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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 505 - julio 2020

 

© 2013 Joss Wood

En un mundo salvaje

Título original: Wild About the Man

 

© 2014 Lucy Gordon

Unidos por fin

Título original: The Final Falcon Says I Do

 

© 2014 Barbara Wallace

El hombre tras la máscara

Título original: The Man Behind the Mask

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-606-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En un mundo salvaje

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Unidos por fin

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

El hombre tras la máscara

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

En un mundo salvaje

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Blog de Luella Dawson:

 

Bueno, amigos, mi programa de ayer fue más de lo que mis compañeros y yo esperábamos. Como sabéis los que visteis Paseo nocturno con Luella, mi entrevista a Cai Campbell y Clem Copeland sirvió para confirmar que se separan. Eso no fue una sorpresa, pero lo que pasó después nos dejó boquiabiertos.

Durante diez años, Cai no soltó prenda sobre la posibilidad de casarse con Clem, así que nos quedamos atónitos cuando nos presentó a su nueva prometida (rubia, con mucho pecho). Todavía no nos habíamos recuperado de la sorpresa de saber que se hizo una vasectomía hace años. Pobre Clem… ¿Quién puede olvidar aquel episodio de The Crazy C, en el que nos confesó que su esterilidad la estaba volviendo loca?

 

 

YA HABÍA anochecido cuando Nick Sherwood llegó a su mesa, sucio, sudoroso y de mal humor. La boca le sabía a la arena del desierto del Kalahari, y tenía tanto calor que se estaba derritiendo.

Se acercó al pequeño frigorífico, sacó una botella de agua, se puso delante del aire acondicionado y se bebió la botella en tres tragos. A continuación, tiró la botella a la papelera, sacó otra, la abrió y se la puso contra la frente después de apagar completamente su sed. Había tenido un día tan malo que el calor abrasador del exterior solo había sido un detalle sin importancia.

Normalmente, disfrutaba de los safaris fotográficos. Los dirigía en persona porque era una buena forma de establecer contacto con sus clientes, siempre encantados de tener como guía al dueño del hotel de cinco estrellas. Pero las circunstancias lo habían obligado a caminar tan despacio durante las seis horas anteriores que hasta las hormigas habían adelantado al grupo de gordos y colorados turistas.

Además, no habían visto animales. Fundamentalmente, porque los turistas no podían cerrar la boca más de cinco minutos. Y los animales salvajes salían corriendo cuando la gente gritaba, reía y maldecía en voz alta.

Nick comprendía perfectamente a la fauna del lugar. Él mismo había estado a punto de huir en varias ocasiones.

Se sentó en la silla y abrió el primer cajón de la mesa, esperando encontrar una caja de analgésicos. El cajón estaba tan desordenado que tardó un poco, pero al final la encontró y se tomó tres pastillas con un poco de agua.

Necesitaba una cerveza fría, un chapuzón y una buena aventura sexual. Pero lo que iba a tener no se parecía nada a sus necesidades. Le esperaban varios informes de mantenimiento, las nóminas de la plantilla y el correo electrónico.

Encendió el ordenador y alcanzó la carpeta que había dejado en la esquina de la mesa. La acababa de abrir cuando recibió una llamada por Skype. Nick miró la pantalla y frunció el ceño al ver el nombre de su socio y principal inversor. Hugh Copeland le llamaba muy pocas veces. Y nunca, durante sus diez años de relación profesional, había usado el Skype para ponerse en contacto con él.

–Buenas noches, señor –dijo Nick.

Copeland era un hombre de casi sesenta y cinco años y monstruosamente rico al que Nick debía un par de millones. Abrir un hotel de cinco estrellas no resultaba barato; ni mantener una reserva y un centro de rehabilitación de animales salvajes.

En esas circunstancias, no era extraño que Nick lo llamara «señor». Sobre todo, teniendo en cuenta que su inversor también era bastante formal.

–Buenas noches, Nick. Espero que se encuentre bien.

Copeland llevaba un traje cruzado y estaba de pie. Cuando apoyó los brazos en el respaldo de la silla y miró a la cámara de su ordenador, Nick vio un destello de mal humor en sus ojos verdes y supo que tenía un problema.

