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Londres, Reino Unido

Lunes, 30 de julio de 2018

Algunas rodajas de tomate, varias lonjas de bacon, cuatro salchichas y huevos revueltos chisporroteaban en una sartén sobre la estufa. Kyle tomó dos tazas de la alacena y las acomodó sobre la bandeja en la que ya descansaba una tetera humeante preparada con hebras de English Breakfast, su té preferido. Poco después, al conjunto sumó la azucarera y un jarrito con leche fría.

Mientras vigilaba que los alimentos para el desayuno no se pasaran de punto, sus pensamientos estaban centrados en el trabajo. El día anterior había adquirido para su tienda de antigüedades un magnífico lote de piezas de plata entre las que destacaba un candelero que, por las características de su marca de contraste, la cabeza de un leopardo coronado, supo que correspondía a una pieza fabricada en Londres en el año 1592. Se sentía ansioso por estudiarlo con minuciosidad. Kyle sabía que había sido muy afortunado en conseguirlo; los candeleros y candelabros de materiales preciosos resultaban difíciles de encontrar puesto que, durante las guerras que siempre ha padecido la humanidad, estos objetos tomados como botines eran los que con mayor facilidad se fundían para su transporte, por lo tanto, resultaban ser también, los que en mayor medida se habían perdido en el tiempo.

Terminaba de emplatar los alimentos cuando lo distrajo una risa espontánea y chispeante seguida por un profundo suspiro. Giró sobre sus pies para mirar a la dueña de esa risa. Todo pensamiento acerca del candelero del siglo xvi y otros relacionados con su trabajo se disiparon y solo quedó el momento que estaba viviendo.

Con los pies sobre la superficie de la banca esquinera y las piernas flexionadas, su hija tenía un libro apoyado sobre las rodillas y leía con concentración absoluta. Las cortinas de gasa color amarillo claro estaban recogidas a ambos lados de la ventana que daba al jardín trasero, permitiendo el ingreso de claridad; no obstante, no era el sol matutino el que a ella le iluminaba el rostro, sino la lectura. La boca se le curvaba un poco hacia arriba en atisbos de sonrisa y dispuesta a volver a exhalar un suspiro soñador de un momento a otro. Él mismo no pudo evitar contagiarse de su sonrisa.

–¿Qué lees? –le preguntó intrigado.

–¿Mmm? –respondió Bethany, solo por ganar tiempo y leer un párrafo más. Se acomodó un mechón de cabello castaño oscuro detrás de la oreja, lo que denotaba que había perdido parte de la abstracción absoluta en la que, hasta pocos instantes antes, la había mantenido el libro.

Kyle volvió a sonreír. La vida no había sido fácil, sin embargo, con orgullo podía mirar a su hija y decir que la había criado bien, y por increíble que pudiera parecerle ahora a la distancia, lo había hecho solo. Ella era lo mejor que tenía, la recompensa a todos los dolores del pasado.

–Te preguntaba sobre tu lectura. Parece interesante –comentó en tanto cargaba hasta la mesa la pesada bandeja para el desayuno.

Bethany por fin levantó la vista hacia su padre, no sin antes marcar el punto de lectura con un dedo.

–Es un libro de relatos románticos en el que participa mi escritora favorita junto con otros autores. Allyssa también lo está leyendo y le encanta.

–¿Y en general cómo va el libro hasta ahora? –se interesó el padre. Su hija amaba la lectura, podía dar fe de que tenía su dormitorio repleto de estantes con libros. Kyle le alcanzó a la quinceañera una de las tazas, la que tenía impresa una fotografía de Imagine Dragons.

Bethany había comprado la taza en el concierto que la banda estadounidense había dado en el O2 Arena de Londres el último veintiocho de febrero, fecha que coincidió con su cumpleaños número quince. Padre e hija habían asistido como parte de la celebración y este había sido uno de sus regalos. Ella había alucinado y él se emocionaba con solo recordar su rostro radiante. Ese era uno de los días más felices que habían compartido los dos.

–Hasta ahora todos los cuentos son geniales, pero ella es única, ¡escribe tan lindo, papá, nunca defrauda! –respondió con entusiasmo, y volvió a abrir el libro–. Este relato… no sé cómo explicarlo, tiene algo especial –dijo acariciando las letras. Volvió a alzar la vista hacia su padre. Tenía la mirada iluminada–. ¿Quieres que te lea algunos párrafos?

