Liberar el aprendizaje

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Liberar el aprendizaje

El cambio educativo como movimiento social

SANTIAGO RINCÓN-GALLARDO

Traducción del autor y Gabriela Enríquez Paz y Puente

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Primera edición, 2019

Primera edición en inglés, 2019
Título original: Liberating Learning. Educational Change as Social Movement | Authorised translation from the English language edition published by Routledge, a member of the Taylor & Francis Group LLC
© 2019 Taylor & Francis

© Santiago Rincón-Gallardo

Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

D. R. © 2019, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo,
11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
contacto@granodesal.com
www.granodesal.com frn_fig_003 GranodeSal frn_fig_004 LibrosGranodeSal

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-98705-0-8

79/5000

Índice

Prefacio | Por qué escribí este libro

Agradecimientos

1. Introducción

Reimaginar el cambio educativo

¿Dónde quedó el aprendizaje?

¿Y la democracia? ¿Y la libertad?

Freire y Dewey se encuentran

Liberar el aprendizaje en gran escala

El argumento central de este libro

Estructura del libro

2. Un vistazo al futuro del aprendizaje

Aprendizaje liberador en las aulas

Aprendizaje liberador en las escuelas

Aprendizaje liberador en los distritos escolares

Aprendizaje liberador en miles de escuelas

A contrapelo de la escolarización

3. El cambio educativo como movimiento social

Adiós, gestión científica; hola, movimiento social

Cuatro intentos por superar la gestión científica

Un nuevo paradigma emerge del Sur Global

Aprendizaje, pedagogía, cultura y escala

Movimientos sociales y cambio educativo

La transformación pedagógica en gran escala como cambio cultural generalizado

Liberar el aprendizaje: principios de acción

4. Ocupar el ámbito pedagógico

Establecer una visión simple y realizable del buen aprendizaje y la buena pedagogía

Transformar deliberadamente el núcleo pedagógico

Posibilitar la exposición, la práctica y la retroalimentación

5. Ocupar el ámbito social

Crear y diseminar una narrativa pública: la historia del yo, del nosotros y del ahora

Facilitar la interacción intensa y el aprendizaje continuo

Establecer alianzas para profundizar el aprendizaje y desmantelar la injusticia sistémica

6. Ocupar el ámbito político

Organizarse para cambiar lo que estorba

Aprovechar el poder institucional y cambiar su lógica

Vincular el trabajo de organizaciones sociales y sindicatos al aprendizaje liberador

7. Una invitación

Notas

Bibliografía

Prefacio

Por qué escribí este libro

Desde la primaria hasta la preparatoria fui un alumno de “diez”. Gracias a becas por mi buen desempeño, tuve el privilegio de asistir a una escuela de muy alta reputación en la Ciudad de México. Cada mes llevaba a casa, con orgullo, un cuadro de honor por el mejor nivel de aprovechamiento en mi grupo. Representé a mi escuela en múltiples competencias académicas. En las ceremonias escolares, con frecuencia cargaba la bandera nacional en la escolta de mi generación, lo que era considerado uno de los mayores honores para un estudiante. Según mis maestras, yo era un estudiante ideal, un ejemplo a seguir para mis compañeros de grupo.

Y sin embargo, salí de la preparatoria sin saber verdaderamente leer y escribir. Podía desde luego pronunciar con claridad las palabras escritas en un texto y “terminar” libros completos. Podía recitar secciones enteras de los libros de texto y vaciarlas en los exámenes. Pero no habría sido capaz de explicar el argumento central de una historia que acabara de leer. No habría sabido qué decir si me hubieran preguntado sobre las estrategias del autor para establecer o defender su perspectiva, mucho menos articular mi opinión personal sobre sus ideas. Sabía cómo juntar palabras y frases con ortografía perfecta, gramática impecable y bonita letra. Pero hubiera sido incapaz de acceder a mi propia voz y expresarla por escrito. Tomé clases diarias de japonés durante 12 años consecutivos, con excelentes calificaciones. No obstante, hasta la fecha no soy capaz de mantener una conversación decente con un hablante de este idioma por más de 20 segundos. Quizá más trágicamente, me gradué de la preparatoria con las mejores calificaciones y sin tener idea de cómo aprender por mi cuenta.

¿Cómo es que tuve “éxito” en la escuela? Tenía muy buena memoria de corto plazo. Podía memorizar pasajes enteros de los libros de texto el día antes de un examen y escribir en él versiones prácticamente textuales. Me especialicé en entender y satisfacer las expectativas de mis maestros. Me volví especialmente bueno en identificar qué había que hacer para obtener la mejor calificación posible y en hacerlo. Con frecuencia me pregunto cómo toleré hacer esto a lo largo de toda mi niñez y adolescencia. Quizá tuvo que ver el que la muerte de mi padre, cuando yo tenía cuatro años y mi hermana menor dos, me llevara a sentir la responsabilidad de ayudar a mi madre, quien siempre enfatizó la importancia de salir bien en la escuela. En mi mundo de niño, salir bien en la escuela era mi trabajo más importante; hacerlo mantendría contenta a mi mamá y pondría una preocupación menos sobre sus hombros. En parte también pudo deberse al sentido de satisfacción que produce la aprobación de los adultos y la admiración de varios de mis compañeros de clase. A final de cuentas, hay algo reconfortante en sentirse apreciado o admirado por otros.

