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Juan Valera

Estudios críticos sobre historia y política

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96290-46-4.

ISBN ebook: 978-84-9897-952-7.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

La independencia de Cuba y la política española del siglo XIX 8

El centenario 11

La Atlántida 29

I 29

II 44

III 65

Sobre dos tremendas acusaciones sobre
España del angloamericano Draper 83

Los Estados Unidos contra España 111

Las alianzas 127

I 127

II 130

Quejas de los rebeldes de Cuba 135

I 135

II 139

III 144

A una señora cubana 149

Mérito y fortuna 155

Fe en la patria 161

Las dos rebeliones 165

El país de la castañeta 171

La paz deseada 177

La mediación de los Estados Unidos 183

Letras y armas 189

Libros a la carta 195

Brevísima presentación

La vida

Juan Valera (18 de octubre de 1824, Cabra). España.

Era hijo de José Valera y Viaña, oficial de la Marina, y de Dolores Alcalá-Galiano y Pareja, marquesa de la Paniega. Tuvo dos hermanas, Sofía y Ramona y un hermanastro: José Freuller y Alcalá-Galiano.

Su padre vivió de joven en Calcuta y adoptó posiciones liberales. Por ello fue removido de su puesto. Tras la muerte de Fernando VII en 1834, el nuevo gobierno liberal fue rehabilitado y se le nombró comandante de armas de Cabra y después gobernador de Córdoba.

La madre se opuso a que Juan Valera siguiera la carrera militar. Este estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada, en 1841. Luego estudió Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada, donde se graduó en 1846.

En 1844 publicó primer libro de poemas. Leyó mucha poesía, y en particular a José de Espronceda, y a los clásicos latinos: Catulo, Propercio y Horacio. Hacia 1847 empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Vuelto a Madrid, frecuentó las tertulias y los círculos diplomáticos a fin de conseguir un puesto como funcionario del Estado.

Así viajó por Europa y América. En Lisboa empezó su amor por la cultura portuguesa y el iberismo político. De regreso a España, empezó a escribir y publicar ensayos en 1853 en la Revista Española de Ambos Mundos; en 1854 fracasó en un intento de ser diputado, y por entonces estuvo en los consulados de España en Frankfurt y Dresde con el cargo de secretario de embajada.

Hacia 1857 se fue seis meses con el duque de Osuna a San Petersburgo; polemizó con Emilio Castelar en La Discusión, y escribió su ensayo De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana. Asimismo, tras ser elegido diputado por Archidona en 1858, escribió en numerosas revistas como redactor, colaborador o director.

El 5 de diciembre de 1867 se casó en París con Dolores Delavat, veinte años más joven y natural de Río de Janeiro, y tuvo tres hijos: Carlos Valera, Luis Valera y Carmen Valera, nacidos en 1869, 1870 y 1872.

Durante la Revolución española de 1868 fue un cronista de los hechos y escribió los artículos «De la revolución y la libertad religiosa» y «Sobre el concepto que hoy se forma de España».

Juan Valera fue elegido senador por Córdoba en 1872 y en ese mismo año fue director general de Instrucción pública; en 1874 publicó su obra más célebre, Pepita Jiménez y, en esa época, conoció a Marcelino Menéndez Pelayo, con quien hizo gran amistad.

En 1895 perdió casi por completo la vista, se jubiló y volvió a Madrid; allí publicó Juanita la Larga (1895), y Morsamor (1899); frecuentó diversas tertulias y tuvo una en su propia casa.

Valera fue elegido miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1904. Murió en Madrid el 18 de abril de 1905 y fue enterrado en la sacramental de San Justo.

Sus restos fueron exhumados en 1975 y llevados al cementerio de Cabra.

La independencia de Cuba y la política española del siglo XIX

Este es un libro clave para entender la visión española de los movimientos de independencia americanos. Valera, quien fue embajador de España en los Estados Unidos, argumenta con profundo conocimiento de causa. He aquí un fragmento alusivo a esta cuestión:

Otra acusación es la de que nosotros, merced a los derechos protectores, nos hemos proporcionado en Cuba un mercado provechoso y forzoso para nuestros productos. A esto me limitaré a contestar con algo que conozco por experiencia propia. Cuando estuve representando a España en los Estados Unidos, el señor Forster negoció en Madrid un tratado de comercio, por cuya virtud el azúcar de Cuba podía entrar en el territorio de la gran República sin pagar apenas derechos. En cambio, las harinas, las carnes, los tejidos, los muebles y otros productos yanquis podían entrar en Cuba con no mayor gravamen.

