DEL CABO AL CAIRO

1907

MARY HALL

Traducido por María del Mar Gómez-Pamo

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Título original de la obra: A woman’s treck From Cape to Cairo

Autora: Mary Hall

Traducido por María del Mar Gómez Pamo

Editado por Pilar Tejera

ISBN: 978-84-121020-7-9

Imagen de Cubierta: James Tissot

Diseño de cubierta: Karen Behr y Anuska Romero

Maquetación: CaryCar Servicios Editoriales

© De esta edición. Ediciones Casiopea, 2020

 

Reservados todos los derechos

 

Índice

PREFACIO

Como soy la primera mujer de cualquier nacionalidad que realiza un viaje completo desde Ciudad del Cabo hasta El Cairo, creo que un simple relato de cómo logré hacerlo sola puede ser de interés para aquellos que, por diversas razones, reales o imaginarias, no pueden llegar tan lejos. Espero que acepten un libro, escrito desde el punto de vista de una mujer, quitando los grandes romances y las frecuentes exageraciones en relación a todo lo africano.

Así que envío a mi primogénito al mundo, con la confianza de que su público comprensivo exime sus faltas y las trate con la consideración amable que requiere.

M. H.

Londres, 1907

 

CARTA A LA TRADUCCIÓN DE ESTA OBRA

Hace ciento cincuenta años, el hecho de que una mujer pudiera aventurarse a solas y sin protección a recorrer el mundo, cruzando mares y montañas, era considerado absurdo. Aquella, sin duda, fue una época en la que la vida se movía a otro ritmo. El horizonte se acercaba lentamente. Los ferrocarriles, los barcos se movían a otra velocidad. Eran otros tiempos, otra forma de moverse por el mundo. La inseguridad, el azar, la fatalidad eran, en aquel entonces, sinónimos de un gran viaje y el cambio de mentalidad, el aperturismo para que las mujeres se incorporaran a los mismos escenarios de los que el hombre venía disfrutando, llevó su tiempo. Pero para bien o para mal, la idea de viajar, y de viajar solas, se instaló en el corazón y también en el cerebro de no pocas mujeres. Echaron por tierra sus ideas preconcebidas, su educación, las lecciones aprendidas, abrieron la verja de seguridad de un espacio mental que hasta entonces ellas mismas desconocían y pusieron rumbo a lo desconocido, en algunos casos a destinos tan poco seguros como el continente africano.

Mary Hall fue una de estas valientes. Su aventura cruzando África “de cabo a rabo”, sigue pareciendo imposible. Su eco nos cautiva. Sus pasos nos llevan de aventura. Narra sus experiencias y descubrimientos mezclando en sus páginas deseos, temores, lugares y vivencias como alquimista de su propio destino. Ardiente, temperamental, segura de sí misma y apasionada de la vida, encauzó todas sus energías a culminar una hazaña que pocos hombres hubieran osado emprender. Sus viajes fue un ejercicio de adaptación y de audacia y fue una de las primeras personas en aportar una visión global del oscuro continente africano.

Pocas aventureras victorianas se han ganado con tanta justicia el derecho a encontrarse entre las grandes trotamundos del pasado. Se trata de una figura que no deja de sorprender. Siendo indulgente con algunas opiniones y prejuicios raciales de la época, sus palabras no dejan de emocionarnos, de sorprendernos, de cautivarnos.

Nacida en Inglaterra en 1857, Mary Hall, se convirtió en la primera persona en recorrer longitudinalmente África. Comenzó este viaje por motivos de salud, y para llevar a cabo su propósito utilizó el ferrocarril, los barcos de vapor, los ricshaw, recorrió grandes distancias a pie y también fue llevada por porteadores. Aunque empleó guías y ayudantes, su viaje se considera hecho en solitario al no ir acompañada por ningún otro europeo.

Tras culminar tan extraordinaria hazaña, siguió viajando el resto de su vida, recorriendo diferentes lugares del mundo. Su segunda obra: A Woman in the Antipodes and in the Far East (1914), relata sus aventuras en Nueva Zelanda, Australia, Pacífico Sur, China y Siberia.

Es motivo de satisfacción para nuestro sello editorial, traducir por primera vez sus aventuras africanas, 150 años después de que las protagonizara.

 

Pilar Tejera, febrero 2020.

 

CAPÍTULO I

Introducción

Norman Lockyer cuenta que, durante su Misión científica en las Montañas Rocosas, no pudo ocultar su asombro al encontrarse con un anciano abad francés. El abad se dio cuenta y, conversando con él, le explicó su presencia en esa región distante.

—Pude ver fácilmente —dijo—, que te sorprendió encontrarme aquí. Hace unos meses estaba muy enfermo. Mis médicos se rindieron y una mañana sentí que me desmayaba, y pensé que ya estaba en los brazos del bon Dieu, e imaginé a los ángeles preguntándome: «Monsieur l'Abbe, ¿qué le pareció el precioso mundo que acaba de dejar?». Y entonces me di cuenta de que yo, que me he pasado la vida predicando sobre el cielo, apenas he visto nada del mundo en el que vivo. Decidí, por lo tanto, que, si la Providencia me liberaba, iría a explorarlo, y aquí estoy.

No puedo decir que alguna vez haya experimentado la misma situación que el anciano abad, ya que siempre me ha interesado conocer nuevos países y pueblos, y siempre he considerado que viajar es la mejor manera de estudiar geografía.

Antes de fijarme en África, había visitado todos los continentes del mundo, y cada país, a su vez, me había aportado un intenso placer con su arte, sus paisajes, su gente y su clima, y, muchas veces, con la combinación de todo; y, «como si el apetito creciera a medida que lo alimentaba»1, no estaba satisfecha, sino que tenía hambre de más.

En 1904, cuando Sudáfrica seguía siendo un país muy popular, decidí encaminarme hacia él. Desde allí recorrí la longitud entera del continente africano, desde el Cabo hasta El Cairo; pero trataré muy ligeramente los lugares más significativos del norte y sur, mientras que describiré con más detalle mis viajes por la zona mucho menos conocida de África Central, el África de Livingstone y Stanley, que se encuentra entre el Zambeze y el Nilo.

