La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata es un penetrante análisis del uso —y el abuso— de la imagen del Caudillo del Sur a lo largo del siglo XX. Los editores de Grano de Sal elegimos para la portada una lúdica representación del héroe estudiado por Samuel Brunk en estas páginas, convencidos de que esa imagen alude a algunos de los argumentos del autor y de que, al reapropiarnos de este ícono, contribuimos a celebrar su presencia.

Las características gráficas y tipográficas de esta primera edición son propiedad del Instituto Nacional de Antropología e Historia y de Libros Grano de Sal, Sa de CV. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos. Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta, del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales aplicables; la persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. La reproducción, el uso y el aprovechamiento por cualquier medio de las imágenes pertenecientes al patrimonio cultural de la nación mexicana, contenidas en esta obra, están limitados conforme a la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos y la Ley Federal del Derecho de Autor. Su reproducción debe ser aprobada previamente por el INAH y el titular del derecho patrimonial.

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La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata

La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata

Mito y memoria en el México del siglo XX

SAMUEL BRUNK

Traducción de

Mario Zamudio Vega y Víctor Altamirano

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Primera edición, 2019
Primera edición en inglés, 2008
Título original:
The Posthumous Career of Emiliano Zapata.
Myth, Memory, and Mexico’s Twentieth Century

Traducción: Mario Zamudio Vega y Víctor Altamirano
Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

Coedición: Secretaría de Cultura-Instituto Nacional de Antropología e Historia/Libros Grano de Sal/Secretaría de Turismo y Cultura-Fondo Editorial del Estado de Morelos/Senado de la República-LXIV Legislatura

D. R. © 2019, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo, 11200,
Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
contacto@granodesal.com
www.granodesal.com frn_fig_003 GranodeSal frn_fig_003 LibrosGranodeSal

ISBN 978-607-98369-6-2 (Grano de Sal)

D. R. Derechos reservados conforme a la ley
Impreso y hecho en México •
Printed in Mexico

Índice

Reconocimientos

Introducción

1. Una guerra de imágenes

2. El culto regional

3. La forja de un Zapata nacional (1920-1934)

4. El culto a Zapata se hace oficial

5. Un Zapata moderno para una edad de oro (1940 a 1968)

6. Poner a Zapata en el mapa (1920-1968)

7. La resurrección del rebelde (1968-1988) | Zapata en el trabajo y el juego

8. De regreso a casa (en Chiapas)

9. Conclusiones | Sobre leviatán, lo mexicano y Zapata en la frontera

Notas

Bibliografía

Para Phyllis, Anne y Maddie

Reconocimientos

Los libros que tardan mucho en escribirse, como éste, hacen que uno deba agradecer a mucha gente. Por su ayuda en el momento de la investigación, expreso mi aprecio a los trabajadores de las siguientes instituciones mexicanas: el Archivo General de la Nación, el Archivo Histórico de la Defensa Nacional, la Biblioteca Manuel Orozco y Berra, el Centro de Estudios de Historia de México Condumex, el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (Archivo Histórico de la UNAM), la Biblioteca Nacional, la Hemeroteca Nacional, la biblioteca de la Universidad Panamericana, el Instituto Nacional de Antropología e Historia y el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Doy las gracias también al personal de la biblioteca de la Universidad de Texas, en El Paso (UTEP), de la Love Library (Universidad de Nebraska) y de la Nettie Lee Benson Library (Universidad de Texas, en Austin). Estoy sumamente agradecido con Mateo Zapata, Ana María Zapata y su familia, los hijos de Antonio Díaz Soto y Gama —Salvador, Magdalena y Enriqueta Soto y Ugalde— y otras personas que me ofrecieron su tiempo para ser entrevistados. Reginaldo Allec Campos y Javier Flores me ayudaron a organizar esas entrevistas y aportaron sus propias revelaciones a mi proyecto de investigación.

