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Facundo Di Genova

EL BARMAN CIENTÍFICO

Tratado de alcohología

Di Genova, Facundo

© 2011, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Este libro (y esta colección)

 

 

 

¿Cómo? ¿Ahora la ciencia también se mete con el alcohol y las bebidas alcohólicas? ¿Adónde vamos a parar?

Sí, se mete, pero no “ahora” sino desde hace rato; vean lo que cuenta el mismísimo Platón sobre el tema:

 

No vilipendiemos el legado de Dionisio, pretendiendo que es un mal obsequio y no merece que una república acepte su introducción. Bastará una ley que prohíba a los jóvenes probar el vino hasta los dieciocho años, y hasta los treinta, prescriba al hombre probarlo con mesura, evitando radicalmente embriagarse por beber en exceso. A partir de los cuarenta nuestra ley lo permitirá en banquetes a todos los dioses y, va de suyo, una especial invocación a Dionisio, en vista de ese vino que, a la vez sacramento y solaz para los hombres de edad, les ha sido otorgado por los dioses como un fármaco para el rigor de la vejez, para rejuvenecernos, haciendo que el olvido de lo que aflige al anciano descargue su alma de rudeza y le preste más jovialidad.

 

Suponemos, claro, que Platón ya había pasado los cuarenta largos cuando propuso sus leyes. Pero más allá de las extensas menciones al vino, la cerveza y los licores que han aparecido en todas las culturas (ya en el 2200 a. C. se recomendaba cerveza para mujeres lactantes, y en el Antiguo Testamento hay no menos de 500 referencias al vino), el misterio del alcohol ha desvelado a los científicos desde siempre. El alquimista Hernamis Boerhaave, por ejemplo, dedicó grandes esfuerzos para obtener el espíritu del vino (o sea, el alcohol) absolutamente puro (es decir, “sin mácula del menstruo del agua”). Más recientemente, las investigaciones apuntan a entender los efectos del alcohol sobre el cerebro, incluyendo por qué un poco del legado de Dionisio nos alegra y desinhibe, mientras que demasiado... bueno, ya saben.

Pero en el fondo del barril están las bebidas, y en este libro el periodista especializado Facundo Di Genova (que casi se recibió de alcohólogo con este texto, ya que le implicó un fabuloso trabajo de investigación) nos pasea por bodegas, fermentos, destilados, burbujas y espíritus de todo tipo, convenciéndonos de que, además de merecer una mirada científica, también son parte de la cultura que supimos conseguir. A su salud o, como dice el autor, leer con moderación.

 

Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos y amantes de la ciencia que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.

Ciencia que ladra... no muerde, sólo da señales de que cabalga.

 

DIEGO GOLOMBEK

Agradecimientos

 

 

 

Quiero agradecer especialmente a Pedro Di Genova y a Rosario Peluso por sus relatos nostálgicos sobre el vino italiano, y a Sebastián Seggio por abrirme las puertas del retiro en el que revisé el libro para esta edición. A Santiago Abad, Maugi Dellepiane, Gabriela Cha y a los fundadores del Consejo Etílico (Maité Bellón, Alejandra Casal, Virginia Curet, Santiago Saponi). A Manolo Conde y sus vinos de garaje y a Jorge Ramos, por quien supe de la existencia del pulque. A la contribución pormenorizada de los lectores Adolfo Losada, Marta Peremiansky, Roberto Cortés, Daniel Ferreyra, Raúl Echegoyen, Eduardo Salvatori, Sergio Velázquez y Betina Bosch. A los trabajadores de las bibliotecas Nacional, INTA, INTI, Agronomía de la Universidad de Buenos Aires y Manuel Gálvez, y en especial a Marta Olgueira, de la Biblioteca del Museo de la Ciudad. A Caty Galdeano y Gabriela Vigo, quienes revisaron cuidadosamente el manuscrito. Al doctor Luis H. Steinberg, a Carlos Díaz, de Siglo XXI, y a Diego Golombek, y a toda la hermandad que siempre alienta, fuerte abrazo.