–Muy bien, señor. ¿Qué puedo hacer por usted?

A Nick se le hizo un nudo en la garganta. Le había enviado su informe financiero y estaba al día en sus pagos. ¿Qué habría hecho para merecer su enfado? Copeland era dueño del veinticinco por ciento de las acciones de la empresa, pero nunca intervenía en la gestión del hotel.

–Llevo todo el día intentando hablar con usted.

Nick se maldijo para sus adentros.

–Oh, lo siento mucho. He estado en un safari fotográfico y acabo de llegar. ¿Qué ocurre? ¿En qué lo puedo ayudar?

–Le acabo de enviar a Clementine.

Nick sacudió la cabeza. Era la primera vez que oía ese nombre.

–¿Clementine?

–Mi hija, Nicholas. Se ha metido en un problema y necesita un lugar tranquilo, aislado y, a ser posible, remoto.

Nick arqueó las cejas.

–¿De qué tipo de problema estamos hablando?

–De uno con la prensa. Quieren hacer sangre. Al hombre que ha estado con ella durante diez años no se le ha ocurrido nada mejor que presentar a su nueva prometida en un programa de televisión.

La afirmación de Copeland refrescó la memoria de Nick. Se acordó de que su socio tenía una hija que estaba viviendo con Cai Campbell, un músico que, desde su punto de vista, era bastante mediocre.

Al pensar en él, se preguntó cómo era posible que todos ellos tuvieran nombres o apellidos que empezaban con la misma letra. Clementine, Cai, Copeland y Campbell. Nick pensó que era típico de Hollywood. Veintitantas letras y todos utilizaban la misma.

Pero eso era irrelevante. La hija de Copeland tenía un problema y, por muy injusto que fuera, se lo estaban pasando a él.

–¿Y va a venir? –acertó a preguntar.

Copeland debió de notar su enojo, porque replicó:

–Espero que no sea un inconveniente para usted.

Nick se cruzó de brazos.

–Me temo que sí, señor. En esta zona de África solo hay un puñado de hoteles de cinco estrellas, y la demanda es extremadamente alta. Tenemos todas las plazas reservadas hasta el año que viene.

Copeland maldijo en voz alta.

–¿No tiene ni una sola habitación?

–No… solo queda una en una de las cabañas.

Su socio frunció el ceño.

–¿Y en su casa?

–Bueno…

–¿Bueno?

–No creo que mi casa esté a la altura de lo que su hija necesita. Es un lugar agradable, pero no puede competir con el hotel.

–Se las apañará. Y, si no es así, que aprenda.

Nick cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando los volvió a abrir, Copeland se había sentado en la mesa de su despacho y lo estaba mirando con intensidad.

Nick no necesitó preguntar. Su mensaje le llegó alto y claro. Diez años antes, Hugh Copeland había sido el único que había confiado en el joven zoólogo de veinticinco años que quería abrir un hotel en un país de África, junto a un Parque Nacional. Se había arriesgado con él y ahora le debía una.

–¿Cuándo llega?

Copeland miró el reloj.

–Supongo que estará en el aeródromo del hotel dentro de media hora. Viaja en mi avión particular.

–Está bien…

–Gracias, Nicholas. Le agradezco su apoyo.

Nick echó la cabeza hacia atrás y miró el techo. ¿Qué pecado había cometido para que el destino lo condenara a compartir su casa con una niña mimada que, probablemente, no sabía hacer nada salvo coquetear con ricos?

Definitivamente, necesitaba una cerveza fría, un chapuzón y un poco de sexo.

No era mucho pedir.

 

 

Clem Copeland abrió los ojos, bostezó y se estiró. Luego, miró al hombre que estaba sentado en el asiento de enfrente del avión. Era Jason, su amigo y su ayudante personal.

Jason había estado con Clem desde sus días como modelo. La conocía mejor que nadie. Y, al recordar los acontecimientos de las horas anteriores, Clem se alegró de poder contar con su amistad y su apoyo.

–No lo he soñado, ¿verdad? –dijo ella, con lágrimas de ira en los ojos.