A lo largo de muchos años he recibido sabios consejos y mucho estímulo de otros académicos especializados en el zapatismo, como Laura Espejel, Alicia Olivera, Salvador Rueda Smithers, Ruth Arboleyda, Felipe Arturo Ávila Espinosa, Francisco Javier Pineda, Carlos Barreto y Teresa Ávila. Dos de mis colegas en la UTEP, Yolanda Leyva y Cheryl Martin, fueron más que generosas al compartir conmigo material relacionado con el mito de Zapata, y muchos otros académicos, como se pude comprobar en las notas de las páginas finales, aportaron pistas muy valiosas. Estaré eternamente agradecido con Linda Hall, mi directora de tesis en el doctorado que hice en la Universidad de Nuevo México; hace muchos años ella me hizo caer en cuenta de que la comprensión que teníamos de Zapata mejoraría si pusiéramos más atención. Recibí de la Universidad de Nebraska, en Lincoln, un importantísimo apoyo institucional para mi trabajo, en la forma de dos estancias de investigación durante el verano, así como una beca de investigación y una licencia para el desarrollo del personal académico de la UTEP. Esta institución, en particular, con su muy dinámica comunidad académica y su estimulante clima fronterizo, ha sido el lugar ideal para llevar este libro a buen puerto.

Gabriela Cano, John Lear y Enrique Ochoa leyeron el manuscrito completo y me dieron sugerencias que lo mejoraron mucho. Ben Fallaw me ayudó a ampliar mis ideas sobre numerosos aspectos clave. Los siguientes alumnos de posgrado también leyeron el manuscrito (lo quisieran o no): Ron Adams, Miranda Barton, Javier Beltrán, Braulio Cañas, Sheron Caton, Jill Constantin, Aaron Edstrom, Manuel Enciso, Daniel Flores, Nancy González, Luis Herrera, Antonio López, Lisa Miller, Keith Morris, Nohemí Orozco, Guillermina Peña, Adrián Quesada, Gabriel Ramírez, Naipo Robertson, Jorge Rodríguez, Endi Silva, Jamie Starling, Jackie Stroud y Gabe Valdez. Antonio López me hizo unos comentarios especial-mente agudos y sensibles. Agradezco a otros tres alumnos de posgrado de la UTEP por su ayuda para entender los coloquialismos de México: Juan Manuel Mendoza Guerrero, Jorge H. Jiménez y José Mariano Campero. La University of Texas Press, la University of New Mexico Press y la Duke University Press me permitieron incluir, respectivamente, material proveniente del volumen que compilé con Ben Fallaw, Heroes and Hero Cults in Latin America (Austin, University of Texas Press, 2006) y los capítulos “The Mortal Remains of Emiliano Zapata” en Lyman Johnson (ed.), Death, Dismemberment, and Memory: Body Politics in Latin America (Albuquerque, University of New Mexico Press, 2004) y “Remembering Emiliano Zapata: Three Moments in the Posthumous Career of the Martyr of Chinameca” en Hispanic American Historical Review, vol. 78 (agosto de 1998).

También quiero agradecer a todos lo que contribuyeron a que esta traducción fuera una realidad. Tomás Granados Salinas, de Grano de Sal, aportó su entusiasmo durante la veloz traducción del libro, junto con algunas certeras recomendaciones. Los traductores Mario Zamudio Vega y Víctor Altamirano hicieron un trabajo maravilloso al llevar mi prosa a un elegante español. El director del Museo Nacional de Historia, Salvador Rueda Smithers; el gobernador del Estado de Morelos, Cuauhtémoc Blanco Bravo, y su secretaria de Turismo y Cultura, Margarita González Saravia Calderón; y la presidenta de la Comisión de Cultura del Senado de la República, Susana Harp, fueron más que amables al aportar el necesario apoyo institucional en un momento crítico.

Este libro está dedicado a mi madre, Phyllis Brunk, ya fallecida; a mi esposa, Anne Perry, y a mi hija, Maddie Brunk. Cualquier logro sería poca cosa si no pudiera compartirlo con ellas.

Introducción

Ningún libro podría contener un registro completo de las innumerables formas en que los mexicanos han guardado el recuerdo de Emiliano Zapata. En México, hay calles, ejidos, colonias, ciudades y pueblos, niños, escuelas, restaurantes, hoteles, talleres de reparación de automóviles, hospitales y una parada de metro que han sido nombrados en su honor. Ha sido objeto de chismes y rumores, corridos y otras canciones, cuentos populares, artículos periodísticos, discursos políticos, piezas de arte, novelas, obras de teatro y películas. Su imagen ha sido estampada en monedas, inmortalizada en estatuas, impresa en los billetes de diez pesos y comercializada en carteles, camisetas y tapetes para ratón de computa-dora. También ha cruzado las fronteras: en Estados Unidos, se lo apropió una marca de alimentos mexicanos congelados, fue encarnado por Marlon Brando y elogiado por la banda de rock Rage Against the Machine, y una búsqueda reciente en Google arrojó cerca de 9.2 millones de resultados. Tanto en México como en otros lugares, el apellido Zapata ha sido declaración de principios, disparador de controversias y objeto de veneración. Ahora bien, debido a su ubicuidad misma, también ha sido posible pasarlo por alto: los habitantes de cualquier colonia Emiliano Zapata pueden saber poco sobre él, mientras que el célebre intelectual Roger Bartra descarta su importancia en la cultura política de México.1 En cierto sentido, entonces, Zapata está —y ha estado— tanto en todas partes como en ninguna parte de México; es un poco como el aire que la gente respira, parte de lo que significa ser mexicano, pero ésas no son cosas en las que la gente piense todos los días.