La inevitable consecuencia, si el tratado hubiera obtenido ratificación hubiera sido el que no hubiera ido a Cuba desde España harina bastante para amasar una hogaza, ni artículo alguno de la industria catalana; que el comercio de Barcelona y de Santander hubieran decaído y que nuestra marina mercante hubiera tenido que hundirse o buscar nuevo empleo. España, no obstante, lo sacrificaba todo por la prosperidad de Cuba. Yo hice los mayores esfuerzos, y con el permiso y autorización del gobierno español, nuevas concesiones a la comisión de negocios extranjeros del Senado de Washington, a fin de que el tratado fuese ratificado...

Y para un hombre como él, la cuestión de fondo es determinar qué fuerzas políticas pueden actuar en la historia como defensoras y emanadoras de «civilización».

En medio de la crisis española del siglo XIX, Valera se siente obligado a reivindicar Europa como centro de la «soberanía mental», en detrimento del Nuevo Mundo y su incipiente tradición:

la humanidad sigue su marcha progresiva elevándose a superiores esferas. Todo cuanto los yanquis han pensado, inventado o escrito, podrá ser un brillante apéndice; pero no es más que un apéndice de la civilización inglesa. Será una cola muy lucida, pero no es más que la cola. El núcleo, el loco, el centro luminoso, el primer móvil, cuanto ilumina y mueve aún a la humanidad en su camino, está en Europa y no ha pasado a América ni es de temer que pase. La antorcha del saber y de la inteligencia, la férula del magisterio, el timón de la nave, el centro de la soberanía mental están en Europa desde hace tres mil años.

El centenario

A la moda de las exposiciones sucedió, no hace mucho tiempo, la de los centenarios: algo como mundanas y populares apoteosis, culto y adoración de los héroes. Y hallándose esta moda en todo su auge, se nos vino encima el año 1892, y con él un grandísimo empeño, en la peor ocasión que pudiera imaginarse y temerse.

Van a cumplirse cuatro siglos desde que se descubrió el Nuevo Mundo, acontecimiento de tal magnitud, que no hay en la historia de nuestro linaje otro mayor en lo meramente humano; no hay acaso otro mayor, salvo la teofanía del Sinaí y el suplicio redentor del Gólgota.

¿Cómo no ha de celebrar España este cuarto centenario que celebrarán a porfía las nuevas naciones de América, y sin duda Italia, patria del atrevido e inspirado piloto que se abrió camino por el Atlántico para que el vaticinio de Séneca se cumpliese, se agrandase el concepto de las cosas creadas y se llegase al fin, no por conjeturas y especulaciones, sino por experiencia, a conocer la extensión, la forma y la repartición exacta en continentes, islas y mares, del planeta en que vivimos?

La ocasión, con todo, no podía ser, como queda dicho, menos propicia para nosotros. Cierto que España, mirado sin pasión y en absoluto el estado en que hoy se encuentra, no es menos rica que en ninguna otra edad ni tiene motivo para sentirse humillada; pero la comparación y el espectáculo de cuanto la rodea hacen que se abata y hasta que desespere.

Otros países de Europa han subido a tal grado de prosperidad merced al trabajo, a las artes útiles y mecánicas y al ahorro de sus habitantes, que los españoles vienen a quedar muy por bajo, cuando ahora más que nunca el poder depende del haber, porque las armas ofensivas y defensivas por mar y por tierra cuestan sumas enormes, y porque se aperciben, sustentan y organizan millones de soldados, con los cuales se amenazan de continuo unos pueblos a otros, gastando todos en tamaños alardes y fieros no escasa porción de lo que producen en las provechosas faenas del comercio, de la agricultura y de la industria. Y no vale decir, como dicen los prohombres que alternativamente gobiernan a España, que nosotros, en cualquier contienda que ocurra, debemos permanecer neutrales, sin buscar aventuras ni conquistas y sin aspirar a que nuestra espada se ponga en la balanza donde las grandes potencias ponderen de nuevo, el día menos pensado, los títulos y últimas razones que tienen que alegar para el predominio o la hegemonía.