Jason suspiró, le pasó una botella de agua y le dio una palmadita en la rodilla.

–No, me temo que no. Ese tipo es un cerdo egoísta.

Clem sonrió con sarcasmo.

–Ten cuidado… Si dices esas cosas, terminaré por pensar que no te cae bien.

–¡Nunca me ha caído bien! Te advertí que estaba planeando algo.

Jason se pasó una mano por su rubio cabello.

–Pensé que, si nos separábamos de forma civilizada, la prensa me dejaría en paz –comentó Clem–. A fin de cuentas, llevan diez años anunciando nuestra ruptura.

Jason se sirvió una copa de vino y se la bebió de un trago.

–Cai tiene la ética de un gato callejero. Te ha estado mintiendo diez años y, a pesar de ello, seguías encaprichada de él.

Clem sacó un pañuelo y se limpió los ojos. Eran de color verde claro, con largas y negras pestañas.

–No estés triste… –continuó Jason.

–No lloro porque esté triste. Sabes perfectamente que solo lloro cuando estoy enfadada –le recordó.

–Umm…

–Te prometo que esta vez le voy a arrancar el pellejo. ¿Cuánto tiempo crees que lleva con ella? ¿Cuándo crees que le propuso matrimonio? ¿Hace dos semanas? ¿Tres, quizá? Le ha regalado un anillo extremadamente caro…

–No cambies de conversación, Clem.

Clem suspiró.

–Bueno, al menos le vomité en el bolso. Seguro que fue toda una primicia.

–Y en un programa de televisión que se ve en todo el país. Pero no te preocupes demasiado… Fue bastante discreto. Casi toda tu cara estaba metida en el bolso.

–Gracias por sacarme del programa durante el intermedio.

–De nada. Nunca he pegado a nadie, pero estuve a punto de dar un buen puñetazo a Cai –le confesó.

Clem intentó sonreír, pero sus labios se negaron a obedecer. Se echó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y contempló la moqueta del avión, cuyo color contrastaba con el de sus altas botas.

Cuando volvió a mirar a Jason, lo encontró ensimismado con su ordenador portátil.

–¿Qué haces?

–Estoy leyendo la prensa en Internet. El avión tiene Wi-Fi.

–¿Y qué dicen? ¿Se ríen mucho de mí?

–No, en absoluto. Aunque tampoco son amables contigo.

–Supongo que me estarán comparando con mi madre, claro. Dirán que a Roz no le habría pasado nunca.

Jason asintió.

–¿Es que no puedo sufrir una crisis en televisión sin que me comparen con mi madre? –se preguntó ella.

Jason apretó los labios.

–Si tu madre no hubiera sido tan famosa, no la mencionarían. Pero ya sabes que los periodistas la tienen idealizada. Fue una estrella y murió joven.

–Y yo no estoy a su altura, claro.

Clem se echó su larga melena hacia atrás y llevó una mano al guardapelo de plata que llevaba colgado del cuello.

–Solo has tomado un camino distinto –dijo Jason.

–Y tan deprisa y tan mal como he podido –ironizó.

Jason cruzó las piernas.

–Una vez me dijiste que te sentías abandonada por ella, que solo querías un poco de su tiempo y que siempre estaba muy ocupada. ¿Crees que utilizaste a Cai para sobreponerte a ese sentimiento de abandono?

–No, ni mucho menos. Me enamoré de Cai porque entonces tenía diecinueve años y era una estúpida –respondió Clem con firmeza–. Era guapo, mayor que yo, y me deslumbró con su estilo de vida. Como acabo de decir, era una estúpida. No se deberían tomar decisiones a los diecinueve años.

–Ni cuando se es una estúpida –se burló.

Clem soltó un suspiro y se dijo que no se habría encontrado en esa situación si hubiera roto con Cai nueve años y seis meses antes. Pero no había roto, y ahora estaba huyendo de la prensa en el avión de su padre.

–Por cierto, ¿adónde vamos? –preguntó ella–. El vuelo se me está haciendo interminable… ¿Vamos al chalet de las Seychelles? ¿Al piso de Sídney?

Jason sacudió la cabeza.

