Los anteojos del fabulista
Reflexiones sobre el arte de leer y escribir
Rogelio Guedea
© Lectorum
Edición Digital
Los anteojos del fabulista © Rogelio Guedea, 2016
Lectorum
D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V., 2015 Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A, Lote 1621 Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección
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Primera edición: Junio 2016
ISBN edición impresa: 978-1540006202
D.R. © Imagen de portada: Shuterstock
D. R. © Portada: Angélica Irene Carmona Bistráin
Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.
Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.
Yo no me siento solitario mientras leo y escribo,
aunque ninguno me acompañe.
Emerson
Me gustaría escribirlo todo en caracteres de fuego.
Tolstoi
Índice
Prólogo
Leer
Escribir
Prólogo
En 1991 tenía 17 años. Vivía solo, en una pequeña casa a una cuadra del Instituto Universitario de Bellas Artes de Colima. Me ganaba la vida cantando boleros en algunos bares de la ciudad y quería ser poeta. En casa tenía un pequeño librero donde relucían, principalmente, las obras completas de León Felipe, publicadas por la afamada editorial Visor, que encontré una mañana en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, luego de una búsqueda frenética. A León Felipe lo leí con devoción en aquellas noches de hastío. No sólo lo leí, también lo aprendí de memoria, sobre todo aquel poema que habla sobre “pasar por todo una vez, / una vez solo y ligero, / ligero siempre ligero”.
Quise conocer personalmente a León Felipe, pero nunca supe que ya había muerto, incluso antes de que yo naciera, en 1968. Tampoco atisbé que muchos años después yo también sería, como él, un exiliado. En Colima estaba fuera de todo círculo literario. La mayoría de mis amigos de la preparatoria querían ser ingenieros o administradores de empresas. Su sueño era titularse y emigrar a Estados Unidos, para trabajar en alguna compañía trasnacional. Algunos lo consiguieron. Yo era el único de la camada que quería ser escritor. Leía sin más guía que la que me proporcionaba mi intuición y escribía sin más impulso que el que me proveía mi entusiasmo. Cuando entré a la carrera de Derecho, movido más por la insistencia de mi madre, que no quería que volviera a “cometer otro error más en la vida”, la pasión por convertirme en escritor arreció, lejos de desaparecer. En una esquina del salón de clases me la pasaba leyendo todo lo que tropezaba contra mis manos, de espaldas siempre a lo que estuviera enseñándonos nuestro instructor. Leía desordenadamente, pero, sobre todo, poesía, especialmente a César Vallejo, quien se convirtió en el contrapunto de León Felipe. Me enteré, entonces, por mera casualidad, un día que leía en un rincón de la biblioteca universitaria, que existían los talleres literarios, lo anunciaba un promocional de la Secretaría de Cultura.
Pensé que esa sería la tabla de salvación que estaba esperando, especialmente porque ya empezaba a sentirme un náufrago a mitad de un mar embravecido. Sorteé el apocamiento, pues era la primera vez que me hacía presente en una comunidad como esa, y fui al taller. Más tardé en entrar que en salir, y así como entré así salí también: tambaleante y desencantado. El instructor, de cuyo nombre prefiero no dejar registro, insultó uno de los poemas que yo llevaba para compartir con el resto de los talleristas. Era un poema dedicado, por cierto, a Jaime Sabines, otro de mis poetas clave de aquellos años. El instructor me dijo simplemente que lo que yo llevaba entre manos no era poesía.
Que no sabía qué era, pero que poesía no era. Al final terminó pidiéndome prácticamente que volviera por donde había venido y que continuara con mi carrera de abogado, a ver si ahí corría mejor suerte. Aquella noche no pude dormir. Me sentí completamente derrotado, en la cama, mirando el ventilador de tres aspas que giraba con la lentitud de un burro de carga alrededor de una noria inmensa.
Estaba solo y, en más de un sentido, extraviado, pues las pocas lecturas que tenía y los pocos poemas que había escrito habían sido prácticamente reducidos a escombros en unos cuantos días. Lo peor de todo era esto: que, pese a todo, a la mañana siguiente las ganas de leer y de escribir permanecían intactas. Supe, entonces, que los únicos maestros que podía encontrar los encontraría en los libros, sobre todo aquellos donde los escritores confiesan los secretos de su arte de leer y de escribir, siempre vasos comunicantes. Desde hace más de veinte años empecé a comprar cuadernos de notas de escritores, memorias, diarios, incluso autobiografías, y a subrayar aquello que me era útil para mi propio oficio. Autores como Amiel, Samuel Butler, Julio Ramón Ribeyro, Kafka, Canetti, Bioy Casares, Musil, Henry Miller, Robert Wasler, Pessoa, Stephen King, etcétera, se convirtieron en mis interlocutores más íntimos en aquellos desamparados días, al margen del mundo literario de mi ciudad e incluso desilusionado porque Octavio Paz había cometido el atropello de no contestarme una vehemente carta que le había enviado varios meses antes.
Al cabo de varios lustros, y durante mi estancia en España, como estudiante del doctorado, empecé, casi como no queriendo la cosa, a escribir sobre todos los subrayados que había hecho en los libros, incluso a transcribir algunas reflexiones que creía pertinentes, sin más intención que darle yo mismo orden a la propia idea que tenía sobre el oficio (de leer, de escribir) que, ya para entonces, se me había convertido en una obsesión.
Aparte de hacerlo para ganar en perspectiva, también lo hice con un afán puramente solidario: pretendía que otros solitarios (sobre todo esos escritores formados en las periferias o en lugares de poco acceso a los libros) pudieran encontrar en estas páginas un refugio, un locutorio de voces con las que pudieran dialogar (en silencio) sobre su propio oficio.