Aunque nuestra patria no anhele desquite ni medro; aunque tenga firme propósito de conservar la actitud más desinteresada y pacífica, si para conservarla hemos de mantener un gran ejército y todos los aprestos y municiones que en el día se usan, resultará que, sin ganas de combatir, sin ambición y sin enojo, y sin esperar ni engrandecimiento ni gloria, tendremos que hacer sacrificios ruinosos para un pueblo tan pobre y tan castigado como el nuestro por todo género de calamidades, y tal vez, después de tan costosas precauciones para conservar la neutralidad, tendrá ésta que romperse por circunstancias imprevistas, yéndonos a deshora, sin alianzas, sin apoyo, sin plan, sin previo concierto con nadie, del lado de quien menos nos convenga, y exponiéndonos a que nuestra forzosa cooperación sea mal agradecida y peor pagada.

Con el perverso humor que infunden estas consideraciones, y aturdidos por el clamor general pidiendo economías, que no se harán si no nos resignamos a quedar inermes, nos ha sorprendido el glorioso centenario.

Aquella antigua jactanciosa soberbia de que nos acusaban en Francia, apellidándola morgue o rodomontade, y en Portugal fanfarricie, ha venido a trocarse en la humildad más ridícula. No pocos españoles han llegado a creer, no ya que estamos caídos, sino que jamás fuimos merecedores de elevarnos, siendo causa de nuestro efímero encumbramiento un conjunto de casos fortuitos y no el valor, el ingenio y la constancia.

De la aceptación resignada de cuanto el desdén o el odio ha hecho decir contra nosotros en tierras extrañas, nace, sin duda, la indiferencia general, que no podemos menos de notar, y que no queremos disimular, con que se mira el centenario, ya cercano, en que ha de conmemorarse el hecho importantísimo que abre en la historia universal nueva era y es el mayor de nuestros triunfos pasados.

Sin duda que hemos abusado del recuerdo de dichos triunfos hablando a cada paso, y no siempre con motivo, del Sol que no se ponía en nuestro territorio, de Lepanto, de Otumba, de San Quintín y de Pavía; pero la repetida e inoportuna exhibición de nuestras póstumas grandezas no justifica la frialdad y el despego con que las miramos hoy, cuando viene tan a propósito el ensalzarlas.

Hoy es distinguido, es elegante, es liberal, se mira como prueba de singularísima ilustración en no pocos españoles, el desdeñar a su patria y el afirmar que si alguna vez fue poderosa y grande, lo debió a enlaces regios y a momentáneos y no merecidos caprichos de la ciega Fortuna. Y como no basta citar el testimonio contrario de autores católicos o de españoles, retrógrados y oscurantistas, que ignoran o aborrecen la cultura y la vida europeas, queremos citar aquí al príncipe quizá de los historiadores de este siglo, inglés, protestante por religión oficial, y positivista de hecho, el cual impugna elocuentemente tan mala opinión, diciendo en nuestra alabanza lo que ningún español se atrevería a decir hoy por miedo de que le tildasen de presuntuoso y de poco versado en las flamantes filosofías de la historia, compuestas para regalo y deleite de la vanidad de otras naciones, ajando la nuestra con el aserto, más o menos explícito, de que España, por su Inquisición y su intolerante fanatismo, ha sido rémora y obstáculo del progreso humano.