Si se publicara una guía de Sudáfrica, describiría Ciudad del Cabo, con sus hermosos alrededores; las aguas termales de Caledón, accesibles por una agradable ruta ferroviaria a través del Paso de sir Lowry; Oudtshoorn, el centro del distrito de granjas de avestruces, a pocos kilómetros de las maravillosas cuevas Cango, cubiertas de estalactitas y estalagmitas, y casi tan hermosas como la Mammoth Cave en Kentucky, EEUU; el encantador viaje de 100 kilómetros desde Mosselbaai hasta Knysna Heads, y aún más lejos, hasta el inmenso bosque virgen donde todavía se pueden ver elefantes salvajes; y muchos otros lugares que visité.

Me gustó especialmente Natal2, adecuadamente llamada «la provincia jardín». Fue interesante, aunque triste, visitar los ya antiguos escenarios de la guerra, cuyo curso está marcado, no por hitos, sino por innumerables cruces pequeñas de madera blanca, erigidas en memoria de los caídos.

De Durbán viajé a Colenso, Ladysmith, Spion Kop, Harrismith, Elandslaagte, Dundee, Charlestown, Majuba Hill3; y de allí viajé a Pretoria, Kimberley, Mafikeng y Bulawayo.

No describiré estos lugares, ya que la mayoría de la gente los conoce tanto como conocen cualquier parte de Europa; pero considero que Bulawayo está lo suficientemente lejos de los caminos trillados como para justificar algunos comentarios. Tiene las características de una buena ciudad, y está distribuida en calles y avenidas en ángulo recto. Cuando visité la ciudad, las cosas parecían estar más bien paralizadas, debido a los efectos de la guerra y las enfermedades del ganado, y sentía que, si Cecil Rhodes hubiera vivido unos pocos años más, su mente maestra hubiera inventado alguna manera de arreglar el problema.

Matopos es una hermosa cordillera de colinas de granito, se encuentra a pocos kilómetros de Bulawayo y se puede acceder a ella en tranvía. Sobre una colina, se encuentra la tumba del fundador de Rodesia, rodeada por un anfiteatro natural y desde donde se observa lo que él llamó «la vista del mundo». Ahora su cuerpo está incrustado en granito sólido, bajo una superficie plana de latón y figuran grabadas las palabras: AQUÍ YACEN LOS RESTOS DE CECIL JOHN RHODES.

El ataúd se trajo hasta allí con muchas complicaciones. Llegó a Bulawayo desde Ciudad del Cabo en tren, pero, como el tranvía no existía entonces, lo arrastraron desde allí hasta Matopos con grandes recuas de bueyes y el viaje duró dos días.

No se podría haber elegido una posición más solitaria, pacífica y sublime. Durante su vida, Rodas solía sentarse en este mismo lugar durante días enteros, sin decir una palabra, trabajando las grandes ideas que siempre hervían en su cabeza. Su deseo era que este lugar rodeado de montañas se convirtiera en un Valhalla para todos los grandes hombres de Sudáfrica. A nadie que haya muerto desde entonces, se le ha considerado digno de una tumba en ese lugar; pero los cuerpos del oficial Alan Wilson y sus valientes compañeros que perdieron la vida intentando capturar a Lobengula en 1890, se han desenterrado y llevado allí desde Zimbabwe. Ahora se encuentran bajo un magnífico monumento, cuya parte superior es visible desde la tumba de Rhodes. Esta resulta imponente, es rectangular y está compuesta de enormes bloques de granito, extraídos sobre el terreno. Con un precioso bajorrelieve en latón en la parte superior de cada lado, se muestra a los hombres marchando; y las semejanzas son tan acertadas, que aquellos que les conocieron podrían distinguirles. Tuve la suerte de visitar Matopos con un caballero que había conocido íntimamente a Rhodes y que vivía en una de las nuevas granjas cercanas. Fue en una de estas granjas donde se construyó un sencillo y rústico cobertizo en el que se colocó el cuerpo de Rhodes en una parada nocturna de camino a su tumba.

Unas veintiocho horas en tren (ahora el trayecto se puede hacer en menos tiempo) me llevaron de «la vista del mundo» a lo que E. F. Knight definió como «la joya más bella de los paisajes de la tierra». No tengo palabras para describir las Cataratas Victoria, pues, aunque son gloriosas las famosas cataratas estadounidenses, palidecen ante la imponente grandeza de su rival más recientemente descubierto.

Las Cataratas del Zambeze son aproximadamente el doble de anchas y dos veces y media más altas que las del Niágara. Su formación y situación son únicas, el inmenso volumen de agua crea sonidos como de truenos y discurren por un barranco profundo y estrecho, que se aleja en zigzag durante unos 60 kilómetros. El espectador, atónito, puede seguir el curso de las violentas aguas, pero debe permanecer forzosamente en la cima de los precipicios basálticos, que se amurallan en la garganta, desafiando la curiosidad del explorador que se atrevería a descender a las profundidades.

Cuando visité las cataratas, el puente, (el más alto del mundo), estaba a punto de construirse sobre el abismo y más tarde se consiguió. No había hotel, pero el ingeniero, que, por así decirlo, estaba al mando en ese momento, me atendió gustosamente.

A la mañana siguiente a mi llegada, él, sabiendo lo que me esperaba, me ofreció amablemente un impermeable y un sombrero de piel, y me llevó a la Garganta del Diablo. Allí me dejó para que disfrutara de uno de los días más gloriosos de mi vida, no olvidaré fácilmente el momento en el que vi las cataratas por primera vez.

Un bosque tropical acompaña al cañón, enfrentándose a las cataratas durante casi dos tercios de su longitud, y llega a su fin cuando el cañón gira en ángulos rectos, y forma el Boiling Pot en el terrible abismo que hay debajo. La selva es muy densa, saturada por la lluvia permanente del rocío eterno que provocan las caídas de agua.