Vicente López, marzo de 2011

 

 

 

Acerca del autor

Facundo Di Genova                facuqueladra@gmail.com

Nació en Villa Martelli, en 1975. Cursó estudios en Ciencias de la Comunicación, Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Se inició como investigador en el Archivo de Redacción del diario Clarín, fue redactor de la revista G7, cronista del suplemento joven NO del diario Página/12 y editor general de las revistas elgourmet.com. Es editor & publisher de la revista de foodie.

 

 

A los fantasmas de Sierra Grande.

Introducción con Pajarito

 

 

 

Cierta vez, durante una visita a una cárcel argentina, un condenado me facilitó la receta del pajarito, el brebaje alcohólico artesanal que fabrican los presos de manera clandestina, y que viene a suplir la falta de bebidas embriagantes dentro del presidio, pues el ingreso de éstas, oficialmente, está prohibido.

—¿Y cómo hacen para ingresar el alcohol etílico? –le pregunté al reo.

—No ingresamos nada. El alcohol nace con el pajarito –respondió, y comenzó a enumerar los procedimientos.

Me costó entender, como sugería el preso, que el alcohol se generaba a partir de un brebaje que en principio no era embriagante sino más bien una sopa dulce. Pensaba que el pajarito era, en realidad, un licor: un néctar de alguna fruta o verdura al que se le adicionaba alcohol fino, el que venden en las farmacias. Pero no. Me entusiasmé aún más cuando me dijo que todas las bebidas alcohólicas fermentadas se hacían más o menos de la misma manera, y más tarde aluciné cuando di con el nombre y apellido del procedimiento bioquímico que originaba el vino que había embuchado la noche anterior, el mismo que el reo manejaba con pericia para hacer su pajarito.

Se trataba de la fermentación alcohólica y de su reveladora faceta microscópica: el alcohol sólo es posible por la acción de una o varias especies y géneros de microbios, de las moléculas que los constituyen y de los desechos que generan.

¡Microbios! ¿Dónde? ¡Llamen a desinfección!

Aceptémoslo: sin estos microbios, que en el camino de la fermentación forman además familias numerosas y colonias multitudinarias, no existirían las bebidas con alcohol.

¿Cómo es posible que una comunidad de células sea una condición necesaria para la existencia del alcohol? Paciencia: ya conoceremos las levaduras y sus amigos, responsables del contenido de muchas de las botellas que tenemos en la barra.

* * *

Intentaremos ahora fermentar pajarito en nuestro laboratorio casero, según la exclusiva receta que el reo nos ha proporcionado, a saber: papa rayada con cáscara, arroz, azúcar y agua.1

No es la única receta de pajarito, así llamado porque, al desajustar la tapa a rosca del pequeño bidón, el gas carbónico lanza desde el interior un chiflido agudo y persistente que recuerda al canto de un pájaro. En las condiciones de los privados de la libertad, cualquier cáscara o pulpa de frutas y verduras es bienvenida para desarrollar el brebaje carcelario.

Nuestra primera hipótesis es que las levaduras salvajes presentes en la cáscara de la papa lograrán fermentar el azúcar, lo que generará alcohol y gas carbónico, y otros productos secundarios.

Una vez puestos todos los elementos en el bidón de plástico que hará de cuba fermentadora, y luego de al menos un día, el experimento comienza a brindar sus signos más corrientes. En este punto, cerrado el bidón herméticamente, en un contexto de temperatura promedio de 20°, el recipiente parece a punto de estallar. Como los presos, debemos ahora desajustar la rosca durante cuatro días, para evitar que el bidón explote.

Al quinto día, quien se anime a probarlo notará primero un agradable perfume a flores y una consistencia melosa y un poco alcohólica del líquido, siempre blanquecino, con finísimas burbujas, con sabor un poco a puchero y otro poco a arroz con leche, todo lo cual nos hace pensar que la fermentación marcha sobre rieles. Si la fermentación no ha concluido, al menos está a punto de hacerlo.