«La supremacía —dice— que España tenía en Europa era debida a su indisputable superioridad en todas las artes de la guerra y de la política. El carácter que Virgilio atribuye a sus compatriotas podían apropiársele los graves y altivos caudillos y magnates que rodeaban el trono de Fernando el Católico y de sus inmediatos sucesores. El arte mayestático, el regere imperio populos, no fue mejor entendido por los romanos en los más brillantes días de su república, que por Gonzalo, Cisneros, Cortés y Alba. La destreza de los diplomáticos españoles era admirada en toda Europa. El nombre de Gondomar se recuerda aún en Inglaterra. La nación soberana no tenía rival en ninguna clase de combates. La impetuosa caballería de Francia y la apretada falange de los suizos flaqueaban por igual al ponerse frente a frente de la Infantería española. Y en las guerras del Nuevo Mundo, donde se requería en el general algo diverso de la estrategia ordinaria y en el soldado algo diverso de la ordinaria disciplina, para contrarrestar con insólitas mañas y trazas la táctica variable de un enemigo bárbaro, los aventureros españoles, salidos de entre el pueblo, desplegaron una fertilidad de recursos y un talento para la negociación y para el mando, de que apenas ofrece otro ejemplo la historia.»

Halla luego Macaulay que el español de entonces era, con respecto al italiano, lo que el romano, en los días de la grandeza de Roma, era con respecto al griego. Y supone que, a más del principado, pasó de Italia a España no poco del magisterio, como había pasado en la antigüedad de Grecia a Italia, maestra de las gentes. Pudo repetirse lo de Horacio: Capta ferum victorem cepit. Y así, en ninguna sociedad moderna, ni en Inglaterra durante el reinado de Isabel, hubo tan gran número de hombres eminentes, a par que en letras en toda empresa de vida activa, como en España durante el siglo XVI.

Y citando frases de un compatriota suyo del tiempo de María Tudor, nos representa el asombro con que los ingleses miraban entonces a los españoles, fingiéndoselos a manera de demonios, si horriblemente malévolos, aún más poderosos y sagaces, porque refrenaban sus ímpetus con astuta prudencia, y se amoldaban a la condición de los hombres cuya voluntad querían ganar, para sujetarlos después a su opresora tiranía; en todo lo cual sobrepujaban a las demás naciones de la Tierra. «No de otra suerte —concluye— se expresaría Arminio al hablar de los romanos, o, en nuestra época, un personaje del Indostán al hablar de los ingleses; propio lenguaje de todo sujeto a quien inflama la ira y a quien, los que aborrece, acobardan, obligándole a sentir con dolor su superioridad de ellos, no solo en poder, sino en inteligencia.»

Si el Lord entusiasta no peca de exagerado, y si prescindimos de aquello con que el rencor y la envidia denigraban a los españoles, así eran éstos cuando un extranjero oscuro y menesteroso vino a solicitar de sus reyes empeñados entonces en empresa costosísima y llena de peligros, que acometiesen otra, tan inaudita y ardua que los gobiernos de varias naciones la habían ya reprobado y desechado por irrealizable.

Al considerarlo bien, no se extraña que tardase Colón en conseguir lo que anhelaba; antes sorprendería y pasmaría que hallase, como, halló, tantos valedores si no se tuviesen en cuenta el despejado espíritu, el ánimo valiente y la noble ambición de los españoles de aquella era. El apoyo que al piloto genovés dieron Luis de Santángel, fray Diego de Deza, Juan Cabrero, el gran cardenal Mendoza, los padres de la Rábida y los Pinzones, sin disminuir en nada la gloria de la Reina Católica, por su fe y por su inspirada confianza, concurren a demostrar que España era digna de llevar a cabo la hazaña maravillosa y estaba llamada por el Destino, la Providencia o por la ley que dirige a la humanidad en su progreso, a ensanchar los límites del mundo conocido y a completarlo para el hombre, abriendo vías nunca holladas y explorando inmenso campo, fértil y virgen, por donde se dilataran triunfantes el audaz linaje de Jafet y la civilización de Europa.

Lo cual no fue inspiración del momento, ni del todo impremeditada ventura, ni suceso aislado y sin antecedentes, sino punto en una línea, grado en una escala y centro culminante en el desarrollo y acción de una epopeya, empezada y seguida por los portugueses desde principios de aquel siglo, para disipar la oscuridad y ahuyentar los fantasmas y monstruos que el miedo y la ignorancia habían engendrado en el Mar Tenebroso, y llegar, surcándolo, a las claras regiones de la Aurora, en que están las islas de las especias aromáticas y hay golfos donde las perlas se cuajan, y montañas donde se crían los diamantes, y ríos que arrastran oro en sus arenas.