–¡Ni loco te diría que no! –exclamó Kyle entre sonrisas–. Es tanto el entusiasmo que ese escrito te generó, que me muero de curiosidad.

Bethany sonrió. Amaba sumergirse en un libro y dejar volar su imaginación, enamorarse de cada letra y de cada coma, experimentar un sinfín de sensaciones… todo eso y más le provocaba la lectura. Con gran entusiasmo dio vuelta la página para leer una escena desde el principio.

Paseábamos por Holland Park. Luego de visitar los bosques de rododendros y azaleas, en ese momento recorríamos el jardín japonés de Kyoto. El paisaje fuera de lo común, con sus colores impresionantes y gran tranquilidad, me tenía maravillada. Me sentía dentro de un cuento fantástico y, sin demasiado esfuerzo, podía imaginar que un inmenso dragón de escamas tornasoladas alzaba vuelo desde detrás de una majestuosa caída de agua.

Mientras mi cabeza no paraba de crear historias, como esas que desde niños me gustaba inventar y compartir contigo, bordeamos un estanque en el que algunos patos nadaban indiferentes a nuestras miradas. En la orilla, pavos reales que caminaban sobre piedras grises redondeadas y otros que se mezclaban entre los arbustos y plantas de flores, contribuían a aumentar la belleza y lo exótico del cuadro.

Al cruzar el puente cercano a la cascada, un cardumen de carpas se acercó esperando que los recompensáramos con algo para comer.

–Lo siento, muchachos, pero no tenemos ni una miga de pan –les dijiste a los peces mientras te encogías de hombros–. A menos que… –tu voz se detuvo para resaltar la intención de que planeabas alguna picardía. Me tomaste por la cintura y entre cosquillas simulaste tirarme al agua en tanto decías entre risas que compartimos–: que quieran comerse a esta chica.

–¡Suéltame y deja de hacerte el tonto! –te regañé en broma. Lo cierto es que esos juegos y roces que tan naturales nos habían resultado desde niños, hoy en mí tenían un efecto diferente: me provocaban mariposas en el estómago y anhelos que no sabía ni ponerles nombre.

Me soltaste, aunque al hacerlo, cruzamos una breve mirada. Nos conocíamos los ojos de memoria, pero ese día, en los tuyos descubrí cierto matiz diferente que no logré identificar. Entonces me pregunté de qué manera verías tú los míos… ¿Delatarían mis emociones, esas que no hacía mucho mi cuerpo había estrenado? ¿Te darías cuenta de que el cariño que te profesaba desde que teníamos cuatro o cinco años, de un tiempo a esta parte había mutado por algo más grande, algo en donde la palabra amistad quedaba pequeña? ¿Te revelarían mis ojos que ya no quería ser solo tu amiga?

Volvimos la vista al frente y seguimos caminando.

El espejo de agua reproducía la postal en la que estábamos inmersos y se tornaba más brillante donde la alcanzaban los rayos de sol que conseguían filtrarse a través de las ramas de un castaño de Indias. Más allá, sobre un claro circular, un grupo de personas vestidas con ropas holgadas de color blanco practicaba tai chi. Desde allí nos llegaba, lejana y confundida con algunas risas y palabras sueltas de otra gente, la música tranquila que utilizaban para acompañar la actividad física. El entorno contagiaba paz y armonía. Era como estar sumido en una dimensión diferente cuando solo nos alejaban unas pocas manzanas del caos vehicular de la ciudad.

Y nosotros, siendo parte de ese entorno y al mismo tiempo en nuestro propio mundo, caminábamos. Caminábamos y fingíamos indiferencia cuando, al estar tan cerca uno del otro, en algún momento nuestras manos se rozaban. Y yo contenía la respiración por un segundo y después la soltaba despacito para no delatar la emoción de haber sentido tu piel en la mía.

Te miré de reojo mientras hablabas. Debíamos hacer un afiche acerca del medio ambiente para la escuela y exponías tus ideas. Diseñar se te daba bien, siempre tenías alguna ocurrencia brillante que te hacía destacar del resto. Ese paseo por el parque había sido parte del plan sobre el que se cimentaba el proyecto de nuestro equipo.

