ombusbian399.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 399 - noviembre 2019

 

© 2008 Elizabeth Power

Casada con el enemigo

Título original: Blackmailed For Her Baby

 

© 2008 Jacqueline Baird

Días de ira, noches de pasión

Título original: The Billionaire’s Blackmailed Bride

 

© 2008 Lindsay Armstrong

Mundos separados

Título original: The Cattle Baron’s Virgin Wife

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-720-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Casada con el enemigo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Días de ira, noches de pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Mundos separados

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

OTRA TOMA, Blaze! Apártate la melena y sonríe. Sonríe a la niña, recuerda que es tu hija. ¡Levántala! Perfecto. ¡Maravilloso, cariño!

El halago del cámara era tan artificial como la relación con la niña que tenía encima de la cabeza para anunciar una crema que prometía dejar la piel tan suave como la de esa niña, pensó Libby; como el sobrenombre que le puso alguien al principio de su carrera y que la ayudó a subir hasta la categoría de supermodelo después de que la descubrieran por casualidad en un desfile benéfico. ¿Qué le importaba a la prensa o al público que estuviera harta de fingir? Debajo de la melena pelirroja que la había hecho famosa y de las ropas y el maquillaje, seguía siendo Libby Vincent. Mejor dicho, Vincenzo, pensó con cierta tristeza. Una chica normal de una familia normal que no podía escapar de quién era en realidad por mucho que lo intentara, como no podía escapar del remordimiento que acarreaba a todas partes.

–¡Muy bien! Fantástico, cariño. ¡Perfecto!

Suspiró y bajó los brazos con la niña. Se sintió aliviada por haber terminado la sesión y empezó a caminar entre la hierba crecida. El bebé que llevaba en brazos, de mala gana, le sonrió y enseñó dos dientes muy blancos. Libby tomó aliento y sintió un anhelo tan fuerte que tuvo que hacer un esfuerzo para no estrecharla contra el pecho. Contuvo sus sentimientos y, con un gesto rígido como si fuera de piedra, llegó hasta la caravana de maquillaje donde la esperaba el resto del equipo.

–Toma.

Libby extendió los brazos para entregar el bebé a su madre. La niña, que había captado la tensión, empezó a llorar y a agitar los brazos mientras la mujer la tomaba y Libby se daba la vuelta para alejarse.

–Es una preciosidad –comentó Fran, una morena madre de dos hijos.

Libby sólo quería recluirse en la caravana que tenían detrás.

–Si tú lo dices… –replicó Libby desde detrás de la capa de maquillaje que le había aplicado Fran.

–Te olvidas, Fran, de que Blaze no es nada maternal; ni le gustan las relaciones de cualquier tipo, ya puestos.

El comentario salió de Steve Cullum, un técnico que quiso salir con Libby y recibió la misma negativa cortés que la había hecho famosa entre el sexo opuesto. Algo de lo que la prensa había hablado mucho; de la ausencia de hombres en su vida e, incluso, de sus preferencias sexuales.

Bajo el fuego sólo hay hielo. Ése fue el titular de un periódico sensacionalista cuando ella no quiso darles una entrevista para hablar del amor, el matrimonio y los hijos.

Esas cosas eran privadas, se dijo en ese momento. Por eso no habían sabido cómo se llamaba en realidad y nunca habían podido asociarla con Luca. El desconsuelo se adueñó de ella al acordarse del chico con el que se casó y su trágica muerte en un accidente de coche al año siguiente. Lo había amado. Entonces tenía muchos planes y sentimientos. Sin embargo, eso fue antes de que sus sentimientos se entumecieran por circunstancias tan desdichadas que prefería no pensar en ellas; cuando el amor había brotado de forma tan natural que ella creyó que la felicidad era un derecho que tenía todo el mundo, hasta ella.

Se rió de sí misma por su ingenuidad. Aquello, naturalmente, fue antes de que conociera los prejuicios y el rechazo de la familia Vincenzo; antes de que sintiera la tiranía de su padre y la desaprobación hiriente del autoritario hermano mayor de Luca. Se le puso la carne de gallina al recordar los rasgos inquietantes de Romano Vincenzo. Un hombre implacable y con un atractivo mortífero. Un hombre con el que era mejor no cruzarse. No fue sólo el rechazo mutuo, fue algo más. Algo más intenso y profundo que nunca supo definir y sobre lo que no iba a seguir pensando seis años después. Pertenecía al pasado y se había acostumbrado a ocultar sus sentimientos, como hizo en ese momento al esbozar una sonrisa cuando oyó la pregunta de Fran.