Los portugueses, con tenaz perseverancia, andaban procurando llegar allí, y, gracias a los estudios y esfuerzos de Jaime el Mallorquín, del infante don Enrique, de Ayres Tinoco, de Gil Eannes y de Bartolomé Días, habían ido ya hasta el extremo austral de África y habían doblado el cabo, que el príncipe Perfecto llamó de Buena Esperanza, cuando Colón presupuso la redondez de la Tierra y, con el auxilio de los españoles, buscó camino más corto y directo para llegar a la India y al Catay, y halló tierras desconocidas que creyó ser las últimas del rico y luminoso Oriente que los portugueses buscaban.

El jubiloso aplauso de los sabios de Europa, la aclamación entusiasta de los pueblos, la marcha triunfal del gran marino, cuando al volver de su primer viaje fue de Palos a Barcelona, y el lauro incruento con que los reyes de Aragón y de Castilla ciñeron sus sienes, es lo que principalmente nos incumbe recordar en el presente centenario. Pero en tal poema no es posible atender a uno solo de sus cantos, aunque sea el más interesante. Todo él está enlazado en la magnífica unidad de su conjunto. La despertada emulación de los portugueses movió a Vasco de Gama y le hizo llegar a Calicut; y los castellanos, siguiendo en el empeño de completar el conocimiento del globo, revelaron a los hombres toda su grandeza, hicieron visible el gran continente que se interpone entre el Atlántico y el Pacífico, tomaron posesión con Balboa de este nuevo mar, y, por último, con el portugués Magallanes, llevaron el estandarte de Castilla hasta el punto, en realidad mucho más de doblemente remoto, adonde Colón imaginó haber llegado. En la maravillosa acción de este poema, que desde 1492 y en lo esencial apenas dura treinta años, figura muchedumbre de héroes, como Ojeda, Juan de la Cosa, Cortés, Jiménez de Quesada, Alburquerque, Castro, Pizarro, Orellana y Elcano, el cual lo termina gloriosamente, al aportar a Sanlúcar, en la nave Victoria, el día 7 de septiembre de 1522, después de haber, por la primera vez, circunnavegado el planeta.

Al retraer todo esto a nuestra memoria, siente el amor propio nacional honda satisfacción y se experimenta algún consuelo para los apuros con que hoy vivimos; mas no por eso los apuros son menores, sino que se aumentan y se ven con claridad más ominosa.

Cuando, en cierto famoso libro que siendo España preponderante, escribió un fraile napolitano para dar consejos al rey a fin de que fundase la monarquía universal, leemos, por ejemplo, que era admiratione dignum quo modo consumatur tanta divitiarum vis sine ullo emolumento, et cum videamus regem fere perpetuo inopia laborare, nos inclinamos a reconocer la constante incapacidad para el arreglo de la hacienda de que adolecemos hace siglos, aunque en el día aflija más, porque tiene la gente menos fe y menos paciencia y porque la necesidad del dinero es mayor para todo. Y sube de punto la aflicción si, contemplando la ingente fuerza creadora de riqueza que desenvuelven otros pueblos, hallamos mezquina e inhábil en nosotros la virtud que la crea. Así, al pensar en la soberbia esplendidez con que los Estados Unidos se preparan a celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América, se contrista y se amilana el espíritu por la escasa cantidad de que en España se dispone para las solemnidades y pompas que deben conmemorarlo.

La dichosa y brillante metrópoli del noroeste de la gran República, asentada en la margen occidental del lago Michigan, cuyas aguas la riegan y abastecen, subiendo, filtradas y absorbidas, por artificio humano, a una torre de ciento sesenta pies de altura, para derramarse y distribuirse luego en la población; la rival de Nueva York en industria y comercio, cruzada por ríos y canales donde se reflejan mil monumentos y palacios, circundada de frondosos jardines, sotos, extensos parques y deliciosas quintas, y centro de cien líneas férreas, quiere y va a lucirse, pasmando al mundo con sus fiestas en honor de Colón y de su hazaña.

¿Qué lujo, qué grandeza puede preverse que allí no se despliegue, si se mide la potencia de aquella ciudad, miserable aldea aún en 1833, cuando construyó su primera casa de ladrillo, abrasada luego en 1871 en voraz incendio, que consumió por valor de doscientos millones de duros, y renacida a poco, como el fénix de sus cenizas, más gloriosa y opulenta que antes?