No hace mucho me di cuenta de que tenía un manual útil para todo tipo de usuarios, y por eso decidí reunir lo escrito sobre la lectura con todo lo que tenía escrito sobre la escritura, pues finalmente de lo que se trataba era de ensamblar dos actividades que no deberían nunca vivirse separadamente. Estas páginas no quieren, en realidad, instruir a nadie de nada, pues tal vez sea esa una empresa imposible, pero sí, al menos, sostener el aliento de aquellos que empiezan a leer y a escribir o de aquellos otros que, ya entrados en este oficio, no quieren desalentarse. Tal vez ninguno de estos propósitos se cumpla, pero de cualquier modo uno está acostumbrado a morir en el intento. Al final de cuentas, no sobra recordarlo, nada conquistaríamos lectores y escritores sin ese irreprimible deseo.
Leer
“¿Por qué fragmentos?”, me preguntaba un joven filósofo. —“Por pereza, por frivolidad, por asco, pero también por otras razones...” —Y como no encontraba ninguna, me puse a darle explicaciones prolijas que le parecieron serias y acabaron convenciéndole.
Cioran
Y no cito a los demás sino para explicarme mejor
Montaigne
Leer equivale a tomar prestado; inventar, a saldar cuentas.
Lichtenberg
No leas para mañana lo que puedas leer hoy
Lo que resalta en la fotografía son sus ojos. Dos ojos grandes que quisieran abrazarlo todo. Es la primera imagen que recuerdo. En un momento dudo entre si es él, Julio Cortázar, o Gabriel García Márquez, cuyos ojos también quisieran abarcarlo todo. Estoy hablando de la fotografía que aparece en la portada de Vivir para contarla. ¿Es en su autobiografía donde he visto esa foto? El niño con la mano apoyada en el antebrazo de una silla, con la vista al frente, intentando ver al interior de esa cabeza hueca llena de imágenes que es la cámara. Son dos fotografías unidas por la distancia. Ahora que me detengo a pensarlo, las miradas de julio Cortázar y Gabriel García Márquez se cruzan entre estas palabras mientras intento fijarlas en la memoria. Sus miradas leyendo edificios verbales e historias increíbles. La realidad se transforma en sus ojos, reinventándose de nuevo. Lo empiezo a constatar al final de todas estas palabras que he escrito: leer es darle a la memoria la posibilidad de vivir dos veces.
Una campaña en contra de la lectura. Todos los lectores del mundo, ubicados en zonas estratégicas, empiezan a hablar de los daños ocasionados por los libros. Muera la Divina comedia de Dante. Muera el Paraíso perdido de Milton. Mueran los Ensayos de Montaigne. En los jardines se reparten volantes con penas en contra de quienes se atrevan a leer un libro. Como se hace con las drogas, el cigarro y el alcohol, una campaña que prohíba todo uso y tipo de lecturas, en especial aquellas que gozan de mayor reputación. Y que en lugar de pegar carteles en los semáforos y las esquinas aludiendo al placer de leer, que se peguen señalando los perjuicios en la salud del lector. Una campaña grande que tenga, como único fin, el amor y respeto por los libros.
En el libro 'Retratos de memoria y otros ensayos, del filósofo Bertrand Russell, quien convenciera a Wittgenstein de abandonar la física por la filosofía, hay un pasaje bellísimo en donde el filósofo inglés habla de su amigo Bob Trevelyan. Dice Russell que Bob era la persona más libresca que hubiera conocido nunca. Un tipo alto, de cara estrecha y ojos saltones que pasaba los días enteros leyendo en su pensión de París. Por las tardes, Bob y Russell solían caminar por las orillas del Mame. Charlaban sobre escritores conocidos y desconocidos y sobre libros y libracos. Para Bob la verdadera realidad estaba en los libros y así, contada, le parecía interesante. En tanto que la realidad real, ese complejo de sucesos sin conexión alguna, era para él la cosa más desdeñable y estúpida del mundo. La pensión donde vivía Bob tenía una ventana que daba a un pequeño jardín. Mirando a la ventana estaba el sillón donde Bob leía sin tregua. Por las mañanas, después del desayuno, el joven Bertrand lo encontraba echado en el sillón, semidesnudo y con un libro entre las manos. El pequeño departamento era un desastre. Los libreros tapiaban los muros, hasta el techo. No había sitio para un alfiler. De abajo hacia arriba y de un lado hacia el otro: libros. Pasa, amigo Bertrand, decía Bob al futuro filósofo y premio nobel. Y Bertrand entraba con el asombro y la impavidez en la mirada en la casa de quien sería, de forma indirecta, una de sus más grandes influencias literarias. Bob Trevelyan tenía un conocimiento minucioso sobre la estrategia y la táctica de las grandes batallas históricas, siempre que estas batallas, claro está, apareciesen contadas en libros de buena reputación. Curiosamente, durante la crisis de la batalla del Mame, Russell estaba con Bob en su pensión. Era un sábado. Bob quería salir a la librería pero era imposible. Lo único accesible era un estanquillo de periódicos, pero había que andar poco más de dos millas. Russell lo instó a que fueran, pero Bob se negó diciendo que lo que aparecía publicado en los periódicos era una vulgaridad, y que nunca se compararía la narración de una batalla escrita por un historiador de renombre a la de un simple periodista de poca monta. [Jamás! Bob empezó a dar vueltas desesperadamente por el living. El no poder ir a su acostumbrada visita diaria a la librería le producía malestar y desasosiego. Russell lo veía casi sin verlo, seguro de que la crisis le pasaría de un momento a otro. Aquella tarde, para disuadirlo, le hizo una pregunta que había utilizado unos meses antes para descubrir el grado de pesimismo de cierta gente. Russell dijo: si tuvieses el poder de destruir el mundo, ¿lo utilizarías? Bob, que daba vueltas sobre una mesita de madera y se rascaba los pelos con desesperación, volteó y replicó: ¡Cómo! ¿Destruir mi biblioteca? ¡Nunca! Bob Trevelyan escribió poemas que nunca publicó y de los cuales él fue, obviamente, su único y último lector.