–Tu padre te envía a Sudáfrica.

Clem arqueó una ceja.

–¿Estás de broma? ¿África? ¿Insectos? ¿Calor? ¡No puedo ir a África! ¡Soy pelirroja!

Jason soltó una carcajada.

–Lo siento, cariño, pero pediste un lugar tranquilo y aislado. La prensa te buscará en todas partes, pero allí estarás a salvo. Por lo visto, es un centro hotelero extremadamente caro y elegante. Uno de esos lugares con todos los servicios que puedas imaginar, desde masajes a safaris fotográficos.

Clem entrecerró los ojos.

–Maldita sea… Sinceramente, no me veo en el papel de una turista deslumbrada por los elefantes.

–Será una experiencia nueva. Aprovéchala.

–Pero si ni siquiera me gusta el campo…

Jason se encogió de hombros.

–Pues tendrás que acostumbrarte.

–Bueno, al menos estaré contigo…

–No, cariño –dijo Jason–. Tenían habitación para ti, pero no para mi. Yo me vuelvo a casa en el avión.

–¡Pero te necesito!

–De todas formas, tengo que volver para arreglar las cosas en la medida de lo posible.

Clem se dio unos golpecitos en el muslo mientras intentaba encontrar un argumento para convencerlo de que se quedara con ella. No exageraba al decir que lo necesitaba. No quería estar sola.

Sintió una punzada en el pecho y la garganta se le volvió a cerrar. Se mordió el labio con tanta fuerza que le quedó una marca.

–¿Sabes una cosa? Sé que me han mimado en exceso y que soy egoísta, desconsiderada y perezosa.

Jason hizo ademán de protestar, pero ella sacudió la cabeza y siguió hablando.

–Tengo demasiado tiempo y dinero, y he hecho cosas de las que no me siento orgullosa. Pero ya no estoy enamorada de Cai. Por mí, que se case con quien quiera. Hasta deseo suerte a su novia.

–¿Pero?

–Él sabía que deseaba tener un hijo. ¿Por qué me dejó pensar que yo era estéril? Me acompañaba a las pruebas, me tomaba la temperatura para confirmar que estaba ovulando y se acostaba conmigo cuando el momento era adecuado. ¿Por qué, Jason? ¡Pasó por todo eso cuando se había hecho una vasectomía antes de conocerme…! ¿Por qué?

–¿Porque es un imbécil que disfruta jugando con la gente?

Ella se limpió la nariz.

–Sí, eso lo explicaría –contestó–. Parece que estamos llegando. El avión empieza a descender.

–En ese caso, será mejor que te arregles un poco –le sugirió–. Tienes mal aspecto. Será por tus lágrimas de… enfado.

 

 

Nick estaba junto al camino, sentado en el capó de su Land Rover sin techo. El sol, de color rojizo, se ocultaba tras una arboleda de acacias. Era su momento preferido del día, aunque aún hacía demasiado calor.

Contempló el cielo sin nubes y suspiró. Las temperaturas diurnas eran prácticamente insoportables; las charcas estaban casi secas y los seres vivos, tanto humanos como animales, esperaban desesperadamente las primeras lluvias de verano.

Sin embargo, las puestas de sol eran tan bonitas que se habían convertido en una de las razones por las que trabajaba de dieciséis a dieciocho horas al día en ese lugar. Se consideraba un privilegiado por poder disfrutar de los anocheceres del pequeño rincón de África que se encontraba bajo su protección.

Estaba enamorado de aquellas tierras desde que las vio por primera vez a los cuatro años, en compañía de su abuelo paterno. Adoraba el peligro, la vieja lucha de la supervivencia. El rancho Baobab y Búfalo, al que siempre llamaba 2B, era el lugar que más le gustaba del mundo, el único que lo satisfacía. Allí había encontrado la paz y la tranquilidad que necesitaba de niño, lejos de su caótico hogar familiar.

Cuando salió de la universidad, decidió abrir un hotel de cinco estrellas en el rancho. Un establecimiento caro, elegante, para élites. Encontrar un inversor era un problema, pero su padre le puso en contacto con un viejo amigo suyo, Hugh Copeland. Y, cuando salió de su primera reunión, llevaba treinta millones en el bolsillo y algo menos del veinticinco por ciento de las acciones de la empresa.