Al llegar a la adolescencia, algo de mi “éxito” perdió un poco de sentido. Seguí obteniendo las mejores calificaciones en mi grupo, pero comencé a rebelarme. Empecé a burlarme de algunos de mis profesores cuando cometían errores o cuando nos pedían realizar tareas engorrosas. Cuando sabía que hacerlo no afectaría mis calificaciones, ofrecía respuestas absurdas o bromas bobas a preguntas de mis maestras y maestros. Invertí largos periodos de mis horas de clase a dibujar y hacer garabatos para ausentarme mentalmente de explicaciones largas y monótonas. Comencé a hacer trampa en los exámenes —aprendí, por ejemplo, a tomar notas detalladas en micas transparentes, lo que las hacía invisibles al colocarlas sobre mi pupitre de tonos oscuros, pero me permitía leerlas al colocarlas sobre una hoja de papel—. Básicamente aprendí a entender cómo obtener las mejores calificaciones con el menor esfuerzo posible, utilizando el resto de mi energía en buscar y hacer todo aquello que las reglas de la escuela no prohibían. En poco tiempo me gané una reputación como alumno rebelde y problemático, pero mis buenas calificaciones me protegían de ser expulsado.

Recuerdo vívidamente dos experiencias amargas que terminaron por sellar mi desencanto con la escuela. En mi último año de secundaria —el noveno grado de escolaridad obligatoria en México—, la directora de la preparatoria a la que entraría me vio en la oficina de la escuela. Señalándome con el dedo y dirigiéndose en voz alta a todos los adultos presentes, dijo: “Prefiero tener estudiantes con calificaciones regulares y buena disciplina que a uno como éste.” Ese mensaje me hizo entender que el propósito central de la escuela era disciplinarnos y que las calificaciones que me había esforzado tanto en obtener resultaban algo secundario respecto de ese propósito central.

Un par de años después, ya en la preparatoria, mi maestra de ética humilló frente al grupo entero a una compañera, que no pudo contener el llanto. Me puse de pie y confronté a la maestra, refiriéndome a ella como un mal ejemplo del comportamiento ético que supuestamente quería enseñarnos. Fui expulsado de la clase por el resto del año. Al día siguiente, la directora —la misma que me había señalado públicamente en mi último año de la secundaria— entró en nuestro salón, me pidió que saliera de ahí y, en mi ausencia, advirtió a mis compañeros de grupo que debían alejarse de mí, que era una mala influencia (un par de amigos me dijeron esto tiempo después). Pude mantener una que otra conexión con aquellos pocos amigos y amigas lo suficientemente audaces como para contradecir las instrucciones de la directora. Pero el resultado general fue que quedé aislado de la mayoría de mis compañeros.

Esa experiencia en la escuela me ofreció dos lecciones principales. La primera fue la simulación. Salir bien en la escuela consistía en hacer como que estaba aprendiendo, simplemente completando lo necesario para obtener buenas calificaciones. Pero el valor de las buenas calificaciones, algo que había aprendido a conseguir, carecía de valor duradero alguno. La segunda lección fue la injusticia. Estaba claro para mí que en la escuela la obediencia, la pasividad y la sumisión estaban por encima de cualquier otra cosa. Mi graduación de la preparatoria fue un anticlímax: en lugar de esperanza por el futuro, mi sentimiento dominante era de alivio por saber que el martirio de la escuela había terminado.

Entré a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para estudiar la carrera de matemático. Haciendo uso de tácticas similares a las que aprendí en la escuela, pasé mis primeros cursos con calificaciones más que decentes. Cuando estaba a mitad de la licenciatura, comenzó una huelga en la universidad. Estudiantes, profesores y trabajadores se organizaban para rechazar una nueva propuesta de ley que impondría cuotas de inscripción a los estudiantes universitarios —históricamente la unam ha sido gratuita—. Al terminar la preparatoria, me había involucrado en la organización comunitaria y el activismo político, sumándome a campañas de alfabetización y derechos humanos en comunidades indígenas, participando en actividades para apoyar al movimiento zapatista, registrando voluntarios para participar como observadores ciudadanos en las primeras elecciones al gobierno de la Ciudad de México. Decidí sumarme a la huelga. Una serie de eventos llevó al sector más ortodoxo e intolerante del movimiento a tomar el control de los mecanismos de toma de decisiones, lo que resultó en la expulsión de varios estudiantes —incluido yo— de la huelga.

Fue en esos tiempos que mi vida dio un giro afortunado. Gabriel Cámara —uno de los pensadores y actores vivos más importantes de la educación en América Latina— estaba buscando a un joven matemático para sumarse a un proyecto educativo dirigido a comunidades rurales pequeñas a lo largo del país. Gabriel supo de mí por recomendación de un profesor de la universidad que impartía un seminario sobre la enseñanza de las matemáticas que yo había tomado. Con mi universidad en huelga y con ganas de empezar un trabajo formal, acepté la invitación de Gabriel. El proyecto, llamado Posprimaria Comunitaria Rural, era una de las iniciativas principales del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), un organismo nacional y autónomo que ofrece educación formal a las comunidades más chicas y remotas del país, aquellas que, dado su pequeño tamaño, no tienen acceso a servicios educativos regulares.