Comenté alguna cosa y volví a mirarte. Seguías concentrado en tu discurso; y yo, en tu perfil. Seguro nunca serías candidato para ganar un concurso de belleza, lo cierto es que yo tampoco. Pero para mí, y desde los primeros años de la escuela secundaria, te habías convertido en el chico más lindo: con tus cabellos oscuros, cortos pero alborotados, y tus ojos color café de mirada intensa. La nariz recta perfilando un rostro amable y una boca que me moría de ganas de besar. ¿Lo sabrías en ese momento?

Me obligué a volver la vista al frente para no quedar en evidencia, entonces me pareció, por un breve instante, que ahora eras tú quien me miraba. Sentí el nerviosismo nacer en la boca del estómago y no quise hablar por miedo a tartamudear. ¿Cuántas veces había soñado despierta, amparada por la soledad de mi dormitorio, con la idea de que mis sentimientos fueran correspondidos? ¡Ya había perdido la cuenta! Entonces, siquiera imaginarlo en ese instante estando tú a mi lado, fue como si un sismo hubiese desestabilizado la tierra a mis pies y con fuerza descomunal, igual que un latigazo, hubiera subido hasta el mismo centro de mi estómago.

Quería volver a mirarte, pero no me atrevía.

Terminada la excursión y ya fuera del parque, nos encaminamos hacia Notting Hill para concluir el trabajo práctico en tu casa. En el camino, la tentación nos llevó a atravesar el mercadillo de Portobello, que bullía de actividad con cientos de tiendas y puestos de lo más variado.

Al pasar por las casetas más fragantes, se nos acercó una mujer de mediana edad y se interpuso en nuestro camino para impedirnos avanzar. Colgada del brazo llevaba una canasta repleta de flores y algunos ramos en la mano.

–¿No quiere comprar estas rosas blancas para su novia, joven? –te preguntó acercando un ramo hasta tu rostro.

Sentí las mejillas arder ante la confusión de la señora, y al mismo tiempo, tú parpadeaste.

–Ella no es… –empezaste a decir, pero te detuviste. Me miraste, otra vez con esa mirada nueva que ahora sí me anticipó que algo entre nosotros cambiaría. Lo que sucedió después entre ambos fue extraño e increíblemente poderoso, como si una onda eléctrica nos uniera, nos atravesara. El nudo en la boca de mi estómago se intensificó; del rojo en mis mejillas no quiero ni pensar. El tiempo se detuvo, no para el resto aunque sí para nosotros, y me pareció o tal vez quise creer que era así, que en efecto, sentías lo mismo que yo. Miraste a la mujer, las rosas blancas en su mano y luego dentro de la canasta–. Rosas no, fresias –dijiste.

La mujer asintió conforme. Tomó un ramito multicolor de la canasta y te lo entregó a cambio del dinero que ya le ofrecías. Luego de darte las gracias, se alejó canturreando en busca de otros clientes, dado que varias personas pasaban en ese momento frente a su caseta.

Con una tranquilidad envidiable, extendiste el brazo y depositaste las flores en mis manos. Yo era un manojo de nervios.

–Para ti –pronunciaste con tono casi solemne, después reiniciaste la marcha por el camino que, al alejarse la vendedora, había quedado libre.

–¿Cómo supiste que me gustaban las fresias? –te pregunté cuando me puse contigo a la par. Me miraste y sonreíste, con esa sonrisa que te llegaba hasta los ojos y que me encandilaba. Enterré el rostro en las flores para que no vieras que volvía a sonrojarme. El dulce perfume me embriagó, era delicioso. ¿O me sentía embriagada al estar a tu lado?

Te detuviste una vez más y volteaste para enfrentarme. Caminaste hacia mí y encerraste mi rostro entre tus manos, entonces, me atravesaste el alma con la mirada.

–Lo supe porque te miro y te veo policromática. Y no es tu ropa, no. Es algo alrededor de ti. ¿Tu aura? No lo sé. Solo sé que es como si una luz te rodeara y…

–Y esa luz se siente de mil matices. Eres primavera, colores, alegría… No, rosas blancas, no. Contigo van las fresias.

–¡Papá! –gritó Bethany–. ¿Por qué no me dijiste que ya lo habías leído?

Kyle parpadeó. Recién caía en la cuenta de que había hablado en voz alta. Se sentía extraño. Confundido. Tanto, que se miró las manos, pero las encontró vacías. Si no hubiese sido porque su hija estaba delante, se hubiese echado a llorar como un niño. Sentía un nudo apretado en la garganta.

