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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Meredith Webber

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atracción inconveniente, n.º 1631 - marzo 2020

Título original: Claimed: One Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-151-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AQUELLA habitación en la que podían cambiarse personas de ambos sexos le parecía algo completamente ridículo a Grant Hudson. Lo pensó mientras sacaba de la caja el uniforme de cirujano y se dirigía hacia el fondo de la sala. Y no porque tuviera nada contra las chicas en ropa interior blanca. Era simplemente que lo distraía, y no le parecía conveniente en el lugar de trabajo.

Dejó la ropa sobre el banco y se quitó la corbata, lo que le recordó la cita para cenar a la que no iba a poder ir. Se quitó la camisa y la colgó en una percha. Luego trató de concentrarse en el trabajo, en lugar de pensar en Jocelyn.

Y tampoco quería pensar en Tom.

¡Ni en esa encantadora muchacha en ropa interior!

Aunque lo que más lo molestaba era el significado de aquella experiencia de la sala mixta. La idea de que, si los cirujanos se cambiaban juntos, podía ser beneficioso para su trabajo. Esa sala se había diseñado para que se cambiaran los equipos de cirugía de los quirófanos cinco y seis. Lo que quería decir que la mayoría de las mañanas, antes de que comenzaran los horarios normales en los quirófanos, habría una docena de hombres y mujeres, desde neurólogos hasta ortopedistas, cirujanos generales y estudiantes, todos en ropa interior.

En la práctica, las personas con las que había coincidido desde que había llegado al hospital una semana antes se cambiaban en total silencio. Después de todo, era difícil mantener una conversación con una colega en braguitas y sujetador. Había que tratar de mantener todo el tiempo la mirada fija en sus ojos mientras te preguntabas si tus calzoncillos quizá estuvieran abiertos en algún lugar inapropiado.

Aquella noche, la sala estaba inmersa en un silencio casi sepulcral. Se estaban cambiando dos cirujanos a los que no conocía y Sally Cochrane, una residente de cuarto año.

Grant se quitó los zapatos y se bajó los pantalones. Luego, sentado en el banco para que no se le pudiera ver nada, se puso el pantalón verde y, antes de atarse la cinta, se puso también la parte de arriba.

Esta le quedaba un poco justa. La ropa de quirófano no se ajustaba a su estatura y complexión. Estaba pensando en eso cuando, de repente, oyó quejarse a la residente.

–¿Quién ha cambiado las etiquetas de las cajas? ¡Les parecerá muy divertido!

La residente se colocó en medio de la estrecha habitación con los brazos abiertos y un traje tres tallas más grande, que le daba un aspecto de balón medio desinflado.

Se volvió hacia Grant y, al verlo, soltó una carcajada mientras lo señalaba con el dedo. Su risa era alegre y sonora, lo que parecía extraño al tratarse de una mujer tan pequeña y delicada.

–Oh, lo siento, pero es que está usted muy gracioso. Ya sé que yo también debo estarlo. Es ridículo, pero…

Volvió a soltar otra carcajada mientras Grant se levantaba despacio, temeroso de lo que pudiera haberse puesto, y se miraba las piernas.

¡Caramba! Los pantalones le llegaban a media pantorrilla y las mangas le quedaban por la mitad del antebrazo.

Frunció el ceño mientras miraba a la residente y luego al empleado que salió rápidamente por la puerta con los hombros temblándole como si también a él le hubiera parecido muy divertida la situación.

–Tenemos a un paciente esperando, doctora Cochrane –señaló Grant, quitándose la parte de arriba y pensando en que le tendría que preguntar dónde estaba la caja de la talla grande.

Ella, por su parte, se quitó también la parte de arriba y se quedó en sujetador. Este era de algodón y el blanco resaltaba su piel morena. ¿Cuándo habría tenido tiempo de tomar el sol? ¿Se broncearía de aquella manera si usaba protección solar?

Era mejor pensar en la salud que en si el bronceado sería igual por todas las partes de su cuerpo.

–Tenga –dijo ella alegremente, dándole la camisa que acababa de quitarse.

Grant la aceptó y se la puso, pero inmediatamente se arrepintió de su decisión. El perfume del cuerpo de aquella mujer, un perfume dulce que a veces permanecía en su despacho después de que ella se marchara, emanó de la tela y lo envolvió.

