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Juan Valera

El comendador
Mendoza

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-320-9.

ISBN ebook: 978-84-9897-205-4.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

A la excelentísima señora doña Ida de Bauer 9

El comendador Mendoza 13

I 13

II 14

III 23

IV 26

V 32

VI 37

VII 41

VIII 50

IX 60

X 63

XI 67

XII 70

XIII 77

XIV 85

XV 89

XVI 91

XVII 102

XVIII 109

XIX 112

XX 118

XXI 121

XXII 128

XXIII 130

XXIV 135

XXV 144

XXVI 150

XXVII 152

XXVIII 159

XXIX 164

XXX 166

Libros a la carta 181

Brevísima presentación

La vida

Juan Valera (18 de octubre de 1824, Cabra). España.

Era hijo de José Valera y Viaña, oficial de la Marina, y de Dolores Alcalá-Galiano y Pareja, marquesa de la Paniega. Tuvo dos hermanas, Sofía y Ramona y un hermanastro: José Freuller y Alcalá-Galiano.

Su padre vivió de joven en Calcuta y adoptó posiciones liberales. Por ello fue removido de su puesto. Tras la muerte de Fernando VII en 1834, el nuevo gobierno liberal fue rehabilitado y se le nombró comandante de armas de Cabra y después gobernador de Córdoba.

La madre se opuso a que Juan Valera siguiera la carrera militar. Este estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada, en 1841. Luego estudió Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada, donde se graduó en 1846.

En 1844 publicó primer libro de poemas. Leyó mucha poesía, y en particular a José de Espronceda, y a los clásicos latinos: Catulo, Propercio y Horacio. Hacia 1847 empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Vuelto a Madrid, frecuentó las tertulias y los círculos diplomáticos a fin de conseguir un puesto como funcionario del Estado.

Así viajó por Europa y América. En Lisboa empezó su amor por la cultura portuguesa y el iberismo político. De regreso a España, empezó a escribir y publicar ensayos en 1853 en la Revista Española de Ambos Mundos; en 1854 fracasó en un intento de ser diputado, y por entonces estuvo en los consulados de España en Frankfurt y Dresde con el cargo de secretario de embajada.

Hacia 1857 se fue seis meses con el duque de Osuna a San Petersburgo; polemizó con Emilio Castelar en La Discusión, y escribió su ensayo De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana. Asimismo, tras ser elegido diputado por Archidona en 1858, escribió en numerosas revistas como redactor, colaborador o director.

El 5 de diciembre de 1867 se casó en París con Dolores Delavat, veinte años más joven y natural de Río de Janeiro, y tuvo tres hijos: Carlos Valera, Luis Valera y Carmen Valera, nacidos en 1869, 1870 y 1872.

Durante la Revolución española de 1868 fue un cronista de los hechos y escribió los artículos «De la revolución y la libertad religiosa» y «Sobre el concepto que hoy se forma de España».

Juan Valera fue elegido senador por Córdoba en 1872 y en ese mismo año fue director general de Instrucción pública; en 1874 publicó su obra más célebre, Pepita Jiménez y, en esa época, conoció a Marcelino Menéndez Pelayo, con quien hizo gran amistad.

En 1895 perdió casi por completo la vista, se jubiló y volvió a Madrid; allí publicó Juanita la Larga (1895), y Morsamor (1899); frecuentó diversas tertulias y tuvo una en su propia casa.

Valera fue elegido miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1904. Murió en Madrid el 18 de abril de 1905 y fue enterrado en la sacramental de San Justo.

Sus restos fueron exhumados en 1975 y llevados al cementerio de Cabra.

El comendador Mendoza (1876), es un personaje peculiar, abuelo de Faustino y habitante de Villabermeja en el siglo XVIII, que evita con su carisma que Clara, otro de los personajes de la novela, sea monja y consigue que ésta se una a su amado Carlos.

A la excelentísima señora doña Ida de Bauer

Nunca, estimada señora y bondadosa amiga, soñé con ser escritor popular. No me explico la causa, pero es lo cierto que tengo y tendré siempre pocos lectores. Mi afición a escribir es, sin embargo, tan fuerte, que puede más que la indiferencia del público y que mis desengaños.