–No, pero no lo leí –balbuceó todavía inmerso en la historia.

–¿Cómo que no? ¡Si lo dijiste tal cual está en el libro! ¡Mira! –exclamó molesta, y señaló con el dedo el párrafo que él había recitado.

Kyle leyó en voz alta:

–Lo supe porque te miro y te veo policromática. Y no es tu ropa, no. Es algo alrededor de ti. ¿Tu aura? No lo sé. Solo sé que es como si una luz te rodeara y esa luz se siente de mil matices. Eres primavera, colores, alegría… No, rosas blancas, no. Contigo van las fresias.

–¿Ves? Es tal como lo dijiste. ¡Ya conocías el texto, y de memoria! ¿Cómo lo hiciste?

–No lo sé, Bethany –mintió sintiéndose incómodo–. Por favor, toma el desayuno que se enfría –intentó cambiar de tema, pero aun cuando su hija obedeció, él no pudo evadirse. Al cabo de varios minutos lo venció la curiosidad, pues necesitaba esclarecer lo que estaba pasando, entonces le preguntó–: Y… eh, ¿quién escribió ese libro?

–Es una antología, ya te lo dije papá. Cada relato es de un autor diferente.

–Ah… bueno... ¿Pero quién escribió ese que leíste?

–No lo leí completo, papá, solo una escena y ni siquiera la leí completa a causa de tu interrupción. Justo venía el beso.

Kyle tragó saliva. Sí, venía el beso. Lo recordaba con tanto realismo que el corazón le volvía a latir acelerado, igual que había sucedido aquella vez.

–Bethany, déjate de tecnicismos. ¿Me dirás quién escribió ese cuento?

–Miranda Darcy –dijo la chica por fin.

–¿Miranda Darcy? –clamó entre confundido y ofuscado cuando su hija no pronunció el nombre que él estaba seguro que diría. Le quitó el libro de las manos y buscó en las páginas información sobre la autora, ahora desde su punto de vista, usurpadora de historias–. ¿Quién diablos es Miranda Darcy? –masculló.

–La autora de ese relato, papá; ¡mi escritora favorita, por supuesto! –indicó con una entonación que daba a entender que la respuesta había sido más que obvia–. ¿Acaso no recuerdas que tengo toda su colección de novelas? ¡Tú mismo me regalaste varias! ¿Pero por qué razón te has puesto tan eufórico? ¿Qué sucede con Miranda Darcy?

–Nada... Nada –repitió intentando tranquilizarse. No podía quedar como un completo tonto frente a su hija. Sonrió y cuando volvió a hablar trató de que su voz poseyera una impronta de indiferencia–. Solo curiosidad.

–Ah, bueno, es eso... –acotó la joven encogiéndose un poco de hombros, gesto que a Kyle le recordó a sí mismo. Luego de mirar la hora, y con mayor rapidez de la recomendada, Bethany terminó de tomar su desayuno.

–Así, la comida te caerá como una piedra –señaló él.

–Es que debo irme, papá. Se me hace tarde para la clase de danzas pero tampoco quería ir con el estómago vacío –se puso de pie con el libro en la mano, segundos después volvió a dejarlo sobre la mesa; movimientos que Kyle siguió con minuciosidad–. No me llevaré el libro por si sientes curiosidad de conocer cómo termina la historia. Y, por cierto, en la web hay bastante información sobre Miranda.

Bethany no era tonta e intuía que había algo más detrás de la supuesta curiosidad que su padre había demostrado por conocer el nombre de la autora del relato. Y, a pesar de que se moría por saber la verdad detrás de la historia de la chica policromática, también reconocía que en ese momento, él no le diría nada. Ya se encargaría ella de averiguarlo de todos modos.

Se inclinó para darle un beso en la mejilla a su padre, luego se alejó tarareando Thunder y bailando al compás. Desde el recital, ese se había convertido en uno de sus temas preferidos de Imagine Dragons y no podía sacárselo de la cabeza.

Kyle esperó a que se cerrara la puerta de entrada antes de tomar el libro de relatos románticos y buscar la historia que tanto lo había movilizado. La leyó completa y sintió que cada palabra lo transportaba dieciséis años atrás. Cerró el libro y permaneció con la espalda apoyada en el respaldar de la silla, un brazo sobre la mesa y el otro sobre su pierna. La mirada detenida en la cubierta del libro, como si ese simple gesto pudiera hacer que la autora cobrara vida ante sus ojos.