Por supuesto, antes de que Zapata fuera un recuerdo, fue un hombre. A principios de 1911, él y un grupo de campesinos de su pueblo natal de Anenecuilco y sus alrededores, en Morelos, se unieron en una amplia rebelión en contra del régimen del sempiterno dictador Porfirio Díaz. Para ellos, tomar las armas en contra de Díaz era una lucha para evitar que las haciendas en expansión atentaran contra los derechos a la tierra y el agua de sus pueblos, y también era una lucha por las libertades locales, por el derecho a tomar por sí mismos muchas de sus decisiones, decisiones que cada vez más les habían sido arrebatadas de las manos durante el prolongado régimen de Díaz: tanto la tierra como la libertad eran fundamentales para la preservación de la cultura rural, a la que Emiliano Zapata y sus colaboradores atribuían un gran valor. Zapata pronto se hizo cargo de la dirigencia de ese movimiento y, sorprendentemente, Díaz también cayó pronto; sin embargo, Zapata comenzó a comprender entonces que la reforma agraria no era una prioridad en la agenda de los dirigentes de muchos de los otros grupos que se habían unido a la Revolución y, en noviembre de 1911, esa comprensión lo llevó a redactar, con la ayuda de Otilio Montaño, un maestro de escuela local, el famoso Plan de Ayala, en el que expuso sus demandas a la nación y emprendió su propia senda revolucionaria. La guerra civil se profundizó con los combates de unas facciones contra otras y, durante casi diez años, Zapata luchó por sus principios —y trató de llevarlos a la práctica— en ese conflicto que llegó a conocerse como la Revolución mexicana. A lo largo de ese periodo, desarrolló un programa y una reputación nacionales. Y entonces, el 10 de abril de 1919, en una emboscada en la hacienda de Chinameca, fue asesinado por unos revolucionarios leales a Venustiano Carranza, quien desde 1915 había estado tratando de consolidar su poder desde la ciudad de México.

Cuando murió, Emiliano Zapata estaba lejos de ser un héroe nacional, pero su plan, su claridad y su coherencia con respecto a sus objetivos —que no tenían igual entre ninguno de los otros grupos rivales en la Revolución— sedujeron la imaginación del que entonces era mayoritariamente un país rural. La gran persistencia de su recuerdo se hizo evidente el 1 de enero de 1994, cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se alzó en armas en el estado de Chiapas en contra de las políticas neoliberales del presidente Carlos Salinas de Gortari. En 1991 y 1992, en un intento por permitir un juego más libre de las fuerzas de mercado en la economía mexicana, Salinas había dado el controvertido paso de abandonar las disposiciones del artículo 27 de la Constitución de 1917, que ordenaban la redistribución de la tierra y la protección de la propiedad comunal. Aunque los políticos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el partido gobernante, habían sostenido durante décadas que las demandas de Zapata habían sido la inspiración para incluir ese artículo en la Constitución, el gobierno de Salinas empleó a menudo la figura de Zapata, tanto visual como verbalmente, con el propósito de presionar al poder legislativo para que aprobara sus reformas.