Vagué por el bosque, completamente sola, deambulando, a veces con fango hasta las rodillas, y siempre empapada por el goteo de las hojas. Pero ¿qué más daba?, si estaba guardando una galería de imágenes mentales que nunca olvidaría.

Podía ver al sol brillar más allá de la niebla, arrojando arcoíris por todas partes, mientras que las hojas de los árboles estaban adornadas con diamantes. De vez en cuando veía monos de pequeño tamaño apostados en las ramas de los árboles. Ellos a su vez me observaban y parecían conscientes pero tristes a la vez, como si dijeran: «¡Vaya, los turistas británicos ya han llegado hasta aquí! ¿Cómo vamos a huir de esta plaga?». Y tuve ganas de disculparme; parecía una invasión de su paraíso.

Mi camino discurría principalmente a través de la selva, pero aproveché varias oportunidades para salir al borde de la garganta y vislumbrar la larga fila de cataratas que iban desapareciendo a través de la neblina. El agua espumosa de en frente parecía una miríada de plumas blancas de avestruz, arrojadas caóticamente sobre el precipicio.

Tras observar todo esto hechizada durante un rato, me di la vuelta y me asombré por completo: ¡el camino que dejé se había transformado en un arcoíris! Me costó convencerme de que no estaba soñando, ni me hallaba bajo el hechizo de alguna hada madrina.

Después de unas horas, volví por el mismo camino y, al salir del bosque, llegué al lugar desde donde había partido esa mañana; pero ahora el sol estaba en tal posición que había un magnífico arcoíris sobre el abismo, creando unas vistas sumamente bellas. Ni siquiera Turner en su día más creativo podría haber concebido una escena más hermosa; me fascinó tanto que sentí el impulso de saltar de cabeza, pero me conformé con sentarme en el suelo, totalmente empapada, absorbiéndolo todo, hasta que sentí que me agarrotaba, y me marché por miedo a que me diera un ataque de reumatismo.

Pasé varios días en el lado oeste del río y luego, como se les había prometido asilo a unos caballeros, cedí y me trasladé a Livingstone, un pequeño asentamiento situado en la orilla opuesta, que me dio la oportunidad de ver las cataratas desde el lado opuesto. En la actualidad, estas pueden visitarse con mayor facilidad. Se ha construido un buen hotel y, como el puente está terminado, se pueden ver ambos lados sin desviarse 8 kilómetros en cada dirección.

El tren a Bulawayo salía tan temprano que los pasajeros estaban obligados a dormir en los vagones por la noche. Me resultó incómodo ser la única mujer en él, pero uno de los funcionarios del ferrocarril me prestó su tienda de campaña prometiéndome noblemente que no dejaría que el tren se fuera sin mí por la mañana.

Antes de dormir, volví a la Garganta del Diablo, mi paisaje favorito, y pude disfrutar de su gloria a la luz de la luna llena. Deseé poder quedarme allí; pero no podía, tenía que afrontar la vida real y me despedí por última vez de una de las magníficas obras maestras de la naturaleza.

A la mañana siguiente me despertó el hombre, como me había prometido, sobre las 4:30 horas. El tren estaba maniobrando, hacia adelante y hacia atrás, y tardó un tiempo en arrancar. Al poco me encontré con los tres caballeros que habían estado visitando las cataratas, además de muchos otros del campo, y nos entretuvimos con comidas y partidas de bridge hasta cerca de las tres de la tarde, hora en que llegamos a Wankie4, donde están las famosas minas de carbón. Sabíamos que teníamos que cambiar de convoy allí, ya que hasta entonces estábamos viajado en una vía en construcción.

Cuando estábamos llegando a la estación, se oyó una voz que preguntaba: «¿Cuándo sale el próximo tren a Bulawayo?». Desde el andén respondió otra voz: «El próximo martes, señor». Como entonces era sábado, resultará más fácil imaginar que describir cómo nos sentimos. Primero fuimos rápidamente a beber, pero no se alarmen, que era solo té, «la bebida que anima, pero no embriaga»5. Intentamos conseguir algo de leche para añadir unas gotas, pero fue imposible. Entonces pedimos limones, pero tampoco había. Al final, lo bebimos con zumo de naranja y nos pareció una mezcla agradable, sobre todo dadas las circunstancias.

Los hombres se dedicaron a enviar telegramas al gerente de tráfico de Bulawayo, pero nos dijeron que de todas formas, no podríamos continuar el trayecto esa noche, ya que no había ningún tren disponible hasta altas horas de la madrugada.

Los dos o tres hombres que trabajaban en la mina de carbón vinieron al rescate con la hospitalidad habitual de esta zona; uno de ellos me cedió su propia habitación, ya que era la única dama allí, y a los hombres se les acomodó en distintas barracas propiedad de la administración. Esa noche, disfrutamos de una cena agradable, aunque debimos poner al cocinero en una situación comprometida al obligarle a preparar, en un lugar así, una cena para siete bocas hambrientas y sin previo aviso.

A la mañana siguiente, recibimos respuestas a los telegramas del día anterior, y la compañía nos autorizó a partir de inmediato en un «especial». Así, nuestra breve visita concluyó, y nos volvimos a poner en camino, descansados y renovados. Fue una grata sorpresa llegar a Bulawayo a medianoche, lo que resolvió nuestras dudas de cómo íbamos a dormir en el tren.

Hoy en día el viajero podría partir de Bulawayo en un tren de lujo e ir directamente al hotel Falls para disfrutar de todas las comodidades que quisiera; pero, a pesar de las incertidumbres y molestias que padecí, me alegro de haber ido entonces, porque los recuerdos que guardo de la hospitalidad que recibimos en Wankie nunca los compartirán aquellos que viajan con todo gestionado.

Me quedé unos días en el Grand Hotel de Bulawayo, considerado por algunos como el mejor hotel de Sudáfrica. Después de un merecido descanso, me encaminé con renovado vigor hacia el Gran Zimbabwe, que se encuentra entre las ruinas más antiguas y curiosas del mundo. Dado que quienes han dedicado años a estudiar estas ruinas ya han escrito mucho sobre ellas, lo que haré será explicar cómo llegué hasta ellas y la impresión que causaron en una simple mortal sin ningún conocimiento o teoría sobre su origen.