Aquel día fue un gran día.

Su sueño de dirigir uno de los mejores hoteles de África le exigió muchos sacrificios en términos de tiempo, dinero y vida social. Su necesidad de estabilidad y de tranquilidad lo arrojó a un matrimonio que duró cinco años y que, al final, supuso su alejamiento de la familia. La vida era así. Las decisiones tenían consecuencias.

Pero su esposa se había ido y él estaba encantado de volver a estar soltero. Además, no tenía muchas posibilidades de encontrar a una mujer que soportara vivir en un sitio tan remoto y que quisiera estar con un hombre emocionalmente distante. Nick necesitaba una mujer inteligente, independiente y con sentido del humor, que fuera muy apasionada en la cama y que respetara su libertad.

Por desgracia, nunca había conocido a ninguna mujer que tuviera esas características. Y, como no la había conocido, se contentaba con relaciones menos complicadas. Relaciones esporádicas y, en general, de una sola noche.

Se frotó la mandíbula y se preguntó por qué estaba pensando en eso. Al parecer, los problemas sentimentales de la hija de Copeland le habían recordado los suyos.

Justo entonces, oyó el sonido del motor. Alcanzó la radio del todoterreno y echó un vistazo al camino para asegurarse de que no había impalas ni leones en las cercanías. Después, pulsó el botón e informó a los pilotos de que podían aterrizar cuando quisieran. El avión pasó por encima de él, dio la vuelta al cabo de unos segundos, aterrizó y se deslizó rápidamente hasta el lugar donde Nick estaba esperando.

La puerta del aparato se abrió. El copiloto descendió por la escalerilla y le estrechó la mano.

–Un aterrizaje excelente –dijo Nick, metiéndose las manos en los bolsillos.

–Gracias –el copiloto echó un vistazo a su alrededor–. Vaya, es un sitio precioso… ¿No hay leones cerca?

–Hoy, no.

Nick se giró hacia el avión al sentir la presencia de otra persona en lo alto de la escalerilla. Era una chica esbelta y alta, de largo cabello rojo, aunque no tan rojo como el de su esposa. Tenía pómulos que parecían esculpidos en piedra y una barbilla de hada.

–Te voy a echar de menos, Jason.

–Estaremos en contacto –replicó una voz profunda–. Pero no te preocupes por nada. Sobrevivirás.

–Llámame cuando llegues.

La chica bajó la escalerilla con elegancia. Llevaba una camisa blanca, una falda cortísima, unos leotardos negros y unas botas que le llegaban a las rodillas. A Nick le gustó de inmediato. Y le gustó aún más cuando vio sus largas pestañas y sus ojos verdes, de color uva, tan parecidos a los de su padre.

Nick había tenido experiencias impactantes. Le habían disparado los furtivos; se había enfrentado a un elefante macho y había estado a punto de estrellarse cuando el motor de su Cessna se detuvo de repente. Sin embargo, la visión de aquella mujer lo superaba todo. Se había quedado sin aliento.

Respiró hondo e intentó tranquilizarse. Su esposa era una mujer de carácter, puro fuego. Pero aquella parecía un incendio entero.

Sacudió la cabeza y lamentó su suerte.

Sabía por experiencia que las pelirrojas eran como la malaria, los búfalos y las mambas negras. Cosas que se debían evitar.

 

 

Clem se llevó tres sorpresas cuando salió del avión.

Las dos primeras fueron negativas o, por lo menos, inquietantes. El calor era verdaderamente bochornoso y el lugar, tan ferozmente agreste como totalmente ajeno al mundo al que estaba acostumbrada.

Deseó huir. Incluso estuvo a punto de darse la vuelta en la escalerilla y gritar a Jason que se volvía con él.

Y, entonces, se llevó la tercera sorpresa. El hombre que estaba junto al copiloto.

