Prehistoria de un suplemento

Largos años de gestación vivió Fernando Benítez antes de parir el primero de sus grandes suplementos culturales. Lo que aprendió a su paso por el gobierno de la república y por el diario cardenista El Nacional, su don de gentes, su ambición editorial —alimentada por el conocimiento que tenía de las publicaciones extranjeras—, la generosa anchura de lo que siempre entendió por cultura: todo ello confluyó en 1949, cuando puso a rodar ese portento que fue México en la Cultura

I

A comienzos de 1934, un joven estudiante de leyes con 22 años de edad, Fernando Benítez Gutiérrez —seducido por las sirenas del periodismo desde que era estudiante de preparatoria, en San Ildefonso—, abandona las aulas de la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la Universidad Nacional para comenzar a trabajar en Revista de Revistas, el semanario de Excélsior fundado en 1910. En sus páginas publicará sus primeras crónicas, semblanzas y reportajes, 13 de los cuales son fácilmente accesibles hoy gracias a la compilación que Ediciones Era publicó hace 12 años bajo el título de La ciudad que perdimos.

Trabaja para esa publicación casi dos años. En septiembre de 1936 se integra al equipo de El Nacional, que se ha convertido en el órgano de difusión del gobierno de Lázaro Cárdenas. Allí conoce a Héctor Pérez Martínez, quien forma parte de ese diario desde 1929 (año en que se fundó con el nombre de El Nacional Revolucionario) y ahora se desempeña como secretario de redacción bajo la dirección general de Froylán C. Manjarrez. Al igual que ellos, Benítez es cardenista por convicción.

Seis años mayor que Benítez, el versátil Héctor Pérez Martínez —odontólogo, periodista, narrador, político— tendrá una influencia decisiva en la vida de su joven amigo, quien se convertirá en su secretario particular en enero de 1943, cuando Miguel Alemán, secretario de Gobernación, nombre a Pérez Martínez como su oficial mayor. Y en esa misma calidad continuará colaborando con éste cuando Miguel Alemán llegue a la presidencia de la república y designe a Pérez Martínez, en diciembre de 1946, secretario de Gobernación.

En marzo de 1947, nombrado por Héctor Pérez Martínez, Benítez vuelve a El Nacional convertido en director general. Henrique González Casanova recuerda así el día en que tuvo lugar ese nombramiento:

Un día de 1947, Bernardo Jiménez Montellano me dijo que lo acompañara a la Secretaría de Gobernación; tenía que ver al secretario particular de Héctor —así se refería a Pérez Martínez— para algún trámite migratorio. Subimos las escaleras del viejo palacio […] hasta llegar a la puerta abierta de una oficina umbría.

Vi entonces algo inesperado e imprevisible: Fernando Benítez, el secretario particular del ministro, bailaba encima de su escritorio. Ante él, sentadas en un sofá, dos jóvenes y ya hermosas poetisas reían sonrojadas. Al vernos Fernando saltó al suelo […] para decirnos sin más:

—¡Me acaban de nombrar director de El Nacional! —Estaba feliz; apenas reparó en mí, al hablar se dirigía a Bernardo, decía todo lo que se proponía hacer. De pronto me miró con su mirada miope e inquisitiva, profunda: “¿Tú quién eres?” […] Le di mi nombre. Siguió hablando:

—Mañana a las once de la mañana tomo posesión del cargo. Los espero. No falten, quiero llegar con todos mis cuates —y dándome la mano añadió—: No faltes, hermanito.

La estampa entrega muchos de los rasgos que caracterizaban a Benítez: irreverencia, gracia, entusiasmo, alegría, la capacidad de hacer amigos y su veneración por la amistad pero, sobre todo, su devoción al oficio periodístico. Es probable que el baile de Benítez encima de su escritorio haya sido una danza en gratitud al dios de los reporteros, una deidad que, como él mismo lo asentó en su Viaje al centro de México, sin duda existe.

II

Desde el momento en que empezó a trabajar en El Nacional, en 1936, Benítez tuvo oportunidad de leer periódicos de diversas partes del mundo. Los suplementos culturales de los dos principales diarios argentinos, La Prensa y La Nación, lo fascinaban: “soñaba con que algún día, México, abrumado de basura periodística, podría hacer algo de esa calidad”.§

Su aspiración en aquel momento debe de haberle parecido desmedida a quien se la haya confiado. No sólo por la diferencia de edades entre esos diarios, fundados en 1869 y 1870, respectivamente, y los periódicos mexicanos más grandes y antiguos, Excélsior (1916) y El Universal (1917), que apenas bordeaban los 20 años de vida, sino, para comenzar, por la enorme diferencia de sus recursos.

En los años treinta, Argentina, con 12 millones de habitantes, era uno de los diez países más ricos del mundo gracias a su poderosa agricultura, y La Prensa, por ejemplo, alcanzaba una circulación diaria de medio millón de ejemplares (por suerte todavía no existía la televisión). México en cambio, con 16.5 millones de habitantes, apenas se recuperaba económicamente después de la Revolución y el tiraje de los periódicos citados no rebasaba los 50 mil ejemplares por día.

Por lo demás, el suplemento cultural de La Nación, el primero que existió en lengua española, venía editándose, bajo diferentes nombres, desde el 4 de septiembre de 1902 —su único antecedente internacional, The Times Literary Supplement, empezó a publicarse el 17 de enero de ese mismo año—, y para los años treinta su caudal de colaboradores, además de los más renombrados autores argentinos de la época, como Paul Groussac, Leopoldo Lugones o el propio fundador de La Nación, Bartolomé Mitre, incluía a extranjeros tan destacados como Rubén Darío, Miguel de Unamuno, Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca, Anatole France, André Gide, Thomas Mann, Luigi Pirandello, George Bernard Shaw y Gilbert Keith Chesterton, entre muchos otros.

En cambio, en el México de mediados de los treinta, Excélsior y El Universal tenían como principal objetivo atacar al gobierno cardenista y, cuando ocurrió la expropiación petrolera, sus páginas dieron lugar a los partidarios más convencidos de los intereses de las compañías afectadas.