Y ese olor lo acompañaría todo el tiempo en el quirófano, pensó disgustado.

A ella no parecía molestarle el olor de la ropa que él se había quitado, mientras se sentaba en el banco para quitarse los enormes pantalones.

–Podíamos habernos puesto dos uniformes nuevos –dijo él, rígido al ver las piernas delgadas y bronceadas que salían del atuendo verde. De hecho, su cuerpo comenzó a reaccionar de una manera bastante inapropiada.

–Sí, pero si las cajas están todas mezcladas, tendríamos que probarnos unos cuantos hasta conseguir nuestra talla. Sin embargo, ha dado la casualidad de que usted había elegido un uniforme justo de mi talla.

Ella volvió a echarse a reír, pero se dio cuenta de que a él no parecía divertirlo en absoluto la situación y se calló. Seguidamente, se dio la vuelta y se dispuso a ponerse el pantalón. Al hacerlo, le ofreció una bonita imagen de su espalda.

Sally tiró de la cinta de tela y se la ató a la cintura. Estaba muy nerviosa, pero no iba a dejarse intimidar por las miradas de mal genio de Grant Hudson.

De acuerdo, él no veía el lado gracioso de todo aquello, pero ella no tenía por qué comportarse de una manera fría y formal.

Por lo menos, él podía haber sonreído…

En el caso de que aquel hombre fuera capaz de sonreír.

Recordó su pelo oscuro, corto y ondulado, su piel ligeramente morena y sus ojos azules mirándola seriamente detrás de las gafas que llevaba para operar.

Apartó de sí la imagen, sospechando de aquellos ojos que tenían un extraño poder. No quería sentirse atraída por un hombre que la despreciaba de un modo tan evidente.

Luego pensó que quizá al doctor Hudson le faltara el músculo necesario para curvar los labios y formar una sonrisa. Quizá un día podría iniciar una investigación sobre sus nervios craneales para ver si la causa de que no pudiera sonreír estaba en alguna malformación de su cerebro.

Pero la idea de hacer una incisión en la piel firme de Grant Hudson y ver los huesos que daban a su cara aquella fuerte estructura no le pareció en absoluto atractiva.

–¿Ha terminado, doctora?

La voz de su jefe la devolvió a la realidad. Decidió no volver a decirle que la llamara Sally y, en su lugar, asintió antes de seguirlo fuera de la sala.

 

El doctor iba a buen paso y ella, en su intento de no quedarse atrás, lo pisó sin querer. Él se detuvo y se agachó para ponerse bien la zapatilla que se le había salido. Ella, cuando estaba a punto de disculparse, oyó una voz.

–¿Dando traspiés como siempre, Sal?

Era Daniel Denton, el ayudante del neurocirujano, y no precisamente su mejor amigo. Siempre la hacía sentirse incómoda y tampoco le gustaba el modo en que se comportaba con su nuevo jefe. Por ejemplo, aquella noche no estaba de guardia ni tenía por qué estar allí, pero a Daniel parecía gustarle estar siempre cerca del neurocirujano.

–¡No he dado ningún traspié!

Iba a decirle que ocho años de lecciones de ballet la habían hecho una persona ágil, pero Daniel, después de divertirse un poco a costa de ella, había desviado la atención hacia su jefe de departamento.

–Me preguntaba si podía hablar con usted unos minutos antes de que empezara su turno –preguntó Daniel, todo encanto y falsa humildad–. ¿Le parece que hablemos mientras Sal lo prepara todo?

Grant hizo una seña para indicar la sala de la que acababan de salir Sally y él. Luego se volvió hacia ella.

–Vamos a hacer una tomografía, prepárelo todo –le dijo antes de seguir a Daniel hasta la sala.

Sally continuó hacia el quirófano de mal humor. Allí se encontró con Sam Abbot.

–Pensé que nos habías cambiado por las alegrías de la UCI –le dijo la enfermera.

–Tengo que atender tanto el quirófano como la UCI, y esta noche me toca aquí. Jackie Well está de guardia. ¿Necesitas algo?

–Lo necesario para hacer una tomografía. Incluyendo grapas esterilizadas.

Sally lo preparó todo con Sam y el anestesista, Harry Strutt. Después de subir al paciente a la mesa de operaciones, fue a la sala de esterilización.

–Te veo muy concentrada esta noche –comentó Jackie, que había ido a ayudarla–. ¿Te ha pasado algo?

