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Los Netanyahus

www.deconatus.com

© De la traducción: Javier Calvo

Título original: The Nethanyahus

Tercera edición: mayo 2022

Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita

Producción del ePub: booqlab

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

En memoria de Harold Bloom.

ÍNDICE

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CRÉDITOS Y CRÉDITO ADICIONAL

Acabad con la Diáspora o la Diáspora acabará con vosotros.
ZE’EV JABOTINSKI, « Discurso del 9 de Av de 1938».

1

Me llamo Ruben Blum y soy historiador. Muy pronto, sin embargo, supongo que seré Historia. Con lo cual quiero decir que moriré y pasaré a formar parte de la Historia, un tipo poco común de transformación reservada tradicionalmente a los académicos más puros. Los abogados se mueren y no se convierten en la ley, los médicos se mueren y no se convierten en medicina, aunque los profesores de biología y química sí que pasan a mejor vida y se descomponen en forma de biología y química, o bien se mineralizan en forma de geología, se dispersan en su ciencia, tan cierto como que los matemáticos se vuelven estadísticas. El mismo proceso se nos aplica a los historiadores; que yo sepa, somos los únicos a quienes se nos aplica en el ámbito de las humanidades; los únicos que nos convertimos en lo que estudiamos; envejecemos, nos ponemos amarillos, nos arrugamos y nos volvemos frágiles igual que nuestros materiales, hasta que nuestras vidas se hunden en el pasado, se vuelven la sustancia misma del tiempo. O quizás esta sea la voz del judío que llevo dentro… Los gentiles creen que el verbo se hace carne, pero los judíos creen que la carne se hace verbo, una encarnación más natural y racional…

También a modo de introducción, citaré un comentario que me hizo una vez el por entonces presidente de la American Historical Association, que ha de permanecer en el anonimato, cuando lo conocí en un simposio en mis días de estudiante, recién acabada la Segunda Guerra Mundial: «Ah», me dijo, estrechándome desganadamente la mano, «Blum, ¿dice usted? ¿Un historiador judío?».

Aunque seguramente la intención de su comentario era herirme, lo único que consiguió fue provocarme placer, y todavía hoy descubro que la descripción me arranca una sonrisa. Me gustan su imprecisión accidental y el hecho de que el doble sentido pueda funcionar como una especie de test psicológico: «Historiador judío: ¿Qué le hacen pensar estas palabras? ¿Qué imagen le viene a la cabeza?». La cuestión es que el epíteto tal como me lo aplicó es al mismo tiempo correcto e incorrecto: soy un historiador judío pero no soy historiador del judaísmo; o no lo he sido nunca, profesionalmente.

Lo que soy es historiador de América, o lo era. Después de medio siglo ejerciendo de profesor, hace poco que me jubilé como titular la Cátedra Memorial Andrew William Mellon de Historia de la Economía Americana de la Corbin University, en Corbindale, Nueva York, en el a veces rural y a veces agreste corazón del condado de Chautauqua, a pocas millas del Lago Erie, entre los huertos de manzanos, los apiarios y las vaquerías; o bien, como insisten en llamarlo los despectivos y geográficamente incultos urbanitas de Nueva York, en el «norte del estado». (Yo también fui en el pasado uno de esos urbanitas, y aunque es falso el antiguo adagio de que los profesores aprenden más de los alumnos que viceversa, eso sí que me lo enseñaron pronto: que nunca hay que decir que Corbindale está en el «norte del estado»). Aunque de entrada me centré en el período Colonial Británico, pre-Americano, mi reputación, si es que la tengo, se labró en el terreno de lo que hoy se conoce como Estudios Fiscales, sobre todo gracias a mi investigación histórica de la influencia de las políticas fiscales sobre la vida política y las revoluciones políticas. Cierto, nunca fue un terreno que me gustara demasiado, pero estaba disponible. O, mejor dicho: el territorio no existía hasta que lo descubrí, y, navegando a tientas como Colón, lo descubrí justamente porque estaba allí. Para cuando entré en el mundo académico, la Historia de América ya estaba atestada; estaba atestada incluso la Historia de la Economía de América, y siempre se me han dado bastante bien los números. Abordar la historia de los impuestos me permitió salir primero del gueto de la catalaxia colonial y por fin de la misma América, para remontarme hasta las ciudades-estado europeas, la tercerización en el cobro de impuestos en el feudalismo, los diezmos de la Iglesia, el desarrollo de los aranceles y las tarifas al comercio en la Antigüedad… hasta llegar a la Piedra Rosetta y hasta la Biblia, que son ambos —aunque la mayoría de gente se olvida— en gran medida simples documentos fiscales…

¿Qué más podría destacar? Ya me gustaría saberlo. ¿Pero acaso lo sabe alguien? Solía iniciar algunas de mis clases parafraseando a Twain, que a su vez parafraseaba a Franklin, que a su vez seguramente estaba plagiando a algún británico sin nombre: «…no se puede decir que haya nada seguro en este mundo, salvo la muerte, los impuestos y las fechas de entrega de vuestros trabajos académicos…».