No le cabían dudas: Miranda Darcy debía de ser un seudónimo utilizado por ella… Ella, su chica policromática, la representación en carne y hueso de la primavera, de la felicidad misma. Reflexionó y se reprochó que podría haberla tenido para siempre, sin embargo, el destino para ellos había sido otro pues a causa de su propia estupidez, ella se había alejado de su mundo.

Nunca imaginó que volvería a saber de Milly, y ahora no sabía qué hacer. Conjeturó que ella habría continuado con su vida, puede que tuviera un esposo y hasta hijos también. Al pensarlo no pudo evitar que se le estrujara el estómago.

Dieciséis años atrás, cuando todavía eran demasiado jóvenes y no sabían mucho de la vida, la situación los había desbordado y a él no le había quedado otra opción que resignarse y dejarla ir. En cambio ahora que, de alguna manera y por obra de un milagro, Milly volvía a su vida y con un fragmento de su propia historia atesorada en un libro, no podía dejar de sentir que le pertenecía, o que debería haberle pertenecido en el pasado.

Se puso de pie decidido a averiguarlo todo respecto a ella. Con rapidez fue hasta su dormitorio en busca de la computadora portátil, luego volvió a ubicarse en la mesa de la cocina. Su intento por mantener la calma resultaba infructuoso, de hecho, era tal la ansiedad que sufría que el tiempo que la notebook demoró en encender, que no fueron más que unos pocos instantes, le pareció una eternidad.

A lo largo de su vida, a Kyle siempre le había costado horrores comportarse como el típico señor inglés, y en ese momento, su parte impaciente e impulsiva estaba a punto de ganar la batalla una vez más. Sin lugar a dudas, había sido la herencia italiana de su madre la que mayor influencia había tenido sobre su temperamento.

Ya frente a la pantalla iluminada, tipeó Miranda Darcy en el buscador. Inhaló profundamente, preso de la adrenalina, cuando aparecieron varios resultados. Y, como si abriera pequeños cofres portadores de tesoros, fue seleccionando uno a uno y leyendo el contenido.

Internet no le brindó demasiada información personal acerca de la autora, más que su lugar de residencia, Camden Town, y sus redes sociales. En cambio, pudo conocer todo acerca de su carrera: Miranda Darcy era una escritora exitosa con más de una decena de novelas publicadas; Bethany poseía todas. Ese relato era su publicación más reciente y en la actualidad se encontraba en la etapa de producción de una novela inspirada en la vida de su abuela materna, una mujer de origen marroquí. También supo que la antología de relatos se había publicado el mes anterior en beneficio de una ONG y que los autores estaban haciendo presentaciones del libro en diversas librerías de Londres. El próximo fin de semana tenían previsto presentarse en la tienda de la Daunt Books ubicada en Hampstead, y ella estaría allí.

Kyle supo que debía verla. Esa necesidad se había anclado a sus huesos sin piedad y no se detendría hasta que no la satisficiera. Se sentía eufórico. Decidido a asistir, apuntó en el calendario del teléfono móvil lugar, fecha y hora del evento literario. Eso sí, lo inquietaba saber cómo haría para soportar los días que lo separaban del sábado cuando la semana recién comenzaba. Por un momento contempló la idea de contactarla a través de las redes sociales, sin embargo lo descartó argumentando que lo más sensato sería hablar en persona.

De una cosa podía estar seguro, y era que el tiempo hasta el sábado se le haría eterno. Entonces, respondiendo a una necesidad de ser honesto consigo mismo, se preguntó si acaso ese no era un justo castigo por las faltas que había cometido contra ella en el pasado.

2

Sábado, 4 de agosto de 2018

Kyle llegó a la tradicional librería al menos con media hora de antelación pero no se animó a entrar. Al buscar a Emily a través del vidrio, captó movimiento dentro: gran cantidad de público ocupando las sillas, y delante la mesa, aún vacía, en la que debían ubicarse los disertantes.

En un arrebato, tal vez de cordura o de cobardía, se alejó hacia el café y pastelería Polly’s, que oportunamente estaba ubicado tienda de por medio de la librería. Dentro de la cafetería, pues no se animó a ocupar una de las mesas de la acera, permaneció por cuarenta eternos minutos preguntándose una y otra vez si debía volver o no a la presentación. Cuando se decidió a hacerlo, el evento literario ya había comenzado y la encargada de la tienda daba la bienvenida al público.