–¿Vas a ir a la fiesta de esta noche, Blaze?

–¡Nadie podrá impedírmelo!

Supo que su interpretación había sido convincente y que tenía que mantenerla hasta que se hubiera cambiado y se hubiera montado en el Porsche para alejarse del torbellino de recuerdos que no podía soportar; todo por un simple anuncio.

–Después de una semana levantándome a las cuatro y viniendo aquí para que me piquen los mosquitos, pienso quedarme en la fiesta hasta el amanecer –añadió entre risas.

 

 

¿Qué se había esperado? ¿Que hubiera cambiado? Se preguntó Romano en la caravana cuando Libby, que no miraba por donde iba, casi choca con él. Sin embargo, captó toda su feminidad y lo invadió como una oleada de sensualidad.

Buon giorno, Libby.

Él, normalmente, dominaba sus sentidos, pero en ese momento se le desbocó el corazón y la voz le salió con un tono ronco al comprobar que ella se quedaba pálida y sus labios carnosos se separaban con un gesto de auténtica conmoción.

–Lo siento, Blaze… –el tono arrepentido de Fran se abrió paso entre el maremágnum de pensamientos–. Iba a decírtelo. Lo siento, señor Vincenzo… Me había olvidado de que estaba esperando…

El tono de Fran cambió al dirigirse al italiano alto y bronceado que estaba en la puerta de la caravana con un traje oscuro hecho a medida que no podía disimular la virilidad pétrea que cubría. El pelo negro como el azabache de Romano resplandeció cuando él hizo un leve gesto con la cabeza antes de agarrar del brazo a la atónita Libby y cerrar la puerta corredera de la caravana para dejar fuera a Fran y al resto del mundo.

 

 

Libby, aunque no había salido de su asombro, se dio cuenta de que no había cambiado. Seguía siendo el empresario de éxito con un estilo impecable que dominaba cualquier habitación donde entraba y que se imponía a los demás con la confianza y la autoridad natural que parecía tener de nacimiento.

–¿Qué… qué… estás haciendo aquí? ¿Pasa algo?

Libby, aturdida por la ridícula sensación de que sus pensamientos lo habían invocado, se sintió como siempre se sentía en presencia de aquel hombre; con una mezcla de nerviosismo paralizante y de rebeldía desafiante. Además de repentinamente preocupada.

–Nada, que yo sepa.

Ella cerró los ojos grandes y verdes y sus enormes pestañas se posaron sobre la piel como el alabastro. A él le pareció una reacción comprensible, pero también le sorprendió un poco.

–¿Cuánto tiempo llevas esperando? –preguntó Libby, que, aliviada, intentó dominarse.

–Lo suficiente.

Su voz, con un acento muy marcado, era tan cálida como recordaba. Como recordaba aquel rostro de rasgos duros, frente despejada, nariz recta, mentón imponente y ojos negros y penetrantes que parecían ver lo que había en lo más profundo de su alma.

–¿Por qué no te has anunciado? –preguntó ella con cautela.

Él apretó los labios, unos labios que podían torcerse con desdén o derretir a una mujer con el resplandor de una sonrisa.

–¿Y no ver a la modelo más querida del país representar la maternidad más tierna?

El halago de doble sentido dio en la diana y ella pasó de largo junto a él, pero su piel desnuda se estremeció al rozar su chaqueta. Libby se encogió de hombros.

–Es un papel que no habría elegido normalmente.

En realidad intentó rechazarlo, pero su representante la avisó de que no era aconsejable rechazar esas oportunidades y acabó saliéndose con la suya. Los ojos de Romano dejaron escapar un destello.

–¿Por eso levantaste a la niña como si fuera un saco de patatas?

–¿De verdad? –le costaba fingir que él no la alteraba cuando hasta le temblaba la voz–. Creí que había tenido cuidado.

–¿Tanto cuidado como cuando agarrabas a Giorgio?

–¿Giorgio?