Tengo la impresión de que los escritores mienten sobre sus lecturas. Es muy fácil tomar el pelo así. Como nadie los conoció hasta que no se transformaron en escritores, pueden hacer de su pasado lo que les venga en gana. Y hay que creerles, porque tampoco se tiene otra opción. Sartre, por ejemplo, en su bella autobiografía Las palabras, dice que solía bajar al sótano a leer libros que escondía ahí su abuelo o su tío o cualquiera de ambos, y que ahí, en el sótano, leía absorbido cuanto libro atravesaba su vista. Sartre cuenta que al principio sólo seguía las manchas negras sin entender nada. Su vista seguía los puntos oscuros dispuestos unos detrás de otros y llevados sólo por un instinto de supervivencia. Cuenta que un día, mientras seguía los puntos negros, entendió de súbito los significados de las palabras que, unidas a otras palabras, generaban en él un concepto más amplio de él mismo y del mundo. Y que así fue como aprendió a leer. El pasaje es bellísimo, contado así como lo cuenta Sartre, pero no consigo creerlo del todo.
La literatura actual ha gastado infinitas páginas en contarnos cómo los escritores llegaron a ser lo que son. Cuál día fue, digamos, el día crucial de su vida, el día en que se convirtieron en escritores. O que, ya siendo escritores, decidieron cerrarle la puerta para siempre a cualquier otra actividad. Hay novelas completas que abordan este tema, pero hay poco o nada escrito sobre cómo los lectores llegaron a ser lo que son. Cuál día fue, digamos, el día crucial de su vida, el día en que se convirtieron en lectores y decidieron cerrarle la puerta a cualquier otra actividad.
El personaje García Madero, de la novela Los detectives salvajes del escritor Roberto Bolaño, a quien conocí una tarde lluviosa a las afueras de la Casa de América, en Madrid, roba libros. Pero no roba los libros que él desearía, dice, sino los que le brinda la oportunidad. Esta furia lectiva es la que extraño en muchos lectores de fin de semana, que buscan cualquier pretexto para no leer. Si el escritor es húngaro, porque es húngaro. Si la novela es rosa, porque es rosa. Si los personajes son bisexuales, porque son bisexuales. Hay lectores que, incluso, justifican su rechazo al grosor del libro. Son demasiadas páginas, dicen, achacándole al escritor defectos estilísticos y otras babadas. A mí no me interesa el objeto amado sino amar, parece decirnos García Madero, personaje de Roberto Bolaño, a quien conociera una tarde lluviosa a las afueras de la Casa de América, en Madrid. Es una buena idea para llevarse a la cama.
Todo lector que se jacte debería leer los Notebooks de Samuel Butler.
Después de “Continuidad de los parques”, nunca volvió a sorprenderme tanto Julio Cortázar. Ni con Rajuela ni con sus Historias de Cronopios y de famas. La lectura de “Continuidad de los parques” me causó el mismo efecto que la de “Manos muertas”, de Graham Green. De hecho, leí ambos cuentos el mismo día y casi a la misma hora. Los leí en Buenos Aires, en una de las bancas del paseo marítimo. “Manos muertas” contiene todos los elementos que busco en una narración: incertidumbre, cabos sueltos, puertas entreabiertas, eslabones perdidos. Pero también un grumo de esa imaginación que raya en la fantasía. Lo que sucede en “Manos muertas” no podría nunca suceder en “Continuidad de los parques”. Quiero decir: no es que no pueda suceder, es que simplemente el fuego con el que está cocido cada cuento es tan distinto que, paradójicamente, hay un momento en que ambas historias se unen, se confabulan. A veces me pregunto por qué caigo en este tipo de asociaciones y me pierdo en ellas. Los dos cuentos, los dos autores están tan lejanos que, sospecho, ni siquiera se leyeron el uno al otro. Pero por qué entonces siempre que pienso en “Continuidad de los parques”, aparte de ver al hombre al que le van a dar una cuchillada en la espalda, termino asociándolo con el cuento de Graham Green, un cuento en el que alguien, nadie sabe por qué, escribe cartas y envía mensajes y se dedica a estropearle la vida a una pareja que acaba de rehacer su vida. El mismo sillón donde estaba el hombre leyendo la historia, su propia historia, es el sillón en el que el hombre del cuento de Graham Green lee los mensajes que le envía su ex mujer, las cartas donde le dispone los enseres de la casa o le explica los desperfectos de la misma. Lo que nadie ha visto entre ambos cuentos es ese puente que se tiende de una orilla de uno a la otra orilla del otro y por el cual yo, de espaldas a la realidad, cruzo en noches como ésta, frías y llenas de malas lecturas.
No he podido aún entender mi afición a leer los libros de atrás hacia adelante, especialmente aquellos que nos cuentan la vida y nos hablan de la obra de los escritores. Quizá esto no sea más que un reflejo de mi incapacidad para la tolerancia, madre e hija de todas las buenas artes.
(El libro del desasosiego): No conozco un placer como el de los libros, y poco leo. Los libros son presentaciones a los sueños, y no necesita presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entre en conversación con ellos. Nunca he podido leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa. Después de unos minutos, quien escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en ninguna parte. (Fernando Pessoa)
Nada nuevo ha inventado Marcel Proust. Toda lectura, desde los tiempos inmemoriales (habría que releer a Jorge Manrique), ¿no es también un ir a la busca de un tiempo perdido?