Las maravillas de la última reciente Exposición de París serán, sin duda, sobrepujadas y eclipsadas en Chicago. Millares de obreros trabajan en levantar multitud de edificios en los dilatados y hermosos parques del lago y de Jackson. Se están gastando millones de duros. La agricultura, la horticultura, la arboricultura, la electricidad, las bellas artes, las artes mecánicas, la pescadería y hasta la lechería, tendrán sendos palacios. El de los transportes será tan colosal que medirá doscientos pies de ancho y mil ciento de largo. Le dará digna y portentosa entrada la ya célebre Puerta de Oro. Brillarán allí en competencia, sobre muchos kilómetros cuadrados, todos los géneros y estilos de arquitectura: agujas góticas, obeliscos egipcios, columnas grecorromanas y cúpulas gigantescas, que se elevarán cerca de doscientos pies sobre el terreno.

Al recibir estas noticias y al vislumbrar por ellas el esplendor que tendrán las fiestas de la ciudad del Illinois, no pudimos menos de asustarnos; pero España no debe arredrarse; España necesita, hasta donde alcancen sus fuerzas, celebrar también el cuarto término secular del grande acontecimiento.

Así lo comprendió el gabinete que presidía Sagasta, y, por medio del entusiasta ministro don Segismundo Moret, creó una junta para que preparase y dirigiese las fiestas del centenario. El ilustre duque de Veragua, descendiente del egregio descubridor, tuvo la inmediata presidencia de esta junta e hizo cuanto pudo, con laudable actividad, discreción y patriotismo, para que saliésemos airosos de nuestro ineludible y difícil empeño. Retirado después el duque, a causa tal vez de su quebrantada salud, y habiendo subido al poder el señor Cánovas, creó éste nueva junta, de menor número de personas; y presidiéndola, se emplea, con afán y tino, en el mismo propósito. Varias corporaciones, oficiales y populares, le prestan generoso auxilio, y todo nos induce a esperar que la combinación de tantos esfuerzos logre al cabo éxito satisfactorio.

No habrá centenares de flamantes palacios, como a orillas del lago Michigan; pero se erigirán hermosos monumentos en La Habana, en Granada, en Palos y quizá en Valladolid. Tendremos certámenes para premiar composiciones en verso y prosa; construiremos tal vez la carabela Santa María; la Academia de la Historia publicará bibliografías y documentos colombinos; reuniremos varios congresos científicos; y si no abriremos Exposición Universal de todas las industrias, la habrá de Bellas Artes, donde confiamos en que darán gloria a España nuestros pintores y escultores.

Más digna de atención aún será la Exposición americana precolombina que se prepara. Si las repúblicas de nuestra lengua y sangre acuden con tiempo a enviarnos lo que prometen, se formará por dicha exposición el más cumplido concepto de las artes, cultura, saber, religiones y costumbres de los habitantes del Yucatán y del Anahuac, de los chibchas de Bogotá y de los mil pueblos que vivían bajo el dominio de los incas.

Por último, y esto podrá ser lo más curioso, rico y bello, habrá una exposición histórica de objetos de arte, armas, joyas y demás productos de la industria, en toda Europa y particularmente en Portugal y en España, durante más de un siglo, en que se realizaron el descubrimiento, la colonización y la conquista de las nuevas regiones transatlánticas. En esta exposición acaso rayemos, por diverso medio, a la misma altura que alcance la que habrá a orillas del lago Michigan. Todo depende de que los prelados y cabildos de nuestras catedrales desechen desconfianzas y escrúpulos infundados y se presten a mandar a la exposición los primorosos e inestimables tesoros que celosamente custodian. España, que pudo, en aquella edad, creerse el pueblo de Dios, con la vocación de extender su nombre y su ley por la Tierra, que ella misma se diría que había agrandado, y con la misión providencial de mantener al propio tiempo en Europa los principios y doctrinas que informaron la civilización grecolatina o cristiana y conservaron su unidad durante mil quinientos años, consagraba entonces en los altares, para servicio, gala y ornato de las iglesias, cuanto poseía de más precio por lo exquisito y costoso de la materia y por la delicada e ingeniosa perfección del trabajo.