Kyle ingresó a Daunt Books procurando no llamar la atención, y eso lo hizo sentir un poco estúpido. Un poco más de lo que ya se sentía al haber ido hasta allí en busca de… ¿qué?

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué vine a buscar? ¿Un amor que dejé ir hace dieciséis años? ¿Qué espero, por Dios, acaso que ella me vea y corra a mis brazos como si nada hubiese pasado?

Tomó asiento. El café que había bebido hacía un rato le estaba provocando acidez, o puede que fuera la situación absurda a la que se había lanzado y que su razón le recriminaba cuando él le permitía expresarse.

Inspiró aire en profundidad y permitió que la cabeza se le vaciara de pensamientos para concentrarse en la disertación. Una coordinadora iba presentando a los autores de a uno, entonces ellos subían al escenario y tomaban su lugar en la mesa. Hasta el momento no había prestado atención, preocupado como estaba en tratar de encontrar el rostro conocido e inmerso en divagaciones.

Observó el panel, ocupado hasta el momento por tres mujeres y dos hombres. Ninguna de esas mujeres era la que él había esperado ver. A raíz de ello, fue inevitable que Kyle se inquietara. Si bien no había escuchado el nombre de esos autores, empezó a preguntarse si acaso se había equivocado y ese relato que había leído no había sido su historia real sino una extraña coincidencia.

¡No! ¡No puede ser!, se dijo. Los hechos en el libro se desarrollan tal cual los recuerdo, y las palabras… No puede tratarse de una coincidencia.

Frustrado y enojado consigo mismo por su absurdo comportamiento, estaba a punto de ponerse en pie para retirarse y terminar de una vez por todas con ese asunto, cuando la coordinadora anunció a Miranda Darcy.

La adrenalina le recorrió el cuerpo con la fuerza de un tsunami.

Kyle permaneció en su lugar, con la mirada fija en el frente. Primero vio la espalda de la escritora cuando ella se puso de pie. Con un andar delicado y envuelta en un diáfano vestido color damasco que se ajustaba a su cintura con un fino cinturón color café y dorado, se dirigió hacia el escenario. Una larga cabellera castaño rojiza se derramaba sobre sus hombros. Kyle deseaba ver su rostro, pero le resultaba imposible desde su posición, en la última hilera de sillas. Vivió algunos segundos de ansiedad hasta que lo siguiente, para él, ocurrió como en cámara lenta: alcanzó a distinguir el delicado perfil femenino y finalmente su semblante cuando ella volteó hacia el público y tomó asiento tras la mesa. Entonces, Kyle sintió que la librería se llenaba de luz y colores.

La escritora, con las mejillas encendidas, se sentó y bebió un sorbo de agua mientras la moderadora daba inicio a la charla. La primera pregunta fue para ella.

Miranda notó que le temblaba un poco el pulso; siempre le ocurría en los segundos previos a una presentación. Inhaló una honda bocanada de aire e impostó la voz para responder. En unos instantes sus latidos regresaron al ritmo habitual y empezó a disfrutar del evento.

Kyle percibió el nerviosismo inicial de Miranda, hasta que al transcurrir los segundos pareció tranquilizarse y, mientras hablaba de un tema que se notaba era su pasión, fue como si ella se envolviera de magia y lo arrastrara a él.

Recordó cuando de pequeños Milly siempre le relataba historias fantásticas que inventaba en el momento, propiciadas por cualquier impulso que pusiera en marcha su florida imaginación. Y se sintió feliz, inmensamente feliz, de que ella no hubiera dejado morir ese don maravilloso con el que había nacido y que con esos cimientos desarrollara una exitosa carrera. Se la notaba radiante, plena.

Al volver a verla y tenerla tan cerca, respirar su poderosa energía, Kyle cayó en la cuenta de que dieciséis años no habían sido suficientes para olvidarla. Su cuerpo, su mente y su corazón la habían reconocido de inmediato, y ahora reaccionaban ante su presencia. La reclamaban igual que si el tiempo no hubiese pasado. Igual que si sus errores no se hubiesen interpuesto entre ellos.