La lectura en México: fui a la biblioteca central de Tepic en busca de las obras de Genaro Estrada. No encontré ningún letrero que dijera Literatura Mexicana. O Latinoamericana. O suiza. Por puro olfato me dirigí a los libros que reconocí del FCE, y empecé a hurgar. Encontré a don Genaro, pero también a Elizondo, Miret, Campobello, etc. Los tomé todos, aprovechando el viaje. Fui con la señorita y le dije que quería sacarlos. Trae credencial? No, le dije. Entonces no puede. Le dejo mi credencial de elector, mi licencia y doscientos pesos, realmente ocupo los libros. No se puede, tiene que traer credencial de elector, dos fotografías, comprobante de domicilio, nombre de fiador y credencial de elector del fiador. No lo podía creer. Bueno, le dije, entonces sáqueme copias. Son muchas? Sí, le dije. Entonces venga mañana porque hoy me voy temprano. Pero vengo de un pueblo lejano, señora. Lo siento. Dejé los libros sobre el mostrador, que obviamente quería tragarme a mordidas, y me fui de la biblioteca. Pensé... Bueno, quién no sabe a estas alturas lo que pensé.
Sospecho que este libro terminará siendo un lugar común.
Es bueno leer siempre las obras sin tomar mucho en cuenta la biografía de quien las escribió, sobre todo si se trata de autores contemporáneos al autor que estamos leyendo, y mucho menos si se trata de escritores cercanos al mismo escritor que estamos leyendo. Si así lo hacemos, pronto desistiremos de cualquier lectura: nos daremos cuenta, por aquellos, de la mezquindad de los otros y, por los otros, de la mezquindad de aquellos. Debido a esto, y por esto mismo, yo dejé mucho tiempo de disfrutar los libros del gran escritor que fue Benito Pérez Galdós.
Según don Pío Baroja hay lectores buenos y lectores malos. El lector bueno, dice, es ese tranquilo que va recogiendo pausadamente las impresiones que le da el autor, sin impaciencia ni prisa; el lector malo, en cambio, dice, es el que se impacienta enseguida, le aburren los pasajes sin interés y, en cambio, le excitan los interesantes de tal manera, que salta de una página a otra para saber cuanto antes los resultados. Según don Pío Baroja él es de los lectores malos. Como yo.
Hace muchos años leí El viaje a la semilla, una gruesa biografía de Gabriel García Márquez. Un libro de pastas amarillas publicado por Alfaguara en 1997. Lo compré y lo leí absorbido, casi de una sentada, en mi departamento de la calle Alfonso Reyes, cuando Alfonso Reyes no era todavía una de mis lecturas obligadas y de quien apenas había leído El deslinde, sobre el que seguro volveré más tarde. Pero ahora vuelvo a la biografía de Márquez. Decía que la leí absorbido, casi de una sentada, en mi departamento de la calle Alfonso Reyes. Un pasaje me deslumbró y no fue el de sus orígenes literarios sino el del boom que significó la publicación de su novela Cien años de soledad en Argentina. Escribe el biógrafo que la editorial se vio en la necesidad de hacer un llamado urgente solicitando papel para seguir imprimiendo la novela, que ya para entonces había sobrepasado los límites normales de toda publicación literaria. Tantos miles pedidos desde Chile. Otros tantos miles desde Venezuela. Otros tantos para México. Etcétera. El cómo y el por qué una obra puede despertar el interés de tantos lectores sigue y seguirá siendo un misterio, pero de que el hecho no es una más de las invenciones garciamarqueanas, de eso no cabe la menor duda.
Todo lector está condenado al anonimato. El escritor, en cambio, escribe para, dejando de ser él mismo, convertirse en los demás. Ser los otros. Ambas son formas del egoísmo. La primera por no dejar un hueco para llegar a los demás y la segunda por no dejar un hueco para sí mismo. Recuerdo que Elena Garro dijo en alguna ocasión que ella lo que realmente amaba en la vida era leer, y que si se había decidido a escribir (a escribir novelas y cuentos y demás) había sido por la influencia de Paz. De Octavio Paz, su entonces marido. De todo esto podría sacarse una enseñanza: que amor y egoísmo siguen siendo dos hermanos incómodos.
A lo largo del tiempo he visto muchas imágenes de escritores y poetas retratados en sus bibliotecas personales. De todas ellas, una me impresionó como ninguna otra: la de Guillermo Cabrera Infante, sentado en bata de baño, enfrente de un librero lleno de libros hasta el techo. En la imagen, Cabrera Infante aparece mirando sin mirar a la cámara, con sus anteojos redondos y su particular barba de perilla. Aunque se rodea el cuerpo con los brazos como si tuviera frío, su actitud parece serena, contemplativa, incólume. No podría precisar cuándo vi esa foto, pero debió haber sido hace mucho tiempo, en un tiempo, curiosamente, impreciso. Durante todos estos años he tenido presente la imagen de Guillermo Cabrera Infante retratado en su biblioteca, ha sido una imagen amuleto, una presencia constante. Desde mi propio mundo interior, sin darme cuenta, la he ido husmeando y rehaciendo tal cual uno hace y rehace un puzzle- Así, un día sin darme cuenta me vi también yo retratado en mi biblioteca en la misma postura que Cabrera Infante y delante de mi librero lleno de libros hasta el techo. Incluso, ahora que lo escribo, me veo también con mis anteojos redondos y mi particular barba de perilla. A veces me pregunto si, a lo largo del tiempo, el autor de Tres tristes tigres vio muchas imágenes de escritores y poetas retratados en sus bibliotecas personales o si, regresando del futuro, vio en una esquina de mi escritorio la mía propia y le impresionó de tal modo que ya no es necesario contar el resto de la historia.