El nombre se le escapó como una súplica cargada de impotencia. Él había dicho que no pasaba nada, pero algo tenía que pasar porque durante todos esos años él no se había molestado ni en llamarla por teléfono.

–No le pasará algo, ¿verdad? –añadió ella.

–No te ha importado durante los últimos seis años, ¿por qué iba a importarte ahora?

No podía decirle cuánto había sufrido por el bebé que le habían arrebatado tan cruelmente; cuánto había anhelado verlo, cuánto le había preocupado su dicha y cuánto le dolía la separación independientemente de los días, meses o años que hubieran pasado.

–No habrías venido si no fuera por Giorgio –Libby se sintió como si suplicara compasión a un ser poderoso que tenía la llave de su felicidad y de toda su existencia–. ¿Vas a decirme qué pasa o sencillamente disfrutas al hacerme sufrir?

–¿Sufrir? –él arqueó una ceja–. ¿Tú? No lo creo, Libby. Hace un momento sólo pensabas en ir a una fiesta hasta el amanecer.

Ella sintió como si algo se le quebrara por dentro y acto seguido, ante su propio espanto, se abalanzó sobre él con los dedos como garras que se aferraban a su traje y los dientes apretados por la impotencia.

–¿Vas a decírmelo o voy a tener que arrancártelo?

Ella sollozó la darse cuenta de su poder, de que podría doblegarla con una mínima parte de su fuerza si quisiera. Afortunadamente, no lo hizo. La agarró de las manos y las llevó contra su pecho. La calidez que sintió debajo de sus impecables ropas la devolvió a la vida. También captó una emoción ardiente en los ojos increíblemente negros que tenía clavados en sus labios, una emoción que no se correspondía con el ceño fruncido.

–Tranquila –le pidió él con tono severo.

Si tenía que ser sincero consigo mismo, se reconoció, le había impresionado una reacción tan intensa a sus reproches injustificados. Aunque, ¿quién no los encontraría justificados si supiera lo que había hecho esa parásita? Sin embargo, quizá ésa fuera la explicación de un arrebato tan inesperado como apasionado. Remordimiento. No habría sido humana si no hubiera sentido algún remordimiento por lo que había hecho; después de todo, quizá hubiera sufrido. Al fin y al cabo, era humana y toda una mujer, dos aspectos que notó claramente en las muñecas que tenía agarradas, en el pulso débil como el de un gorrión. Aun así, tenía que mantenerse aferrado a sus convicciones y recordar que era una cazafortunas sin corazón; podía lidiar con eso.

–Veo que hay llamas bajo el fuego –comentó él burlonamente haciendo referencia al titular del periódico–. Aunque siempre supusimos que sería yo el que lo sacaría a relucir, ¿verdad?

–¿De qué… estás hablando? –balbuceó ella.

Era imposible que él supiera cuánto la había alterado y seguía alterándola. No podía imaginar hasta qué punto había estado presente en sus sueños incluso cuando estuvo felizmente casada con su hermano. Sin embargo, eso ocurrió porque era muy joven y se sintió abrumada e intimidada por él. ¡Ella amó a Luca! ¡Seguía amando a Luca! Y a Giorgio…

Se le mezclaron el miedo, el dolor, la desesperación y una añoranza maternal que no sabía dominar. El peso de todo ello hizo que se tambaleara.

–Creo que será mejor que te sientes.

Libby obedeció y se sentó en una silla alejada del espejo y de los frascos de cremas y lápices de labios de Fran. Romano se balanceó sobre los talones y tomó aliento. A ella no iba a gustarle lo que iba a decirle.

 

 

Libby se puso las manos entre las rodillas para que dejaran de temblar y lo miró fijamente como si acabara de bajar de una nube.

–¿Te importaría repetir lo que has dicho? –susurró ella.

–Creo que me has oído, Libby –replicó él sin alterarse.

Efectivamente, lo había oído, pero si todavía no se creía del todo que estuviera allí con Romano Vincenzo, mucho menos podía asimilar lo que estaba exigiéndole. Enseguida se despertaría y comprobaría que todo había sido una pesadilla, aunque, por otro lado, sabía perfectamente que él era cualquier cosa menos un producto de su imaginación. En ese mundo superficial donde todo el mundo la llamaba Blaze y donde a nadie le importaba nada que no fuera la imagen que daba para el producto que querían vender, él era lo único que representaba algo real: su pasado. Un pasado en el que había tenido un papel esencial. Sólo él sabía quién era ella en realidad. Mejor dicho, se corrigió con amargura, eso era lo que él creía.