Con todo, Salinas no tuvo éxito en sus esfuerzos por encaminar el significado del legado de Zapata en una nueva dirección. Los campesinos que se oponían a los cambios al artículo 27 utilizaron a Zapata como bandera en sus marchas y, a menudo de manera creativa, el EZLN reunió una gran oposición al gobierno federal en torno a un zapatismo renovado. En agosto de 1994, por ejemplo, llevaron a cabo una convención en Chiapas y, para albergarla, establecieron en la selva un nuevo asentamiento, al que llamaron Aguascalientes, en referencia a la sede de la convención militar que tuvo lugar en la ciudad homónima en 1914, en los momentos más reñidos de la Revolución. En la convención original, los zapatistas y los seguidores de Pancho Villa formaron una alianza, que se consolidó en diciembre de 1914 cuando Zapata y Villa se reunieron en la ciudad de México, donde les tomaron la fotografía que los inmortalizó juntos y que es una de las imágenes más famosas de la Revolución: muestra a Villa sentado en la silla presidencial y a Zapata a su lado, con su gigantesco sombrero en una rodilla y una multitud de revolucionarios esperanzados detrás de ellos (véase la figura 1). Para hacer publicidad a su convención de Aguascalientes, el EZLN cubrió la ciudad de México con carteles que mostraban esa fotografía pero, en el lugar de Zapata, se insertó al portavoz más destacado del EZLN, el Subcomandante Marcos, que usaba su pasamontañas y sostenía también el enorme sombrero zapatista sobre una rodilla. Junto a él, en el lugar de Villa, estaba Superbarrio Gómez, el activista social encarnado en un luchador profesional, con su habitual vestimenta (véase la figura 2). Carlos Salinas respondió al EZLN con su propio teatro político: poco después del estallido de la insurgencia en Chiapas, aunque no estaba dispuesto a renunciar a la apropiación de Zapata hecha por el PRI, decidió decretar una amnistía para los rebeldes y expresar su deseo de diálogo ante una imagen de Venustiano Carranza —el hombre que, en última instancia, fue el responsable de la muerte de Zapata—. Marcos tomó nota de la amenaza.2

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FIGURA 1. Zapata con Pancho Villa en la ciudad de México. IISUE/AHUNAM/Fondo Gildardo y Octavio Magaña Cerda.

En la década de 1990, era evidente que la política mexicana era algo más que sólo política: también se trataba de estilo, de “giro” y, tanto para Carlos Salinas como para el EZLN, encontrar el giro adecuado significaba, entre otras cosas, decidir cuál era la mejor manera de participar en el combate simbólico en torno a Zapata. Lo anterior fue cierto porque, en cuanto portavoz clave de la cuestión social más fundamental de la Revolución, Zapata fue un personaje histórico impresionante, pero la necesidad política de hacer algo con su figura quizá tuvo menos que ver con la historia de Emiliano Zapata, el hombre, que con la de su gemelo mítico: la manera como su recuerdo había evolucionado después de su muerte.

Un mito se puede definir como un “relato tradicional de acontecimientos ostensiblemente históricos que sirve para exponer parte de la visión del mundo de un pueblo o para explicar una práctica, una creencia o un fenómeno natural”.3 Esta definición no excluye la posibilidad de que algunos elementos de un mito sean históricamente verdaderos; en realidad, es difícil separar con toda precisión los relatos míticos de los históricos: ambos se refieren al pasado, a la “historia”, es decir, al sentido de las cosas que ocurrieron en el pasado, en lugar del sentido de lo que se ha escrito sobre el pasado, y ninguno de los dos logra capturar completamente el pasado ni, por lo tanto, expresar la “verdad”, fundamentalmente porque, como todos los relatos, tienen que reducir la experiencia a una dimensión concebible y significativa. Con todo, una diferencia radica en la clase de significado que transmiten los mitos y las historias. El significado de un mito es comunitario y popular, con valor para la “visión del mundo de un pueblo”. Las religiones están compuestas de mitos, mientras que una historia es simplemente un relato del cambio a lo largo del tiempo y, por definición, no se requiere que se entrometa en la cosmovisión de nadie, lo cual no significa que los historiadores nunca tengan objetivos míticos en mente, ya que con frecuencia han buscado, por ejemplo, justificar la reivindicación de un “pueblo” a poseer tierra, a ser reconocido o a disponer de autoridad. Con todo, incluso con tales objetivos, es poco probable que sus libros atraigan la imaginación de suficientes lectores como para generar mitos por sí mismos; antes bien, suelen aportar la materia prima que compone los mitos, los cuales, en última instancia, deben ser más grandes y más amplios que las historias y basarse en las contribuciones de una gran variedad de personas para ejercer un gran efecto en la visión que un grupo tiene de la realidad.

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FIGURA 2. Cartel del EZLN, De la selva de concreto a la selva Lacandona, 1994.