Lo más normal es que la lectura nos lleve, por el camino más corto, a la escritura. Leer es, digamos, la catapulta del escribir. Sin embargo, en los Diarios de Kafka estamos frente a un acontecimiento contrario. Kafka, autor de La metamorfosis, esa obra en la que un hombre despierta un día cualquiera convertido en un enorme escarabajo, escribió que el fervor que le recorría todo su ser cuando leía cosas sobre Goethe (conversaciones con Goethe, años de estudiante de Goethe, una estancia de Goethe en Frankfurt) le mantenía apartado de toda actividad de escribir. Los mismos efectos que le producía a Kafka la lectura de Goethe, me produce a mí, ahora que lo pienso, la lectura de Kafka.
No estoy de acuerdo en que se regalen los libros. Aconsejo, mejor, que se dispongan en librerías y bibliotecas de tal modo que no inhiban el grato momento de ser robados por sus lectores.
Los maestros de escuela, antes de dar a leer, deberían leer. Lo dice la experiencia propia, la mía y la de los otros, quiero decir. No sé cuántas casas de maestros de escuela he visitado en mi vida, entrometido como soy en esos menesteres. Inmiscuirme en las vidas ajenas, ver por ventanas o resquicios de las puertas es un deporte que practico a diario. He estado, digamos, en decenas de casas de maestros de escuela y no he visto siquiera un pequeño librero con una selección modesta de libros. Escucho a los maestros de escuela decir prodigios sobre la lectura y sus beneficios, pero los libros en sus casas brillan por su ausencia. Los libros ausentes parecen hacerse presentes en sus conversaciones, pero nada más. No les pregunten por sus lecturas, eso sí, o por sus escritores predilectos, porque de su boca saldrán frases como: “he leído cantidades industriales pero tengo una memoria pésima”. Los maestros de escuela deberían empezar por tener una mejor memoria, que muy bien les haría para recordar que, antes de dar a leer, deberían leer.
He reservado este apartado del libro para los comentarios que no haré, las lecturas que no leeré y las citas que omitiré. Por ejemplo: por razones que no me explico, no quisiera escribir sobre autores como Deleuze o Steiner, Ionesco o Bloom. Son razones, decía, que no me explico. Autores que he leído bastante pero que no me han despertado ningún tipo de interés escritural. Deleuze me apasiona. Sus comentarios me parecen brillantes y atinados, aunque a veces excesivos en su afán por alcanzar cierta notoriedad. De Steiner aprecio su didactismo, la limpieza de su prosa, el despliegue de su pensamiento. De Ionesco he leído absolutamente todo, pero cuando quiero escribir o dar mi opinión al respecto, me declaro incompetente. Encuentro humo en las manos. Cenizas. Me pasa lo mismo que con las lecturas. No quiero escribir aquí una lista de los autores cuyos libros incluso me han sido obsequiados y que he preferido tapiar con otros libros. Libros de autores reconocidos que, por más intentos que he hecho, no he conseguido salvar de mi anonimato. Entre estos autores están, por ejemplo, Rushdie, que ha sido citado mil veces y una más por tirios y troyanos. Pero es un autor que no puedo leer, pese a que tengo todos sus libros, incluyendo aquel que por poco le cuesta la vida. Creo que se titula Los versos satánicos. Un libro de muchas páginas que, con sólo verlo, me da un poco de sueño. No me sucede lo mismo con los Ensayos de Montaigne o con los tres tomos de los Diálogos de Platón, que publicó Vasconcelos en aquel su proyecto alfabetista. De cualquier modo, quizá en un par de lustros esté escribiendo lo contrario, porque a cada lector o escritor le llega su hora. Y en lugar de hablar hermosuras de autores como Exupery o Sábato, las hablaré de Rushdie o Walter Scott, otro novelista que me produce cierta tirria y del que tampoco pienso leer ninguno de sus libros. Ni ver sus novelas llevadas al cinematógrafo siquiera. Hay otras lecturas imprescindibles que no he citado ni transcrito en este libro y que no haré por guardarlas en mi privacidad de lector. Son libros de autores tan desconocidos por tantos y tan conocidos por otros que prefiero mejor callarlos. Ahí están bien en silencio. Con ellos he aprendido a escribir, a vivir, a leer el mundo. La lista es pequeña, más breve de lo que puede pensarse. Una lista que no tiene nada que ver con la otra lista que escribí o escribiré en este mismo libro páginas atrás o páginas adelante. La lista de mis libros preferidos. La lista de mis libros. No los diré, pero me hubiera gustado citar a más de alguno, un fragmento, un párrafo, un par de líneas. Ese fragmento, ese párrafo y ese par de líneas que aparecen súbitamente en mi frente cuando cierro los ojos. Los ojos que ahora cierro mientras termino esta breve anotación.
No sé si fue José Emilio Pacheco quien dijo que en México había más poetas que lectores de poesía. Decirlo así parece una barbaridad. Sería como decir que en un país de un millón de habitantes, uno y medio son pobres.
Jaime Sabines leyó el Ulises de Joyce en tres días. Cuenta que llegó de la Facultad de Medicina a las tres de la tarde, dejó sobre la mesita de luz algunos libros de anatomía, y se tiró en la cama a leer. Estuvo tres días leyendo con furia el 'Ulises de Joyce, hasta que agotó la última de sus páginas. Luego vendrían otras lecturas y otras más. Los libros de literatura fueron poco a poco desplazando a los de medicina. La poesía empezó a ser un saco cortado a su medida. Por eso, al llegar al tercer año de la carrera de medicina, Jaime Sabines, el poeta más popular del siglo XX mexicano, decidió hablar con su padre para decirle que abandonaría los estudios. No sabía cómo reaccionaría su padre, siendo (como era) un hombre de carácter y de temple fuerte. Aprovechó una de sus estancias en Chiapas para hablar con él. Durante el trayecto en el autobús, cuenta, se fue pensando en la forma en que argumentaría que él lo que quería no era leer libros de medicina sino de poesía. Aquella tarde, el joven Sabines se acercó a su padre y pidió de él unos minutos.