–¿Quieres que vaya a Italia contigo para ver a Giorgio?

Nunca había imaginado que alguien de la familia Vincenzo le permitiría hacer tal cosa y mucho menos que insistiera en que lo hiciera. Estaba temblando tanto que tenía que hacer algo. Se levantó y se acercó al sofá donde había dejado su ropa. Instintivamente, empezó a quitarse la falda que se había puesto para el anuncio.

Romano, al observar a la viuda de su hermano, no podía creerse que pudiera seguir moviéndose como si él no hubiera dicho nada. La miró con unos ojos oscuros e implacables. Sin alterarse, vio la tela que caía a lo largo de sus piernas bronceadas y cómo ella la dejaba en el suelo vestida sólo con una camisola y las bragas.

–Si hubiera dependido de mí, nunca se me habría pasado por la cabeza venir aquí –afirmó él con crudeza–. Lo he hecho, única y exclusivamente, porque hay un niño de cinco años que no puede entender qué ha hecho mal para no tener madre.

Libby contuvo el llanto mientras a Romano siguió sin importarle al daño que estaba haciéndole.

–Un niño tan atormentado por los comentarios de sus compañeros que no quiere ir al colegio; que no duerme; que no come bien; que ni siquiera juega con sus amigos. Un niño de cinco años, casi seis, al que no se puede consolar con un poni ni con un viaje a Disneylandia. Un niño que, ingenuamente, cree que su tío Romano puede hacer cualquier cosa, hasta llevar a casa a la madre que no lo quiso.

El niño había estado atosigándolo hasta que él, que siempre encontraba la solución a los problemas más complejos de sus muchas empresas, no había sabido qué hacer. El hijo de Luca era un niño muy inteligente. Él no se había dado cuenta de sus problemas hasta hacía poco y tuvo que reconocer, a regañadientes, que Libby había tenido razón. Su padre nunca habría dejado que ella se hubiera acercado a su nieto. Eso en el caso de que ella hubiera tenido algún deseo de ver a Giorgio, algo que él dudaba. Las exigencias de un chico en pleno crecimiento habrían sido un estorbo para su vida vacía y superficial.

Libby estaba quitándose la camisola y él no pudo evitar mirar la silueta esbelta de su espalda. Su piel parecía de seda y tenía una cintura muy estrecha sobre la delicada curva de las caderas. Descaradamente, puesto que ella se giró levemente, levantó la mirada hacia un pecho maravilloso y sintió que el deseo lo coceaba en las entrañas.

Era una modelo; una cara y un cuerpo para anunciar todo lo que se le pusiera por delante. Estaba acostumbrada a desvestirse delante de la gente. Aun así, se dio cuenta de que detestaba a todos los hombres que la habían visto así, de que conservaba la misma capacidad de cautivarlo que había tenido siempre. ¡Esa chica lo había hechizado! Había caído bajo su embrujo en cuanto la conoció y lo atrapó con sus ojos verdes, orgullosos y cautelosos. Cautelosos porque ella supo desde el principio que él podía conocer sus intenciones, que él, como sus padres, se había dado cuenta de que era una cazafortunas. Aun así, no dejó de desearla por eso, no dejó de envidiar a Luca, no dejó de quedarse despierto por las noches y de reprocharse para sus adentros el estar completamente cautivado por la mujer de su hermano pequeño.

Ella había aparecido como un soplo de aire fresco en un mundo caduco y con una madurez serena impropia de su edad. Sin embargo, esa inocencia refinada, que era el otro lado de la moneda, no lo engañó, aunque a veces despertó en él el deseo de protegerla. Era tan desalmada como supuso que era… y tan materialista.

Ella estaba poniéndose una camisa muy amplia, algo que él agradeció porque ni siquiera recordar cómo era en realidad podía sofocar el deseo que sentía por ella.

Libby se abotonó torpemente los botones. Se sentía cohibida por cómo la había mirado Romano desde que, irreflexivamente, se había quitado la ropa. Una mirada que la abrasó por dentro y volvió a recordarle el aterrador poder de su sexualidad.

