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Correo del otro mundo
(y algunas lecturas más)

Correo del otro mundo
(y algunas lecturas más)

Hoja por Hoja, 2001-2008

DAVID HUERTA

Prólogo de Felipe Vázquez

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Primera edición, 2019
© David Huerta, 2019
© Felipe Vázquez, 2019, del prólogo
Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores
Fotografía de portada: León Muñoz Santini
Fotografía de solapa: Alejandro Arras, 2018 (CC BY-SA 4.0)

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Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-98611-9-3 (Grano de Sal)
ISBN 978-607-8692-11-8 (UACM)

Índice

Prólogo | FELIPE VÁZQUEZ

Correo del otro mundo

El último pícaro

Una fuente rulfiana

Ayudalectura

El bibliófilo Próspero

Gaiman y el sueño

Después de Galileo

Fantasmas encarnados

Reunión de palabras

Orfila y la literatura mexicana

Una renuncia en Estocolmo

Tres destinos

La lectura subversiva

La esfinge de los manuscritos

Crimen y política

Contra Whitman

La conveniencia de leer

La vida evangélica

Ojos de lince habanero

El impacto iatrogénico

El cuerpo del escritor

Los fusilados

El capitán estoico

Autobiografías involuntarias

Interesante inteligencia

Hércules y el pulque

Gramática del acontecimiento

Cúmulo de sustantivos

El otro fin de los tiempos

Contra el oscurantismo

Novela e imágenes

La poesía, la técnica y los versos

Ladrido de cosmonauta

Escrituras de Frida

El bolsillo y la palma

Las nubes sobre Guanajuato

Y algunas lecturas más

El sol de Gorostiza

Un delirio de alas prisioneras

El preboste de Eton en Muertepec

Una lección de poesía

Poemas desde ninguna parte

Tres momentos filológicos del Lazarillo

Las formas de la música

La querella del papel y el espacio

Entre febrero de 2005 y febrero de 2008, David Huerta escribió en el suplemento de libros Hoja por Hoja la columna Correo del Otro Mundo. A contrapelo de lo que buscaba esa publicación mensual, sus colaboraciones supieron eludir la fugacidad propia de las novedades editoriales para ocuparse de obras y autores atemporales: se reúnen aquí las treinta y pico entregas breves, alegres, a menudo sorprendentes, siempre entusiastas, pues el que las escribe es sobre todo un lector deseoso de que otros lo acompañen en su deslumbramiento bibliográfico. En un afán de exhaustividad, se han agregado en este volumen las otras colaboraciones de Huerta en Hoja por Hoja: reseñas, ensayos, su texto para la columna a varias manos Libro Albedrío.

La Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara, la Universidad Autónoma de Nuevo León y Grano de Sal celebran así la concesión del Premio fil de Literatura en Lenguas Romances 2019 al autor de estos correos ultramundanos.

Prólogo

FELIPE VÁZQUEZ

El placer de la lectura es un placer intelectual de los sentidos —lo digo porque las emociones están mediadas más por el intelecto que por la psique o por el cuerpo—; no obstante, en cierto punto, se resuelve en el puro placer intelectual de establecer redes de sentido en un horizonte textual: la llanura verbal se incorpora, se cierra sobre sí misma y articula un orbe autoabastecido que siempre está en proceso de enriquecimiento en su devenir a través de otras llanuras y otras redes textuales. Y una de las formas diversas de esta red consiste en descubrir un diálogo entre libros, que es una de las mayores felicidades en la vida de un lector.

En los ensayos de Correo del otro mundo, David Huerta nos invita y nos convida a participar en un diálogo de libros. Retoma el título —lo refiere desde el primer ensayo— de un libro de Diego de Torres Villarroel, un intelectual de estupendas picardías cuya prosa flexible y agresiva aún hoy leemos con delicia.

Lo primero que resalta en los textos de Huerta es la vitalidad con la que habla de literatura, de libros, de autores: logra transmitirnos la vida de los libros a partir del espejeo verbal que ellos establecen entre sí. Leer Correo del otro mundo nos permite asomarnos a un entramado donde los textos se interrogan y se responden a través de diversas lenguas, corrientes estéticas y concepciones del mundo.

Lo siguiente es su lenguaje de sobremesa —atributo que Borges veía en el Quijote y que le parecía una de sus mayores cualidades—; en efecto, Huerta nos introduce al diálogo de los libros mediante un lenguaje conversado —sospecho que aprendido en parte de Antonio Alatorre— y lúdico, preciso y con guiños de humor en no pocos pasajes. Aunque habla a veces de libros eruditos, no recurre a las terminologías que los académicos emplean casi siempre de manera carnavalesca; y si tiene que emplear términos específicos de una disciplina, los despliega de modo que ayuden a establecer el sentido recto y traslaticio de un texto, de un pasaje, de un verso.