¿Qué voy a hacer con todo esto que siento?, se preguntó, con cierta angustia. Durante los cuarenta y tantos minutos que duró la charla, Kyle no pudo apartar sus ojos de Emily. Reafirmó que ella conservaba su aura luminosa y radiante, esa que siempre lo había cautivado. Así como también, que seguía siendo dueña de la sonrisa más bella que él había visto jamás. Aún era ella, su Milly, aunque ahora utilizara otro nombre.

Al finalizar la presentación, el público acudió en tromba a la mesa en donde los autores firmaban ejemplares de la antología. Kyle compró uno de manera mecánica e hizo la fila. No estaba seguro de qué le diría a Emily, pero la espera al menos lo había envalentonado y estaba decidido a no irse de allí sin haber conversado con ella.

Llegó su turno cuando no quedaba más que un puñado de personas en la tienda. Dejó el libro sobre la mesa y lo empujó hacia adelante con suavidad mientras Miranda respondía sonriente a un comentario que le había hecho una lectora que hacía firmar su libro con la autora sentada a su lado.

–Me reconocí en el protagonista –señaló Kyle con voz enronquecida cuando la otra mujer se alejó.

Miranda alzó el rostro durante unos segundos aunque sin reparar en las facciones del hombre. La sonrisa le iluminaba el semblante.

–Te sentiste identificado, ¿eso quieres decir? –le preguntó. Volvió a bajar la vista mientras empezaba a abrir el libro con intenciones de firmarlo.

Kyle apresó la mano femenina sobre la cubierta del ejemplar para capturar la atención de Emily. Lo logró de inmediato, tal como esperaba, dado que a causa de la sorpresa ella alzó el rostro hacia él y esta vez sus miradas se encontraron.

–No. No me sentí identificado. Te he dicho que me reconocí en el personaje.

–¿Có… cómo? –preguntó, aunque al estudiar las facciones masculinas empezó a sospechar cuál sería la respuesta. El estómago se le contrajo y el aire de pronto empezó a resultarle escaso. Recordaba esos ojos oscuros, los había descrito con precisión en su relato. Lo que jamás imaginó, fue que él lo leería.

–Soy Kyle Cameron. Soy el protagonista. Esa que contaste en el relato es parte de mi historia –declaró sin darle tregua con la mirada–. Y ella eres tú, aunque ahora te hagas llamar Miranda Darcy.

Emily tragó saliva cuando, tras confirmarse la suposición, la atropelló el pasado con una vorágine de imágenes enredadas sin obedecer un orden cronológico. Esos flashbacks correspondían a fragmentos de su vida que la habían marcado de alguna manera con: felicidad, dolor, ilusión, decepción... Entonces, el estómago se le contrajo producto de experimentar emociones tan dispares.

–Kyle… –susurró.

–¿Cómo estás, Milly?

Transcurrieron unos segundos en silencio.

–Bien –respondió por fin, luego tuvo que sonreír ante lo ridícula que le resultaba la escena. De pronto se saludaban fingiendo ser dos amigos que se habían encontrado en la calle, un día cualquiera de una semana cualquiera en medio de la rutina. Lo cierto era que la situación distaba un abismo de ser rutinaria y que ellos no eran amigos; al menos ya no–. ¿Qué haces aquí, Kyle? –le preguntó con voz cansina.

–Lo leí… –explicó él señalando el libro–. Y retrocedí dieciséis años. Nos vi otra vez en Holland Park, en el jardín Japonés de Kyoto y en el mercadillo de Portobello. Recordé la conexión que había entre nosotros, lo que sentíamos… todo. Reviví lo nuestro, Milly.

–Kyle, nunca hubo un lo nuestro –lo interrumpió ella con firmeza y minimizando adrede media vida de amistad–. Digamos que pudo haberlo, pero terminó antes de que siquiera empezara –completó refiriéndose al breve romance que habían compartido.

–Lo llamas “ni siquiera empezar”, no obstante te aseguro que había empezado, Emily, y lo que tuvimos fue hermoso –replicó él ignorando sus palabras–. Hace dieciséis años me resigné a perderte y durante todo este tiempo viví como anestesiado. Pero ahora con tu relato me hiciste despertar de golpe y darme cuenta de que podríamos haber resuelto las cosas de otra manera. ¿Por qué tuvimos que distanciarnos?

Emily bufó con el rostro contraído en una mueca de incredulidad.