La Posprimaria tuvo como propósito central fomentar entre jóvenes y adultos la habilidad de aprender por cuenta propia mediante codificaciones escritas. Tomando como axioma fundamental la idea de que el buen aprendizaje ocurre cuando el interés del que aprende se encuentra con la capacidad del que enseña, en los centros de Posprimaria cada estudiante podía elegir con libertad sus temas de estudio y recibir apoyo por parte de un tutor para desarrollar su capacidad de aprender de manera autónoma. Con el aprendizaje por cuenta propia como centro de atención, la Posprimaria dejó a un lado la enseñanza estandarizada, los programas de estudio predeterminados y los sistemas formales de certificación. Los temas y las áreas de estudio eran tan sólo excusas para desarrollar en jóvenes y adultos hábitos intelectuales duraderos.

Gabriel fue amigo cercano de Paulo Freire e Iván Illich, dos de los más importantes pensadores de la educación de los años setenta del siglo XX en América Latina. Las ideas de estos dos pensadores influyeron mucho en su filosofía y su práctica educativa. Gabriel veía en la lectura y la escritura un enorme potencial de liberación individual y colectiva. La Posprimaria le ofreció la oportunidad de poner a prueba ideas que hasta entonces sólo se habían intentado en pequeña escala.

Durante el desarrollo de la Posprimaria, una de las decisiones más importantes de Gabriel fue mantener un vínculo estrecho entre diseño y ejecución. En la práctica, esto significó que los líderes del proyecto a nivel nacional nos comprometíamos a demostrar que la visión de los centros de Posprimaria como entornos para fomentar el aprendizaje por cuenta propia era realizable en la práctica cotidiana de los centros educativos. Nuestro equipo pasó mucho tiempo en los centros de Posprimaria, no para evaluar a los instructores comunitarios y su práctica, sino para evaluar nuestro modelo y nuestra estrategia, poner a prueba nuestras suposiciones y hacer adecuaciones para asegurar que la práctica pedagógica que visualizábamos se convirtiera en realidad.

La revisión constante de nuestro modelo de capacitación a educadores y líderes estatales reveló una contradicción fundamental entre lo que hacíamos y lo que esperábamos ver en los centros educativos de Posprimaria. El equipo nacional del proyecto estaba formado por especialistas de diversas disciplinas académicas — matemáticas, ciencias, ciencias sociales, lengua, literatura—, cada uno encargado de diseñar e impartir cursos de capacitación en su área de especialidad. La experta en matemáticas estaba a cargo de la capacitación en matemáticas, la experta en literatura brindaba la capacitación en literatura, etcétera. En contraste, nuestra expectativa era que los jóvenes instructores que día a día trabajaban en los centros de Posprimaria apoyaran el aprendizaje independiente de sus estudiantes en todas las disciplinas académicas.

La revelación de esta contradicción fundamental nos condujo a redefinir nuestro modelo de capacitación y nuestro modo de trabajo como equipo. Si queríamos que los instructores de Posprimaria apoyaran el aprendizaje independiente de temas de diversas disciplinas, debíamos demostrar primero que nosotros mismos éramos capaces de hacerlo. Decidimos convertirnos en una comunidad de aprendizaje. La experta en matemáticas comenzó a leer poesía y cuentos con apoyo de la experta en literatura; la experta en lenguaje comenzó a resolver problemas matemáticos con apoyo de la experta en el área; el experto en inglés comenzó a estudiar temas de ciencias e historia. Cada uno debía demostrar públicamente su aprendizaje. El equipo nacional se convirtió en ejemplo vivo de la pedagogía y el entorno de aprendizaje que esperábamos ver en las escuelas. Este modo de trabajar se convirtió en un rasgo distintivo de nuestra labor, que posteriormente tomó nuevos nombres: primero comunidades de aprendizaje, posteriormente redes de tutoría.

Esta experiencia cambió mi vida. Con apoyo de colegas expertos, aprendí a dar sentido a poemas que inicialmente parecían indescifrables —y a descubrir su belleza—, como “Nocturno en que nada se oye”, de Xavier Villaurrutia; recorrí novelas que había “leído” varias veces en el pasado —Pedro Páramo, Las batallas en el desierto— pero, por primera vez, entablaba diálogos sostenidos con sus autores, descubriendo las estrategias que utilizaban para sorprenderme y conmoverme. Viví la experiencia de pensar como científico al explorar preguntas enigmáticas: ¿cómo es que John Dalton pudo demostrar la existencia de los átomos en un tiempo en que no existían microscopios lo suficientemente potentes para verlos?, ¿cómo y por qué vuelan los aviones? Viví la experiencia de pensar como historiador al leer textos originales sobre la Independencia de México y la Revolución mexicana, y al explorar cómo articulaban los autores sus teorías de por qué y cómo ocurrieron estos hechos históricos, a pesar de no tener acceso directo a la gente que vivió en esas épocas.