—Necesito hablar contigo —su mano izquierda no podía controlar el temblor.
—Ya estamos hablando, ¿no? —su padre servía hielo en un vaso.
—Es que... cómo te diré... mira, lo he estado pensando...
—Habla ya, hombre! —afuera se oían cantos de gallos y ruidos de niños jugando.
Jaime Sabines cuenta que le dijo a su padre que no quería estudiar más medicina. Se lo dijo así con toda la boca tirada, con arrojo, aunque con un nudo en el estómago, porque presentía que su padre le iba a poner tal arrojo en un banquillo.
—Bueno, y qué esperas para salirte... —dijo su padre con toda la pasividad del mundo mientras vaciaba agua en el vaso con hielo.
Algunos piensan que de haber seguido estudiando Sabines medicina no hubiera sido el poeta que fue, pero yo creo precisamente lo contrario. Sabines hubiera sido el poeta que fue incluso sin haber siquiera ido a la escuela, porque para ser poeta lo único que se necesita es coraje. Y a Jaime Sabines eso (el coraje) le sobraba.
¿Y qué ver el mundo no es también una forma de leerlo?
Lector in situ: en todos los libros que leía aparecía como protagonista principal.
De quién será esa voz que escuchas mientras lees ese libro que es y no es. La voz que va reproduciendo en silencio palabras, frases, párrafos, capítulos. Voz que avanza y retrocede, agazapada o erguida, trémula o sonora. De quién será el tono de esa voz, su tesitura, la velocidad con que pasa de una página a otra. ¿Una voz extraña o familiar? ¿Sexuada o asexuada? ¿Sola o en la compañía de ti mismo? Una voz extraña y familiar, sexuada y asexuada, sola y en la compañía de ti mismo. De ti: que apenas terminas de escucharla y ya eres otro.
Me hubiera gustado conocer personalmente a Octavio Paz. Hubiera deseado pasar un día junto a él sin que me viera, siendo yo un hombre invisible, para espiarle sus pasos, su rutina, sus manías, pero especialmente sus métodos de lectura. Como dijo Juan Soriano, no me cabe duda de que Paz, a los escasos veinte años, lo había leído todo. Paz empezó leyendo desde muy niño, en la biblioteca de su abuelo Ireno, cuando aún vivía en la casona de Mixcoac. Ahí descubriría a los clásicos españoles y franceses, y pasaría largas y reconfortantes horas de lectura, sobre todo aquellas que no le eran permitidas y que Paz, burlando las reglas, lograba consumar. Pero esos recuerdos, los verdaderos, se encuentran al alcance de pocos, y nadie sabe, en realidad, quizá ni el mismo Octavio Paz lo supo, qué tanto de fantasía y qué tanto de realidad había en los pasajes que narra el poeta sobre su infancia. Una memoria imaginativa no siempre es confiable a la hora de evocar el pasado. Sin embargo, el caso del Paz-lector debió haber sido literalmente fascinante. Un día con él me hubiera bastado. Su temperamento, que puede leerse y sentirse en sus propios escritos, parecía incansable e inagotable. Paz leía lo inimaginable, sí, pero qué, cómo, a qué horas, utilizando qué método, siguiendo qué fines. Me pregunto si saber esto tiene alguna importancia. Para algunos no la podrá tener, pero para mí, aficionado a las biografías y memorias, que son las fuentes más cercanas de lo que considero una verdadera compañía, sí la tiene. Y es que siempre me ha asombrado cómo un hombre como Octavio Paz podía hablar lo mismo de política que de economía, de historia que de antropología, de poesía que de arte, de filosofía que de música, con la misma autoridad y la misma sensatez que si estuviera hablando de sus propios gustos y disgustos, de sus propios deseos y privaciones. La correspondencia de Paz con Gimferrer, o la de Paz con Alfonso Reyes, otro de mis maestros, reflejan a un hombre que podía estar, en el mismo instante, leyendo, escribiendo, reflexionando, conversando, soñando, diseñando el proyecto de una revista literaria y, por si fuera poco, corrigiendo las galeras del último de sus libros. No es difícil imaginar su biblioteca, entonces. Y no es difícil, tampoco, poder conocer al hombre y pensador que fue Octavio Paz a través de cada uno de los libros que leyó y no de las opiniones que tirios y troyanos vertieron sobre él. Paz era su propia biblioteca. Su nombre, como el de muchos escritores y filósofos, estaba hecho de muchos nombres, de muchos libros. Era su nombre una ruta de lecturas interminables. Nombraba y lo nombraban. Por eso el incendio de su biblioteca un 21 de diciembre de 1996 sería el detonante de su deterioro y muerte dos años después. La quema de sus libros, provocada por un infame corto circuito, sucedió en su departamento de la colonia Cuauhtémoc, y a causa de él Octavio Paz perdió gran parte de sus libros, obras de arte y algunos de sus gatos. El mismo fuego que consumía los libros del poeta consumía, paradójicamente, también al poeta.