Viajé hasta Gwelo6 en la vía principal entre Bulawayo y Salisbury7. Al cruzar el puente sobre el río Shangani recordé con orgullo el heroico intento del oficial Alan Wilson y sus valientes compañeros de capturar a Lobengula. Se dice que su valentía sorprendió incluso a los matabeles.

Gwelo es el municipio desde el que se pretendía originalmente que el ferrocarril del Cabo a El Cairo partiera hacia el norte, atravesara el distrito de Mafungabusi y cruzara el Zambeze cerca del desfiladero de Kariba. Este plan se abandonó debido a que la naturaleza del país al norte del río dificultaba excepcionalmente la construcción de un ferrocarril. Por lo tanto, los directores de los ferrocarriles de Rodesia se fijaron en la ruta actual, que se encuentra más al oeste y no es tan directa, pero se compensa al pasar por las Cataratas Victoria y la mina de Broken Hill. Muy pronto continuará entre el lago Nyasa y Bangweolo8, al sur del lago Tanganica.

Livingstone, que murió en Bangweolo, donde está enterrado su corazón, nunca hubiera imaginado que en tan poco tiempo se escucharía el agudo silbido de una locomotora en el corazón del continente negro, el cual había sido capaz de penetrar tras años de viaje, enfrentándose a peligros y dificultades incalculables.

Al día siguiente recorrí 40 kilómetros en un ramal hacia Salukwe. La posada estaba pensada más para los mineros que la frecuentaban que para una mujer. Estaba muy llena y resultaba ruidosa; así que, cuando me enteré de que el correo salía ese mismo día, decidí ir directamente a Victoria, el asentamiento más cercano a las ruinas.

Salí por la tarde y se unieron dos pasajeros que, para mi desgracia, se bajarían unas horas después para irse de caza.

Cuatro mulas tiraban del carro y parecían hacer lo que les daba la gana, aunque se suponía que las conducían dos muchachos. Trotamos sobre rocas, piedras, troncos; todo lo que se interpusiera en nuestro camino; pero ¿qué más daba? ¡Los chicos seguían charlando y parecían disfrutar mucho! Es curioso que, en este país, el que toma las riendas no es el conductor, sino el que sostiene el látigo, aunque en este caso ninguno de los dos hizo muy bien su trabajo.

Entre bache y bache pude fijarme en lo hermoso que era el paisaje que me rodeaba. Cuando cambiábamos de mulas, estas eran las únicas ocasiones que teníamos para comer, lo cual teníamos que hacer sentados en el suelo.

Poco después de oscurecer, casi terminamos el viaje antes de lo previsto al quedar atrapados en un bache tremendo. Descendimos del carro y los hombres encendieron unas cerillas para que los chicos pudieran ver cómo resolver el problema.

Me sentí bastante segura mientras los otros dos pasajeros me acompañaban; pero, cuando se bajaron a medianoche y me dejaron a merced de los dos muchachos, cuyo idioma no conocía, temí las posibles consecuencias. Por supuesto que iba a ser imposible dormir, solamente el movimiento del carro ya era suficiente para perder la esperanza, incluso confiando en el conductor. Desplazarse en carro sobre un camino irregular nunca resulta propicio para descansar. Hacía todo lo que podía para evitar darme golpes en la cabeza contra el carro. Sin embargo, en el viaje de regreso ya había aprendido la lección y coloqué una almohada en la peor parte de modo que aquello se convirtió en una especie de combate de boxeo unilateral.

Seguimos toda la noche. Me sorprendió la cantidad de luz que las estrellas emiten en una atmósfera clara, pero, aun así, me alegré cuando la luna apareció sobre el horizonte creando el efecto de disfrutar casi de tanta luz como de día. La observé durante horas mientras se movía suavemente por el cielo y finalmente desapareció con la llegada del sol.

Tenía frío, hambre y estaba cansada, y me alegré al ver a lo lejos el pequeño asentamiento de Victoria, sobre las ocho de la mañana, y también cuando me recibió el propietario del hotel a la llegada, un hombre inglés alegre e impecable, que más tarde descubrí que había sido cartujo.

Al día siguiente, acordamos que me llevase a las ruinas, un bonito viaje de unos 27 kilómetros, pasar la noche en ellas y regresar al día siguiente.

Llegamos al mediodía y encontramos al Sr. R. N. Hall, F.R.G.S., a punto de partir, esperando a que el carro se llevara sus cosas. Afortunadamente, el transporte no llegó hasta que me fui al día siguiente. El Sr. Hall había estado supervisando las excavaciones durante dos años y tuve el privilegio de que me contase él mismo las características interesantes del lugar, ya que, aunque tenía fiebre, insistió amablemente en ser mi guía.

La primera tarde la dedicamos a explorar las ruinas del kopje cercano. Era una subida bastante dura por un camino de un metro de ancho, con rocas a ambos lados y de una altura aproximada de 30 metros; Cada espacio natural entre las rocas, había sido cubierto por esos maravillosos constructores del pasado con un fuerte muro, de modo que la colina resultaba prácticamente inexpugnable. Se cree que esta fortaleza es el lugar donde se almacenaba el oro de las minas y a donde la gente recurría cuando las tribus vecinas amenazaban con atacar. La vista desde la cima es magnífica, de hecho, se parece mucho a la de Matopos.

A la vuelta, nos sentamos junto a nuestras pequeñas cabañas y observamos una preciosa puesta de sol mientras reflexionábamos sobre las interminables generaciones que habían pasado en aquel hermoso lugar desde que se convirtiera en un punto muy concurrido y poblado. Había una casa para huéspedes, que hacía las veces de un comedor durante el día y de mi dormitorio por la noche. Dormí cómodamente y, a la mañana siguiente, estaba preparada para continuar con las visitas turísticas.