–Mi hijo os da problemas y tu familia, súbitamente, decide que quiere invitarme a que vuelva a su círculo tan cariñoso y acogedor.

Ella lo dijo con toda la amargura que había acumulado contra la familia Vincenzo desde que era una joven vulnerable e indefensa.

–No es mi familia –replicó él con un tono cortante–. Mi madre se opone y mi padre, como sabrás, ha muerto.

Efectivamente, lo sabía. La muerte de un hombre tan rico como Marius Vincenzo se publicó en todos los periódicos hacía seis meses. Uno también habló de Romano. Fue el que ella leyó con la avidez de alguien que, muerto de sed, bebe de un pozo que sabe que está envenenado. Era una reseña sobre cómo había conseguido, gracias a su talento para los negocios y su osadía, que una de las empresas del grupo Vincenzo, que estuvo dirigida por su padre, saliera de la situación precaria en la que se encontraba y que sus acciones se dispararan cuando se hizo cargo de ella. Sus logros eran muy destacables. Desde la muerte del abuelo de Luca, los varones Vincenzo nunca dudaron quién tenía el talento y las influencias.

–Lo siento –dijo ella con cierto remordimiento por la mentira–. Por ti y tu madre, naturalmente.

Sophia Vincenzo no la había apreciado más que su tiránico marido. En realidad, lo único que tuvo en común con sus desdeñosa suegra fue que las dos amaron a Luca. Un amor que se transformó en odio hacia ella cuando murió su hijo favorito e idolatrado.

La luz que entraba por la ventana que había en lo alto de la caravana resaltaban las arrugas de Romano alrededor de la boca. Sus condolencias lo habían sorprendido. Ella le había dedicado tan poco tiempo a sus padres como ellos se habían dedicado el uno al otro, pensó él al acordarse de la farsa de unidad que sus padres habían presentado al mundo.

–Muy bien –Libby aceptó sin hacerse ilusiones aunque estaba deseando ver a su hijo con toda su alma–. Si tu madre se opone, no hay nada que decir, ¿no? Al fin y al cabo, ella es la tutora.

–No.

La tajante reacción hizo que ella lo mirara a los ojos. Era tan imponente en el reducido espacio de la caravana que podía sentirlo, tocarlo y casi aspirarlo.

–Mi madre está demasiado cansada para ocuparse de un niño tan vigoroso. Yo soy su tutor oficial –siguió Romano.

–Pero creía que…

Libby no terminó la frase. ¿Cómo era posible que su hijo estuviera en manos de Romano Vincenzo? El hombre que había conseguido que se sintiera como sus padres nunca lo consiguieron. El hombre que lo consiguió sutilmente y con una inteligencia inexorable, lo que le dolió más todavía porque, sorprendentemente, hubo algunos momentos en los que mostró retazos de consideración hacia ella.

–¿Qué creías, Libby? ¿Que lo habíamos entregado a alguien? ¿Que lo habíamos despachado deprisa y corriendo como si fuera un estorbo? –como él creía que ella lo había despachado cuando murió Luca–. Como verás, hagas lo que hagas o trates como trates a mi sobrino, sólo tienes que responder ante mí. ¿Y bien?

Él arqueó una ceja mientras ella agarraba los vaqueros. Notó que no le quitaba los ojos de encima mientras se los ponía con un movimiento sensual de las caderas, aunque involuntario, al intentar subírselos. Se le entrecortó la respiración al imaginarse lo que estaría pensando y ante la repentina idea de tener esas manos largas y morenas en cada curva de su cuerpo.

–Y bien, ¿qué? –le desafió ella mientras se metía precipitadamente la camisa dentro del pantalón–. ¿Quieres que vuelva y rellene ese vacío en la vida de Giorgio hasta que decidas que ya no me necesitas?

No podría soportarlo. No podría separarse de él otra vez cuando había tenido un papel, por pequeño que fuera, en su vida. Aun así, lo haría, decidió con desesperación. Lo haría independientemente del precio que tuviera que pagar. Lo vería; volvería a estar con él; lo tendría en sus brazos aunque fuera un instante.

–Giorgio te necesita –le recordó él con frialdad–. Yo, afortunadamente, me he librado de esa carencia.