Por primera vez sentí el gozo de dar sentido a las preguntas que me intrigaban, utilizando como medio diversos trabajos escritos. Sentí el gusto que da entender un poema inicialmente oscuro tras el esfuerzo y la lucha por encontrarle sentido. Fui ganando confianza en mi capacidad para aprender cualquier cosa que me propusiera, no superficialmente para obtener una buena calificación, sino en profundidad. Con estas experiencias también recuperé mi voz. Me puse a escribir casi de manera compulsiva sobre qué y cómo estaba aprendiendo, lo mismo como estudiante que como líder educativo en busca de maneras de fomentar en otros el aprender por cuenta propia. En los cuatro años que trabajé en la Posprimaria, fui coautor de dos libros.

Lo que aprendí en esos tiempos se ha quedado conmigo y me acompaña siempre. Al terminar la huelga de la unam, decidí seguir trabajando con Gabriel de tiempo completo en lugar de volver a la universidad. Pude convencer a los profesores de las materias que me faltaban para completar la licenciatura de que me permitieran inscribirme a sus cursos, no asistir a las clases y presentar exámenes finales al acabar el semestre. Usando mis recién adquiridas habilidades y confianza para aprender por mi cuenta, me sumergí en los libros de texto de cursos sobre análisis matemático, teoría de números, geometría proyectiva y teoría de juegos, entre otros. Desarrollé el hábito de resolver todos los problemas al final de cada capítulo, incluidos los más complicados.

Sin el acceso a las expectativas de los profesores que da el asistir a clases semanales, me convertí en mi maestro más exigente. Saqué “diez” en todos los exámenes finales. Pero estas calificaciones tenían ahora detrás la satisfacción que viene de desarrollar maestría y de conocer la materia en profundidad. Irónicamente, aprendí matemáticas en mucha mayor profundidad cuando dejé de asistir a clases. Escribir la tesis de licenciatura fue relativamente fácil, aunque hacerlo simultáneamente a mi trabajo de tiempo completo me llevó a graduarme diez años después de haber iniciado la licenciatura. Me titulé como matemático el mismo día que recibí la carta de aceptación de la Universidad de Harvard para el programa de maestría en política educativa internacional. Me mudé a Boston en 2006 para comenzar el programa, sin nunca antes haber utilizado el inglés para comunicarme de manera oral o escrita —con gran ayuda de amigos bilingües, pude completar los documentos que el proceso de solicitud requería—. Una vez más, la confianza en mi propia capacidad para aprender, adquirida durante los años en que trabajé al lado de Gabriel Cámara, me ayudó a navegar la vida, a tomar cursos de posgrado en una segunda lengua y a adquirir un dominio decente del inglés en relativamente poco tiempo.

Continúo aprendiendo hasta el día de hoy. Y éste es uno de los regalos más valiosos que me ha dado la vida. A final de cuentas, aprender es una práctica de libertad. Pero el efecto de mis años trabajando a lado de Gabriel y mis colegas en México va mucho más allá de mi crecimiento personal. Viene de ser testigo del poder transformador que la experiencia de aprender en profundidad tiene en otros: niñas, niños, jóvenes y adultos. El trabajo de Gabriel y su equipo para desarrollar y diseminar pedagogías y ambientes educativos que nutren las habilidades y los hábitos del aprendizaje autónomo ha pasado por varias etapas. Una y otra vez, hemos confirmado el tremendo poder del aprendizaje en profundidad para cambiar vidas, comunidades y el mundo. La chispa en los ojos de niños y adultos cuando encuentran la solución a un problema que han estado intentando resolver por días, su renovada confianza y gozo por aprender, su impulso incontrolable por ayudar a otros a aprender lo que ellos mismos han aprendido bien, siguen inspirando hasta el día de hoy mi pensar y mi actuar en la educación.

Mi frustrante experiencia con la escuela convencional y, en contraste, la experiencia liberadora de aprender fuera de la escuela me marcaron hondamente. He dedicado mi vida profesional a entender cómo y bajo qué condiciones pueden diseminarse en gran escala aquellas pedagogías que son efectivas para promover el aprendizaje en profundidad. Detrás de esta búsqueda intelectual existe un propósito mayor, inspirado por el deseo de que todos los seres humanos vivan la experiencia liberadora de aprender en profundidad —y dejen atrás los efectos espantosos y deshumanizadores de la escuela convencional—. De mis interacciones con miles de estudiantes, educadores, líderes educativos y amigos a lo largo de dos décadas, he aprendido que mi historia es la historia de la mayoría de quienes han asistido a la escuela. Los detalles pueden variar mucho, pero es posible que el sentido de dislocación entre la escolaridad y el buen aprendizaje sea, en esta era, una experiencia casi universal.

Estoy convencido de que el buen aprendizaje está al alcance de todos y de que las condiciones y las estrategias para hacer que ocurra son relativamente simples. No tengo duda de que la escuela convencional —en gran medida de un modo no deliberado— hace más daño que bien en lo que se refiere a cultivar las mentalidades y los hábitos que se requieren para aprender en profundidad y, más ampliamente, para alimentar democracias palpitantes y sólidas. Soy consciente también de que la escolarización obligatoria representa una de las instituciones más profundamente resilientes creadas por la humanidad, y que no caerá en el olvido sin oponer resistencia. Al mismo tiempo, tengo la convicción de que en cada uno de nosotros reside el recurso más potente —y aún muy poco utilizado— para hacer de las escuelas y los sistemas educativos en que éstas operan sitios donde el aprendizaje en profundidad sea una realidad cotidiana. Este recurso —según Iván Illich, el único recurso igualmente disponible para todo ser humano— es nuestra capacidad de actuar, de aprender y de cambiar el mundo. He visto lo que sucede cuando se libera el aprendizaje, y confío en que lo veremos despertar más y más en los años venideros.