Si Benítez se desvelaba imaginando un gran suplemento cultural mexicano desde los años treinta, todavía en los cuarenta parecía un sueño difícilmente cristalizable.

III

El Nacional surgió como vocero oficial del Partido Nacional Revolucionario con la clara intención de legitimar las acciones que sus miembros en el poder realizaban como política de Estado. Con Cárdenas, el diario se propuso también difundir conocimientos de todo tipo para educar a los lectores —no hay que olvidar que bajo su gobierno existía un proyecto de educación socialista— y contribuir a su formación intelectual y política. Debido a ello muy pronto se invitó a participar en sus páginas editoriales a escritores mexicanos y extranjeros, y se publicaron secciones dedicadas a la reseña de libros y de otras actividades culturales.

Así fue como, en agosto de 1936, llegó a las páginas de El Nacional Luis Cardoza y Aragón, invitado por Froylán C. Manjarrez —“a quien apenas traté”, según recuerda—. “Mi relación más próxima la tuve con Raúl Noriega y sobre todo con Héctor Pérez Martínez. Encuentro para toda la vida a Fernando Benítez, encuentro inolvidable.”

A Cardoza y Aragón le corresponderá “cuidar”, como él mismo aclara, los primeros suplementos dominicales que se intentaron en El Nacional. (“No digo que los dirigí porque los hubiera hecho de otra manera.”) Él aparece como encargado del primer número de Los Suplementos (así es su título), que El Nacional publica el 11 de junio de 1944. Sin embargo, los lineamientos de la publicación los establece Raúl Noriega, director del periódico desde enero de 1938, tras la muerte de Froylán C. Manjarrez, ocurrida tres meses atrás.

En octubre de 1944, Cardoza y Aragón deja el suplemento porque vuelve de manera clandestina a Guatemala para participar en la revolución que derroca al gobierno de Jorge Ubico Castañeda. Al frente queda el poeta español Juan Rejano, exiliado en México desde 1939, quien poco tiempo antes había dirigido la primera época (febrero a octubre de 1940) de Romance. Revista Popular Hispanoamericana, espléndidamente diseñada por su paisano Miguel Prieto.

IV

Benítez asume la dirección de El Nacional el 11 de marzo de 1947. Una de sus primeras medidas es transformar el suplemento cultural que edita el diario. El 6 de abril aparece el primer número de la nueva publicación: Revista Mexicana de Cultura, cuyo título es un eco del subtítulo de la revista Contemporáneos.

El cambio es más que notable: las ocho páginas dedicadas casi por completo a la literatura se duplican para dar espacio no sólo a poemas, cuentos y reseñas de libros, sino también al teatro, la filosofía, la vida científica, la reflexión histórica, la música, las artes plásticas, la sociología. Entre los textos principales destaca, por el tema que examina (el agotamiento de la Revolución), un artículo de Leopoldo Zea: “Critica y autocrítica de la Revolución mexicana”, y entre los textos más breves se distingue el nombre de un flamante colaborador de Benítez —que en lo sucesivo será uno de los más cercanos y constantes—: Henrique González Casanova, quien reseña Al filo del agua, de Agustín Yáñez.

Puesto que la dirección del periódico reclama gran parte de su tiempo, a partir de abril Benítez deja la dirección de la Revista Mexicana de Cultura en manos de Juan Rejano. Admira el trabajo de éste en Romance —en más de una ocasión habrá de señalar que ésa fue una de las publicaciones en que se inspiró para hacer las suyas— y le da su pleno apoyo. Hacen juntos 59 números. Benítez sintetiza así esa experiencia y la razón por la que llegó a su término:

Colaboraron en el diario y en el suplemento notables periodistas y escritores mexicanos y españoles, y creo que hicimos algo de buena calidad, pero a la muerte prematura de Héctor Pérez Martínez, mi único apoyo en el gobierno alemanista, comprendí que navegábamos en aguas tormentosas. Como director, no podía traicionar al reportero cardenista y mantuve la línea obrerista y campesina de los antiguos tiempos. Los conflictos hicieron crisis y se me aceptó la renuncia presentada a la muerte de Héctor Pérez Martínez. Pasé varios meses cesante y demonizado.

En este recuento, Benítez omite el episodio que representó el punto final de su gestión como director de El Nacional. En gran medida, él mismo se encargó de ponerlo. Es fácil imaginar su hartazgo ante el asedio de sus críticos (que veían en él a un enemigo del pRi), acentuado seguramente tras la inesperada muerte de Pérez Martínez, el 12 de febrero de 1948.

Uno o dos días antes de ese desenlace, Benítez le había pedido a su jefe de redacción, Francisco Martínez de la Vega, que separara a un reportero de la fuente de la presidencia de la república, a la que había estado asignado durante mucho tiempo, porque descubrieron que aceptaba sobornos.

Una noche que acordábamos sobre la primera plana Paco y yo —recuerda Benítez— sonó el teléfono de la red privada. Era Uruchurtu que me hablaba. Me dijo que me rogaba reponer en su fuente a ese redactor. Le dije: “Señor licenciado, deseo aclararle que las fuentes son de la exclusiva competencia del director y yo no le tengo confianza a este reportero.” El licenciado Uruchurtu, que después fuera llamado el ‘Regente de Hierro’, era un hombre difícil y me contestó: “Pues si usted no acepta un ruego aceptará una orden.” Yo le dije: “Mi respuesta, licenciado, es que vaya usted a chingar a su madre.”

En algo debe haber contribuido esa respuesta a la “demonización” del gran periodista.

V

Benítez enfrentó un año difícil escribiendo su hermoso libro La ruta de Hernán Cortés y colaborando aquí y allá, en revistas amigas como Cuadernos Americanos. Por fin tenía tiempo para escribir (“yo sentía que tenía una vocación literaria que no había tenido posibilidad de emplearse por el quehacer periodístico”), pero su situación económica era difícil. Si de suyo era un manirroto (“más tardaba en recibir sus honorarios que en derrocharlos, y con frecuencia tenía que recurrir a préstamos y anticipos”, como recordó hace poco uno de sus grandes amigos: Fernando Canales), la pobreza triplicaba su capacidad de dispendio.