Sus palabras le dolieron, como él quería que hicieran.

–¿De verdad?

Fue una pequeña revancha para que él no tuviera la satisfacción de saberlo. Lo miró con la cabeza muy alta. Incluso en ese momento, cuando lo miró a los ojos, se quedó atónita al captar el deseo que estaba acostumbrada a captar en la mirada de casi todos los hombres, aunque sabía que para ese hombre era una obsesión enfermiza y que él se detestaba por sentirla. Algo palpitó en el interior de ella, algo igual de enfermizo que ella no quería reconocer.

–¿Por qué me odias tanto, Romano? –preguntó ella con una voz vacilante, como si tuviera dieciocho años–. ¿Es porque me consideras responsable de la muerte de Luca?

Su cara se oscureció como si fuera un pozo de sentimientos reprimidos. Todavía le costaba hablar de su hermano, que era seis años menor que él.

–Nunca te he culpado de eso.

–¡Bravo! –exclamó ella con todo el cinismo que pudo–. No sé por qué. Tu padre si me culpó.

–¡Yo no soy mi padre!

Él hizo un esfuerzo por contener un arrebato de ira porque algo de lo que ella había dicho le congestionó levemente las mejillas. No obstante, un segundo después, había recuperado el dominio de sí mismo.

–Ese día, Luca condujo de forma temeraria… y lo pagó –siguió Romano–. Además, el odio es un sentimiento demasiado fuerte para describir cualquier cosa que pueda sentir por ti. El odio es el reverso del amor –la miró detenidamente para apreciar cualquier cambio en su expresión– y creo que estaremos de acuerdo en que fuera lo que fuese lo que bullía bajo la superficie de nosotros, el amor no formaba parte de ello.

Libby tragó saliva. ¿Cómo habían llegado a ese punto? Decidió que él sólo quería alterarla e hizo caso omiso de la tensión que se adueñaba de ella.

–Entonces si acepto lo que estás pidiéndome, ¿qué se espera que haga cuando todo termine, cuando las cosas mejoren? ¿Me marcharé sin más?

–Eso no debería costarte gran cosa.

Libby se quedó sin aliento. Su comentario la había atravesado como una lanza.

–¿Cómo sabes lo que me cuesta? ¿Cómo sabes lo que he pasado? –preguntó ella dando rienda suelta a su rabia.

–Se me parte el corazón –replicó él con una mano en el pecho.

¡Conocía a más de una mujer que había renunciado a sus hijos para llevar una vida más cómoda!

–¡No tienes corazón!

Por lo poco que había leído de él, ninguna mujer había conseguido mantener su interés durante más de unos meses, por no decir nada de conseguir que se comprometiera para siempre.

Él se rió sin ganas y entrecerró los ojos.

–Tiene gracia que lo digas tú. ¿Se puede tener menos corazón que una mujer que abandona a su hijo?

–¡No lo abandoné! –ella notó su desprecio como si la hubiera golpeado con un mazo–. Además, no soy la primera mujer que deja a su hijo en adopción.

–Efectivamente, no eres la primera, pero dice mucho de una chica que lo deja sólo por dinero.

 

 

Tanta crueldad estuvo a punto de doblarla por la mitad. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las ganas de pegarle un puñetazo entre sus maravillosos ojos. Él, sin embargo, debió de darse cuenta del daño que le había hecho.

–He sido despreciable, ¿verdad? –preguntó él con tranquilidad, pero evidente arrepentimiento.

Ella no pudo contestar ni acabar de creerse que lo creyera de verdad.

–¡Por Dios! No te lo mereces, Libby, pero estoy dándote la oportunidad de que lo corrijas.

–¿Lo corrija? –lo miró con los ojos empañados de lágrimas. ¿Se creía su juez?–. ¡Qué benévolo! ¡No vendí a mi hijo! –añadió ella como si quisiera aliviar su remordimiento.

–Busca la manera de decírselo a Giorgio cuando sea mayor –replicó él con escepticismo.

Libby se quedó pálida en contraste con su melena pelirroja y brillante.

–No creo que sea lo que tú… lo que tus padres…

Libby no pudo terminar la frase, no pudo siquiera imaginarse que ellos le hubieran dicho eso a su hijo.