–Nada, los hombres en general y dos en particular –le contestó Sally–. Ya es una desgracia tener que trabajar cerca de ese sabelotodo, pelota y cara de sapo que es el nuevo ayudante. Pero si además tu jefe es un oso insoportable, maniático y pretencioso que…

Entonces, la puerta se abrió y Sally dejó la frase sin terminar, rezando para que el oso no se hubiera dado por aludido.

–Aparta, Sal –ordenó Daniel, poniéndose demasiado cerca de ella.

–No me llames, Sal –replicó, furiosa, mientras aceptaba la toalla de papel que Jackie le daba, secándose las manos cuidadosamente a continuación.

Luego se apartó de la pila y dejó que Jackie la ayudara a ponerse los guantes. Finalmente, se fue al quirófano sin decir una palabra.

Permaneció en silencio, esperando mientras el nuevo neurocirujano entraba y se presentaba. Daniel se puso detrás de él y miró a Sally como perdonándole la vida.

No era una buena forma de comenzar una operación de emergencia.

¡Pero eso no era todo! Sam, que normalmente era una de las mejores enfermeras, dejó caer algo que resonó en la sala y alteró aún más a Sally.

Grant Hudson parecía de muy mal humor después haber tenido que contestar a una llamada telefónica y, una vez que le hubo dicho a Sally lo que tenía que hacer, se quedó allí a su lado, incomodándola con su mirada. Pero luego, en vez de molestarla, la ayudó y trabajó con ella, tratándola como a un igual y no como a una estudiante. Daniel también se quedó y, como el cirujano jefe no hacía comentarios, se creyó en la obligación de recordarle a Sally cada uno de los pasos que tenía que dar.

Finalmente, Grant Hudson tuvo que sugerirle que ella lo estaba haciendo suficientemente bien como para que Daniel no tuviera que intervenir continuamente con sus comentarios. Ella lo miró agradecida.

Cuando encontraron la embolia y repararon el vaso afectado, Grant Hudson se fue, dejándola que terminara ella sola. Sally se preguntó si lo haría para probarla y si haría lo mismo con los demás equipos de cirugía.

Luego continuó trabajando con Daniel para cerrar la herida. Se notaba un evidente alivio en el quirófano, pero, como siempre le pasaba al final, Sally no pudo evitar atormentarse preguntándose si habrían actuado a tiempo, si el paciente sufriría una hemorragia o si tendría algún problema que pudiera afectar a su recuperación.

–Bueno, es la operación más silenciosa a la que he asistido en los últimos años –aseguró Daniel, lleno de malicia–. El oso maniático no habla mucho.

Sally reprimió un gemido para no dar a Daniel la satisfacción de que supiera que sus palabras estaban molestándola.

–A lo mejor ha sido por la mujer que lo ha llamado. Quizá quería que estuviera en la operación –intervino Helen, la ayudante de Harry–. La mujer parecía verdaderamente acaramelada.

–¿Una llamada personal durante una operación? ¿No estaba prohibido? –preguntó Sally, volviéndose hacia Daniel, que era la única otra persona de la sala que había visto las notas que Grant Hudson había repartido cuando había sido nombrado jefe del departamento una semana antes.

Daniel estaba dando un punto a la herida y fingió estar muy concentrado en ello. Era evidente que no iba a arriesgarse a hacer ningún comentario que pudiera llegar a oídos del jefe.

–Pero la mayoría de los cirujanos que llevan tiempo aquí traen sus móviles o sus buscas. Sobre todo por la noche, cuando no hay secretarias para tomar mensajes –señaló Helen–. Los guardan debajo de la bandeja de anestesia y esperan que yo los conteste. Y estoy segura de que la mayoría de las llamadas no son de trabajo.

–Pero en cuanto les hacen jefes –añadió Harry–, les gusta guiarse por sus propias reglas. Tuvimos una vez uno que creía que teníamos que trabajar en diferentes turnos. No se molestaba en preguntarte por qué llevabas quince años trabajando de noche. Me costó mucho trabajo solucionarlo.

–¿Cómo está Marion? –quiso saber Sally.

La mujer de Harry llevaba quince años con parkinson y Harry prefería estar a su lado durante el día. Por la noche, ella se quedaba con su hija, que todavía vivía con ellos.