El templo es sin duda la ruina más destacable e interesante. Esta torre elíptica se formó con una pared realmente maravillosa, la mayor parte de la cual sigue en pie. Mide 10 metros de alto y 5 de ancho en la base y se estrecha hasta casi 3 metros en la parte superior. Está compuesta de grandes bloques de granito, colocados sin mortero ni cemento; sin embargo, hoy en día, la parte restante del muro es tan uniforme como el día en que se construyó.

Dije que no hablaría de las teorías sobre el origen de estas maravillosas ruinas, pero quisiera comentar que se dice que se remontan al comienzo de la era cristiana, de modo que, en comparación, nuestros antiguos castillos y abadías resultan bastante modernos.

El municipio de Victoria está situado en una llanura rodeada de colinas lejanas. Las autoridades estaban ansiosas por mejorar la comunicación para los pasajeros desde el ferrocarril, y espero que lo hayan conseguido, porque no muchos turistas soportarían el agotador y molesto viaje que hice yo, ni siquiera para ver las ruinas más maravillosas del mundo.

Los pocos habitantes que había eran muy amables y hospitalarios, y pasé una semana agradable con ellos, a pesar de saber el duro trayecto que me esperaba de vuelta en ferrocarril.

Mi siguiente destino fue Salisbury, la capital de Rodesia y la sede del Gobierno. Tiene una población de casi 2 000 blancos y puede presumir de algunos buenos edificios, entre los que destacan el Victoria Memorial, el Volunteer Drill Hall, la biblioteca pública, etc.

Salí del país por la pintoresca ruta a Beira, hice noche en el pequeño asentamiento de Umtali9, que está rodeado de montañas hermosas, y atravesé un paisaje encantador por el bosque hacia la costa.

Mi barco iba a llegar un día tarde, así que me dio tiempo a ver los encantos de Beira a mi antojo. Beira está construida sobre arena, así que para evitar en cierta medida la dificultad de caminar, se han colocado dos rieles estrechos a lo largo de las calles, sobre los cuales discurren unos carritos muy curiosos que unos chicos nativos empujan de arriba abajo. Todos los europeos que viven ahí tienen un carretón de ferrocarril propio y, cuando una llamada o una compra suponen un retraso, se aparta el carretón o se tira al otro lado de la calle.

La ciudad pertenece a los portugueses, pero hay una pequeña colonia inglesa que incluye (a pesar de la mala reputación del ambiente) unas cuantas mujeres y algunos niños.

Antes de llegar allí me hicieron creer que para alcanzar el barco desde el tren tenía que poner en riesgo mi vida; pero me alegra poder decir que no sufrí ninguna incidencia en mi obligada estancia de dos noches.

Con la cortesía característica que había apreciado durante todos mis viajes y tras advertir que tenía problemas con las aduanas portuguesas, un agente de la empresa naviera me condujo personalmente al barco del Deutsch Oest Afrika Cie., que estaba esperando en la bahía.

El camino a casa por la costa este resultaba curioso. Daba tiempo a hacerse una idea general de Zanzíbar, con su gente oriental y sus interesantes bazares; Dar es-Salam y Tanga, ambos puertos alemanes, bien conservados y distribuidos con gran precisión; y la pintoresca ciudad y puerto de Mombasa, antes de entrar en el mar Rojo y en el canal de Suez.

Había pasado un año entero en Sudáfrica y lo había visto muy a fondo. Fue durante la última parte de mi viaje que conocí a mucha gente que había visitado o que estaba familiarizada con el continente más allá del Zambeze. Mi interés se despertó aún más después de unas largas conversaciones en el barco con diversos funcionarios del Gobierno, misioneros y comerciantes que regresaban del Protectorado Británico de África Central, África Oriental Británica y Uganda. Cuando terminé de escuchar cuanto tenían que decir, decidí que, si era posible que una mujer viajara sola por aquellas regiones, intentaría llegar al menos a los Grandes Lagos de África, y de llegar tan lejos y a salvo, continuaría mi peregrinación en dirección norte, hacia El Cairo.

Cuando regresé a Inglaterra, pasé meses leyendo y escribiendo a cuantos creía que podían ayudarme a dilucidar las dificultades que aguardan al viajero incauto en un país tan desconocido como África Central.

Toda la información que pude obtener me llegó distribuida en dosis homeopáticas; pero todo me ayudaba y, en conjunto, adquirí suficiente conocimiento como para comenzar, y confiaba en que cada paso adelante y en la dirección correcta me ayudaría a dar otro más.

Adquirir información no es lo único necesario en tal aventura. Una vez concretados los detalles, preparé un kit adecuado para el clima. Metí mi ropa y material fotográfico en las cajas de hojalata herméticas, resistentes al aire y al agua, y que llenas, pesan unos 25 kilos, la «carga de un hombre».

La compañía Lagos de África, que es una gran empresa de comercio y transporte del Protectorado Británico de África Central, se comprometió a proporcionarme, entre otras cosas, un equipamiento de acampada y alimentos, y a llevarme hasta el lago Tanganica, situado en el país en el que trabajan. Pensé que, si llegaba tan lejos, ya estaría acostumbrada, y tendría la capacidad de reunir mi propio material para proseguir.

No sabía si tendría el valor suficiente para soportarlo; y el valor no es lo único necesario; la salud es lo más importante, especialmente cuando se viaja solo. Una salud perfecta en Europa no siempre resiste a los estragos de un clima tropical, las picaduras de mosquitos o «la pestilencia que anda en tinieblas»10. Sin embargo, lo único que se puede hacer al emprender semejante aventura, es tomar las precauciones necesarias y abandonar todo temor.

Me informaron de que la mejor época para encaminarse hacia el norte del Zambeze era rondando junio, cuando el cauce del río estaba alto y el clima era seco. Así que, a mediados de abril de 1905, regresé a África para tomar de nuevo la cinta métrica que había colocado primero en Ciudad del Cabo y abandonado en el Zambeze, esperando no volver a dejarla hasta hallarme en el otro extremo, concretamente en El Cairo.