Un mito, entonces, es una historia a partir de la cual las personas pueden derivar un sentido común de identidad y comunidad. En Comunidades imaginadas, Benedict Anderson llamó la atención sobre la manera en que los mitos han ayudado a las personas a imaginar, o crear, comunidades nacionales en particular, a menudo por medio de la imaginación de la unidad histórica de determinada población, con base en raíces culturales comunes.4 Anderson añade que el pensamiento nacionalista está intensamente relacionado con la muerte y la inmortalidad de aquellos que se han sacrificado por el bien nacional, algo que se puede ver en las tumbas de los soldados desconocidos que existen en muchos países. En otras palabras, la imaginación de una nación incluye a menudo lo que solamente se puede llamar culto a los antepasados, en el que los antepasados heroicos de una comunidad nacional representan de manera explícita algunas características culturales comunes, así como los acontecimientos históricos que se aceptan como algo esencial para la formación y la supervivencia de la nación.5 Una de las funciones clave de los héroes fallecidos es que ayudan a simplificar las concepciones de la nación, lo cual es necesario porque las comunidades nacionales son, en realidad, excesivamente grandes y complejas como para ser comprendidas con facilidad e imaginadas en sí mismas; uno no puede, por ejemplo, conocer a todos los integrantes de una nación, como sí se podría hacer en el caso de un pueblo pequeño. Al servir de resumen de ciertos aspectos de la nación, los héroes pueden ayudar a un gran número de individuos a identificarse con sus comunidades nacionales y aceptar sus principios y leyes básicos.6 Desde luego, el nacionalismo y el pensamiento religioso están fuertemente interrelacionados; en realidad, las naciones mismas son criaturas míticas.

Como símbolos de la unidad nacional, los antepasados heroicos son empleados frecuentemente por funcionarios que buscan mejorar el poder del Estado (entendiendo por “Estado” la burocracia civil y militar de un territorio, más los funcionarios, de diferentes ramas y diversos grados, que dirigen esa burocracia).7 Las autoridades del Estado pueden beneficiarse de la identidad nacional que los héroes ayudan a generar porque una población de individuos que se sienten parte de una sola comunidad pueden ser menos rebeldes —y, en consecuencia, pueden ser gobernados con más facilidad— que una población que no se siente parte de la comunidad. Además, los líderes políticos invocan a menudo a los héroes en un esfuerzo por fortalecer su propia legitimidad por medio de la asociación con esos antepasados a los que se admira, y con la esperanza de hacer que los ciudadanos sean más virtuosos y productivos si se les dan modelos a seguir. En términos ideales, los jefes de Estado buscan alentar a la población a la que encabezan a no diferenciar entre el Estado y la nación, de tal modo que, cuando un mexicano piense en la nación mexicana, piense de forma automática en el presidente de México como la personificación y el portavoz de la nación.

Ahora bien, los gobernantes no pueden simplemente moldear los mitos heroicos y sus contextos nacionales de acuerdo con sus propios designios. Aunque algunos grupos e individuos específicos intenten manipularlos, básicamente los mitos son productos sociales, elaborados por las mayorías, no por unos cuantos individuos. En la misma vena, es de capital importancia no considerar el concepto de nación como una “comunidad imaginada” al grado de pensar que las naciones se imaginan a partir de la nada o que son construcciones puramente ficticias de las élites. Una útil advertencia en contra de cualquier tendencia de ese tipo aparece en el trabajo de Anthony D. Smith, quien pone énfasis en que, aunque las naciones son entidades relativamente modernas, en general se construyen a partir de materiales extraídos de tradiciones más antiguas.8 Después de todo, la referencia de Anderson al culto a los antepasados trae a la mente imágenes de pueblos organizados en tribus que recuerdan a sus difuntos y, cuando se llama “padre de la nación” a un héroe nacional, se trata de una evocación tanto de una comunidad de familias como del culto a los antepasados. Los cultos cristianos a los santos, que surgieron en Europa durante la Edad Media y se trasplantaron a Latinoamérica, constituyen un tipo de culto a los héroes que ya existía mucho antes de que existieran las naciones y, a lo largo de los dos últimos siglos, los dirigentes de muchos países han buscado de manera consciente fortalecer la identificación nacional mediante la adopción de héroes con vestigios religiosos —aquellos de los que, como se señaló antes, se puede entender que se convirtieron en mártires de su nación— para así captar para su Estado parte del sentido de lo sagrado que actúa en el seno de las comunidades religiosas.9 En consecuencia, los que se convierten en héroes nacionales frecuentemente tienen raíces en otras comunidades, más pequeñas por lo general, y esas comunidades también son “imaginadas”, porque, incluso en los casos en que todos los miembros de una comunidad se conocen entre sí, es poco probable que los elementos que la definen y la unen sean del todo obvios o naturales. En cualquier caso, esas comunidades anteriores a la nación limitan lo que los dirigentes de los Estados modernos pueden hacer con los mitos que les ofrecen.10 Los conspiradores de las élites podrían tratar de evitar esas limitaciones mediante la fabricación de mitos completamente nuevos, pero, dada su falta de arraigo, es probable que tales creaciones no alcancen una condición mítica y, en consecuencia, sean de poca utilidad para sus creadores.