Y aquí una imprudencia puede echarlo todo a perder. Seamos imprudentes para conocer qué es lo que pasa. Abandonemos el pajarito a su suerte durante una semana más, sin filtrarlo (los presidiarios lo hacen con una sábana) ni enfriarlo, y sin siquiera calentarlo a más de 70° durante algunos minutos para eliminar la actividad de los microbios (pasteurización). Grave error.

Si escrutamos el pajarito a la semana siguiente, siempre con la precaución de desenroscar la tapa del bidón para drenar gases y evitar una explosión, tal como me había advertido aquel preso, vemos que el bidón apenas se ha hinchado. Por dentro, en cambio, la situación ha mutado en una especie de bomba química blanquecina.

El pajarito huele ahora a vinagre y a solvente, y tiene un aspecto jabonoso...

¿Quién se anima a probarlo? Nadie, y mejor que así sea.

Evidentemente el hecho de no detener la fermentación por frío o por calor, o por la adición de algún químico, hizo que el proceso de degradación bioquímica del brebaje siguiera su marcha: el escaso alcohol ahora es ácido acético, pues huele fuertemente a vinagre. Por otra parte, su consistencia jabonosa nos hace recordar que el glicerol (un líquido incoloro, espeso y dulce, también conocido como glicerina, que químicamente es un alcohol y que se produce industrialmente con aceites vegetales y sebo de animal para fabricar jabones, entre otras cosas) es también un subproducto inevitable de toda fermentación alcohólica.

Así, en el caso del pajarito que siguió fermentando, reconocemos que el glicerol no es un subproducto menor, difícil de detectar visual y olfativamente, sino la sustancia dominante. Y de inmediato nos convencemos de que a la fermentación alcohólica, la del olor a flores, finísimas burbujas y consistencia melosa, le ha seguido una segunda fermentación, la temible fermentación gliceropirúvica.

Resta anotar dos datos sobre este fallido experimento casero. Primero, decir que la producción carcelaria de esta bebida clandestina viene siendo abandonada como práctica cultural en los presidios a causa quizá del acceso más simple pero igualmente clandestino y perjudicial a diversos psicofármacos y otras drogas ilegales. Segundo, explicar por qué en este caso la comparación del pajarito refermentado con una potencial bomba química no está muy lejos de la realidad, ni de la historia.

Como bien saben los químicos, el glicerol mezclado con ácido nítrico da nitroglicerina, un material altamente inestable y explosivo. Los más puntillosos recordarán que con la nitroglicerina, mezclada con una arena especial y pólvora, se fabrica la dinamita, un invento del sueco Alfredo Nobel, el de los premios. Asimismo, la glicerina fue muy utilizada por la industria bélica de principios del siglo XX, en especial por los alemanes, que fabricaban bombas con ella, en los albores de la Gran Guerra (1914-1918). Los memoriosos recuerdan que, sin embargo, esta producción estuvo seriamente comprometida por el bloqueo marítimo británico, que no sólo impidió la importación de aceites vegetales hacia Alemania sino también la producción del glicerol derivado de esos aceites. Para solucionar el problema, el II Reich le encargó al científico alemán Carl Neuberg, quien algunos años antes había acuñado el término bioquímica para referirse a un nuevo campo de estudio, que encontrara una alternativa a la producción del glicerol derivado del aceite vegetal. Neuberg rescató ciertas observaciones del francés Luis Pasteur, de quien hablaremos muy seguido en estas páginas, sobre la producción del glicerol en las fermentaciones alcohólicas. Descubrió que la fermentación alcohólica, agregando una sustancia (bisulfito sódico), podía desviarse a un líquido azucarado, de modo de favorecer considerablemente la producción de glicerol a expensas de la de alcohol y dar lugar a la fermentación gliceropirúvica. De esta manera, los alemanes consiguieron fermentar industrialmente más de mil toneladas de glicerol al mes para usos militares, aunque no pudieron ganar la guerra.