Otra característica de este diálogo entre libros al que Huerta nos invita consiste en que lee a ras de texto: la lectura como una comprensión de la estructura semántica, sintáctica, fónica y plástica del tejido verbal, y no la lectura concebida como una búsqueda de lo que “el autor quiso decir” ni de eso más errático aún que se condensa en la frase “supongo que el texto dice…” (casi todo lector supone “un más allá” en lo que lee). Para Huerta, la interpretación viene después de la comprensión y, aun así, la lectura no debe rebasar los límites de la interpretación del texto. La deriva interpretativa, propuesta por los deconstruccionistas por ejemplo, es ajena a los hábitos lectores del autor de Incurable.

La curiosidad intelectual de Huerta es no sólo literaria y libresca. En esta red de correspondencias entre textos —que incluso pueden estar muy distantes en el tiempo y el tema—, aborda el cine, la filosofía, el cómic, las tensiones líricas y vitales de los escritores áureos, la historiografía, el teatro y sus actores, la retórica, la pintura, los problemas de edición de textos antiguos, la música y los músicos, la amistad de los poetas, la astronomía y la ciencia ficción, la mitografía de los poetas (algunas de las páginas más divertidas son las que abordan la grandeza y la miseria de la república lirófora de México), etcétera. El autor de La mancha en el espejo es un poeta que, desde la libertad que da el ensayo, nos comparte una vida que no es sólo la del lector curioso y acucioso sino la de un hombre atraído por todas las cosas del mundo. Quizá no es gratuito que en el primer ensayo aborde la Vida de Torres Villarroel, un personaje protoenciclopédico cuya vida fue su literatura y cuya literatura fue su vida.

La lección de Huerta en El vaso de tiempo (2017), su anterior libro de ensayos, en los ensayos de este libro y en sus clases de literatura consiste en este principio: leer a ras de texto nos inicia en el placer de la lectura, pues dicha forma de leer nos conduce a percibir al mismo tiempo la articulación armónica, extraña y familiar de una cadena sintáctica; y en segundo lugar nos permite descubrir que esa concatenación singular de sonido, imagen y sentido pulsa cuerdas profundas de la conciencia. En esto radica la experiencia vital de la literatura. Y Correo del otro mundo nos transmite esta lección que, en efecto, implica un diálogo con “las grandes almas que en el mundo han sido”: el otro mundo.

Nota

Además de El vaso de tiempo y de los ensayos de este libro, me refiero a muchos otros —pienso ahora en “Acerca de la octava real”, publicado en Tres formas: romance, octava real y verso libre (2005), y en “Hacia Erdera ” publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (agosto de 2005)—; y respecto de sus clases, hablo en particular de su seminario Cervantes y el Conocimiento Literario, que, desde hace tres lustros, dirige en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, donde tuve la fortuna de participar durante los primeros años.

Correo del otro mundo

El último pícaro

El propósito de Diego de Torres Villarroel (1693-1770) al componer su Vida (1743) —una de las autobiografías más divertidas, intensas y coloridas de las letras hispánicas— no consistía en honrar la verdad íntima con la ilustración de una deriva mundana, sino en redondear por escrito, con total desenfado, su existencia apicarada. Torres Villarroel no quiso monumentalizarse sino perfeccionar un mito: el suyo. Desterrado en Portugal, apunta Julio Torri en su breviario La literatura española (FCE), don Diego —llamado Gran Piscátor de Salamanca—, autor de almanaques y pronósticos en verso, maestro en Salamanca y el más grande e incondicional admirador que jamás tuvo Francisco de Quevedo, fue “sucesivamente criado de ermitaño, curandero-bailarín en Coimbra y soldado en Oporto”.

No era ningún fray Luis de León sino un trotamundos insaciable, lleno de manías. Ególatra que se complacía en el autoescarnio, escritor de un feroz y robusto individualismo, excéntrico, extravagante, enciclopédico.

A lo largo de su libro, hace un autorretrato con tintas implacables; predominan en él los rasgos caricaturales y un formidable gusto por las palabras; hay allí popularismo, wit a raudales, melancolía de intelectual aldeano: “La nariz es el solecismo más reprehensible que tengo en mi rostro, porque es muy caudalosa y abierta de faldones: remata sobre la mandíbula superior en figura de coroza, apagahumos de iglesia, rabadilla de pavo o cubilete de titiritero” (Trozo Tercero de la Vida).