Quiero pensar que mi profesión me ha hecho sintonizar más que la mayoría de la gente con el uso selectivo de la información y con la forma en que cada época y movimiento ideológico se las apañan para ir juntando las crónicas que se fabrican a la medida de sus metas y para pintarse a sí mismos de forma favorable; desde el «no puedo decir una mentira» que dijo Washington después de liarse a hachazos con el cerezo de su padre, hasta los relatos televisivos y fílmicos convenientemente seleccionados por su morbo del asesinato de Kennedy, que producen la impresión de que la mafia, la CIA, la KGB y Marilyn Monroe, todos juntos, se reunieron para conspirar en un reservado cerrado con mamparas de la parte de atrás del 21 Club. Mi versión personal de ese acto de elegir tu propia historia es mi biografía académica, que se puede encontrar en la red. Y perdónenle ustedes a este viejo su prolijidad excesiva: vayan a corbin.edu. Hagan clic en Profesorado, hagan clic en Departamento de Historia, luego hagan clic en mi nombre y se encontrarán con lo que es básicamente una reproducción de mi currículum, donde abundan los momentos destacados: los nueve premios al Docente Distinguido de Corbin (1968, 1969, 1989, 1900, 1992, 1995, 1999, 2000, 2001), el premio al Historiador del Año de la American Historical Association (1993), los títulos honorarios de la LSE y de la National University of Singapore, así como una lista bastante actualizada de mi bibliografía. Entre mis libros todavía en catálogo se cuentan Historia general de la tributación; Tributación sin representación: Historia de América en diez impuestos; Cuotas de importación, subsidios de exportación: viaje por las barreras no arancelarias al comercio; El embargo y su historia; Dinero ensangrentado: los impuestos de la esclavitud; y George Sewall Boutwell: abolicionista, sufragista y padre de la hacienda americana.

No me malinterpreten; estoy orgulloso de estos logros, o bien me formaron para decir y hasta para pensar que lo estoy, sobre todo porque se suponía que cada nuevo agujero que le hacía a mi cinturón de logros me había de alejar más de mis orígenes como Ruvn Yudl Blum, nacido en 1922 en el Bronx Central de unos padres inmigrantes judíos de Kiev que me criaron para ser de la clase media. Así pues, se aseguraron de que tenía una buena educación a base de mandarme a buenas escuelas y de reprenderme en un yiddish desvergonzado cuando les salí intelectual.

El día después del ataque a Pearl Harbor me casé con mi novia del instituto y me alisté en el ejército, que me asignó a una plaza de secretario financiero, debido a que había medio terminado un curso de contabilidad (al que había asistido por insistencia de mi familia), a mi mala postura (escoliosis leve, curva de doce grados) y a mi talento prodigioso como mecanógrafo (setenta y seis palabras por minuto). Me pasé la guerra entera sin salir del país, y dediqué la mayor parte de mi tiempo en el ejército a mecanografiar elegantes y delicadas tesículas sobre la pretenciosidad avanzada de Eliot («El cabo humeante de vela del tiempo / declina. Una vez en el Rialto.») y de Pound («La usura mató a la criatura en el útero / suspendió el cortejo del mozo»), a mandarlas por correo a elegantes y delicadas revistas de poesía y a cosechar su rechazo; también a procesar nóminas y a desembolsar gastos de viaje entre Fort Benning y Fort Still.

Después de la guerra me matriculé en la CUNY, donde mi inclinación incipiente por las humanidades, y por la literatura en particular, se vio enderezada por diversas presiones (la parental, la práctica) en forma de columna, a fin de organizar mejor una carrera en el mundo de las sumas. El acuerdo fue el siguiente: mi preferencia por la literatura pasó a la Historia, la preferencia que tenían todos salvo yo por la contabilidad se convirtió en economía y América siguió siendo América. Me quedé en la CUNY hasta acabar el último ciclo y, después de una incursión desganada en el sheol del profesorado adjunto, me convertí en el primer judío que contrataba el Corbin College (en aquella época la Corbin University todavía era un College). Y no me refiero al primer profesor titular judío del Departamento de Historia del Corbin College; me refiero al primer judío que pisaba la universidad; incluyendo al profesorado y, por lo que pude saber, también al cuerpo estudiantil.

El ya olvidado pero excelente crítico Van Wyck Brooks acuñó la expresión «pasado utilizable» para referirse a ese pasado que todo intelectual americano «moderno», disociado y desarraigado, se ve obligado a inventar por su cuenta a fin de encontrar sentido al presente y una dirección de futuro. Me acordaba de esa expresión cada vez que iba por la Autopista Van Wyck, conduciendo a ritmo de tortuga desde algún aeropuerto de la ciudad hasta la casa de mis padres, al mismo tiempo frustrado y contento de llegar tarde. O, para decirlo de otra forma, odiaba el tráfico pero me alegraba del retraso. Lo único que me esperaba eran incordios, favores suplicados y recreaciones interminables de conflictos internos vecinales: ¿te puedes creer lo que ha dicho la señora Haber? (¡no, la otra señora Haber!), ¿te puedes creer lo que le pasó a Gartner? (¡no, el Gartner viudo, el de los problemas de corazón, el niño con polio y el carbúnculo!); los pecados de contar a la baja y cobrar de más cometidos por los recalcitrantes carnicero, panadero y verdulero; la tenaz colecta benéfica de los rabinos; toda la carga de lo que yo consideraba un «pasado inutilizable», el pasado judío, del que me había escapado en pos de la academia pagana y de las colinas y valles de mi apacible tierra boscosa sub-Niagarana.

En suma, durante casi toda mi vida —hasta hace bastante poco, de hecho, cuando una racha de lesiones de pie, pierna y cadera me obligó a cambiar la movilidad por la mortalidad— no encontré fuerza alguna en mis orígenes y aproveché hasta la última oportunidad para pasarlos por alto, cuando no podía negarlos directamente.