Desde hace algunos años dejé de ser un devorador de libros. Rompí, un buen día, con ese hechizo. Sé que lo adquirí cuando me iniciaba como lector, pero no sé ni en qué momento ni dónde. Desde entonces dejé de utilizar la frase hecha: soy un devorador de libros. Y, por supuesto, desde entonces dejé de devorar los libros que caen en mis manos: ¡qué despropósito! Lo comprendí hace algunos años y decidí, como quien dice, darle la vuelta a la tortilla. Es más: ahora me compadezco de aquellos que van por el mundo diciendo que son devoradores de libros. Ya sé que están atrapados en el mismo agujero que yo lo estaba. Todo esto lo supe una noche que leía recostado en la cama, con el rostro en dirección a la ventana, a través de la cual se veía el claro día. Estaba leyendo las memorias de Stephen King y, de súbito, lo supe: leer como se come. Esta frase fue sólo el principio. Debe hacerse despacio, masticando bien los alimentos, una y otra vez, treinta o cincuenta veces por bocado, sabiendo que es mejor comer calidad que cantidad, esto es una ramita de brócoli mejor que una bolsa jumbo de papas fritas, esto la breve Rebelión en la granja de Orwell que las novelas completas de Paulo Coelho. Desde entonces compro en las librerías del mismo modo que en el supermercado: los productos más saludables, frescos de ser posible, y los engullo, al volver a casa, pian pianito, sin devorarlos nunca, con la certeza de que en esto radica toda mi fortaleza.
(Uno y el universo): Pero ¿no seremos también nosotros un Libro que Alguien lee? ¿Y no será nuestro tiempo el Tiempo de la Lectura? Si esta hipótesis es correcta, el tiempo existiría verdaderamente en el instante presente. El pasado habría vuelto al mundo subsistente y atemporal; de modo que a través del instante actual, como por un agujero, el mundo existente de las cosas reales estaría convirtiéndose continuamente en el mundo subsistente de los entes ideales. Así que el Universo Ideal sería: un Almacén Infinito que provee al Presente; un Cementerio Infinito de las cosas que ya fueron, como Napoleón y el Rapto de las Sabinas; y un Museo Infinito de aquello que jamás existió ni existirá, como Hamlet, la Blancura, la Triangularidad, los dragones y los centauros. (Ernesto Sábato)
Nota a pie de página: no se fíe nunca el lector de lo que le cuenta el escritor. Mucho de lo que da por verdad es ficción y mucho de lo que da por ficción es verdad. Como en este mismo libro que se lee a sí mismo, no crea el lector todo pero tampoco descrea nada. Busque siempre el punto medio. El equilibrio. Antes de proferir una mirada complaciente, consulte su almohada. Y viceversa. El autor de la obra que lee podría estar adivinando sus pensamientos.
Tengo que confesar que Monterroso tuvo razón. Creo que Monterroso siempre tuvo razón. Pero decía que tengo que confesar que Monterroso tuvo razón cuando dijo que era mejor no conocer al autor de los libros que leemos porque nos podemos llevar a la cama una ingrata sorpresa. Me sucedió con Alfredo Bryce Echenique.
Cuando era estudiante del doctorado en la Universidad de Córdoba (esto ya lo he contado alguna vez y no voy a repetirlo con pelos y señales) Juan Antonio Bernier, poeta amigo o amigo y poeta, me llamó para decirme que Bryce estaría en la Casa de América ofreciendo un seminario de literatura. O algo así. Yo había leído, para entonces, sistemáticamente como suelo hacerlo, toda su obra novelística y cuentística, desde Un mundo para Julius hasta El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz Mi descubrimiento de Bryce me hizo pensar en que estaba frente a un candidato próximo al premio Nobel. La narrativa de este escritor me parecía la de un fuera de serie. Su sentido del humor, su desternillada personalidad, su vertiginosidad discursiva, y esta presencia desenfadada de los personajes que se confundían con la propia presencia un tanto descocada del propio escritor, que a veces era sus propios personajes o sus personajes a veces eran el propio escritor, me había sitiado de una orilla a otra. Por esta razón (esto ya lo he contado alguna vez y no voy a repetirlo con pelos y señales, insisto), fui a Madrid como pude y, como pude, esperé al escritor peruano a las afueras de la Casa de América. Cuando lo vi aproximándose por la acera a la puerta de acceso del edificio, me acerqué hacia él y lo abordé intempestivamente. Obviamente, el novelista peruano echó un brinco hacia atrás y no quiso escucharme. Se fue diciendo que llegaba tarde o algo así. Aunque después Roberto Bolaño me acercaría al autor de Dos señoras conversan, y el autor de Dos señoras conversan se portaría como todo un caballero, nadie me podrá quitar una como caída del telón, una especie como este no es el que yo leí en sus libros que se me torció dentro después de verlo partir por la misma acera mojada. Por ese simple acto que pareciera insignificante, y que yo pudiera y debiera comprender siendo yo mismo un fabulador, le perdí al escritor Bryce Echenique toda credibilidad. Su verdad literaria, como dicen, cayó por los suelos sin más remedio, perdiéndose entre el agua sucia de las cañerías. El sentimiento me ha durado, aunque quizá con los años vuelva a coger alguna de sus novelas. Esperemos que los remedios que vienen con el olvido me lleven otra vez a disfrutar aquellas narraciones extraordinarias en las que uno podía partirse de la risa a la menor provocación.