Varias veces me di ya por vencido y hasta por muerto; mas apenas dejé de ser escritor, cuando reviví como tal bajo diversa forma. Primero fui poeta lírico, luego periodista, luego crítico, luego aspiré a filósofo, luego tuve mis intenciones y conatos de dramaturgo zarzuelero, y al cabo traté de figurar como novelista en el largo catálogo de nuestros autores.

Bajo esta última forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero aun así, no las tengo todas conmigo.

Mi musa es tan voluntariosa, que hace lo que quiere y no lo que yo le mando. De aquí proviene que, si por dicha logro aplausos, es por falta de previsión.

Escribí mi primera novela sin caer hasta el fin en que era novela lo que escribía.

Acababa yo de leer multitud de libros devotos.

Lo poético de aquellos libros me tenía hechizado, pero no cautivo. Mi fantasía se exaltó con tales lecturas, pero mi frío corazón siguió en libertad y mi seco espíritu se atuvo a la razón severa.

Quise entonces recoger como en un ramillete todo lo más precioso, o lo que más precioso me parecía, de aquellas flores místicas y ascéticas, e inventé un personaje que las recogiera con fe y entusiasmo, juzgándome yo, por mí mismo, incapaz de tal cosa. Así brotó espontánea una novela, cuando yo distaba tanto de querer ser novelista.

Después me he puesto adrede a componer otras, y dicen que lo he hecho peor.

Esto me ha desanimado de tal suerte, que he estado a punto de no volver a escribirlas.

Entre las pocas personas que me han dado nuevo aliento descuella usted, ora por la indulgencia con que celebra mis obrillas, ora por el valor que los elogios de usted, si prescindimos por un instante de la bondad que los inspira, deben tener para cuantos conocen su rara discreción, su delicado gusto y el hondo y exquisito sentir con que percibe todo lo bello.

Aunque yo no hubiese seguido de antemano la sentencia de aquel sabio alejandrino que afirmaba que solo las personas hermosas entendían de hermosura, usted me hubiera movido a seguirla, mostrándose luminoso y vivo ejemplo y gentil prueba de su verdad.

No extrañe usted, pues, que, lleno de agradecimiento, le dedique este libro.

Por ir dedicado a usted, quisiera yo que fuese mejor que Pepita Jiménez, a quien usted tanto celebra; pero harto sabido es que las obras literarias, y muy en particular las de carácter poético, solo se dan bien en momentos dichosos de inspiración, que los autores no renuevan a su antojo.

En esto como en otras mil cosas, la poesía se parece a la magia. Requiere la intervención del cielo.

Cuentan de Alberto Magno que, yendo en peregrinación de Roma a Alemania, pasó una noche a las orillas del Po, en la cabaña de mi pescador. Agasajado allí muy bien, quiso el doctor probar su gratitud al huésped, y le hizo y le dio un pez de madera, tan maravilloso que, puesto en la red atraía a todos los peces vivos. No hay que ponderar la ventura del pescador con su pez mágico. Cierto día, con todo, tuvo un descuido, y el pez se le perdió. Entonces se puso en camino, fue a Alemania, buscó a Alberto, y le rogó que le hiciera otro pez semejante al primero. Alberto respondió que lo deseaba (también deseo yo hacer otra Pepita Jiménez); mas que, para hacer otro pez que tuviese todas las virtudes del antiguo, era menester esperar a que el cielo presentase idéntico aspecto y disposición en constelaciones, signos y planetas, que en la noche en que el primer pez se hizo, lo cual no podía acontecer sino dentro de treinta y seis mil y pico de años.

Como yo no puedo esperar tanto tiempo, me resigno a dedicar a usted El comendador Mendoza.

Este simpático personaje, antes de salir en público, no ya escondido y a trozos, sino por completo y por sí solo, pasa, con la venia de Lucía, a besar humildemente los lindos pies de usted y a ponerse bajo su amparo. Remedando a un antiguo compañero mío, elige a usted por su madrina. No desdeñe usted al nuevo ahijado que le presento, aunque no valga lo que Pepita, y créame su afectísimo y respetuoso servidor.

Juan Valera