En esas condiciones, un día a finales de 1948 acudió a ver a su amigo Luis Manjarrez, político poblano, sobrino de Froylán C. Manjarrez, para pedirle un préstamo de 50 pesos con los que quería llevar a pasear a su novia. Manjarrez, sorprendido por los apuros de Benítez, consciente de su talento como periodista, lo llevó a conocer a un paisano e íntimo amigo suyo: Rómulo O’Farril, que un par de años antes había adquirido la empresa periodística Publicaciones Herrerías, a la cual pertenecía el diario Novedades. Benítez le propuso la creación de un nuevo suplemento cultural que se llamaría La Cultura en México y contaría con las firmas de grandes autores, a lo que O’Farril accedió, según el propio Benítez, “sin saber de qué se trataba”.

O’Farril lo envía a ver a Alejandro Quijano, quien dirige el periódico desde 1946. Quijano es asimismo director de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1939 y presidente de la Cruz Roja Mexicana desde 1940 pero, como Benítez advierte de inmediato, no sabe nada de periodismo. Por necesidad, la relación entre ambos se limitará a ser cortés y distante, aunque Benítez, con su extraordinario y agresivo sentido del humor, al paso del tiempo habrá de gastarle algunas bromas con las que no dejaba de poner en juego su cabeza, como ésta que solía contar Jaime García Terrés:

Acompaño a Fernando al periódico para ver al director, cuya oficina estaba en el tercer o cuarto piso, y una secretaria nos informa que temporalmente don Alejandro despachará en una oficina de la planta baja. Allá vamos. En la provisional oficina encontramos a Quijano y Fernando le pregunta la razón por la que mudó su despacho.

—Es que he tenido los pies inflamados toda la semana —se duele el director.

—Con razón no has escrito nada últimamente —responde Fernando.

Cuando Benítez llega a Novedades, el panorama de las publicaciones culturales luce casi desierto. Las que existen se cuentan con los dedos de una mano. La Revista Mexicana de Cultura sobrevive en El Nacional gracias a los esfuerzos de Rejano, pero su perfil ha disminuido. El Departamento de Divulgación de la Secretaría de Educación Pública edita la estupenda revista semestral antológica América, animada por Marco Antonio Millán y Efrén Hernández, y en Guadalajara Emmanuel Carballo publica Ariel, una revista bimestral que busca dar a conocer a jóvenes escritores de Jalisco y otras partes del país.

Precisamente por ello el momento es propicio. Hace falta un espacio visible, de periodicidad frecuente, en el que se publiquen colaboraciones de gran nivel y actualidad, que animen a la reflexión y el debate sobre lo que sucede en esa hora. Es el momento para capitalizar la experiencia acumulada en El Nacional.

Yo tenía varios ases en la mano —ha escrito Benítez—. El primero que puse sobre la mesa fue el de Miguel Prieto. Prieto era sin duda mejor diseñador gráfico que pintor. Sabía componer una página de gran expresividad y vigor. Jugaba con los negros y los blancos del modo más armonioso y hacía valer los grabados dispuestos en forma sobresaliente.

El otro pilar de su proyecto son los escritores españoles exiliados en México: Francisco Pina, José Moreno Villa, Luis Cernuda, Manuel Pedroso, Ceferino Palencia, Margarita Nelken, Eduardo Ontañón, Benjamín Jarnés, José Herrera Petere, Max Aub, Adolfo Salazar, León Felipe…, la lista es muy extensa.

Su participación, junto con la de algunos de los más distinguidos escritores mexicanos —en primerísimo lugar Alfonso Reyes, pero también Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Salvador Novo, Mariano Azuela, Rodolfo Usigli…—, conformó una plana de colaboradores imbatible. 60 años después aún se lee con deleite la mayor parte de las colaboraciones de aquellos primeros números del suplemento, cuyas páginas se enriquecían además con los grabados y dibujos de Elvira Gascón, de Alberto Beltrán, del propio Prieto y de Moreno Villa… Habrá que hacer alguna vez un catálogo de las obras plásticas (dibujos, grabados, fotografías) realizadas ex profeso para el suplemento.

La gran calidad del proyecto de Benítez está a la vista desde el primer número. Muchas publicaciones periódicas mejoran conforme sus contenidos literarios y visuales se afinan y su cuerpo de colaboradores crece y se depura, y México en la Cultura no es la excepción, pero su primer número es ya un espejo fiel de lo que se propone y de lo que conseguirá a lo largo de sus 665 apariciones.

Hay, en esa primera entrega, un breve ensayo de Antonio Castro Leal sobre T. S. Eliot; un ensayo más extenso de Ramón Menéndez Pidal sobre los viejos romances épicos; un texto de Henrique González Casanova sobre Germán Díaz Arciniega; un cuento de Juan de la Cabada; cinco sonetos de Pellicer; ensayos sobre asuntos de artes plásticas de Ceferino Palencia, José Moreno Villa, Arturo Sotomayor y Enrique Gual; ensayos de filosofía de Leopoldo Zea y Emilio Uranga; textos diversos sobre ciencia, psicología, cine, reseñas de libros, noticias literarias, además de anuncios de conferencias y otras actividades culturales en la ciudad de México. Miguel Prieto se las arregla para hacer caber en ocho páginas una multitud de cuartillas —tal vez ocho por página.