El viejo maestro le daba a su joven alumno libros malos con apariencia de buenos para que aprendiera el oficio de mala manera pero con apariencia de buena. Así, mientras el alumno aprendía el oficio con los libros malos con apariencia de buenos que le daba su maestro, el maestro seguía su avanzada con libros buenos con apariencia de malos que él mismo mandaba traer de Francia o Alemania. Mañanas, tardes y noches, con tesón y ahínco, el alumno daba a corrección a su maestro la obra que le quemaba las pestañas, y el maestro, después de leerla minuciosa y metódicamente, tachaba aquí y allá lo que consideraba bueno pero que hacía aparecer como malo y agregaba aquí y allá lo que consideraba malo pero que hacía aparecer como bueno. Dos o tres o cinco años pasaron hasta que por fin la obra del alumno fue publicada por una modesta editorial. Contrario a lo que esperaba el maestro —que tenía siempre una risa de hiena al fondo del rostro— la obra de su alumno empezó a tener un éxito incomparable. Pronto encontró a un crítico que la aplaudió, a un lector que la recomendó y a un teórico que la puso como ejemplo en nuevos campos de investigación filológica. Como no terminaba de salir del asombro, el alumno fue donde el maestro para agradecerle todo lo que había hecho por él. Estuvieron conversando horas sobre esto y aquello, hasta que, poco antes de despedirse, el alumno le entregó un ejemplar autografiado de su obra al maestro, quien, después de cerrar la puerta tras de sí, no hizo más que colocarlo, descuidadamente, en el estante de libros buenos con apariencia de buenos que nunca, por cierto, solía leer.
Bien revisada su obra completa, uno se dará cuenta de que no ha habido otro escritor con tanto respeto por su lector que el escritor Juan Rulfo.
(Aforismos): El primer libro que habría que prohibir en el mundo sería un catálogo de libros prohibidos. (Lichtenberg)
Hace menos de un año hicimos un viaje por Europa mi amigo Lauro Zavala y yo. Lo decidimos en dos minutos, después de terminada una sesión en la que se habló de la escritura fragmentaria o breve, que parece ser lo mismo pero que no lo es, tanto como si habláramos (parece ser) de esa línea que divide a la vida de la muerte. Le pregunté: ¿y qué tal si nos andamos Europa, amigo? Sí, me contestó invariable. Hicimos un pequeño itinerario (Praga, Budapest, Viena, Venecia, Zurich) y después nos montamos en un tren. Ambos invariables. Habíamos estado tres días en Neuchatel, en el tal congreso, que combinaba académicos y escritores, agrio binomio. Pero, pese a todo, la pasamos bien. O mejor debo decir: la pasé bien. Aprendí que los congresos, por ejemplo, no sirven en realidad sino para beber bien y comer mejor, y para poco más. Los escritores son engreídos y los académicos (con sus excepciones) petulantes, áspero ayuntamiento. Pero mi amigo Lauro Zavala está entre las excepciones, por eso decidí extenderle la invitación. Me dijo que sí, invariable. Y, en Zurich, montamos en el tren. Nos tocó un confortable camarote en el que podíamos leer tranquilamente sin ser molestados, pues se gozaba de una, digamos, sepulcral privacidad. La primera ciudad que visitamos fue Praga. Bajamos del tren y fuimos a visitar inmediatamente el centro de la ciudad y el enorme puente cuyo nombre no recuerdo y no creo que tampoco importe, pero que está a la orilla de un ancho río cuyo nombre tampoco recuerdo y no creo (igualmente) que importe, porque en realidad lo que importa de un puente es que nos permita cruzar un río y lo que importa de un río es que nos podamos bañar en sus aguas. Pero cuando llegamos a la mitad del puente, Lauro y yo intentamos ponernos de acuerdo en el itinerario que seguiríamos. Y digo intentamos porque todo quedó allí. El decidió irse a meter en una librería y en una tienda donde vendían postales de todos colores, y yo, en cambio, me metí en un bar de mala muerte donde, supuestamente, iba Kafka a tomar el trago. El bar era pequeño pero la chica que me sirvió el vino tinto era bellísima y no olía a nada, que es, como escribió Montaigne, el mejor olor que puede tener una mujer. Me bebí tres o cuatro copas de vino hasta que vi que Lauro se asomó por la ventana. Cuando lo encontré en la calle me di cuenta de que había comprado cientos de postales y libros y no sé qué más chucherías. No tuve que preguntarle para esperar su respuesta. Soy muy visual, dijo convincente. Como yo acababa de verle las tetas a la chica de la barra, repliqué: yo también. Así como recorrimos Praga también recorrimos Viena y también Venecia y Francia, tal vez, y en todos los países o ciudades de esos países se repetía la escena. Lauro Zavala se iba directo a la busca de librerías y tiendas donde vendieran postales de todos colores, y yo me iba directo a un bar o a una banca de un jardín para ver si volvía a encontrar a una mujer de tetas grandes como la del bar praguense. Te digo que soy muy visual, me decía Zavala al volver de sus cacerías. En el aeropuerto de Zúrich, Lauro y yo nos despedimos. El iría en vuelo directo hacia Estados Unidos y yo en vuelo raudo hacia Madrid, donde pasaría otra buena temporada. Pero recuerdo que cuando me despedía de Lauro, yendo él entrando en la puerta de embarque, me di cuenta de cuan distantes pueden ser las formas de leer el mundo entre dos seres con, en apariencia, muchos intereses artísticos y personales comunes. Para Lauro la vida, en muchos sentidos, estaba en las imágenes que de ella misma captaba la lente o la pluma de un fotógrafo o un escritor cualquiera. Para mí, en cambio, la vida estaba en las imágenes que me iba dejando la gente que iba y venía a mi alrededor, y que mi memoria intentaba fijar para siempre en una postal o libro que, un año o una vida después, mi amigo Lauro Zavala encontraría en cualquier librería o tienda postal de cualquier ciudad o país del mundo.
Leer de atrás hacia delante, ¿es también una forma de volver a los orígenes?
Una página en la que sólo pueda escribir la mano del silencio.
Ahora me vengo a dar cuenta de que leer no es la única forma de ilustración ni de acceso a la sabiduría. Epiménides durmió cincuenta y siete años consecutivos, dicen sus biógrafos, y fue un sabio de buen renombre. Lo que no se ha investigado es si el famoso Epiménides andaba las calles de su ciudad o leía libros eruditos mientras sus biógrafos dormían.