Agradecimientos

Mucha más gente que la que yo sería capaz de mencionar en unas pocas páginas ha influido en el pensamiento y la culminación de este libro. El conocimiento es siempre una empresa colectiva y muchas de las ideas que consideramos propias han sido expresadas, de una u otra manera, por alguien más en algún otro tiempo y lugar. Aquí mencionaré a las personas y las organizaciones a las que atribuyo una influencia más directa en la concepción, la revisión y la ejecución de este trabajo. Dicho esto, mi gratitud se extiende también a aquellos que de manera no intencional omito. He tenido la oportunidad de pararme sobre los hombros de gigantes, algunos nombrados explícitamente, otros evocados de manera tácita. Aun cuando las personas y las organizaciones que menciono aquí han influido enormemente en este libro, asumo toda la responsabilidad por las interpretaciones que hago de sus ideas.

La fuente principal de las ideas sobre cambio educativo que he desarrollado en estos años está en los educadores y los líderes con quienes he tenido el privilegio de interactuar en las últimas dos décadas. Con su trabajo y audacia, han creado bastiones de esperanza para el futuro de la educación, tanto en el Sur Global como en el norte. Entre ellos se encuentran las Redes de Tutoría, en México; la Escuela Nueva, en Colombia; Educación 2020, en Chile; el Departamento de Educación en California; los distritos escolares de Twin Rivers, Garden Grove, Whittier Union High School, Corona Norco, Fresno y Long Beach, en California; el Ministerio de Educación de Ontario; los distritos de Ottawa (Católico y Católico Francés), Simcoe y Algoma, en la provincia de Ontario, y el Institute for Democratic Education in America.

Gabriel Cámara —mi mentor de por vida—, Dalila López y mis colegas de Redes de Tutoría/Aprender con Interés moldearon de modo profundo mi filosofía de la educación. De y con ellos aprendí que el mundo de la educación se entiende mejor al intentar deliberadamente transformarlo y que podemos esperar que otros cambien sólo en la medida en que estemos dispuestos y seamos capaces de cambiar nosotros mismos.

Richard Elmore fue el primero en considerar como un movimiento social nuestro trabajo de transformación pedagógica en México. Esta observación provocó en mí algo que sólo puedo describir como iluminación intelectual: cristalizó e integró en mi mente varias ideas que hasta entonces se sentían dispersas, desorganizadas y nebulosas. Desde entonces, Richard ha sido increíblemente amable y generoso al compartir su tiempo para ayudarnos a pensar con mayor profundidad sobre las implicaciones de nuestro trabajo para el cambio educativo en México y en el mundo.

Marshall Ganz ofreció reflexiones y recursos clave para las ideas que aquí presento. Fue él quien llevó mi atención hacia el libro Culture Moves de Thomas Rochon, el cual examina 150 años de historia de Estados Unidos para explicar cómo y bajo qué condiciones ocurren los cambios culturales en gran escala. Ese libro, así como su propio trabajo académico sobre liderazgo y movimientos sociales, constituyen algunas influencias principales del marco teórico sobre el que construyo las ideas de este libro.

Michael Fullan apareció como bendición en mi vida en un tiempo en que estaba por terminar mis estudios de doctorado en Harvard, a punto de convertirme en padre y en busca de un trabajo decente en Toronto, a donde me había mudado un par de años antes para vivir con mi ahora esposa. No pude haber encontrado mejor mentor. A lo largo de estos últimos seis años, he tenido el privilegio de trabajar con él, realizando investigación y ofreciendo asesoría a líderes de sistemas educativos en el diseño y el desarrollo de estrategias para mejorar o transformar la enseñanza y el aprendizaje en sistemas provinciales, estatales y nacionales en Norteamérica, América Latina y Australia. Trabajar a su lado me ha brindado acceso a la mejor oportunidad posible de aprendizaje intensivo sobre el cambio educativo, el pensamiento estratégico y la escritura a todo vapor —aspiro a llegar al punto en que pueda escribir tres libros al año, como él ha hecho cada año desde que lo conozco—. Muchas de las ideas sobre cambio educativo que aquí presento, así como el estilo de escritura, tienen más que un toque de su influencia indeleble.

Andy Hargreaves ha mostrado un interés y fe en mi trabajo que en ocasiones me resulta difícil de entender. Su invitación a escribir un libro para la serie Leading Change, en la que figuran varios de los grandes pensadores de la educación de nuestros tiempos, es un honor inconmensurable. Su apertura y su disponibilidad para discutir las ideas que formarían este libro, desde las primeras intuiciones hasta la publicación de la versión original en inglés, así como su atención y apoyo como editor a lo largo de todo el proceso, hicieron de éste un libro mucho mejor que lo que habría sido sin él.

Durante los últimos siete años he tenido el privilegio de conocer y hacer amistad con grandes pensadores del cambio educativo, entre ellos Andy Hargreaves y Dennis Shirley, de Boston College; Beatriz Pont, de la ocde; Steve Anderson, Nina Bascia, Carol Campbell y Rubén Gaztambide-Fernández, del Ontario Institute for Studies in Education; Joelle Rodway, de la Universidad Memorial en Newfoundland; Tricia Niez, de la Universidad de Kent; Viviane Robinson, de la Universidad de Auckland; John Hattie, de la Universidad de Melbourne; Vicky Colbert, de la Escuela Nueva en Colombia; Brahm Fleisch, de la estrategia de lectoescritura y matemáticas en la provincia de Gauteng, en Sudáfrica; Rukmini Banerji, de Pratham en la India, y muchos más. Las ideas en este libro no habrían sido posibles sin las múltiples conversaciones y discusiones en sus oficinas, por videoconferencia, en comidas, cursos, seminarios y congresos.

A Kumiko Shimada, mi madre, debo la infancia y la juventud felices que sentaron las bases de todo lo que soy y he sido capaz de hacer. A mis hermanos Naomi y Ricardo, la compañía y el honor de crecer juntos. A Michiko Shimada, Jorge Pérez y Laura Rincón-Gallardo debo las incontables horas de discusión bohemia que moldearon, desde temprana edad, mi manera de entender y estar en el mundo. A mis abuelos Masanori y Sachiko, y a la familia Shimada, debo los valores de humildad, bondad, justicia y servicio que continúan brindándome inspiración y orientación.

Mi esposa Asha y nuestros queridos hijos Kai y Koji son quienes más han sentido las incontables horas que pasé leyendo, escribiendo y pensando, en voz alta y en silencio, para terminar este libro. Invertir el tiempo necesario para completar este trabajo significó ausentarme de varias de nuestras actividades familiares. Mi gratitud por su paciencia y su apoyo sólo podría medirse con aritmética transfinita.

La mayor parte de la investigación que dio origen a las ideas que presento en este libro ocurrió gracias al apoyo de una generosa beca de posdoctorado del programa Banting, de la cual hice uso en el Ontario Institute for Studies in Education, de la Universidad de Toronto, entre 2014 y 2016, así como de becas del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y la Fundación México en Harvard, y gracias al apoyo profesional y financiero de Michael Fullan Enterprises.

La versión en español de este libro ha sido posible gracias al impulso y el apoyo de Gabriel Cámara, Redes de Tutoría/Aprender con Interés en México, Roberto Barrientos en Perú, la Facultad de Educación de la Universidad Católica de Temuco, las fundaciones educacionales Seminarium y Arauco en Chile, así como el impecable trabajo de traducción de Gabriela Enríquez Paz y Puente. Agradezco también a Tomás Granados Salinas, de Grano de Sal, por su confianza en este proyecto y su inigualable apoyo como editor.

1. Introducción

Por algunos siglos [sapiens] ha intentado parecerse a las máquinas

Ha aprendido a llegar a tiempo.

Ha aprendido a repetir después del maestro.

Ha aprendido a hacer tareas repetitivas de manera confiable.

Las máquinas son ahora mejores que [sapiens] en ser máquinas.

[Sapiens] debe ahora re-aprender a ser humano(a)

Tuit de @THESTOICEMPEROR

Las ideas son fuerzas poderosas. Moldean no sólo cómo pensamos el mundo sino también cómo actuamos en él. Nuestras formas de pensar el mundo delimitan lo que creemos posible y deseable. Hay un conjunto particular de ideas que ha influido de manera profunda en nuestro modo de pensar y actuar en las escuelas y los sistemas educativos a lo largo de más de un siglo. Se trata de la gestión científica, un paradigma que surgió en los albores de la revolución tecnológica que afectó a la industria a comienzos del siglo XX. En una era en que la producción en masa y la eficiencia se consideraban requisitos clave para el crecimiento y la prosperidad económicos, la gestión científica apareció como una idea revolucionaria. Proponía que la mejor manera de organizar la actividad humana consistía en dividir labores complejas en tareas acotadas, repetitivas y rutinarias, y en establecer incentivos externos para garantizar la ejecución adecuada del trabajo. La escolarización masiva obligatoria fue un invento que respondía a las necesidades de esa revolución de la industria, la cual derivó en oleadas de inmigrantes del campo que iban a las ciudades en busca de trabajo en las nuevas fábricas. Las nuevas sociedades industriales necesitaban un lugar al que enviar a los niños mientras los adultos trabajaban. Requerían una manera de garantizar un nivel aceptable de orden social y de prevenir el caos que podría producirse con la llegada, rápida y en masa, de nueva gente a los centros urbanos. El nuevo orden industrial necesitaba además mecanismos para clasificar a las nuevas generaciones y seleccionar a los futuros administradores de las fábricas.

Como fue el caso de muchas otras organizaciones, las ideas de la gestión científica moldearon de forma determinante las escuelas y los sistemas educativos. La organización de los estudiantes por edad, la división de la jornada diaria en bloques de tiempo predeterminados en el que cada grupo debía seguir las instrucciones del adulto en el aula y la creación de incentivos externos como las calificaciones, los cuadros de honor, etcétera, se convirtieron en —y todavía lo son— rasgos definitorios de las escuelas y los sistemas escolares. Se trataba de una manera efectiva para manejar a grupos numerosos de estudiantes.

El problema es que el aprendizaje —es decir, el aprendizaje libre y autónomo— se dejó de lado. La gestión científica supone que el trabajo es inherentemente aburrido y carente de significado —de ahí la importancia de crear incentivos externos para su ejecución—. Y en gran medida, esto es en lo que la escuela convencional se ha convertido: una serie de tareas a completar para cumplir con las instrucciones de la autoridad, sacar buenas calificaciones y obtener certificados.

En contraste, pocas experiencias están tan llenas de gozo, motivación intrínseca y un profundo sentido de libertad como el buen aprendizaje. La búsqueda de sentido a preguntas que nos importan es inherente a nuestra condición humana. Ver la chispa en los ojos de niñas, niños y jóvenes cuando encuentran soluciones a problemas que les intrigan es una de las fuentes más potentes de sentido para educadores y líderes de la educación.

Este libro trata sobre tres ideas complementarias:

aprender libera: el aprendizaje es una práctica de libertad;

el aprendizaje debe liberarse: es posible transformar las aulas, las escuelas y los sistemas educativos para ponerlos al servicio de la liberación del aprendizaje, y

el cambio educativo puede verse como un movimiento social: esto puede lograrse mediante movimientos sociales enfocados en liberar el aprendizaje.

Imagínate que por un momento dejáramos de pensar en la educación formal como una solución técnica al desafío de manejar de forma eficiente grupos numerosos de estudiantes. Imagínate que, en vez de esto, pensáramos en la educación como el desafío de despertar la capacidad innata de todo ser humano de aprender y cambiar el mundo para bien. E imagínate que usáramos esto como punto de partida para desarrollar prácticas y estrategias para liberar el aprendizaje en escuelas y en sistemas educativos completos. Este libro es mi invitación a reimaginar cómo pensamos y llevamos a cabo el cambio educativo.

REIMAGINAR EL CAMBIO EDUCATIVO

Comenzaré con la parte pesimista —prometo optimismo y esperanza unas cuantas páginas más adelante—. Como padre de dos niños y como ser humano, me preocupa profundamente el estado actual del mundo. Muchas tendencias y condiciones nos están obligando a repensar, tanto individual como colectivamente, qué es prioritario y en qué queremos convertirnos. Entre estas circunstancias están los desastres naturales —cada vez mayores y más frecuentes— causados por la actividad humana, la acelerada extinción de múltiples formas de vida en el planeta, la migración y el desplazamiento global, la exacerbación del fundamentalismo y la violencia, que se expresan en el racismo, la xenofobia y el machismo.

En este escenario desalentador, vale la pena preguntarnos qué pueden hacer las escuelas y los sistemas escolares para ofrecer a nuestras niñas y niños la oportunidad de sobrevivir, encontrar la plenitud y cambiar para bien un mundo cada vez más impredecible e injusto. Las escuelas enfrentan ya una serie larguísima de expectativas respecto de múltiples problemas en la sociedad. La educación para el futuro no consiste en agregar más cosas al montón de las que ya se esperan de maestros y líderes escolares. Más bien se trata de tomar el tiempo para redefinir nuestras prioridades y, una vez hecho esto, aprender a hacer las cosas de manera distinta.

¿Cuál es el mejor legado que la educación pública puede dejar a las nuevas generaciones para aumentar sus posibilidades de sobrevivir y encontrar plenitud en el mundo? Aprender a aprender en profundidad encabeza mi lista. Nuestras niñas y niños van a tener que enfrentar problemas más grandes y complejos que los que nosotros adultos sabemos cómo resolver, y por eso lo mejor que podemos hacer por ellos es cultivar su capacidad para aprender por su cuenta, encontrar gozo en el descubrimiento de su capacidad de aprender y convertir el mundo en un lugar mejor y más justo. La escolarización, en el mejor de los casos, se queda muy corta de estos propósitos y, en el peor, está deshabilitando a nuestras generaciones más jóvenes para el futuro. Quizá los certificados escolares, los grados universitarios, las calificaciones y los resultados en pruebas estandarizadas, entre otros indicadores de logro educativo, funcionaron por un tiempo como buenos predictores del éxito individual (ingreso, empleo, salud mental y física) y el bienestar colectivo (desarrollo económico, seguridad). Pero nos dicen poco sobre la medida en que nuestras generaciones más jóvenes están preparadas para aprender lo que sea que necesiten aprender para enfrentar y resolver los tremendos desafíos que les aguardan. Poco nos dicen si están preparados para perseguir su libertad individual y colectiva, construir democracias sólidas y contribuir a preservar la vida en el planeta. Tal como actualmente la conocemos, la escuela convencional está lejos de preparar a nuestra gente joven para lo que viene y para lo que, en gran medida, ya está aquí. Reimaginar las aulas, las escuelas y los sistemas educativos de modo que se conviertan en palpitantes sitios de aprendizaje y en ejemplo vivo de las sociedades a las que aspiramos es más urgente que nunca. Es de hecho crucial para nuestra sobrevivencia como humanidad.