Pero el texto más importante del primer número es, en realidad, una nota sin firma —redactada por Fernando Benítez, por supuesto— que aparece en la tercera página bajo el escueto encabezado “El suplemento de Novedades”. Contiene aseveraciones que denotan la época en que fueron hechas y que dejan ver a quiénes se quería dirigir y enfrentar la nueva publicación, y algunas de sus líneas, a la luz del cinismo en que se vive hoy día, quizá provoquen una sonrisa irónica. Pero lo que desataca por encima de todo es la lucidez con que se mira la cultura como un conjunto integral —que abarca no sólo las artes y las humanidades, como convencionalmente lo hicieron durante mucho tiempo las revistas y publicaciones culturales de su tipo, sino también las ciencias, las ciencias sociales y la vida política nacional— y la voluntad de transmitir esa visión a sus compatriotas y conciudadanos.

Son tan pocas las oportunidades de tener acceso a una colección de México en la Cultura (la que se resguarda en la Hemeroteca Nacional está sumamente deteriorada, al punto de ser casi inmanejable) que no parece descabellado cerrar este balance sobre sus orígenes citando in toto ese escrito que demuestra que su autor sabía perfectamente qué clase de empresa acometía, y que una obra bien hecha nunca es producto del azar.

Dejemos la palabra a Benítez:

Novedades, con la colaboración de los más grandes artistas, hombres de ciencia y periodistas de México, presenta hoy su nuevo suplemento. Este nuevo esfuerzo permitirá a nuestro diario igualar, con una característica propia y un espíritu esencialmente mexicano, lo que en ese aspecto de la prensa moderna más prestigiada del mundo es ya un servicio insustituible.

Hasta hoy, la casi totalidad de nuestros suplementos eran simples desvanes donde iban a verterse los desechos de los diarios. Novedades ha superado esta deficiencia y abre una nueva perspectiva. Aspira, en primer término, a convertirse en un resonador de la cultura nacional. Estamos viviendo una época de extraordinaria importancia en la creación espiritual, pero ni dentro ni fuera de nuestras fronteras se sabe lo que México realiza, por ejemplo, en física, en medicina, en pintura o en literatura. No existe publicación alguna que recoja en forma organizada y periodística las ricas y variadas manifestaciones de la cultura mexicana. Nuestra idea consiste en ofrecer al lector una amplia información sobre lo que se está haciendo en artes plásticas, teatro, música, ciencia, filosofía, literatura y cine. Las investigaciones que se llevan a cabo en institutos, laboratorios, universidades y sociedades científicas, la labor de las orquestas sinfónicas y las agrupaciones musicales, la ejecución de los conciertos, las exposiciones de pintura y las actividades de las galerías de arte serán expuestas por eminentes técnicos del periodismo especializado. En materia de letras, el suplemento de Novedades no sólo ofrecerá reseñas que describan el contenido de los últimos libros, sino que presentará notas de nuestras mejores publicaciones y un resumen de todo aquel suceso que caiga en el dominio de la literatura o de las actividades editoriales. En modo alguno se excluye de estos panoramas de conjunto la personalidad del artista o del científico. Una serie de entrevistas y de análisis nos permitirá seguir las corrientes fundamentales que informan y dan vida a nuestra evolución cultural.

En otro aspecto, el suplemento ofrecerá regularmente el ensayo, el cuento, el poema, el fragmento de novela de los escritores ya consagrados y de los que luchan por tener un nombre en las letras. No será en modo alguno la expresión de un grupo. La puerta se abre para todos porque la cultura en México reclama ante todo generosidad y comprensión, libertad y oportunidades. Los periodistas, a través de crónicas y de reportajes, se encargarán de darle al lector la visión cabal de problemas y de aspectos del diario acaecer que posean un interés permanente. De esta manera, con el auxilio de los mejores, trataremos de constituir un enlace fecundo entre las altas manifestaciones del espíritu y el pueblo. Creemos que el noble propósito de satisfacer los afanes de conocimiento y el deseo de belleza connaturales al mexicano sólo se logra con el aprovechamiento irrestricto de sus hombres de excepción.

Pensamos también que nuestra cultura no se defiende con el aislamiento. Las más relevantes manifestaciones de la cultura en el extranjero tendrán eco en el suplemento de Novedades. El ballet, la obra teatral, el libro sobresaliente, el artículo excepcional serán objeto de traducciones y de constantes comentarios.

La forma, es decir, la presentación gráfica del suplemento, tiene una ceñida relación con su contenido. Se ha confiado a los técnicos y a los dibujantes más ilustres de México su formato y sus ilustraciones. Es este primer número un planteo de posibilidades, pues la imagen definitiva de una publicación, el mejoramiento de sus servicios, se logra sólo después de haberse vencido los obstáculos iniciales a que se enfrenta una empresa editorial animada por este ambicioso espíritu.

Abrimos una ventana al paisaje entrañable de México, al de su cultura, que es en nuestros días conturbados un motivo de orgullo y una lección de callado heroísmo. Lo mexicano con trascendencia universal y lo universal que fecunde lo mexicano podría servir como un lema.

Las ideas, las artes y las ciencias, puestas al alcance de todos. Instruir deleitando es asimismo una de las finalidades, y no la menor, de la prensa moderna.

Notas al pie

La Gaceta, núm. 493, enero de 2012, pp. 8-10.

Poeta, al igual que su tío Bernardo Ortiz de Montellano, e hijo de Julio Jiménez Rueda y Guadalupe Ortiz de Montellano, Bernardo Jiménez Montellano (1922-1950) fue amigo íntimo de Henrique González Casanova, José Luis Martínez, Francisco Giner de los Ríos y Jaime García Terrés. Murió ahogado en una playa de Acapulco. Los dos libros que reúnen sus poemas se publicaron de manera póstuma: El arca del ángel (FCE, 1952) y Poemas (edición privada, 1953).

Henrique González Casanova, en Homenaje a Fernando Benítez, varios autores, México, Miguel Ángel Porrúa, 1997, 32 pp.

La séptima reimpresión de este libro, publicado originalmente por el FCE en 1975 en su Colección Popular, apareció en 2009.

§ Fernando Benítez, “Los españoles en la prensa cultural”, en El exilio español en México, 1939-1982, México, FCE-Salvat, 1982, pp. 623-631.