Una segunda crítica al enfoque “de arriba hacia abajo” de la generación de mitos es que no es posible separar por completo los Estados de las sociedades en que actúan. Repletos de diferentes ramas, niveles, ministerios y comisiones, los Estados raramente son estructuras muy unificadas; por consiguiente, están compuestos de manera inevitable por personas, ellas mismas integrantes de la sociedad, que trabajan, sin entender bien a bien lo que hacen unos y otros, en nombre de diferentes grupos de ciudadanos y, por consiguiente, envían señales diferentes y en ocasiones conflictivas. En realidad, es probable que las señales que envía un representante del Estado en particular estén destinadas en forma parcial al consumo de otros funcionarios, con la vana esperanza de que todos los actores del Estado se pongan de acuerdo. Todo ello hace imposible trazar una línea clara entre los cínicos manipuladores oficiales de un mito y las masas crédulas que lo aceptan;11 antes bien, todos los que emplean un mito —con excepción de su hipotético inventor— lo han recibido primero de alguien más y cualquier integrante de una élite política puede creer de todo corazón en las construcciones míticas que disemina. En otras palabras, todo el mundo está hasta cierto punto atrapado en las “tramas de significación” tejidas por su sociedad y, a la vez, participa en su tejido.12

Por lo tanto, mientras que la construcción del poder del Estado y sus instituciones, y la forja de las naciones han estado profundamente inter-conectadas porque las élites han tenido buenas razones para crear y manipular las mitologías nacionales y a los héroes que forman parte de ellas, la creación y el uso de las naciones y sus héroes es tanto una empresa colectiva como una que puede despertar oposición: los individuos que no pertenecen al Estado pueden rechazar por completo el concepto de nación y, en su lugar, valerse de los héroes para reforzar la identidad de una comunidad local, o pueden aceptar la nación, pero definirla de manera diferente a la que usan los representantes del Estado.13 Como mínimo, para que los héroes y las naciones sean héroes y naciones, los individuos tienen que aceptarlos y, al hacerlo, también participan en su formación, adaptándolos a sus necesidades personales o a las de las comunidades más pequeñas en las que viven.

Es imposible determinar con precisión cuándo surgieron los mitos, dado que no aparecen en las excavaciones arqueológicas, pero las prácticas generalizadas, como el entierro ceremonial de los difuntos y la composición de los relatos de la creación, demuestran que el mito ha sido desde hace mucho tiempo una faceta fundamental de la vida humana.14 La existencia de dirigentes que organizaron sus comunidades para la recolección y la producción de alimentos y para la guerra y los rituales religiosos también se generalizó en las primeras sociedades humanas, y a menudo esos dirigentes fueron recordados después de su muerte por medio del culto a los antepasados.15 Este culto no tiene que ser algo mayor que una familia que se reúne en torno a un altar en el hogar o en el sitio donde se ha enterrado a un ancestro ya fallecido; pero los dirigentes y —en una categoría superpuesta— los individuos con carisma han llegado a alcanzar gran importancia para otros individuos que no pertenecen a sus círculos familiares. Para el sociólogo Max Weber, “debe entenderse por ‘carisma’ la cualidad […] de una personalidad, por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales o sobrehumanas —o por lo menos específicamente extracotidianas y no asequibles a cualquier otro—”. Otros sociólogos han sugerido que el carisma proviene de encontrarse cerca del centro del poder o de participar en acontecimientos importantes:16 los muertos cuyo valor para los vivos trascendió a su familia llegaron a ser considerados como antepasados de las comunidades —bandas, tribus, aldeas, pueblos, grupos étnicos y, finalmente, naciones— que se formaron en torno a su recuerdo. De esa manera, concebidos con frecuencia como jefes de familia, los muertos sagrados y carismáticos se convierten en parte del vínculo cultural que mantiene unidas a sus sociedades.