Por la Vida, sabemos que las clases salmantinas de Torres Villarroel eran ruidosas y hasta violentas: en el Cuarto Trozo cuenta que cierto alumno treintón le soltó “un equívoco sucio” y él, en menos que tarda uno en decirlo, le tiró “a los hocicos” un compás de bronce de tres o cuatro libras.

Hay varias ediciones modernas de la Vida: en la colección Austral, de Taurus; en Castalia y en los Clásicos Castellanos de Espasa-Calpe. Ernesto Mejía Sánchez escogió la extraordinaria Introducción para una antología universitaria que recoge pasajes selectos de prosa española en los siglos XVIII y XIX. He aquí otros títulos de Torres Villarroel: Los desahuciados del mundo y de la gloria, Correo del otro mundo (al que esta columna, con su nombre, rinde homenaje explícito) y Sacudimiento de mentecatos.

Número 93,
febrero de 2005

Una fuente rulfiana

La palabra alemana que significa “investigación de fuentes literarias” es llamativa: Quellenforschung. Ese tipo de trabajos tuvieron una crisis de madurez: se les opusieron quienes opinaban que buscar huellas o influencias en los textos literarios menoscabaría la originalidad de las obras. Hurgar en las lecturas de los escritores no conduciría a nada bueno: ¿qué tal si el genio Fulanetas se había “fusilado” un texto de Menganetas, o un escritor no había dado a luz, minervinamente, su libro máximo, sino que había bebido en veneros inconfesables? Por eso para algunos entraña un escándalo la existencia de libros como la legendaria tesis doctoral (nunca publicada) de James Irby, profesor en Princeton, acerca de la influencia de William Faulkner en un puñado de narradores latinoamericanos, entre ellos Juan Rulfo. Éste era un insaciable lector de libros de relatos. En 1947 o un poco después debió leer la novela Derboranza, de un escritor suizo poco conocido llamado Charles Ferdinand Ramuz (1878-1947), quien alguna vez colaboró con Igor Stravinski en el libreto de la Historia de un soldado. Derboranza es una de las fuentes de Pedro Páramo.

La novela de C. F. Ramuz apareció originalmente en 1936 —el mismo año que el faulkneriano Absalón, Absalón— y la editorial española Juventud la puso en circulación en 1947; ésa fue la edición que Rulfo conoció, tuvo en sus manos y leyó, acaso con fruición, desentrañando similitudes, descifrando siluetas de fantasmas. En su prólogo a la Obra completa de Rulfo (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977), Jorge Ruffinelli señala las raíces folclóricas de ambas historias, la de la novela suiza y de la mexicana, y añade el nombre del irlandés J. M. Synge en este cuadro de escritores con raíces o inspiraciones folclóricas o folclorizantes: un mexicano —jalisciense por más señas—, un suizo de las montañas alpinas y un irlandés de la “verde Erín”.

He aquí minúsculos pasajes de Derboranza para que el curioso lector los compare con la novela rulfiana: “están vivos y no están en la vida: están aún en la tierra y no son de la tierra […] No hacen ningún ruido; son como el humo, como una nubecilla; cambian de sitio como quieren”. Son los Aparecidos, los prodigiosos muertos que, parafraseando el poema de Bécquer, se han recatado, heridos, en la sombra.

Número 94,
marzo de 2005

Ayudalectura

“Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre […] como el jinete en el lomo de un caballo […] Y, por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. Con aquello delante de los ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza.” Tal es la descripción de unos lentes medievales —los del detective franciscano Guillermo de Baskerville— en la novela El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco; se parecen a los que, en el mundo hispánico, designamos “quevedos”, por el nombre del poeta Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645). Apenas podemos imaginarnos a éste sin los adminículos proverbiales que dieron origen a aquella palabra epónima.

Para la ciencia de la Edad Media la mirada no era, como sabemos hoy, la impresión sensible que recibe nuestro cerebro a través de los ojos; era algo muy diferente: la mirada salía de los ojos para captar el mundo en forma de “rayos visuales”. La mirada: “rayo que no cesa”, más que cuando dormimos… y ni aun así —ni siquiera en la noche del sueño.

Es probable que el inventor de los lentes fuese el legendario Roger Bacon, también franciscano, una de las figuras más llamativas el siglo XIII, conocido como Doctor Admirable; esa atribución está insinuada en la misma página de El nombre de la rosa que cité al principio de este Correo.

Miopes y astígmatas agradecemos esa invención formidable, sea de quien fuere. Nos acompaña a lo largo de la vida; se confunde con los rasgos de nuestras caras para siempre. Suelo protestar cuando, a la hora de tomarme una fotografía oficial, me piden que me quite los anteojos: “Así soy, esto soy