Este y otros recuerdos de Cardoza y Aragón sobre Benítez, Pérez Martínez y su trabajo en El Nacional se encuentran en diversas páginas de El río. Novelas de caballería, México, FCE, 1986 (Tierra Firme).

Benítez, “Los españoles en la prensa cultural”.

En Francisco Martínez de la Vega, Personajes, México, Océano-Fundación Manuel Buendía, 1986, 240 pp.

Julia de la Fuente, Gabriela Peyrón y Luz del Carmen Valcárcel, “Entrevista a Fernando Benítez”, noviembre de 1981, apéndice de la tesis de licenciatura Índice del suplemento México en la Cultura y estudio preliminar, presentada ante la Universidad Iberoamericana en 1985.

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De México para América entera

De México para América entera

Pequeñas historias del Fondo de Cultura Económica

RAFAEL VARGAS ESCALANTE

Prólogo de José Woldenberg

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Primera edición, 2019

© Rafael Vargas Escalante 2019

Ilustración de portada: Emmanuel Peña
Diseño de portada: León Muñoz Santini
    y Andrea García Flores

D. R. © 2019, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo,
11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
contacto@granodesal.com
www.granodesal.com frn_fig_003 GranodeSal frn_fig_004 LibrosGranodeSal

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ISBN 978-607-98369-9-3

Índice

Notas a manera de prólogo, por JOSÉ WOLDENBERG

Algunas pequeñas historias

En los 85 años del Fondo

Efigie de don Arnaldo Orfila

Muy querido don Alfonso/Muy querido Arnaldo

Don Joaquín

Un escritor mexicano en La Habana

Una mirilla para atisbar el interior

Pequeño apunte para la historia de una gran colección

Bibliotecas de escritores

La esencial María Elena Satostegui

Magda Portal y el origen de la sucursal peruana del Fondo

Medio siglo del Fondo de Cultura Económica en Perú

Camila Henríquez Ureña: la hermana menor

El relámpago verde de los loros

Recorrer el laberinto

El arco y la lira: celebración y defensa de la poesía

Piedra de sol, cincuentenario

El habla del alba

El poeta y su editor

Guillermo Fernández, 1932-2012: una herida abierta y sostenida por el arte

El Popol Vuh de Adrián Recinos

Los papeles de Fuentes (en el archivo histórico del Fondo)

Leñero y el teatro de la memoria

Tres apuntes para saludar a Selma Ancira

Wysława Szymborska en México

C. Wright Mills y la urgente difusión del conocimiento

Cómo (casi) perder un clásico

Gaston Bachelard, filósofo de la imaginación

Caillois en el Fondo

Caillois: la estructura poética del mundo

Wenceslao Roces y El capital

Wenceslao Roces y Pablo Neruda, apuntes sobre una amistad

Leonora Carrington, ilustradora

El dibujante de los finales abiertos

Los privilegios de la tinta

Un poco de Rojo en la portada

Los primeros 50 años de una era

Prehistoria de un suplemento

A la memoria de Jaime García Terrés, gran poeta y gran editor, en la cercanía de su centenario

Y a la memoria, queridísima también, de Alba C. de Rojo, a cuyo lado cada día de trabajo era un día de fiesta

Notas a manera de prólogo

JOSÉ WOLDENBERG

Las siguientes notas tienen una sola intención: abrir el apetito del lector para que repase de principio a fin este libro, De México para América entera, que vale, y mucho, la pena.

I

Tiene razón Rafael Vargas Escalante cuando apunta que “faltan obras que cuenten la historia de las casas editoriales mexicanas y sus creadores”. Cuando lo escribió, acababa de aparecer en Francia la biografía de Paul Flamand, creador de la prestigiada e importante Éditions du Seuil, y, salvo algunos libros sobre los que el propio Vargas Escalante informaba, entre nosotros no existía ni existe una bibliografía suficiente que dé cuenta de la génesis, el desarrollo, los traspiés y los logros de las principales editoriales de México. Pues bien, el primordial mérito del libro que el lector tiene en sus manos es el de contribuir a llenar esos huecos y a develar que aún falta mucho para contar con una o unas historias que iluminen la trayectoria y la estratégica función que cumplen los proyectos editoriales.

II

El subtítulo del libro anuncia que se trata de “pequeñas historias del Fondo de Cultura Económica”. Y en efecto, RVE reúne varios de sus ensayos que ilustran sobre diferentes personalidades, momentos, autores, traductores e ilustradores que han contribuido al asentamiento y expansión de uno de los proyectos culturales más exitosos impulsados por el Estado mexicano. No se trata de (ni pretende ser) una historia acabada y menos exhaustiva, sino de acercamientos diversos que recrean y analizan episodios fundamentales en el desarrollo del FCE. Pero el libro ofrece algo más: acercamientos a otras editoriales, a trayectorias intelectuales de diversos autores y al significado que para el desarrollo de la cultura y la ciencia han tenido los esfuerzos por ofrecer en lengua castellana temas, tratamientos y autores de las más diversas latitudes.

III

El Fondo de Cultura Económica tuvo un creador fundamental: Daniel Cosío Villegas, que en septiembre de 1934 fundó la editorial para dotar de insumos a los economistas en formación (junto a él, Eduardo Villaseñor, Emigdio Martínez Adame, Manuel Gómez Morín, Gonzalo Robles y Adolfo Prieto). Se trataba de traer a México y en nuestro idioma los textos más sobresalientes de la disciplina, incorporar a nuestro bagaje las elaboraciones más completas y complejas en la materia, en una palabra, de añadir a los economistas del país al debate universal en la materia. La entrada al libro recrea esa aventura, en la cual una paradoja y una triste derrota tienen un papel fundamental. La paradoja es que Cosío Villegas pensó en que esa tarea la podía cumplir la editorial española Espasa-Calpe, pero ante la negativa de ésta (acicateada por Ortega y Gasset) hizo de la necesidad virtud y acunó su proyecto en México. La derrota es la de la República española, que hizo que miles de republicanos de diferentes corrientes arribaran a México como refugiados, y un número sobresaliente de ellos alimentaría los trabajos de aquel primer Fondo.

