razas más enérgicas e inteligentes, están condenadas a perecer y de hecho perecen. Al contacto de toda civilización muy superior, los hombres de una civilización muy inferior, se mueren todos. Los portugueses y españoles, como no estábamos muy civilizados, no dimos muerte a todos los negros e indios con quienes entramos en relación cuando nuestros descubrimientos y conquistas; pero, según parece, los ingleses y los yankees, como más adelantados en civilización, tienen la misión de acabar con todos. A unos los matan a cañonazos porque se rebelan, como a los cipayos; a otros de hambre y de tristeza, arrojándolos de los terrenos fértiles que habitaban y acorralándolos e internándolos en tierras más estériles, como a los cafres, hotentotes, pieles-rojas y naturales de la Nueva Holanda y Nueva Zelanda; y a otros los matan de fastidio, con el empeño de que lean y se afinen, y estudien la Biblia, como a los alegres habitantes de Otahiti, olvidados ya de sus danzas lascivas y de sus fáciles amores, y sujetos a la férula de algún ministro protestante, empalagoso y cogotudo. Hablando Quinet de estos infelices polinesianos, exclama: «De una raza de hombres, esparcida sobre una inmensa extensión del globo, no quedará un individuo solo dentro de pocos años.» «Pronto, añade más adelante, no quedará de estas naciones sino una queja vaga del abismo, un canto popular, una lamentación, quizás algunas palabras de una lengua muerta que pasarán a la lengua de los europeos.» Como prueba de esta misión destructora de los ingleses, dice el doctor Zimmermann que la India Oriental había sido invadida por las feroces hordas de los mongoles y los turcomanos, los cuales incendiaron palacios y ciudades enteras, pasaron a cuchillo a los moradores, e hicieron otras cien mil insolencias. El país, con todo, era tan generoso y tan rico, que pudo alzarse de nuevo a la primera prosperidad. Pero fueron los ingleses a la India, y la India, que era antes un jardín florido, se va convirtiendo en un yermo, y su población de 400 millones se va reduciendo a la cuarta parte. Sin duda que en esto hay alguna exageración del doctor Zimmermann; mas no puede negarse que, aun despojando de la exageración, basta para demostrar cuán terrible es la civilización cuando llega muy desnivelada, y para hacernos sospechar si serán los ingleses ese género nuevo con que Edgardo Quinet nos amenaza, y que no bien acabe con los indios, ha de empezar a acabar con nosotros. Toda raza inferior, con respecto a otra superior, es un eslabón, un anillo de la cadena que une al hombre con la naturaleza bruta, y según lo explica satisfactoriamente el ya citado Schaafhausen, es una ley ineludible del progreso, que este eslabón o anillo se rompa y aniquile.