Un poco alertados por esta historia, y por otras complejas y olorosas emanaciones contaminantes del pajarito destapado, como hedores fuertemente punzantes, ácidos y corrosivos, tiramos nuestro experimento por la rejilla, acusándolo de tóxico y peligroso para la paz mundial.

* * *

En los capítulos que siguen rastrearemos el origen de las bebidas alcohólicas más consumidas, y el de las más olvidadas y prohibidas de la historia: conoceremos algunos datos para la comprensión de los fenómenos vitales que gobiernan nuestro brindis de cada día, muchos de los cuales siguen siendo un misterio.

Copetín

 

 

 

El nacimiento del alcohol esconde el funcionamiento oculto de las unidades mínimas de la vida. Hablamos de redonditos hongos unicelulares y bacterias alargadas que, dispersos en agua y azúcar, se visten de anfitriones de una verdadera fiesta química: los primeros responsables de que la bebida alcohólica haya acompañado a la humanidad desde el inicio de los tiempos.

Y aunque se cree que las bebidas alcohólicas existen desde la domesticación de los cultivos, hace muy poco, digamos unos diez mil años, es posible que hayan aparecido antes, cuando, lejos de manipular las plantas, de sembrar, cosechar y cruzar variedades, nuestra especie se dedicaba nada más que a cazar, a pescar y a recolectar lo que la naturaleza tenía para darle: miel, frutas, tubérculos.

Con estas materias primas, las antiguas culturas se las ingeniaron para producir y beber caldos fermentados de todo tipo, que podían desarrollar por sí mismos distintas concentraciones de alcohol, en un proceso que, por entonces, se creía tan mágico como espontáneo.

Pero la magia y el misterio no sólo residían en la creación del elixir sino, y sobre todo, en el efecto embriagador que producía. Así fue que, desde entonces, las bebidas fermentadas se utilizaron como un medio para prolongar la vida útil de los alimentos y, a la vez, como vehículo hacia lo sobrenatural, acompañante de rituales de todo tipo –funerales, iniciaciones, casamientos– y medicina para los males que padecía la comunidad.

Mucho más tarde (hacia el siglo XV), cuando se inicia el lento y progresivo desarrollo de la química y de la ciencia en general, comienzan a masificarse por el mundo las llamadas “aguardientes” o aguas benditas, a la vez tóxicas y venenosas, que tenían el misterioso poder de desinfectar y curar, de llevar a quienes las ingerían al paraíso o a la adicción, la locura y la muerte, sembrando una patología social conocida como “alcoholismo”.

Más que nunca, se empieza a consolidar un revolucionario método de separación y condensación de sustancias. Para el caso de las bebidas alcohólicas, se trata de un estadio superior a la fermentación: la destilación. Practicada por los chinos y los árabes, patentada por los alquimistas europeos, celebrada por los primeros científicos y disfrutada por campesinos, boticarios y contrabandistas, la destilación se empieza a utilizar a gran escala. Es el fermento de la Revolución Industrial.

Los ejemplos más concretos de esta revolución etílica, posibilitada por los nuevos sistemas de destilación industriales, son la proliferación masiva de las espirituosas de alta graduación en las comunidades obreras de Europa, al tiempo que se introducían y causaban estragos en algunos pueblos originarios de América y, en general, en todas las colonias de ultramar que dominaban los imperios europeos de distinto signo.

Las bebidas alcohólicas fermentadas y también las fermentadas y luego destiladas fueron, a lo largo de los últimos mil años, tan diversas entre sí como las culturas que las crearon, y así como algunos pueblos fueron sometidos, expoliados y luego asimilados por otros, puede decirse que algo similar sucedió con sus brebajes alcohólicos originales.