Para la Iglesia católica el centenario es más que para nadie renovado triunfo, a cuya magnificencia debe contribuir luciendo sus galas y ostentando sus dijes. Muchas más almas ganó la Iglesia por Colón que perdió por Lutero. Colón hizo surgir para la Iglesia, como del seno de los mares, el magno anfiteatro donde combatieron con gloria tantos valerosos y santos atletas de la fe, vertiendo por ella su sangre, y donde tantos varones piadosos obraron portentos de caridad, se sobrepusieron en valor, sufrimiento y constancia a los más firmes guerreros y difundieron el bálsamo del consuelo y de la esperanza en aquel siglo de costumbres duras y crueles. Así descollaron, entre mil, un san Francisco Solano, un san Luis Beltrán, un Motolinia, un Bartolomé de las Casas, protector de los indios, y un Alonso de Sandoval y un Pedro Claver, esclavos de los esclavos negros que venían de África, a quienes cuidaban, evangelizaban y amaban como hermanos, y a quienes amparaban y defendían como a los hijos de sus misericordiosas entrañas.

El genio ibérico, en la admirable expansión de sus bríos, para la cual juzgó estrecho el mundo antiguo, y buscó y halló otro nuevo, por donde llevar triunfante la cruz de Cristo con las artes de Europa, suscitó a este fin muchos fervorosos campeones; pero fuerza es confesar que a todos se adelantaron tal vez los discípulos y sucesores de aquel Ignacio de Loyola, de quien dice el historiador inglés ya citado que en la gran reacción católica tuvo la misma parte que Lutero en el gran movimiento protestante. La Compañía de Jesús, no contenta con sacar vencedor en Trento el libre albedrío humano y con educar a los europeos, estrechando el pacto de alianza entre las ciencias, las letras y la ortodoxia, invadió los países que habían descubierto los más audaces navegantes; bajó, para consolar a los trabajadores, al fondo de las minas del Perú; fue a Guinea, y vivió en Cartagena de Indias para aliviar la suerte de los esclavos negros, cruzó nevadas serranías, selvas y páramos; realizó utopías ideales o renovó pasmosas Salentos, y aportó a islas remotas y a comarcas inhospitables, convirtiendo infieles y reduciéndolos a vivir político, donde la curiosidad o la codicia no habían penetrado aún, y predicando y discutiendo en idiomas de que nadie del occidente de Europa había oído palabra.

El cuarto centenario, que vamos a celebrar, refresca y reverdece todos estos lauros y evoca en cifra y resumen mil y mil gloriosos recuerdos de la Iglesia católica de España. Justo y conveniente es, pues, que sus prelados concurran al esplendor de la solemnidad, enviando a la exposición las riquezas artísticas que poseen. Esperamos que no han de ocultarlas sub modio, sino que han de colocarlas super candelabrum, sin que nadie lo achaque a vanidad mundana, antes bien, lo atribuyan todos a que se interpreta con rectitud la sentencia del Soberano Maestro y se aspira a que los hombres glorifiquen a Dios al ver obras tan bellas y ricas.

De todos modos, no desfallece nuestra esperanza, ni nos abandona el convencimiento de que será brillante la exposición retrospectiva. Y asimismo creemos que las demás fiestas, ceremonias y regocijos públicos que se disponen han de ser dignos del objeto y verdaderamente memorables.

Para dar noticia de ellos, describirlos y conservar por escrito su recuerdo, en un libro que dure, la junta directiva nos ha confiado el difícil encargo de redactar y publicar la presente Revista Ilustrada.

Si hemos de salir airosos del compromiso, menester será que nos preste poderoso auxilio el talento de nuestros dibujantes, los cuales, por medio de los varios procedimientos que el arte tiene ahora, representarán con fidelidad y buen gusto, y multiplicarán en estampa, las más importantes escenas a que dé ocasión el centenario: las estatuas y columnas que se están erigiendo; los edificios que se construyen o restauran; las medallas que van a acuñarse; los más preciosos documentos de la edad que se recuerda; la multitud de joyas, armas, vasos, ídolos, vestimentas antiguas, cuadros, esculturas, instrumentos y muebles que se expongan; y los retratos, ya de algunos ínclitos varones, cuya gloria va a conmemorarse, ya de aquellas personas de viso y valer que intervengan en la conmemoración, la dirijan o contribuyan a hacerla más lucida.

Como en nuestra revista hemos de narrar la historia del centenario, desde que se decretó oficialmente su celebración hasta que ésta termine, procuraremos hacerlo con claridad y concisión, insertando, además, a modo de documentos justificativos, las disposiciones que a dicho asunto se refieran, ora del gobierno de su majestad la reina regente, ora de la junta directiva.

Ya se echa de menos, tanto por los extranjeros que desean acudir a España como por los representantes de las monarquías y repúblicas acreditadas en esta corte, un programa oficial de las fiestas y solemnidades. Se anhela saber con exactitud si éstas empezarán en Huelva, el día 3 de agosto, con la apertura del Congreso de Americanistas en el restaurado convento de La Rábida, con botar al agua la renovada carabela Santa María y con la inauguración de la columna que recuerde el embarque de Colón y de sus compañeros al emprender el primer viaje; si, dominado el cisma que, según parece, divide hoy a los orientalistas, celebrarán éstos un congreso, cuyas sesiones sean sucesivamente en el Alcázar de Sevilla, en la Mezquita de Córdoba y en la Alhambra de Granada, que tal vez se ilumine con luz eléctrica; cuando será la inauguración de la estatua de Isabel la Católica, que ha de erigirse en la poética ciudad, regia residencia que fue de los nazaristas; si con motivos tan faustos irán a Andalucía la reina regente y su augusto hijo, y, por último, si será el 12 de octubre el día en que las exposiciones se abran y que pompas y ceremonias han de acompañar y seguir a este acto.

No siendo aún posible redactar y publicar el programa, conviene refrenar la impaciencia, confiando en que pronto se publicará, y en que, salvo alguna leve alteración, será como lo prevemos.

Además de la historia y descripción de todo lo relativo al centenario, es nuestro intento que sea la revista a modo de álbum, donde notables escritores portugueses hispanoamericanos y españoles den muestras de su ingenio y saber en artículos, variados y amenos, que divulguen el conocimiento de las hazañas y empresas que van a celebrarse en lo cual, aunque no logremos revelar misterios, desentrañar reconditeces, añadir noticias peregrinas a lo que se sabe y cambiar, como no sea en menudencias, lo que es tenido por verdad histórica, todavía podremos hacer popular cuanto por esta verdad se atestigua, realzando en la mente del público de hoy su sublimidad trascendente.

Aunque ésta fue desde luego, comprendida y celebrada por las personas pensadoras e instruidas en Italia, en Francia, en Alemania y en más distantes países; aunque Alejandro VI dividió, desde 1493, entre portugueses y castellanos, el mundo ensanchado por ellos, y aunque Pomponio Leto lloró de júbilo y Pedro Mártir escribió la Oceánica que leían con entusiasmo los Medicis en el Vaticano, todavía no hubo de entenderse bien, desde el principio, el descubrimiento de Colón por la generalidad de los hombres. Los sucesos extraordinarios se precipitaron con tal rapidez desde la primera vuelta del genovés hasta la de Elcano, que apenas hubo tiempo, no ya de reflexionar sobre todo, pero ni de tener de ello clara noticia.

La expresión enfática de Nuevo Mundo, con que no tardaron en ser designadas las tierras recién descubiertas, prueba la importancia que pronto se le dio; pero la misma novedad del caso y el olvido o la carencia de precedentes se oponían a su completa comprensión inmediata por el vulgo. Se habían olvidado o no habían tenido resonancia, ni consecuencia, los viajes al continente que descubrió Colón: de san Brendán, en el siglo VI; de san Vigil, en el VII, y del escandinavo Leif, hijo de Erico el Rojo, en el X. Además, antes que hollasen y conquistasen Cortés y Pizarro los imperios de Moctezuma y de Atahualpa, las llamadas islas occidentales aparecían, si bien fértiles, harto incultas y selváticas, donde no había y fue menester llevar el trigo, el toro y el caballo, el lino y la seda.