IV

Arnaldo Orfila, segundo director del Fondo, es quien lo consolida, diversifica su oferta, funda colecciones más allá de las dedicadas a la economía, incorpora autores, multiplica las traducciones. 17 años estuvo al frente del Fondo, durante los cuales la editorial se convirtió en un referente ineludible del debate académico y político no sólo en nuestro país, sino en el mundo de habla hispana. Dos textos en el libro dan cuenta de esa labor y ésa es otra de las cualidades de De México para América entera: el afán por reconocer lo que otros han hecho. Sin mezquindades, RVE rinde honor a quien honor merece. Se trata de un libro agradecido en tiempo de tacañerías e insidias. Un registro de acontecimientos, iniciativas, trabajos, esfuerzos, que permitieron construir un escenario cultural y científico más informado, denso, ilustrado.

V

En la misma línea puede leerse el ensayo sobre Joaquín Díez-Canedo. Exilado español, se incorporó al Fondo con una “modesta” encomienda hasta convertirse en el jefe de producción. Sus aportes son muchos y variados, y se convierte en una figura respetada del mundo editorial. Deja al Fondo en 1962 para fundar su propia editorial: Joaquín Mortiz. Esa editorial en los años setenta era ya la plataforma de la literatura mexicana más importante. ¿Quién de aquellos años no recuerda la Serie del Volador, esos pequeños libros, de colores, en los cuales publicaron Ibargüengoitia, Fuentes, Arreola, Paz, Pacheco, Garro, Agustín y tantos más? ¿Qué joven autor de aquellos años no soñaba en incorporarse al catálogo de Joaquín Mortiz? En ese sentido, el Fondo puede verse también como la matriz de otras editoriales. Al caso de Joaquín Mortiz puede sumarse el de Siglo XXI Editores, que el propio Orfila funda cuando es despedido de manera siniestra del Fondo, e incluso el de Era, dado que algunos de sus fundadores colaboraron primero con el FCE.

VI

Jaime García Terrés no podía estar ausente. Había sido ya director de difusión cultural de la UNAM y de la Revista de la Universidad antes de incorporarse al Fondo. RVE rememora y reconstruye las relaciones de éste con la Revolución cubana. El tránsito del entusiasmo y el cúmulo de artículos publicados en la Revista sobre el acontecimiento que modificó, por un buen rato, las coordenadas de la política en América Latina, a un cierto desencanto y distanciamiento crítico por la represión y el autoritarismo que se habían aposentado en la isla. También se detiene en su labor como promotor y hacedor de revistas: México en el Arte la primera, Revista de la Universidad de México la segunda, México en la Cultura —suplemento de Novedades— la tercera y La Gaceta del FCE la cuarta. Esta última se convirtió en una plataforma no sólo para dar a conocer los trabajos y las novedades del Fondo, sino para ofrecer visibilidad a acontecimientos del universo cultural y científico en todo el mundo. Como bien afirma RVE, pasó de ser “un boletín de novedades” a una “espléndida revista literaria”.

VII

La ciencia ha sido una preocupación del Fondo. Dar a conocer las mejores y más sofisticadas elaboraciones, y al mismo tiempo realizar una labor de difusión. Preocupaba y preocupa la escisión radical entre disciplinas “humanísticas” y “científicas”, pero también el más que extendido analfabetismo en la materia. Como buen fruto del aliento ilustrado, la editorial abrió sus puertas a la ciencia y RVE narra cómo bajo el impulso de Alejandra Jáidar, bien recibido y apoyado por García Terrés, nació la colección La Ciencia desde México, uno de los esfuerzos sistemáticos y más abarcante por poner al alcance de los lectores los conocimientos básicos de las diferentes áreas del quehacer científico. En un espacio público plagado de todo tipo de supercherías y tonterías que corren de voz en voz, frente a unos medios de comunicación que reproducen sin pudor todo tipo de consejas sin sustento y en medio de unas redes sociales expansivas, incapaces de distinguir entre evidencias y fabulaciones, todos los esfuerzos por aclimatar en el sentido común algunas nociones científicas nunca estarán de más.

VIII

El Fondo ha logrado establecer una serie de sucursales en las principales capitales del mundo de habla hispana. El inicio de esa tarea no fue sencillo. Pero hoy esas librerías no sólo expenden libros, sino que se han convertido en auténticas embajadas culturales de nuestro país. Son puentes de contacto entre naciones, plataformas para el conocimiento de lo que se produce en materia bibliográfica, lugares de reunión y debate; en una palabra, eficientes instrumentos para multiplicar una política cultural abierta y diversa. Pues bien, RVE nos relata cómo se abrieron las primeras sucursales del Fondo en el extranjero y rescata a figuras medulares de esos logros, en particular los esfuerzos de María Elena Satostegui, encargada de abrir la casa en España y luego administradora de la misma en Argentina. Todavía recuerdo cómo en la inauguración de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, hace apenas unos años, la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, decía que su primer contacto venturoso con México fue la librería del Fondo en Madrid en tiempos de la dictadura franquista, en donde podía entrar en contacto con autores que de otra manera hubiese sido imposible. Y así como Satostegui tuvo un importante papel en España y Argentina, Magda Portal lo hizo en Perú (luego Blanca Varela) y RVE también rescata esa importante historia, no carente de altibajos y conflictos que él reconstruye con claridad y conocimiento. Porque al principio y al final, el aliento del Fondo era traspasar fronteras y para ello requería y requiere talentosas promotoras comprometidas con la cultura del libro.

IX

Como apuntaba al inicio, en el libro no todo es el Fondo de Cultura Económica, aunque sí, todo gira en torno a los libros. Así, RVE nos introduce a las bibliotecas de cinco grandes escritores que ahora se encuentran reunidas en la Biblioteca de México José Vasconcelos. Se trata de las bibliotecas de Antonio Castro Leal, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Jaime García Terrés y Carlos Monsiváis. El texto es al mismo tiempo un elogio al libro, una exploración de los resortes que mueven a los bibliófilos y una puerta de entrada al conocimiento de cada una de esas bibliotecas. Colecciones tan vastas como las de esos cinco escritores no sólo nos hablan de sus preferencias y nutrientes, sino que además ilustran una pasión por el conocimiento digna de subrayarse en épocas en las cuales el desprecio al mismo se encuentra a flor de piel. Con tino, nuestro autor apunta al final de su artículo que “la vocación última de una biblioteca privada es volverse pública”.

X

RVE también rescata a personajes olvidados como Camila Henríquez Ureña, una feminista temprana que fue consejera del Fondo en los años cuarenta, o Guillermo Fernández, poeta, asesinado en 2012. Reconstruye la historia de la colección de clásicos que puso a circular José Vasconcelos y que en el nonagésimo aniversario de la SEP volvieron a aparecer en una edición facsimilar. O el trayecto que siguió Octavio Paz y su libro El laberinto de la soledad para ser publicado en el Fondo. Enumero estos cuatro capítulos, tan diferentes unos de los otros, sólo para ilustrar la diversidad de temas y estampas que son tratados en este libro. No obstante, todos ellos tienen un hilo conductor: el amor y el aprecio por los libros, y el reconocimiento de que, para que los textos existan y circulen, se requieren editoriales profesionales, eficientes y con la sensibilidad suficiente de sus directores para incorporar en su momento a lo mejor del mundo de la cultura y la ciencia.

XI

Las editoriales son, en buena medida, sus autores. Por ello RVE se detiene en algunos de ellos y sus libros. El arco y la lira y Piedra de sol de Octavio Paz, Los hombres del alba de Efraín Huerta o la obra de Rubén Bonifaz Nuño. Revive los primeros pasos de los poetas, su acercamiento al Fondo, las repercusiones y el recibimiento de sus obras, así como la gestación de las mismas. Son ensayos no sólo informativos sino analíticos, que permiten recrear las relaciones entre el contexto, la obra y el autor. De esos textos emerge una verdad del tamaño de una catedral: los autores, sin duda, modelan la imagen y el prestigio (o desprestigio) de la editorial, pero el respaldo de un sello editorial acreditado es una plataforma de lanzamiento que eleva (o reduce) las posibilidades del libro de entrar en contacto con los lectores.

XII

Reconstruir la forma en que el Popol Vuh, en versión de Adrián Recinos, fue editado y puesto a circular por el Fondo; cómo y por qué La región más transparente de Carlos Fuentes fue publicada por ese sello y la relación oscilante del autor con la editorial en diferentes etapas; una reseña cálida del libro de Vicente Leñero, Vivir del teatro, dan cuenta de otras dimensiones de la edición de libros. Cómo una obra que expresa la cosmogonía maya se convierte en un libro de texto (por lo menos eso fue para mi generación); cómo la novela de un autor novel lo transforma casi de manera instantánea en una celebridad, o cómo un libro puede dar cuenta de la trayectoria de un dramaturgo, plagada de logros y angustias, combinando las técnicas de la crónica, el ensayo, el relato, las memorias. Lo que quiero subrayar es que la diversidad de temas que RVE aborda convierte al libro en una especie de rompecabezas en donde cada una de las piezas aporta algo a la integración del mural, a sabiendas de que muchas otras —las más— son faltantes.

XIII

Los traductores tienen un papel especial en la industria del libro. Son los que posibilitan que los hablantes de una lengua entren en contacto con los autores de otras. Son el puente, los mediadores, los intérpretes que hacen posible que Weber o Marina Tsvietáieva, que Braudel o Bellow, trasciendan el alemán, el ruso, el francés o el inglés, y puedan ser leídos por otros. Y por ello, RVE hace una semblanza comprensiva y deslumbrada de Selma Ancira, que ha puesto a nuestro alcance obras originalmente escritas en ruso o griego. Salvo en círculos reducidos, no se pondera con suficiencia lo que la labor de los traductores significa. Aunque, cuando una traducción falla, todo se desploma, como sucedió, según RVE, con el importante libro de Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas. Un ensayo que da cuenta de la otra cara de la tarea editorial: cómo los cambios en la administración, el descuido en el trato con el autor y la editorial original, la deficiente traducción, los retrasos en las fechas convenidas estuvieron a punto de dar al traste con la publicación de esa obra capital. Ese capítulo a contracorriente ilustra cómo la incompetencia y el descuido pueden arruinar la presentación en público de una obra y, en contraste, ayudan a valorar cada uno de los eslabones que hacen posible la edición puntual y correcta de un buen libro.

XIV

Sin el Fondo y sus traductores no hubiésemos conocido en México a la poeta polaca Wisława Szymborska (antes de recibir el Nobel) o al sociólogo norteamericano Wright Mills o a los polifacéticos Gaston Bachelard y Roger Caillois. Sobre ellos se encuentran artículos en el libro. Esa constatación nos abre la puerta para recordar a otros a los que sin la editorial no hubiésemos tenido acceso. Por ejemplo, aquellos que estudiamos sociología seguramente recordaremos los libros de Comte, Elias, Mannheim, Frazer, Gurvitch, Horowitz, Merton, Cole, Timasheff; nombres y obras que se leían o que por lo menos sonaban en los pasillos y las aulas de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en los lejanos años setenta. La labor editorial del Fondo tenía (y tiene) un influjo directo en la formación de los estudiantes de ciencias sociales. Sin esos textos, la disciplina hubiese sido otra, más pobre, provinciana, elemental.

XV

Hablando de traductores, uno merece en este libro un trato especial: Wenceslao Roces. Exilado español, tradujo El capital de Marx, pero no sólo esa obra y por supuesto no sólo a ese autor. Traduce a Hegel, Braudel, Humboldt, en total más de cien títulos que enriquecen el catálogo del Fondo. Y el capítulo donde RVE narra las relaciones fraternales entre don Wenceslao y Pablo Neruda resulta no sólo la recreación de un lazo amistoso a prueba de todo, sino la reconstrucción de una época que corre entre la Guerra Civil española y los prolegómenos del golpe de Estado contra el gobierno constitucional del presidente Allende en Chile. Es quizás uno de los textos más cálidos.

XVI

A editores, autores y traductores, RVE suma las semblanzas de algunos más que famosos ilustradores. Se trata de pintores que complementaron su quehacer ilustrando libros de amigos y compañeros. Leonora Carrington y Vicente Rojo son más que buenos ejemplos. Ambos trabajaron para el Fondo y Rojo después fue fundador y diseñador de la editorial Era, cuyas portadas se caracterizaron por su belleza gráfica. En esa vertiente se agrega el narrador e ilustrador de libros infantiles Chris van Allsburg (creador de Jumanji) o los dibujos de ese inmenso novelista que es Fernando del Paso. Se trata —quizá— de una dimensión poco apreciada, pero que coadyuva sin duda a la óptima presentación de un libro.

XVII

El libro finaliza con dos ensayos mayores: el de la gestación y el nacimiento de la editorial Era y el de los suplementos culturales en El Nacional y Novedades que encabezó Fernando Benítez. La primera es, sin duda, uno de los sellos editoriales más relevantes del país. Los segundos intentaron y lograron reunir a lo mejor de la creación en México y traer a nosotros lo más sobresaliente —en términos culturales— de la creación más allá de nuestras fronteras.

XVIII

El Fondo de Cultura Económica, lo sabemos o lo deberíamos saber, es una gran institución cultural. Ha cumplido 85 años, sin duda con altas y bajas, pero en conjunto ofrece un catálogo editorial no sólo diverso sino indispensable para el desarrollo de diferentes disciplinas. Bastaría preguntarse cuál hubiese sido la historia de las distintas ciencias sociales sin el apoyo y el acompañamiento del FCE. Muchas generaciones se han nutrido de los libros del Fondo, infinidad de debates académicos y políticos se alimentan de los libros del Fondo, la conversación pública y el periodismo se han beneficiado de los libros del Fondo, el espacio cultural mexicano sería más pobre sin los libros del Fondo. Por ello, ponderar su estratégica función, sus logros, su horizonte, vale la pena. Y los acercamientos de RVE no son sólo pertinentes sino enterados y están muy bien escritos.

XIX

RVE sabe de lo que escribe. Conoce su materia. Acude a las fuentes pertinentes y es capaz de reconstruir vidas y sucesos de manera límpida. La mayoría de los textos que reúne este libro se publicó originalmente en La Gaceta del Fondo. Son artículos que intentan y logran rescatar del olvido episodios relevantes del quehacer cultural y en especial del mundo de los libros. En una sociedad desmemoriada —como suelen ser todas— y en la que cargamos con un déficit de reconocimiento a la labor de todos aquellos que nos precedieron y realizaron tareas notables, De México para América entera es un aporte notable para que la llama de la memoria no se apague y para reconocer la labor de aquellos que nos antecedieron y realizaron trabajos valiosos de los cuales nosotros somos los beneficiarios.

Hay que agradecer a Rafael Vargas Escalante su labor, su tenacidad, su esfuerzo, su conocimiento, su buena pluma, en una palabra, el libro que hoy nos entrega.

Algunas pequeñas historias

De julio de 2011 a julio de 2014, tres de los cinco años en los que Tomás Granados Salinas dirigió La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, publiqué en ella, casi mes con mes, artículos y notas cuyo principal propósito era contar de manera más o menos pormenorizada algunas de las innumerables historias que forman parte de la vida del FCE.

Parecerá exagerado decir que son innumerables. Bueno: reduzcámonos a miles. Hay miles de historias posibles en la historia del Fondo. Tantas como títulos hay en su enorme catálogo. Y más: no se puede olvidar que cada colección surge en un momento específico por iniciativa de alguien capaz de distinguir una necesidad que debe satisfacerse, que cada sucursal en la república mexicana o en el extranjero merece también un recuento de su creación y de sus avatares, y que son muchas las personas que han contribuido a convertir el Fondo en uno de los sellos editoriales más importantes en el orbe de habla hispana —autores, editores, traductores y diseñadores, desde luego, pero también ilustradores e investigadores iconográficos, especialistas en derecho autoral, expertos en compras y en distribución, más un largo etcétera equivalente a un variopinto ejército de trabajadores—. La aportación de todos y cada uno es importante. Todos han tenido un papel más relevante que el habitual en un momento u otro y sus afanes son, como diría Cervantes, dignos de un largo discurso.

Pero la mayoría de tales historias aún es desconocida; se encuentra en estado fragmentario, latente, en cartas e informes de actividades, balances contables, dictámenes, reseñas, originales mecanografiados, planas tipográficas con notas y correcciones, maquetas de diseño y otros documentos que se conservan en el Archivo Histórico del Fondo de Cultura Económica, cuya consulta es un privilegio y un placer. Lo primero porque su acceso es reservado y sólo se permiten búsquedas muy específicas; lo segundo por lo bien organizado que se encuentra y el esmero con que se preservan sus contenidos.

Autorizados a explorar expedientes, basta con empezar a revisar y leer, a entrecruzar nombres, a tratar de precisar fechas, a deslindar papeles (quién imagina y propone, quién decide, quién actúa y materializa) para que la curiosidad se apodere de quien indaga, los datos comiencen a cobrar sentido y la trama se esboce. Ésta se adensará después de consultar los catálogos y los libros relacionados con la pesquisa y de hacer algunas visitas a la hemeroteca.

Así se escribió parte de los textos aquí reunidos. Con la curiosidad alumbrando el camino.

Mi curiosidad por el Fondo de Cultura Económica nació hace muchos años, a partir de 1970, cuando empecé a visitar su librería en la esquina de Avenida Universidad con Parroquia y empecé también a coleccionar La Gaceta, ni por historiadores, sino por escritores: Salvador Novo, Antonio Castro Leal, Alfonso Reyes.