Llegué al mundo con una piel que no era del todo blanca, pero que a medida que fui creciendo se me endureció; en pleno vecindario judío de la Era de la Depresión colindante con los vecindarios irlandés e italiano, no tuve más remedio. Las calles del Grand Concourse estaban llenas de insultos y malos tratos gratuitos, pero a diferencia de otra gente de mi generación, no se me daba bien pelear. Al contrario, me criaron para que reaccionara a las provocaciones a la manera de Jesucristo, a quien se me acusaba regularmente de haber crucificado. Me insultaban, me provocaban y yo ponía la otra mejilla, confiando en lo mejor y esperando lo peor, y entendiendo siempre que, aunque la vida era un cúmulo de problemas, las quejas nunca traían ninguna clase de alivio ni de venganza y ciertamente tampoco traían dignidad. Siendo la única familia judía que residía en nuestra minúscula aldea del lado incorrecto de las montañas Catskill en plena atmósfera de la posguerra, los Blum (mi mujer Edith, mi hija Judith y yo) recibíamos desaires de manera habitual. Cierto, no eran desaires violentos como en la ciudad, sino casi siempre más pasivos que agresivos, y lo que nos ayudaba a soportarlos no era ninguna fortaleza interior, sino la idea de que no éramos la señora Johnson (la señora que nos venía a limpiar la casa una vez por semana), ni tampoco ninguno de los empleados de la cafetería del College, ni del personal de mantenimiento, ni los jardineros; como decíamos por entonces, no éramos «de color», ni «negros» (Edith y yo éramos de la generación que decía «de color», mientras que la de Judy decía «negros»). Nunca nos pasó por alto, por lo menos a Edith y a mí, que aquellos estúpidos chistes sobre la tacañería que nos soltaba el reparador de la Maytag que nos arreglaba los electrodomésticos eran armas extraordinariamente blancas e ineficaces en los anales del antisemitismo; tanto era así que tomárnoslas como dañinas nos parecía impertinente, una falta de respeto a los antepasados. A fin de cuentas, los griegos estrangulaban a los recién nacidos judíos con sus propios cordones umbilicales, los romanos desollaban la carne de nuestros sabios usando cepillos y peines con púas de hierro; los inquisidores usaban la garrucha y el potro; los nazis usaban el gas y el fuego. Comparado con estas violencias históricas, ¿qué daño podía causar un chiste como «Cuántos judíos puedes meter en un coche», o incluso palabrotas como «marrano» o «judío de mierda» dichas en voz baja halitósica? ¿Qué importaba que, cuando llevé nuestro truculento Pontiac al Corbindale Garage, el viejo mecánico con rosácea sacó una mano grasienta del mono para coger mi dinero por adelantado y me dio una palmadita en la cabeza, diciendo: «¿Cuándo es la última vez que te hiciste mirar los cuernos?». Y más habitualmente, lo que a Edith y a mí nos tocó vivir por el hecho de ser los primeros judíos de Corbindale fue una modalidad constante de ligera condescendencia: la idea de que deberíamos sentirnos afortunados de estar allí; de que nos habían admitido; de que nos habían dejado entrar. Nos hablaban con superioridad, se dignaban a tratar con nosotros, se mostraban condescendientes, nos examinaban. Nuestra presencia era una molestia para algunos y una curiosidad para todos. La oposición se manifestó sobre todo al principio, cuando el Club de Tenis y Golf de Corbindale afirmaba constantemente haber perdido nuestras solicitudes de admisión (y para cuando decidieron invitarnos a hacernos miembros, ya habíamos perdido el interés); con el constante flujo primaveral de profesores de mi departamento que, confundiendo mi área académica con un simple conocimiento práctico, me suplicaban que les ayudara a hacer la declaración de Hacienda; y con las constantes fiestas navideñas en las que a Edith y a mí nos trataban como a retrasados babeantes que no sabíamos distinguir a Rudolph de Blitzen o de Donner, ni qué hacer con los labios debajo del muérdago. Es cierto que, en la primera fiesta de Navidad del Departamento de Historia de Corbin a la que fuimos (el año antes de los acontecimientos que me dispongo a narrar), el director de mi departamento, el ya difunto doctor George Lloyd Morse, me pidió que adoptara el rol de Santa Claus que tradicionalmente le correspondía a él, que me pusiera el disfraz y repartiera regalos:

—Ha sido una corazonada de mi mujer, pero ha dado en el clavo con la idea —me explicó—, porque llevas barba de verdad como su padre… En su época era más normal llevarla, pero ahora cada vez es más raro, y es una lástima, porque las barbas de verdad son mucho más dignas y convincentes que las falsas… Ya sabía yo que había sido buena idea contratar a un barbudo, y si encima pone contenta a mi mujer… Por no mencionar el hecho de que, si haces tú los honores del viejo San Nicolás, eso dejará libre a la gente que sí celebra la Navidad para divertirse.