La primera civilización en el territorio que ahora es México, la olmeca, que comenzó a formarse en el golfo de México alrededor del año 1200 a. C., contribuyó en gran medida al establecimiento de creencias fundamentales en Mesoamérica. Los olmecas adoraban a los animales poderosos de su entorno o que destacaban por algún rasgo, como el jaguar, el depredador más grande de la zona; cultivaron una clase sacerdotal que comenzó con la tradición del sacrificio humano y otras formas de derramamiento de sangre, así como la peregrinación a ciertos sitios que consideraban sagrados. Se solía representar a los líderes en los monumentos y en muchas ocasiones se los relacionaba con los dioses y otras fuerzas sobrenaturales: a los poderosos se les atribuían diversas habilidades, como la capacidad de transformarse en jaguar. Es probable que los olmecas hayan tenido dioses asociados a la lluvia, la tierra y el maíz —como lo harían más tarde los mesoamericanos— y adoraban a la serpiente emplumada, un dios que las posteriores culturas identificarían como Quetzalcóatl.17

Otras culturas retomaron las creencias olmecas y agregaron otras: Quetzalcóatl reapareció en la ciudad de Teotihuacan y, en diferentes sociedades, se convirtió en un héroe que tuvo participación en la creación; los aztecas lo combinaron con una figura histórica del mundo tolteca y la ciudad de Cholula, con su gigantesca pirámide, se convirtió en lugar de peregrinación para adorarlo.18 En sociedades agrícolas como éstas, los mitos desarrollados se asocian frecuentemente con los ciclos agrícolas y la tierra. En el concepto maya de la vida después de la muerte, se imaginaba que esta última era un pasaje al inframundo, donde se intentaba burlar a los dioses de la muerte: si el difunto lo lograba, aparecía después en el cielo como un cuerpo celestial. Esa historia de muerte y regeneración estaba relacionada con el ciclo de vida del maíz: en realidad, el mito maya de la creación presenta la idea de que los seres humanos están hechos de maíz y a cuyo dios los mayas representaban como la planta que surge de la tierra, como un brote de maíz en crecimiento. Otros pueblos de la región también desarrollaron la idea de que los seres humanos habían surgido original-mente de la tierra, y asociaban la muerte con la renovación y la fertilidad.19

El culto a los antepasados fue importante en toda la región y, al menos una vez que habían muerto, se consideraba a la mayoría de los gobernantes como divinidades. En el mundo maya, las pirámides solían albergar tumbas que se consagraban a los antepasados más importantes y el arte está lleno de gobernantes y miembros de la realeza realizando sacrificios para honrar a los muertos. El rey Pájaro Jaguar, de Yaxchilán, representó en sus monumentos a sus padres ya en los cielos, encerrados dentro de cartuchos —contornos— del Sol y la Luna. Los textos en los monumentos mayas eran tanto históricos como sagrados y las representaciones de sus gobernantes son lo suficientemente ambiguas como para que pudieran ser vistas como la personificación de alguna deidad, como dioses reales o ambas cosas al mismo tiempo. Por su parte, los zapotecas del territorio que más tarde se convirtió en el estado de Oaxaca construyeron para sus muertos importantes tumbas subterráneas decoradas con pinturas y surtidas con ollas de comida y bebidas; los dioses zapotecas fueron probablemente antepasados idealizados de linajes particularmente importantes. Moctezuma, el soberano azteca que vivió en la época de la conquista española, parece haber vivido como si fuera un dios: sus pies nunca tocaban el suelo, evitaba todo contacto visual y a nadie le era permitido verlo cuando comía.20

Un interés profundo por la muerte, el sacrificio y la vida que hay después; veneración de personajes importantes ya fallecidos y, en ocasiones, aún vivos; asociación del mito con ciertos lugares en particular; inexistencia de una distinción clara entre el mito y el registro histórico y, a veces, entre los seres humanos y los dioses; importancia del maíz y de la tierra: tales eran los elementos clave de las creencias precolombinas, muchos de los cuales reaparecen en el culto a Zapata, pero sólo sería así después de que los españoles hicieron su aporte a la mitología mexicana, tras la conquista de 1521. Por supuesto, esa contribución llegó encarnada en el cristianismo. