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Juan Valera

Elisa la malagueña

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-327-8.

ISBN ebook: 978-84-9897-951-0.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Preámbulo 9

I. Confidencias de Elisa 13

II 21

III 29

IV 32

V 33

VI 34

VII 35

VIII 37

IX 39

X 40

XI 41

XII 42

XIII 44

XIV 48

XV 49

Libros a la carta 51

Brevísima presentación

La vida

Juan Valera (18 de octubre de 1824, Cabra). España.

Era hijo de José Valera y Viaña, oficial de la Marina, y de Dolores Alcalá-Galiano y Pareja, marquesa de la Paniega. Tuvo dos hermanas, Sofía y Ramona y un hermanastro: José Freuller y Alcalá-Galiano.

Su padre vivió de joven en Calcuta y adoptó posiciones liberales. Por ello fue removido de su puesto. Tras la muerte de Fernando VII en 1834, el nuevo gobierno liberal fue rehabilitado y se le nombró comandante de armas de Cabra y después gobernador de Córdoba.

La madre se opuso a que Juan Valera siguiera la carrera militar. Este estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada, en 1841. Luego estudió Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada, donde se graduó en 1846.

En 1844 publicó primer libro de poemas. Leyó mucha poesía, y en particular a José de Espronceda, y a los clásicos latinos: Catulo, Propercio y Horacio. Hacia 1847 empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Vuelto a Madrid, frecuentó las tertulias y los círculos diplomáticos a fin de conseguir un puesto como funcionario del Estado.

Así viajó por Europa y América. En Lisboa empezó su amor por la cultura portuguesa y el iberismo político. De regreso a España, empezó a escribir y publicar ensayos en 1853 en la Revista Española de Ambos Mundos; en 1854 fracasó en un intento de ser diputado, y por entonces estuvo en los consulados de España en Frankfurt y Dresde con el cargo de secretario de embajada.

Hacia 1857 se fue seis meses con el duque de Osuna a San Petersburgo; polemizó con Emilio Castelar en La Discusión, y escribió su ensayo De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana. Asimismo, tras ser elegido diputado por Archidona en 1858, escribió en numerosas revistas como redactor, colaborador o director.

El 5 de diciembre de 1867 se casó en París con Dolores Delavat, veinte años más joven y natural de Río de Janeiro, y tuvo tres hijos: Carlos Valera, Luis Valera y Carmen Valera, nacidos en 1869, 1870 y 1872.

Durante la Revolución española de 1868 fue un cronista de los hechos y escribió los artículos «De la revolución y la libertad religiosa» y «Sobre el concepto que hoy se forma de España».

Juan Valera fue elegido senador por Córdoba en 1872 y en ese mismo año fue director general de Instrucción pública; en 1874 publicó su obra más célebre, Pepita Jiménez y, en esa época, conoció a Marcelino Menéndez Pelayo, con quien hizo gran amistad.

En 1895 perdió casi por completo la vista, se jubiló y volvió a Madrid; allí publicó Juanita la Larga (1895), y Morsamor (1899); frecuentó diversas tertulias y tuvo una en su propia casa.

Valera fue elegido miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1904. Murió en Madrid el 18 de abril de 1905 y fue enterrado en la sacramental de San Justo.

Sus restos fueron exhumados en 1975 y llevados al cementerio de Cabra.

Preámbulo

Es tal la multitud de manuscritos hallados en Egipto, llevados a Viena y adquiridos por el archiduque Raniero, que será menester la constante actividad de muchos sabios, quizá durante un siglo, para trasladar a los idiomas de la moderna Europa lo que en dichos manuscritos se contiene, y, si lo merece, darlo a la estampa.

Nada abunda más en la colección que lo redactado en lengua griega, desde los tiempos de Alejandro el Magno, hasta la conquista por los muslimes del antiguo reino de los Faraones.

De algo de esto se ha dado ya noticia o se han hecho traducciones o extractos, pero aún queda muchísimo por descifrar.

Un doctor amigo mío, hábil paleógrafo y eruditísimo helenista, cuyo nombre se guarda para mayores cosas, ha leído, entre estos manuscritos, parte de la biografía de cierta moza, llamada Elisa la Malagueña, y me la ha referido punto por punto.

Confieso que al principio extrañé bastante y tuve por disparatada facecia que una paisana mía, de quien no sabemos que hablen las historias profanas, ni menos las sagradas, hubiera escrito como Plutarco, o más bien de sí misma, como Sila, César o Marco Aurelio, yendo a parar y conservándose su escritura cerca de Alejandría; pero mi sabio amigo me demostró pronto que no hay nada de que debamos maravillarnos.

Durante largo tiempo hubo colonias griegas en el litoral de nuestra península, y en varias comarcas de ellas dominaron luego los bizantinos. Natural es, pues, que no se tenga por exótica, sino por muy visitada entonces entre nosotros el habla de Homero.

En la antigüedad grecorromana la afición a escribir Memorias había cundido tanto como cunde en Francia desde hace dos o tres siglos. Apenas había persona que hubiese o creyese haber hecho algo notable, o que hubiese conocido a quien lo hiciera, que no se considerase obligada a escribir, exhibiéndose para que la posteridad se instruyese o se deleitase.

Por fortuna, como entonces no había imprenta, casi todas estas Memorias se han perdido, librándonos de no pocos quebraderos de cabeza y de gastar tiempo en su lectura y estudio.