–¿Justo tú vienes a preguntarme por qué nos distanciamos? –inquirió entre dientes, haciendo un esfuerzo por no gritar las palabras. Negó con la cabeza–. Esto es demasiado. Además, no me parecen ni el momento ni el lugar apropiados como para mantener esta conversación.

Kyle echó un vistazo a su entorno. Si bien no quedaban más que tres o cuatro lectores cerca de la mesa, a poca distancia estaba el personal de la librería. Asintió con un gesto.

–Tienes razón, este no es el lugar apropiado. Te pido disculpas por mi comportamiento, es que esta historia, nuestra historia, movilizó mucho en mí… –hizo una pausa a propósito para dar tiempo a la razón a que amordazara a sus sentimientos. El intento terminó en un fracaso, por lo que al abrir la boca, las siguientes palabras le salieron sin filtro–: Añoro lo que había entre nosotros, Milly. No te imaginas cuánto quisiera recuperarlo…

–Hablando con sinceridad, Kyle, no sé si lo que dices es broma o si estás tan loco como para decirlo en serio –dudó. Desde su posición, Emily miró detrás de Kyle para comprobar que él era el último de la fila. Los pocos lectores frente a la mesa hacían firmar sus libros con los demás escritores.

–Esto que te digo es lo que de verdad siento en este momento –se detuvo de manera abrupta al contemplar una posibilidad que esperaba no fuera afirmativa–. ¿Acaso tu corazón ya tiene dueño?

–No –respondió de manera rotunda–, pero eso no significa que correré a tus brazos. Esto es un sinsentido, y lo sabes.

–Lo único que sé es que deseo que tengamos una nueva oportunidad. Para mí fue importante y es evidente que también lo fue para ti porque no lo has olvidado. Y no intentes contradecirme en esto porque esa historia que has escrito me da la razón. Recuerdas cada momento, cada escena, cada palabra… Lo que sentíamos a flor de piel y en el alma. Cada párrafo escrito atesora nuestra historia.

–Excepto el final, Kyle. “Nuestra historia” no terminó como en el relato –murmuró con un dejo de tristeza en la voz. Por el rabillo del ojo vio que los últimos lectores se alejaban de la mesa.

–Nuestra historia quedó inconclusa, pero podemos tener la continuación que creaste para ella. Estar juntos, tener esa felicidad imperecedera. Es nuestra asignatura pendiente, Milly. Hagamos realidad el resto que nos falta. Nuestro amor, que era perfecto, lo vale.

–Precisamente, Kyle, crees que era perfecto porque al quedar inconcluso, fue más platónico que real; poético. Años de separación hicieron que dotáramos el recuerdo solo de belleza y perfección y que limáramos las aristas dolorosas. No pretendas opacarlo intentando algo que con seguridad no prosperaría. Lo que pudo ser, quedó en un punto lejano en el tiempo y hoy permanece perfecto en la memoria. Déjalo permanecer así.

–No puedo. No quiero hacerlo, Emily.

–Es absurdo siquiera considerar la idea de iniciar una relación. ¿Acaso no te das cuenta de que ya no somos los mismos? Crecimos, cada uno tiene su vida armada. Nada sería igual a cómo lo recuerdas –negó con la cabeza–. Estoy segura de que no podría funcionar.

–No puedes saberlo con certeza –replicó. Como toda respuesta, ella bajó la vista y comenzó a dedicar el libro. Ya no quería hablar más del tema–. Milly… Al menos regálame la oportunidad de intentarlo –susurró Kyle. Ya no soportaba el silencio que se había instalado.

Emily negó con la cabeza.

–No, Kyle. Prefiero regalarte algo mucho mejor –terminó de escribir la dedicatoria en el libro, lo cerró y, sin mirarlo, se lo entregó–. Adiós –susurró, dando con ello por terminada la charla.

Kyle permaneció durante algunos instantes con la mirada fija en ella; sin embargo, Emily se obligó a no devolvérsela. Por fin él asintió y, cabizbajo, abandonó la librería. Una vez fuera y lejos de su vista, abrió el libro y leyó:

Este es mi regalo para ti, Kyle: un amor imperecedero, puro, luminoso. Incorruptible. Una historia con miles de finales, los que imagines; pero todos perfectos. Solo entonces, en nuestro imaginario, podré ser para siempre tu chica policromática.