Para reinventar las escuelas y los sistemas educativos se requiere también reimaginar el cambio educativo. Al hablar de “cambio educativo” me refiero al cuerpo de conocimientos e ideas que se han generado en el intento por entender y mejorar los esfuerzos por reformar las escuelas y los sistemas escolares. En las décadas más recientes, el campo del cambio educativo ha ofrecido hallazgos sólidos que seguirán siendo relevantes en la búsqueda de versiones radicalmente distintas de la escuela y los sistemas educativos convencionales. Al mismo tiempo, para llevar el cambio educativo hacia el futuro, es necesario mirar de frente dos de sus principales puntos ciegos: el aprendizaje y el poder. Y cuando los encaramos, ocurre un cambio importante en nuestro modo de entender y perseguir el cambio educativo.

Dicho a grandes rasgos, el cambio educativo, como campo de estudio, ha asumido que la educación formal —o la escolarización— es inherentemente buena y que se vincula directa e indudablemente al progreso y el bienestar. Pero la imagen que emerge es muy distinta cuando nos atrevemos a ver sus puntos ciegos. Comencemos con el aprendizaje.

¿DÓNDE QUEDÓ EL APRENDIZAJE?

Irónicamente, el aprendizaje de los estudiantes ha sido un área de interés marginal para el campo del cambio educativo. Una revisión histórica del Journal of Educational Change, por ejemplo, muestra que el aprendizaje de los estudiantes ha sido seriamente pasado por alto a lo largo de los 15 años de existencia de esa revista (García-Huidobro, Nannemann, Bacon y Thompson, 2017). Enfocada principalmente en comprender y promover mejoras escolares sostenibles y en gran escala mediante la profesionalización de los maestros, la revista ha dedicado sólo un reducido número de artículos al aprendizaje de los estudiantes. Más aún, cuando el aprendizaje recibe alguna atención, es mediante aproximaciones sumamente estrechas e imperfectas, como los puntajes en las pruebas estandarizadas, la terminación de los cursos, la eficiencia terminal, etcétera.1

En el campo del cambio educativo, se ha dado importancia al aprendizaje principalmente por su valor utilitario; por ejemplo, se considera que los puntajes en las pruebas estandarizadas son indicadores del grado de conocimiento y de las competencias para el empleo, o bien que los certificados de preparatoria son una indicación de que se está preparado para ingresar a la universidad o para emprender carreras profesionales o técnicas. Raramente se ve el aprendizaje por su valor intrínseco como práctica de libertad.

En su origen, los sistemas masivos de educación obligatoria no fueron diseñados para cultivar el aprendizaje en profundidad. El triple rol histórico que ha tenido la escuela convencional es la custodia, el control y la clasificación de los estudiantes. Con las oleadas de migración del campo que comenzaron a llegar a las grandes ciudades con la Revolución industrial a finales del siglo XIX y principios del XX, los gobiernos debieron encontrar maneras de ofrecer custodia a los más pequeños, formar a la futura fuerza de trabajo (principalmente trabajadores para realizar tareas simples) e identificar a los pocos afortunados que tendrían acceso a posiciones gerenciales. La escolarización obligatoria emergió y se estableció como la solución predilecta. El diseño de la escuela obligatoria, al igual que el de otras organizaciones y compañías de aquel tiempo, se inspiró en los principios de la gestión científica popularizados por Frederick Taylor: la división del trabajo en tareas simples y repetitivas, y el establecimiento de incentivos externos (premios y castigos) para asegurar su adecuada ejecución. Estos principios continúan influyendo en la manera en que muchas organizaciones, incluidas las escuelas, operan hasta el día de hoy. De hecho, el diseño fundamental de la escuela convencional ha permanecido muy estable por más de un siglo.

Desde luego, este último siglo ha visto el surgimiento de ideas y conocimiento mucho más potentes sobre el aprendizaje, los cuales se han utilizado para justificar la relevancia y las virtudes de la escuela. Educadores y pensadores progresistas como John Dewey, Maria Montessori, Jean Piaget y más recientemente Eleanor Duckworth y Howard Gardner han ofrecido reflexiones profundas sobre la naturaleza del aprendizaje. Pero a pesar de que estas ideas han existido a lo largo de la historia de la escolarización obligatoria, raramente han influido más que a una proporción menor de educadores, aulas y escuelas. Más bien, una escuela convencional se parece más a una prisión o una fábrica que a un entorno para el florecimiento del buen aprendizaje.

Desde luego, muchos de nosotros tenemos recuerdos agradables de la escuela. Varios podemos recordar a uno o dos maestros que tuvieron una influencia positiva en nosotros y que cambiaron nuestra vida para bien. Tiene un valor inmenso contar con instituciones que ofrecen a las y los más pequeños un ambiente relativamente seguro y estable donde estar mientras los padres trabajan. Es muy importante contar con espacios en que niñas y niños puedan socializar y aprender a vivir con otros. Pero cuando de aprendizaje se trata, el panorama es menos alentador. Después de todo, ¿qué se queda en nosotros de lo que aprendimos en la escuela, y qué tanto de eso usamos o podemos recordar?