Las facciones de su cara le parecieron tan duras como el paisaje. Tenía labios finos, ojos entre grises y verdes y el cabello revuelto de color castaño oscuro. Medía un metro noventa o algo más y su cuerpo era el de un nadador: hombros muy anchos y cadera estrecha. Casi imaginó los duros músculos de sus piernas y su estómago.

Al sentir su mirada, intensa e inteligente, se dio cuenta de que ya se había hecho una idea sobre ella. La consideraba esnob, mimada y pagada de sí misma. Y no podía negar que era todas esas cosas, pero le molestó. Especialmente, porque era la primera vez que un hombre le causaba una impresión tan fuerte.

El desconocido asintió en gesto de saludo cuando ella bajó la escalerilla. Pero no le estrechó la mano, y Clem se alegró.

–Señorita Copeland… Soy Nick Sherwood.

Su voz era algo ronca y de acento inglés, aunque no tan pronunciado como el suyo. Clem sintió un escalofrío en la espalda y, en su incomodidad, se giró para mirar a Joe, el copiloto, que en ese momento estaba llevando su equipaje a un Land Rover.

Nick Sherwood echó un vistazo a la hora y empezó a dar golpecitos con el pie. No disimulaba que todo aquello le parecía un engorro y una pérdida de tiempo. Clem pensó que era demasiado insolente para ser un empleado.

–¿No le va a ayudar? –preguntó ella.

Nick miró a Joe y sacudió la cabeza.

–No parece que necesite ayuda.

Clem se abanicó con la mano y se ahuecó un poco la camisa.

–Hace un calor insoportable. ¿Siempre es así?

–Esto es África y, además, falta poco para el verano. Se sentiría mejor si fuera vestida de forma adecuada. Llevar leotardos no es una buena idea.

–Deme agua…

Clem tenía intención de pedírselo por favor, pero no llegó a pronunciar las palabras porque un estornudo se lo impidió. Nick entrecerró los ojos y ella supo que le disgustaban las mujeres maleducadas y exigentes.

–No. Pero puede volver al avión y beber dentro.

Clem se encogió de hombros y gritó hacia el aparato:

–¿Jason? ¡Pídele a Chloe una botella de agua, por favor! ¡Estoy sedienta!

–Vaya, veo que tiene conocimientos básicos de educación –ironizó Nick.

Jason apareció con una botella de agua, que le dio. Después, sonrió a Nick y se presentó mientras le estrechaba la mano.

–Clem es insoportable cuando está de mal humor.

–Yo no estoy de mal humor –protestó ella–. Y, si lo estuviera, ¿qué pasa? Tengo derecho a estar como me parezca.

–No. Cuando esté conmigo, no –dijo Nick.

–Es usted un hombre excepcionalmente grosero.

–Cierto.

Clem se puso unas gafas de sol y lanzó una mirada despectiva al todoterreno, que parecía haber visto tiempos mejores.

–Supongo que ese es su vehículo.

–En efecto.

Clem pensó que Nick Sherwood era un saco de sorpresas. La mayoría de los hombres hablaban por los codos cuando estaban con ella, en un intento por ganarse su atención y, a ser posible, seducirla. Sin embargo, él hablaba poco y se mantenía aparentemente inmune a sus encantos. Era de lo más irritante.

Intentó abrir la botella de agua, pero el tapón estaba tan duro que no lo consiguió. Tras intentarlo un par de veces más, Nick le quitó la botella, la abrió y se la devolvió.

–Gracias.

Nick la miró con ironía.

–Entonces, ¿su trabajo consiste en recoger a personas? –continuó ella.

–A veces.

–¿Y su jefe sabe que las lleva en un trasto destartalado que parece a punto de desintegrarse? No da buena imagen de su establecimiento.

Nick entrecerró los ojos y se cruzó de brazos.

–Normalmente, los clientes viajan en los vehículos del hotel. Pero todos están ocupados, así que he venido en el mío.

–Solo son las seis de la tarde. ¿Cómo es posible que todos estén ocupados?

–Veamos… Estamos en una reserva de animales. ¿Qué estarán haciendo con los coches? –dijo en tono de burla–. Ah, ya sé… ir a ver animales.

Clem pensó que había quedado como una estúpida y pegó una patada a una piedra.