 

CAPÍTULO II

Chinde

Henry Drummond, F.R.S.E., F.G.S., en su libro África tropical, afirmó: «se conocen tres Áfricas distintas en el mundo moderno: África del Norte, a donde los hombres van por motivos de salud; Sudáfrica, a donde van buscando dinero; y África Central, a donde se dirigen escuchando la llamada de la aventura. La primera, la antigua África de Agustín y Cartago, es conocida por todos por medio de la historia; la geografía de la tercera, el África del Zulú y del diamante, es célebre gracias a dos maestros universales: la Guerra y la Bolsa; pero lo que conocemos de la tercera, el África de Livingstone y Stanley, sigue estando adecuadamente simbolizado por el vacío en nuestros mapas, que nos revela el tiempo que esta misteriosa tierra lleva guardando sus secretos».

Fue esta tercera África a la que me acerqué a través del Zambeze. Este poderoso río, uno de los más grandes de África, recorre más de 1 600 kilómetros tierra adentro y se libera de su enorme volumen de agua por cuatro bocas que desembocan en el océano Índico. En una de estas bocas se encuentra Chinde, que ha suplantado a Quelimane como puerto para el Protectorado Británico de África Central.

El barco de correos en el que había viajado por la costa de África Oriental Portuguesa, llegó a las afueras de Chinde en algún momento de la noche. Allí tuvo que fondear hasta la mañana, cuando el remolcador pudo cruzar la barrera y venir hacia nosotros. Esperábamos desembarcar con la misma marea, pero esto resultó imposible debido a la gran cantidad de equipaje y mercancías que había que trasladar.

El embarque y desembarque de los pasajeros junto con su equipaje en estos puertos de la costa del este resulta entretenido. Una enorme cesta de mimbre, lo suficientemente grande para acoger cinco o seis personas, quedaba sujeta con cadenas de hierro a una grúa y se desplazaba hacia delante y hacia atrás desde la cubierta, pasando por el costado del barco, hasta el remolcador. Personalmente, creo que resulta un medio mucho más fácil y seguro que cualquier otro excepto unas firmes escaleras en un flanco del barco. Naturalmente, hubiera sido una desgracia que la cadena cediera mientras la cesta estaba en el aire, pero estos riesgos eran comunes y probablemente ocurrían todos los días, de una manera u otra. Dicen que si el responsable de los pasajeros guardaba rencor a alguno en particular, podía hacer que, con un simple movimiento del brazo, la cesta bajase bruscamente.

Todo esto llevó tanto tiempo que, al embarcar unos pasajeros, algunos perdieron la ocasión de desembarcar, y el remolcador tuvo que oscilar en mar abierto hasta la tarde, lo cual fue un contratiempo para todos excepto para aquellos que estaban en tierra.

Personalmente, me alegré del retraso, ya que me dio la oportunidad de mantener una pequeña conversación con sir Alfred y lady Sharpe, que se unían a nosotros en su camino de regreso a casa.

Sir Alfred Sharpe, el comisionado del Protectorado Británico de África Central, confiaba en que pudiera atravesar el lago y, como su opinión resultaba valiosa, me sentí reconfortada.

Habíamos traído a Su Excelencia el Gobernador General de Mozambique, su esposa y su séquito desde la bahía de Delagoa11, que remontaban el Zambeze hasta Tete, de modo que, por la tarde, cuando salimos en el remolcador, tuvimos una despedida digna de la realeza.

Atravesamos la barrera de bancos de arena sin apenas ser conscientes de que estaba allí, pese a ser uno de las maniobras de mayor riesgo para quien gobierna la embarcación.

Después, avanzamos algo más de una milla río arriba, en medio de una gran animación en forma de saludos, banderas y adornos de todo tipo, incluidos los fuegos artificiales, que a los nativos les encanta disparar en cualquier ocasión especial, incluso a la luz del día, aunque, por supuesto, el resultado sea tan solo un estallido y algo de humo.

El agente de la African Lakes Corporation nos recibió en el muelle, liberándonos de toda preocupación relacionada con nuestro equipaje.

Después de pasar la aduana, me subí a una machila y fui llevada por los dos porteadores hasta el hotel, que no se encontraba lejos, pero caminar ahí resulta casi imposible, ya que Chinde, como Beira, está construida sobre arena blanda y en cada paso te hundes hasta los tobillos. Las machilas eran distintas a las que había visto ya en otras partes de África y en Madeira. El pasajero se sienta con los pies en una lona plana, firmemente estirada y sujeta al centro de un poste largo. Dos muchachos en cada extremo, actúan como porteadores, y cada pareja une sus hombros y entrelazan los brazos alrededor del otro de tal manera que es difícil ver dónde comienza un joven y dónde acaba el otro.

El hotel me sorprendió gratamente. Se trataba de un edificio de dos plantas, bastante cómodo y bien cuidado, y la comida es tan buena como podría esperarse.

La siguiente tarde enviaron una machila para llevarme a presenciar un partido que se celebraba en el campo de deportes, consistentes en unas cuantas hectáreas de tierra otorgada a los ingleses por los portugueses; cualquier mercancía que vaya al interior del país se deposita primero ahí bajo fianza, y no se le aplica ningún impuesto. Hubo un tiempo en el que se suponía que todos los ingleses vivían dentro de esta área prescrita, pero ahora está ocupada en su totalidad por el consulado británico, los almacenes y las oficinas de diferentes comerciantes.

Me crucé con el Gobernador y su compañía, y me parecieron muy pintorescos en sus machilas de lona blanca, con cadenas de bronce brillando a la luz del sol y los “muchachos” vestidos con uniformes color rojo marfil. Encontré a todas las damas del lugar, unas catorce, ya sentadas en las gradas. Los hombres habían elaborado un programa interesante de varios deportes, que concluyó con un partido de fútbol que los negros, que se agolpaban, disfrutaron inmensamente. Dieron rienda suelta a su deleite con rugidos de risa, especialmente cuando un hombre caía o daba un remate de cabeza con el balón.