–Los medicamentos han mejorado. Tardan una media hora en hacer efecto, pero luego Marion es capaz de agarrar un lápiz para hacer crucigramas. Aunque, eso sí, no puede escribir una carta.

Sally recordó la imagen de la mujer, que había sido una de las mejores anestesistas hasta que el parkinson le impidió continuar trabajando. El parkinson era una de las enfermedades que a Sally le gustaría investigar. Las primeras operaciones que se habían realizado eran muy arriesgadas, pero cada vez se probaban métodos mejores…

–Ya hemos terminado, puedes examinarlo –le dijo Daniel a Sally.

Esta se acercó a la mesa de operaciones y revisó la venda al tiempo que volvía a preguntarse cómo se despertaría el paciente.

–Es todo tuyo –le dijo al anestesista cuando terminó.

Pero el silencio durante la operación, la falta de bromas y comentarios que solían darse en el quirófano, la había dejado más tensa de lo habitual y se notaba la espalda cargada.

Sin embargo, habría merecido la pena si el paciente salía bien.

 

* * *

 

–No responde a los estímulos en manos y pies –le informó a la mañana siguiente la enfermera de la UCI.

Sally estaba cansada, ya que solo había dormido tres horas.

–Hola, Craig –le dijo al paciente, confiando en que al utilizar su nombre de pila, el hombre se despertara.

Para su sorpresa, el paciente abrió los ojos y la miró.

–Soy Sally Cochrane, su cirujano. Le hemos sacado una embolia de la columna, que era lo que le estaba causando la parálisis. Tardará un tiempo en recuperar la sensibilidad, pero el doctor Hudson, el jefe de departamento de cirugía, confía en que se recupere del todo.

–¿Dije yo eso? –le preguntó una voz al oído.

Rápidamente se volvió y se encontró al doctor en cuestión. Y aunque sabía que él había dormido tan poco como ella, o menos aún, ya que la hoja pegada a la cama delataba que había ido a ver al paciente cuando este había llegado a la UCI, parecía despierto, fresco y en buena forma.

Sin embargo, ella, con el negro cabello aplastado y sin vida por el gorro, debía tener un aspecto horroroso.

Pero eso le daba igual. ¿O quizá no?

–Lo sugirió –contestó ella en voz baja para que el paciente no lo oyera–. ¿Y cómo se acerca de ese modo? ¿Lleva zapatos especiales de ladrón?

Él no se molestó en contestar, simplemente se echó hacia adelante y se presentó al hombre, al que repitió más o menos lo que le había dicho Sally sobre su recuperación.

–¿Puede estar tan seguro de que va a recuperarse a pesar de que aún no conocemos el estado en que ha quedado la columna? –preguntó Sally al salir de la habitación.

Su enfado y malestar habían desaparecidos al ver a Grant Hudson en acción, dando confianza al temeroso paciente.

Grant asintió y sonrió, al fin, brevemente.

–Siempre hay que tomar en cuanta otras cosas, como, por ejemplo, su salud en general. Craig es socorrista y pasa en la playa los fines de semana, donde nada y hace ejercicio, así que está fuerte como un toro.

–«Fuerte como un toro» –repitió ella, volviéndose y mirando aquellos ojos que parecían mucho más azules sin las gafas–. Mi padre solía decir eso.

Por primera vez, experimentó una sensación de complicidad con ese hombre tan autoritario que el destino había convertido en su jefe.

¡Bueno, esperaba que se tratara de eso: «complicidad»!

Grant creyó notar que la voz de la estudiante se había suavizado al decir aquello. Y era la primera vez que había visto hablar en ese tono a Sally Cochrane. Era muy difícil acceder a la especialidad de cirugía para cualquiera y más para las mujeres. Aunque el cincuenta por ciento de los estudiantes de Medicina eran mujeres, muy pocas llegaban a ciertas especialidades. En la universidad, el departamento de Cirugía estaba dominada por hombres, igual que la asociación de neurocirujanos. Y también el Consejo de Cirujanos y el tribunal que hacía los exámenes orales y escritos… Eran casi todos hombres.

¡Hasta ese momento!, se recordó Grant con amargura. Porque pronto cambiaría…

Dejó a un lado los recuerdos y trató de concentrarse de nuevo en Sally Cochrane.

Para llegar donde había llegado, debía de ser más fuerte de lo que su delicado físico sugería.