Recuerdo que me recorrí la sala arrastrando mi saco de funda de almohada lleno de abrecartas diminutos, esencialmente puñales en miniatura que tenían grabado el sello (un cuervo posado con rama de olivo en el pico) y el lema (Petite, et dabitur vobis) de la universidad, unos abrecartas que no paraban de infligirme estigmas mientras yo los repartía entre los congregados, y recuerdo llegar aquella noche a casa y, con el disfraz todavía puesto —el traje y el gorro que había que devolver por la mañana al Departamento de Artes Teatrales para que el de Literatura inglesa lo pudiera usar también para su fiesta—, lavarme los cortes y el talco que me blanqueaba la barba y afeitarme la cara… (Antes de seguir, creo que vale la pena comentar que cuando empecé a dar clases en Corbin, la universidad acababa de empezar a admitir a alumnas mujeres, y la cantidad total de estudiantes de color ascendía a cero. Para cuando me jubilé, sin embargo, la universidad tenía tanto un Sindicato de Estudiantes Africanos como un Sindicato de Estudiantes Africanos-americanos, una Alianza de Hispanos Queer y un Grupo de Creación de Espacios Seguros para Transexuales. Aquellos cánticos de las animadoras que antaño se habían travestido de cantos indígenas —«El hurra iroqués» y «El banzái de Allegany»— habían sido cancelados; y la estatua del fundador de la Universidad —el promotor inmobiliario asociado con la Tammany Society y antiguo caudillo de la Junta de Canales del estado de Nueva York, Mather Corbin—, que solía reinar en la Plaza del Campus libre de escrúpulos contextuales, ahora luce una placa interactiva en la base que denuncia las prácticas esclavistas del hombre y su explotación del trabajo de presos inmigrantes por ser actividades «incompatibles con los valores de la Universidad» y «problemáticas». Todos estos cambios son ciertamente notables, y sin embargo es un hecho que la juventud de hoy en día se muestra más sensible que nunca. Admito que no sé cómo entender este fenómeno, y que he intentado abordarlo «económicamente», formulando la pregunta de si es el aumento de sensibilidad lo que ha causado un descenso en la discriminación, o bien si es el descenso de la discriminación lo que ha causado un aumento de la sensibilidad a las circunstancias y maneras en que se produce. O quizás debería decir a las circunstancias y maneras en que percibe discriminación un cuerpo estudiantil cuya loable inclinación a la aceptación se ha transformado en una cultura de la queja que me resulta anatema. Muchos de mis antiguos alumnos —sobre todo los de mis últimos años como docente— eran tan tolerantes a las fragilidades psicosociales y resentimientos ajenos que se volvían ellos mismos intolerables, Torquemadas de primer año y Savonarolas de segundo, y encontraban defectos en casi todos los comentarios, encontraban intolerancia y prejuicios en todas partes. No quiero volver a discutir las guerras de los campus, aquellas batallas sanguinarias por la igualdad de derechos que empezaron, como muchas de las batallas más importantes por las libertades civiles en América, con judíos en el frente. Y ciertamente no quiero que se entienda que he dicho que hasta el último estudiante de hoy en día es demasiado susceptible, o se toma las cosas demasiado a pecho, o malinterpreta las buenas intenciones como mala fe, ni que la misoginia, el racismo, la homofobia y esas cosas han sido del todo erradicadas de la vida en los campus. Sólo estoy afirmando que, para mi generación, un judío ya tenía suerte si podía pasar por blanco, que el color más abiertamente odiado era el Rojo, que los pronombres en plural no eran una preferencia, y que, para todas las minorías, la corriente imperante, así como el mecanismo más fiable de protección, era asimilarse y no diferenciarse).

De todos los disparos flojos con tirachinas y los impactos de flechas de goma que sufrimos Edith y yo en Corbin, quizás el único episodio que realmente nos hirió vino —de forma inesperada y no intencionada— de otra petición que me hizo el mismo director de departamento, el doctor Morse, cuando me convocó en su despacho a principios de trimestre de invierno de 1959, el primer trimestre de mi segundo año de trabajo a tiempo completo en Corbin. Estaba yo de camino a mi seminario de Historia Americana (asignatura troncal obligatoria todavía hoy en día, que en aquellos tiempos todavía empezaba con los Peregrinos y ahora empieza con la esclavitud africana y las palmas levantadas a modo de homenaje a los nativos Seneca) cuando me detuve frente a mi buzón de profesor. En aquella era previa al correo electrónico, y antes de que se me pasaran un poco las neurosis acerca de mi estatus y mi futuro, tenía la costumbre de comprobar mi buzón múltiples veces al día, siempre desandando mis pasos de vuelta a aquella pared de casilleros de madera, antes y después de cada clase y de cada paso por el lavabo y de cada recado, por lejos que me quedara. ¿Y si alguien me buscaba? ¿Y si me había perdido algo urgente (aquellos mensajes que venían con la palabra Urgente estampada en el membrete)? Normalmente, por supuesto, mi casilla estaba vacía, o en el mejor de los casos honrada con notitas que detallaban memorandos mundanos: se busca docente asesor para Falsas Naciones Unidas, interesados contactar por favor con… Esta vez, sin embargo, había una nota doblada, mecanografiada en una hoja de papel del Departamento con el membrete del doctor Morse: «Rube», decía, con su característica mezcla de informalidad y ampulosidad, «si quisieras hacerme el favor de encontrar hoy un momento para atenderme, te agradecería mucho que me concedieras audiencia. ¿Puedo sugerir que nos veamos en mi oficina justo después de tu última clase del día?». Sí que puedes. De hecho, ya lo has sugerido. Sí, señor. El tono no era de sugerencia, sino de convocatoria. Todavía puedo cerrar los ojos y oír al doctor Morse dictándole el texto con su vozarrón a la señorita (Linda) Gringling, que por entonces era su secretaria y más adelante se convertiría en su segunda y última esposa. Por cierto, siempre se podían identificar las producciones de la señorita Gringling —las misivas que mecanografiaba al dictado del doctor Morse y firmaba en su nombre— por la pulcritud y el decoro de sus emes. La eme de George era una amplia casa parroquial que daba techo a la o y la erre y a menudo también a la ese y la e. Era una firma que comunicaba, en la práctica, «eres mío, vives con mi beneplácito, te contengo», mientras que las falsificaciones de la señorita Gringling solían mostrar un mayor respeto por el espacio personal de cada cual.