–¿Crees que yo…? –Romano la miró con unos ojos como ascuas–. ¿Crees que permitiría que alguien fuera tan inhumano?

Libby respiró aliviada. El hermano de Luca la despreciaba, pero también parecía tener algo de sensibilidad cuando se trataba de Giorgio.

–Tengo la prueba, Libby –siguió él–. Te pagaron… –Romano hizo una pausa antes de decir una cifra desorbitada de dinero que su padre le transfirió a su cuenta–. A no ser que mi contabilidad sea un auténtico desastre, no hay duda de que ese dinero se hizo efectivo a los pocos meses.

Ella quiso gritar que le debía algo, aunque nada compensara o mitigara la pérdida de su hijo.

–Así es –reconoció ella con vehemencia aunque no pensaba decirle lo que había hecho con el dinero–. Tenía que vivir.

–Claro –Romano lo dijo con todo el cinismo del mundo y miró la portada de una revista donde aparecía ella apoyada en un Ferrari–. Y bastante bien, a juzgar por el coche que conduces y las otras casas que tienes aparte del carísimo piso de Londres; una en Jersey; un par de ellas en el continente y otras dos en playas de Florida. No está mal para una chica que empezó de la nada.

Efectivamente, pero eso, como lo referente al dinero, no era de su incumbencia y no pensaba explicarle por qué había invertido en tantas casas. Levantó la barbilla.

–¿Tienes algo más que echarme en cara?

Él la miró a los ojos como si quisiera encontrar algo en lo más profundo de ellos.

–Me alegro de que tengas compromisos. No te resultará fácil… tener que marcharte.

A Libby le pareció que elegía cuidadosamente las palabras que más daño podían hacerle. Él introdujo la mano en la chaqueta para sacar algo del bolsillo interior y al hacerlo ella pudo vislumbrar la sombra del vello de su cuerpo a través de la fina tela de la camisa.

–Dime tu precio –siguió él con un tono delicado–. Seguro que podemos llegar a una cifra aceptable.

¿Un precio para ver a Giorgio? ¡Creía que quería que la pagara antes de plantearse ayudar a su hijo!

–¿Cómo te atreves? –ella golpeó la cartera de cuero que estaba abriendo–. ¡Lárgate! ¡Vete de aquí si lo único que sabes hacer es insultarme!

A juzgar por su expresión, aquella reacción lo había pillado desprevenido. Sin embargo, volvió a guardarse la cartera con unas manos considerablemente firmes.

–Perdóname –se disculpó él con frialdad–. Me había olvidado. El dinero de los Vincenzo ya no te atrae tanto como antes.

–Tienes razón –lo odiaba cada vez más y si quería pensar lo peor de ella, que lo pensara–. En cuanto al coche y mis casas… tengo que cuidar mi imagen…

Ella supuso que haría algún comentario hiriente, pero él se limitó a mirarla desde su altura. Al cabo de unos instantes, sacó algo de la cartera y se lo entregó. Era una tarjeta con el emblema de la familia Vincenzo.

–Estaré un par de días en Londres. Si detrás de esa cara tan hermosa hay una pizca de conciencia o compasión, llámame. Podría venirte bien bajar al mundo real por un tiempo; comprobar cómo viven los demás.

Romano abrió la puerta corredera, bajó ágilmente de la caravana y se alejó con grandes zancadas. Libby se quedó mirándolo con los ojos empañados de lágrimas de impotencia. El mundo real… ¿Se refería a la mansión de los Vincenzo y a todos los millones que tenían? ¡Él y su familia le habían enseñado cómo vivían los demás! Los que podían comprar cualquier cosa y amenazar a cualquiera con tal de conseguir lo que querían y cuando querían sin preocuparse por el daño que podían hacer. Presa de la rabia, estuvo a punto de llamarlo para decirle que volvería a Italia con él. En ese momento si quería. Aceptaría todo lo que él pidiera con tal de volver a ver a Giorgio. Sin embargo, él estaba montándose en su deportivo y al cabo de unos segundos se alejó entre el rugido del potente motor.

Libby, sin desmaquillarse, guardó sus pocas pertenencias y siguió su ejemplo. El día, que había estado despejado durante las tomas, fue encapotándose y al poco rato empezó a llover. Intentó concentrarse en la carretera, pero le costó mucho apartar los amargos recuerdos.