Por la tarde se sirvió el té en las gradas con gran distinción. Al terminar el espectáculo, todos se fueron con celeridad para vestirse para la cena que se ofrecía esa noche en honor al Gobernador. Toda la población blanca estaba presente y disfrutó mucho.

Su Excelencia debía haber partido a la mañana siguiente con su séquito, pero las atracciones de Chinde demostraron ser tan cautivadoras que pospuso su partida para otro día.

A la mañana siguiente, tuve tiempo para dar una vuelta y ver las calles principales. Todos los edificios estaban hechos de acero ondulado; los techos pintados de rojo y las paredes generalmente intactas, pero en ocasiones teñidas de verde pálido, lo cual era muy llamativo. Había varias tiendas y uno o dos pequeños hoteles extranjeros, además de los de la African Lakes Corporation. La orilla del mar se encuentra a poca distancia, pero no resulta fácil llegar a ella, ya que no hay de esos curiosos y pequeños tranvías para salvar la tediosa arena, pero el asentamiento está lo suficientemente cerca como para recibir a la brisa marina. Los inválidos de las tierras altas vienen aquí a descansar, pero a mí, recién llegada de Inglaterra, me pareció el último lugar para un centro de salud.

Se esperaban grandes celebraciones y fuegos artificiales esa noche, así que formamos un pequeño grupo en el hotel y salimos a verlas. El río ofrecía una vista hermosa; había muchos barcos en el agua, bellamente iluminada, y no podía imaginarme cómo habían logrado todo esto en un lugar tan apartado del mundo. Pero la necesidad es la madre de la invención y lo habían hecho posible con velas introducidas en todas las botellas de vino o cerveza que pudieron encontrar y las habían cubierto ingeniosamente con papeles de colores para formar globos. Los fuegos artificiales también fueron maravillosos. No era frecuente que Chinde estuviera en fête de esta manera y me aseguraron que, si lo viese en su estado normal, apenas lo reconocería.

Al día siguiente nos apresuramos para subir a nuestro barco de vapor, que era uno de los que integraban la escolta del Gobernador. Él, al no ser tan puntual como la familia real, nos hizo esperar. Cuando estuvo listo, todos los barcos, unos doce, se alinearon y crearon un hermoso y sinuoso espectáculo, uno detrás del otro, a lo largo de las curvas del río, virando y girando como una serpiente colosal. Seguimos durante unas dos horas, hasta que la embarcación del Gobernador aminoró la velocidad para permitirnos pasar. Entonces nosotros y los otros barcos siguientes, nos alineamos en dos filas, entre las cuales la embarcación de su Excelencia y su séquito, saludaron con suaves sonidos de vapor, en medio de los habituales saludos de despedida, los gritos y el ondear de pañuelos.

Después de esto volvimos a Chinde, y se unieron rápidamente dos barcazas a nuestro barco. Poco después estábamos surcando el río de nuevo, esta vez solos.

The Princess era muy parecida a otras embarcaciones fluviales de rueda en la popa y, con sus dos barcazas, formaba un pequeño mundo en sí mismo. Estaba el cuerpo del barco, cuya cubierta se podríamos llamar la planta principal; el centro de la misma estaba ocupado por dos filas de cabinas que se abrían a un pequeño pasillo. En la parte delantera había un horno para calentar la caldera; en la parte trasera, la cocina al aire libre, la despensa y un espacio para colgar la carne.

En la siguiente planta, encima de las cabinas, se encontraba el salón, amueblado con dos mesas largas para acomodar a unas catorce personas, y un aparador en el que había un reloj y una licorera inglesa. Nunca tuvimos ocasión de usar esta última, ya que el barco funcionaba según los principios de la abstinencia; ni siquiera disponíamos de agua mineral, aunque, por cortesía del capitán, sirvieron zumo de limón en un día especialmente caluroso.

Delante del salón había una parte cerrada de la cubierta que servía de sala de estar. Esta podría haber sido muy cómodo si la caldera no se hubiera colocado justo delante, porque en la parte más calurosa del día el aire que pasaba se calentaba considerablemente.

Por encima de esto estaba la cubierta, sobre la cual se ubicaba el puente, desde donde el piloto de color dirigió nuestro curso. Las barcazas de cada lado transportaban diferente carga, así como combustible de leña para usar en el vapor. Los nativos, cuyas estancias estaban en cada extremo, resultaban interesantes; algunos confeccionaban vestimentas de algún tipo, otros cocinaban, otros leían; todos hablaban constantemente. Cuando atracábamos por la noche, corrían a tierra, encendían sus fuegos, preparaban su comida y de nuevo charlaban y charlaban hasta altas horas de la madrugada. Resultaba un alivio las veces en que se mantenían alejados.

El paisaje fluvial próximo a Chinde se distingue por sus extensos manglares, lo que le aporta cierta rareza, ya que estos árboles crecen en aguas salobres exponiendo más de la mitad de sus raíces. Después de unas horas, sin embargo, llegamos al Zambeze propiamente dicho, y las cosas ofrecieron un aspecto bastante diferente; las orillas estaban cubiertas de largas hierbas y juncos acuáticos, entrelazados y agrupados por una infinita variedad de enredaderas en una densa jungla. En algunos lugares el río se ensanchaba considerablemente y, de vez en cuando, se expandía hasta convertirse en un gran lago repleto de islas.

Grandes hipopótamos sacaban las cabezas del agua para ver qué pasaba. Los cocodrilos, en cambio, no curioseaban tanto, y, por lo general, sesteaban en las orillas, hasta que una bala los despertaba y, si no los mataba, los hacía huir al agua. Las aves eran también parte del paisaje y le daban color con sus hermosos plumajes. Había cormoranes, avetoros, cigüeñas, ibis, martines pescadores azules y escarlatas, y gorriones de colores muy brillantes. Nunca me cansé de ver cómo pintaban el paisaje cuando volaban de rama en rama. Guardo en mi mente una imagen en particular de cientos de flamencos posados en un trozo de tierra que sobresalía en el río, su belleza se reflejaba en las aguas mansas hasta que se acercó nuestro barco y extendieron sus alas de plumajes rosados para salir volando.

Una parte del río se conocía como el lugar favorito de las gallinetas, por lo que uno de los pasajeros estaba alerta con su arma, con la esperanza de cazar unas cuantas y cambiar un poco nuestro menú. Los negros siempre se mostraban emocionados y ansiosos cuando había que disparar algo, y ya estaban casi en la orilla antes de que el pájaro cayera.

A lo largo del río, a intervalos, había cañas de azúcar que parecían estar floreciendo.

Por las mañanas solía haber mucha niebla en el río, lo que retrasaba el comienzo de nuestra partida; por las tardes hacía demasiado calor, pero cuando anochecía se estaba de maravilla y nos sentábamos en las sillas de la cubierta, bajo la Cruz del Sur, sintiendo que la vida valía la pena.

Al día siguiente era lunes de Pentecostés y, al absorber la calma y paz de mi entorno, pensé en el contraste que había con el ajetreo de la ciudad en un día así.

Esa tarde paramos en Shupanga12, un puesto ocupado por una Misión jesuita francesa. Es aquí donde la Sra. Livingstone murió y está enterrada. Su tumba se encuentra en un lugar tranquilo bajo unos árboles, a pocos metros del edificio de la Misión, y está marcada por una lápida sencilla que es relativamente nueva.

El edificio actual era simplemente una ampliación de la antigua vivienda de David Livingstone. La industria de la Misión consiste en la fabricación de botas. Su especialidad son unas botas altas a prueba de mosquitos, hechas de cuero suave y que llegan hasta la rodilla. Este calzado resulta casi indispensable para cualquier persona que se quede en el país mucho tiempo.

Atracábamos todas las tardes cerca de la orilla, o fondeábamos más o menos a mitad de la corriente, para evitar a nuestro gran enemigo, el mosquito, o, al menos, reducirlo. Poco después de salir en el tercer día, nos desviamos hacia la derecha y entramos en el rio Shire, cuyo curso discurre por el norte. Como el canal era más estrecho y profundo, resultaba más fácil navegar por él. Sin embargo, el capitán sabía que no llegaríamos muy lejos con The Princess, lo que significaba que tendríamos que esperar a que un barco más pequeño bajara desde Chiromo a recogernos.

El paisaje mejoró considerablemente. Hacia la noche, cuando viramos en una curva del río, pasamos una aldea rodeada de palmeras altas cuyas siluetas veíamos sobre la puesta de sol. Me recordó al Nilo, pero lo apreciamos aún más debido a que la vegetación tropical era escasa.

Por este río había mucha más vida y no me cansaba de observar a la gente. Cuando pasábamos por algunas de las aldeas, los nativos salían corriendo con gallinas vivas y desnutridas cogidas por las patas, y las sacudían vigorosamente en el aire para atraer nuestra atención. Si el capitán deseaba comprar alguna, el barco se detenía en la orilla y la gente empezaban a regatear. En una aldea compramos cuatro o cinco por cuatro peniques cada una, lo que al capitán le pareció muy caro, ya que el precio habitual es de dos peniques. En la cubierta teníamos un gallinero, donde se mantenía y alimentaba a las aves hasta que nos las comíamos.

La gente parecía ser diestra con la pesca, pues había muchos peces colgados al sol para secarse. En la misma zona también se cultivaban grandes cantidades de harina, arroz y judías.

Desde el día anterior, nos acompañaban paisajes montañosos en la distancia, y gracias a las curvas del río, Morrumbala (el pico más alto de la cordillera con 1 200 metros) había estado a la vista la mayor parte del tiempo. Tiene una gran plantación de café en la cima y dicen que el clima arriba es muy agradable.

El capitán había tenido razón. Solo conseguimos navegar unas pocas millas por el Shire con The Princess y nos vimos obligados a atracar cerca de Sobala, un lugar con cabañas nativas de un rango superior. Estaban bien construidas, con paredes de cañas o bambú, y techos con hierba que colgaba casi hasta el suelo que proporcionaba una buena sombra contra el calor del día. Durante la mayor parte del tiempo que pasamos allí, la población permaneció sentada a orillas del río, observando cada uno de nuestros movimientos. Un grupo se entretenía viéndome escribir: podían verme bien, ya que el salón estaba abierto. Al capitán le incomodó la curiosidad a la hora de comer y pidió que pusieran el toldo lateral, lo que causó el disgusto del público. Si la orilla no hubiera sido tan empinada, podría haber visitado la aldea esa tarde y sin duda sus costumbres me habrían parecido tan curiosas como a ellos las nuestras.

A la mañana siguiente estábamos preparados para pasar otro día atracados, pero nos sorprendió y agradó ver llegar a nuestro esperado barco inmediatamente después del desayuno. Entonces nos dimos prisa en recoger nuestras pocas pertenencias y mandarlas al Henry Henderson. Este era uno de los primeros barcos de la Misión y ahora se le conoce como el Pious Paddler. Era una embarcación más pequeña, con cuatro camarotes, uno para cada uno; también eran más pequeños, pero al menos estaban más limpios. No había salón, sino que comíamos en una mesa en la parte trasera de los camarotes. Durante el día podíamos sentarnos allí o en la cubierta, que estaba protegida con un toldo.

Todo parecía primitivo en él. Cuando subimos a bordo pedí un poco de agua para lavarme las manos y me la trajeron en una tetera. Justo antes de la cena la volví a pedir con el mismo propósito y el muchacho me la trajo en uno de esos moldes para cocinar gelatina.

Mi camarote era muy cómodo, pero me alegré de no ser sonámbula porque, ¡me habría dado un baño demasiado temprano! Justo detrás de la puerta de la cabina había medio metro de cubierta y no tenía ningún tipo de protección.

También me tranquilizó no ver ninguna cucaracha. Sería precipitado decir que no había ninguna, pero, ojos que no ven, corazón que no siente.