Debí de leer aquella breve nota una docena de veces a lo largo de aquel día, intentando interpretarla, leer entre sus líneas, como un talmudista o un hermeneuta de la Biblia o un adolescente enamorado: ¿qué hay en su corazón? O más bien, ¿qué quiere? ¿Qué he hecho? ¿Qué catástrofe me aguarda? Hoy en día mis ansiedades judías ya deben de ser seguramente un estereotipo, y puede que ya lo fueran incluso entonces, pero no por eso son menos reales. Fueron reales en un momento dado. Y en algún momento también fueron interesantes. No quiero caer en la trampa de desdeñar esas ansiedades, esas neurosis heredadas, cuando en realidad la culpa de su banalidad actual es la forma en que han sido representadas en los libros, en el cine, en la televisión, en los «medios de comunicación»; cuando en realidad la culpa es de la falta de creatividad de quienes las han plasmado en el último medio siglo. En tanto que chaval de ciudad que también resultaba ser el miembro más reciente del profesorado del Departamento de Historia al inicio del segundo de mis dos años de prueba previos a recibir el veredicto sobre mi plaza titular, yo también era la encarnación abotargada, hipertensa y por encima de todo ansiosa y hasta aterrorizada de ese estereotipo del hombre judío falto de coordinación, con tendencia a intelectualizarlo todo y autocrítico que Woody Allen, por ejemplo, y tantos otros literatos judío-americanos satirizaron cosechando un éxito financiero y sexual grotesco (Roth en la generación posterior a la mía, Bellow y Malamud en la anterior). Aunque de vez en cuando todavía me resulta doloroso recordarlo, formé parte de la cohorte que le enseñó a América las palabras schlemiel, shlimazl, nebbish y klutz; fui una tetera barriguda de culpas y catexis manifestadas desde el humor negro; hirsuto, sudoroso, sebáceo, atosigado por los complejos y constantemente temeroso de dar un patinazo, siempre con miedo a decir lo que no debía, a llevar la corbata incorrecta, a llevar alfiler de corbata grueso en vez de alfiler de corbata fino, a llevar gemelos cuando bastaría con simples botones, a llevar madrás cuando la pana volvía a estar de moda, o, por encima de todo, a confundir algo básico: el orden en que se había admitido a los estados en la Unión… Delaware, Pensilvania, Nueva Jersey… Mientras seguía a los estudiantes de mi seminario hasta mezclarnos con la multitud ataviada con el escarlata oficial de la universidad, yo me dedicaba a recitar el rosario, a contar estados como si fueran cuentas relajantes: ¿Georgia, Massachusetts, Connecticut? ¿O era Georgia, Connecticut, Massachusetts?

La señorita Gringling me hizo pasar al despacho del doctor Morse y se quedó un momento en la puerta para tomar nota de las bebidas, las bebidas que su jefe eligió para los dos:

—Gimlets, Linda. Creo que hace tarde de Gimlets.

Fijémonos una vez más en todo lo que ha cambiado: antaño, las mujeres de mediana edad agradables, honradas y bastante competentes como Linda Gringling tenían el trabajo de escribir al dictado y programar citas y preparar combinados para los historiadores profesionales, aunque a veces el doctor Morse quería un Sloe Gin Fizz o un gin-tonic y otras veces le apetecían los Gimlets, que operaban un poco como su modo subjuntivo, siempre con limón en vez de lima. La señorita Gringling exprimía ella misma los cítricos, de manera que una parte de la correspondencia del doctor Morse —incluyendo la nota que le puse ahora sobre su escritorio— tenía un aroma ligeramente cítrico.

Como si estuviera presentando una solicitud de permiso en mis días de estudiante, o cuando estaba en el ejército, puse una esquina de la nota debajo de la bala de cañón que tenía en su mesa, aquel esferoide feroz y salpicado de viruelas que parecía el trofeo craneal reducido de alguna tribu plúmbea de cazadores de cabezas. Eran los únicos objetos que tenía sobre la mesa: aquella bala de cañón que usaba de pisapapeles y ahora mi papelito. El doctor Morse estaba un poco escorado en su silla, escorado para apoyarse en su laxa inmensidad:

—Me he pasado todo el día diciéndome: no bebas hasta que llegue Rube… No bebas hasta que llegue Rube…

—Me disculpo, doctor Morse.

—Rube, he aguantado de milagro.

—He venido directamente de clase y tan deprisa como he podido.

—Pero todavía no te has sentado… y todavía no me estás llamando George…

Aunque yo no era demasiado bebedor, me tranquilizó el hecho de que nos fueran a traer cócteles. En Corbin no se despedía a nadie con un cóctel delante.

Con una floritura, el doctor Morse le quitó la tapa a su bala de cañón: dentro de aquella cavidad craneal vaciada guardaba su parafernalia de fumar. La parte inferior de la tapa, invertida, se convirtió en cenicero, y cuando llegaron las bebidas encendimos las pipas. Yo había fumado cigarrillos de joven y puros en el ejército, pero Corbin me había introducido en el arte de la pipa. Aunque el doctor Morse solía alternar entre una Calabash de día y una pipa de lectura Churchwarden de noche, básicamente el resto del Departamento fumaba las Billiard, tanto rectas como curvadas, mientras que el doctor Hillard tenía una con la cazoleta hecha con una mazorca seca. La mía era una Billiard, no tan recta como algunas ni tan curvada como otras. Visto con perspectiva, mi período de fumador de pipa sólo fue un experimento vanidoso destinado a encajar en aquel ambiente: beber la ginebra que me servía la señorita Gringling y fumar aquel tabaco Burley dulzón y picante que me quemaba la garganta y me escocía en los ojos y me nublaba la cabeza adjunta a dicha garganta y ojos, mientras mi cuerpo llevaba unos trajes de cuadros tan anchos como los parteluces de la ventana y de tonos amarillos y anaranjados tan brillantes como los del otoño de fuera.

El doctor Morse era un historiador de actitud relajada y competencia apenas pasable especializado en el llamado siglo imperial del Imperio Británico (aprox. 1815-1914), y en nuestro trato oficial teníamos la misma relación que tienen una capital con una colonia: diplomática y vigorosamente cordial. Ciertamente me ayudaba el hecho de saber cuál era mi sitio, de saber por qué me habían contratado. El doctor Morse era el jefe monárquico y yo era su enlace semita-lealista y espía entre mis colegas americanistas del Departamento de Historia de Corbin. Debido a mi iniciativa judía, y a mi voluntad judía de impresionar, me correspondía ser sus ojos y sus oídos en aquel hemisferio incomprensible, ayudando a mantener a mis colegas del Nuevo Mundo en la latitud correcta; demostrando la laboriosidad justa para asegurar su productividad y los escrúpulos justos para asegurar su honradez. Es notable que hoy en día, décadas después del reinado del doctor Morse, Corbin todavía destaque en todas las especialidades separadas con guion de los Estudios Americanos, pero se encuentre a años luz de la excelencia en lo tocante al estudio de lo que el doctor Morse, y no sólo él, denominaba «El Continente». Por supuesto, los estudiantes de hoy en día interpretan esto como muestra del progresismo del Departamento —de su voluntad de evolucionar—, pero la verdad es mucho menos halagüeña. La verdad es que el doctor Morse nunca desarrolló un equipo potente de europeístas porque no podía soportar la competencia. Europa era suya (toda la pared de delante de la ventana de su despacho estaba ocupada por mapas de Europa de Ptolomeo y Rand McNally); los enclaves invadidos, ocupados, anexionados y divididos de todos y cada uno de los imperios europeos le pertenecían, a él y también a unos cuantos amigotes mediocres suyos que sabían igual de bien que él que no estaban académicamente preparados para enfrentarse a desafíos. Este era el aspecto que más me desconcertaba del doctor Morse: que conocía sus limitaciones pero no se avergonzaba de ellas. No le importaban. Se tomaba su propia medianía a la ligera, casi con orgullo, como si llevara una toga de académico transparente bajo la cual su condición de administrador estaba desnuda. Su complacencia blanca, anglosajona y protestante era asombrosa, por lo menos para alguien perpetuamente nervioso como yo, un hijo del Garment District. Hoy en día a su condición la llaman algo así como privilegio, imagino. La tranquilidad total, el desahogo total, esa capacidad completamente despreocupada de relajarse dentro del envoltorio dérmico blanqueado en seco que viene del hecho de estar forrado desde nacimiento de dinero, bonos y certificados de acciones, un patrimonio posteriormente refinado en Groton, Yale y Harvard. No quiero dar la impresión de estar hablando mal de él, sin embargo, porque el doctor Morse, con toda su comodidad, con su simplicidad y su comodidad, me enseñó una lección importante. Y lo que me enseñó fue que toda la determinación y la petulancia que tanto me habían servido de joven y ciertamente en mi época de estudiante eran de hecho un riesgo para mí tras convertirme en profesor. Ahora que era literalmente el primero de la clase, por fin podía dejar de comportarme como un chaval que busca exhibirse. Para decirlo claramente, tenía que seguir investigando, escribiendo y publicando como un derviche novato en llamas, pero no debía ni sudar ni mostrar una sola pizca de ambición ante nadie. Ahora era un Hombre de Corbin, o bien tenía que fingir serlo. Había alcanzado mi meta, o por lo menos tenía que aprender a fingir a base de respirar hondo que la había alcanzado. Eso, me pareció, era lo que el doctor Morse estaba intentando comunicarme a base de inflarme de copas, aunque bueno, también era porque le gustaba el bebercio. Se bebió su Gimlet y dio una calada a su pipa Calabash y con su cordialidad amigable se pareció todavía más a Santa Claus que yo, un viejo y risueño San Nicolás que se había quedado calvo, cuya calva se parecía a la calabaza que dejaban delante del Edificio Fredonia hasta que se quedaba revenida; una calabaza asimétrica y llena de verrugas, cubierta de venas rotas y rojas y rebozada de una capa blanca de escarcha.

Llego ahora a la parte de esta crónica donde empieza el diálogo de verdad; el primer tramo de diálogo interpersonal que no es ninguna nimiedad del estilo hola, querido… o ¿cómo andamos?… o… Coge una birria de silla de esas… Y antes de empezar, quiero anunciar una política que tengo. Las comillas de cita, o «citas», o bien, como varios alumnos míos las han llamado a lo largo de los años, «orejas de conejito», «cejas enarcadas» o bien «esas gotitas de lluvia que te dicen quién está hablando» son sagradas para los historiadores. En la escritura académica, las citas son la garantía, el sello de marca doble o de marca cuádruple que certifica la veracidad y dice: «Estas palabras han sido escritas o dichas por alguien antes de mí, palabrita del Niño Jesús». Y como la palabrita del Niño Jesús por sí misma nunca basta, a cada cita se le otorga tradicionalmente una entrada bibliográfica que dice: «Para todos los que me cuestionáis, aquí está el autor (con el apellido por delante) el título del libro (en cursiva) y el número de la página para los perezosos, ahora acercaos a una biblioteca y comprobadme». Una vida entera de guiarme por estos preceptos me ha hecho reacio a pasarlos por alto, por mucho que no exista registro alguno que me contradiga y que yo sea la fuente única. En todo lo que sigue, me voy a esforzar por transmitir únicamente lo que me fue transmitido a mí, tan al pie de la letra como me permita mi memoria, y recordando a mis lectores que, a diferencia de la mayoría de autores que violan la santidad de la cita —y a diferencia de los religiosos, que tienen el descaro de poner palabras en boca de Dios—, sólo estaré rememorando eventos en los que estuve presente, y que el tiempo transcurrido entre esos eventos y el momento actual ha sido considerablemente más breve que, por ejemplo, el lapso que separa la Creación del universo y el Éxodo de Egipto, y todavía más breve que el lapso transcurrido entre el ministerio de Cristo y la composición de los Evangelios canónicos.

Nuestra conversación se abrió con los siguientes temas: la Biblioteca Universitaria y las clases de teatro de secundaria. Y si tuviera que añadir también una nota de verificación, pondría un asterisco al lado de ambos temas y escribiría: «Cf. todas las conversaciones que he tenido en mi vida con el doctor Morse, que siempre empezaban con mi mujer y la Biblioteca Universitaria y mi hija y las clases de teatro de la secundaria». Ibíd. Ibíd. Ibíd. Ibíd. Alguien debió de explicarle al doctor Morse durante su infancia que la forma más cortés de moverse por el mundo (por su mundo) era memorizar un solo dato y nada más que uno acerca de cada miembro de la familia de tus colegas, para que cuando te encontraras con ese colega, o con los miembros de sus familias, pudieras mencionar ese dato y mostrarte solícito e interesado.

—¿Y cómo le va a tu Edith con nuestra magnífica pero desorganizada colección? —me preguntó.

Y en vez de contestarle, «no muy bien», o «todavía la están usando sólo a tiempo parcial» o «todavía la están usando sólo para reponer libros en las estanterías», o «de hecho, ella cree que la están castigando sus supervisores, que han calificado sus propuestas para ampliar el horario de la biblioteca y extender el servicio de préstamo fuera de la comunidad universitaria para hacerlo llegar al público en general de «controvertidas» y de «el súmmum de la arrogancia»… en vez de contestar nada de todo eso, le dije:

—Le va bien.

A continuación el doctor Morse pasó a Judy, que el año anterior, en calidad de misteriosa recién llegada a la Corbindale High, había obtenido cierta notoriedad local al hacerse con los papeles principales de sendas producciones de Gilbert & Sullivan y Shakespeare, de forma que a veces el doctor Morse la llamaba Julieta y decía cosas como:

—¿Y qué tal le va últimamente a la bella Julieta? Estaba fabulosa en El Mikado.

—Gracias —le dije—. Le va bien.

—¿Qué curso hace ya? ¿Tercero?

—Cuarto. Y es de las primeras de la clase. Con un poco de suerte, se graduará con la nota más alta de la promoción.

—¡Qué éxito! Matricularse en mitad de la secundaria y cosechar honores máximos… ¡la deben de odiar todos!

—Se las ha apañado para hacer amigos.

—Y, por supuesto, pedirá plaza aquí, ¿no? Ahora que aceptamos a mujeres, nos conviene coger a las mejores.

—Claro que pedirá plaza aquí.

El doctor Morse sonrió.

—Se te da fatal mentir, Rube, ¿lo sabes?

Mientras me rompía la cabeza para encontrar una respuesta, me dijo:

—Confío en que sepas que por eso me caes bien.

El siguiente punto de la lista de temas de conversación fue la clase. Nuevamente, mi interlocutor estaba siguiendo el orden clásico: Loc. Cit. Igual que la Antigüedad era la Edad de Bronce seguida por la Edad de Hierro, el doctor Morse tenía la conversación sobre la familia y la conversación sobre la universidad, siempre seguidas y siempre medidas. Aunque por entonces me resultaba ridículo, ahora puedo apreciar el hábito que tenía el director de mi Departamento de no preguntar nunca por los materiales que yo estaba impartiendo, ni por el nivel de mis alumnos, ni por nada que no fueran las aulas físicas: quería saber qué aulas les habían asignado a mis clases y qué tal funcionaba la calefacción en ellas, si había corriente de aire y de dónde salía, si la luz era adecuada, si la pizarra se limpiaba con regularidad y se sacudían los borradores y se aprovisionaba la repisita de tiza; si mi entorno era «agradable». Ese era su término y su criterio. «Porque es importante», me explicaba, «que nuestro entorno sea agradable». Después de un año, yo ya había aprendido a contestar aquellas preguntas mostrando ligeros reparos o alegando inconvenientes, por mucho que no tuviera ninguno. A base de decirle que los radiadores goteaban y las tuberías hacían ruido en, digamos, el Aula 203 del Edificio Fredonia, yo le permitía que mantuviera un registro de peticiones, lo cual le hacía sentirse eficiente. O, mejor dicho, el Doctor Morse apuntaba el número de aula y el problema («203: radiador gotea; ruido de tuberías… ¿fuerte, dirías, o muy fuerte?») y cuando venía la señorita Gringling a cambiarnos las copas, se marchaba llevándose los vasos vacíos y mi petición y después la tramitaba en su nombre.