–El sarcasmo es innecesario –declaró.

–Si usted lo dice…

–¿Siempre trata así a los clientes?

–No.

–¿Y qué he hecho yo para merecer un tratamiento especial?

Nick caminó hasta el Land Rover y abrió la portezuela.

–Usted no es un cliente. Le estoy haciendo un favor a su padre –contestó–. Suba.

–Pues sospecho que a mi padre no le gustaría su actitud. Será mejor que la cambie, o me encargaré de que le despidan.

Clem lo miró a los ojos y comprendió que Nick Sherwood no se dejaría acobardar por su lengua afilada y sus amenazas. Por lo visto, no le importaba lo que dijera. Y ella lo encontró refrescante. Hacía tiempo que no se cruzaba con un hombre como él.

–Su padre conoce bien mi actitud y, a diferencia de usted, sabe hasta dónde puede llegar conmigo –replicó con tranquilidad–. Pero permítame que le diga que sus amenazas son tan infantiles como inútiles. Está hablando con el dueño del hotel.

Ella arqueó una ceja, pero no dijo nada al respecto.

–¿Se va a subir al coche? ¿O prefiere ir andando? –siguió él.

Clem miró el vehículo y se mordió el labio. Era tan alto que no podía subir al asiento sin ofrecer a Nick Sherwood una vista perfecta de sus piernas y de su trasero.

–¿Algún problema, pelirroja?

Clem se giró y lo miró a los ojos con intención de dedicarle alguna réplica desagradable, pero guardó silencio. Aquel hombre era tan sexy y tan imponente que la boca se le hizo agua en sentido literal.

Se acordó de la última vez que le había pasado lo mismo. El día en que conoció a Cai. Y el resultado de aquella relación no podía haber sido más desastroso.

Tragó saliva y se intentó convencer de que solo estaba alterada por los sucesos de los días anteriores. A fin de cuentas, no habían sido precisamente normales. Era natural que se sintiera incómoda.

–Estamos perdiendo el tiempo –afirmó Nick.

–No puedo subir –dijo ella–. No sin ponerme en una situación tan embarazosa para mí como para Joe y para usted.

–¿A qué se refiere?

Clem bajó las manos y señaló su falda.

–Es demasiado corta y demasiado estrecha. Si doblo una pierna para subir, se me verá…

Nick se tapó la boca para ocultar su sonrisa.

–No es gracioso –protestó ella.

–Bueno, teniendo en cuenta que Internet está lleno de desnudos suyos, me sorprende que sea tan recatada.

–Ahora es usted quien parece tonto. ¿No ha oído hablar de los programas de tratamiento de imágenes? No son desnudos míos. Le ponen mi cabeza al cuerpo de otra.

Nick sonrió y Clem se estremeció una vez más. Si antes le había parecido atractivo, ahora lo encontraba sencillamente devastador.

Tenía que hacer algo al respecto. Estaba perdiendo el control de sus hormonas.

Mientras ella luchaba contra su propio deseo, Nick le puso una mano en la espalda, le pasó otra por detrás de las piernas, la alzó en vilo y, con un movimiento rápido y aparentemente sin esfuerzo, la acomodó en el asiento del copiloto.

Ella todavía no había salido de su sorpresa cuando un muelle se le clavó en el trasero y le hizo soltar un grito.

–¡Ay!

–Oh… Me había olvidado del muelle.

Nick se puso al volante y cerró la portezuela. Ella se frotó la parte dañada.

–¡Lo ha hecho a propósito! –le acusó.

Nick le dedicó una sonrisa de la que cualquier tiburón se habría enorgullecido.

–Sí, es posible.

–¿Le he dicho ya que no me cae bien?

–Eso es asunto suyo –replicó–. Y, ahora, ¿qué le parece si nos vamos? Necesito una ducha y una cerveza.

Clem se inclinó sobre la portezuela y estrechó la mano de Joe, el copiloto.

–Gracias, Joe. Y extiende mis agradecimientos a Nathan y a Chloe, por favor. Os deseo un buen vuelo.

Joe ni siquiera tuvo tiempo de contestar, porque Nick arrancó de inmediato.