Después del primer sorbo de su segunda ginebra, el doctor Morse fue al grano:

—El dinero… quizás sea tu tema favorito, pero te aseguro que no es el mío… Y no hay departamento de esta universidad que no esté pidiendo más dinero a gritos… más dinero, más contrataciones, salarios más altos, mejor equipamiento… Literatura Inglesa, Clásicos, Literatura Alemana, Francesa: la misma situación en todas partes, o en todas menos en Historia, y sin embargo forma parte de la naturaleza misma del Departamento de Historia el llevarse una parte del sufrimiento de todos. Cuando sufre la Filosofía, sufre la Historia. Lo mismo pasa con la Psicología, invariablemente. Sufren los Estudios Rusos y sufre la Historia, un sufrimiento cósmico y ruso. Pero las peores son las ciencias, con las exigencias de sus laboratorios. No es que las ciencias sean caras, es que son codiciosas. Dirigen sus departamentos como si volviéramos a estar en guerra. Da la impresión de que, más que electrocutar cerdos, lo que están haciendo es fabricar bombas. Invertirían mejor su tiempo y sus esfuerzos si montaran una ceca y desarrollaran métodos nuevos de falsificar monedas. Porque lo que hace falta es dinero, y la billetera está vacía y el bolsillo tiene un agujero. Los rectores y decanos han estado echando cuentas y ya te puedes imaginar cómo ha ido. No necesito decirte que la economía es mejor dejársela a los economistas. En vez de recaudar fondos, en vez de buscar donaciones o dotaciones financieras, lo que están haciendo es repasar uno por uno todos los presupuestos de los departamentos, línea a línea, con la esperanza de encontrar fondos sin usar que se puedan reconducir.

Los cubitos del doctor Morse tintinearon como si estuvieran aplaudiendo, mientras que los míos se estremecieron contra el cristal en mi mano temblorosa.

—Entonces, ¿no es una cuestión de hacer recortes?

Frunció el ceño.

—Por favor, no te preocupes, Rube. No tienes razón para preocuparte… Y, además, pensaba que a ti ya te habían recortado.

Se me debió de ver el susto en la cara, porque enseguida me dijo:

—Tranquilo, hombre, tranquilo. Sólo estaba intentando quitarle seriedad al momento con una referencia a la circuncisión.

Solté una risa parecida a una tos y él continuó en tono más grave:

—Te doy mi palabra, Rube, de que no te volverán a podar ni a cortar nada. Esto es Historia, nos están saqueando.

—¿Por qué a nosotros?

—Porque Historia es la excepción. Siempre lo es. La Historia es rica. Nuestro patrimonio es la envidia de las Matemáticas, hasta pone celosas a la Geología y a la Física. Y es porque aquí no desperdiciamos recursos. Pero la administración y el presidente han tenido la desvergüenza de discrepar: me han dicho que es porque no contratamos. ¿Te lo puedes imaginar? ¿Te puedes imaginar perder la paciencia con alguien que practica la frugalidad, por mencionar sólo una de mis muchas virtudes?

—Pues no —le dije, aunque lo que estaba pensando en realidad era que yo había sido su última contratación; la única contratación que había hecho el departamento desde Hiroshima y Nagasaki.

—En fin —continuó, en tono un poco distraído—, pues eso es lo que han hecho: me han reñido por no despilfarrar. Me han dicho que tenemos que contratar a otra persona o nos arriesgamos a que nos expropien los fondos que hemos acaparado y los desvíen a otra parte. A un departamento que los pueda usar. A un departamento que, para ser francos, se los funda. Entre nosotros, esa exigencia me parece una modalidad de extorsión. Es ciertamente una amenaza, pero qué le vamos a hacer. Así es como el mundo académico gestiona ahora sus asuntos, contemplándolos cada día más como un simple negocio.

—Parece que esa es la tendencia, sí.

Soltó un soplido e hizo girar su silla hacia la pared, para dirigirse a sus mapas.

—Y aunque me gusta bastante la intimidad fraternal de nuestro Departamento, mi elección es clara: prefiero con diferencia traer a otro académico que admitir mi derrota y pasarle ese botín que tanto nos ha costado ganar a Driggert de Agricultura o, Dios no lo quiera, a Pumpler de Educación Física.

—¿Así que vamos a contratar?

—En efecto. Vamos a poner un letrero en la puerta que diga: «Se busca personal, razón: aquí».

—¿Algún requisito en particular? —pregunté y, mientras me imaginaba el letrero colgando de la puerta («Abstenerse gente de color, irlandeses y europeístas»), ya tenía la cabeza llena de preferencias, y de lo que el Departamento necesitaba: Oriente Medio, Lejano Oriente, Bizancio, algún anti-Whig, demografía, historiografía, un hindúfilo, un hindúfono y una mujer.

—Requisitos no; restricciones. Nos restringen la autonomía. Me dicen que, debido a nuestros fondos, nuestro Departamento tiene que contratar a alguien que pueda dar algunas clases en otros departamentos; en departamentos que no han conseguido ahorrar tanto como los nuestros. Y ahora hay que recompensarlos por el hecho de no haberlo conseguido.

—No parece justo.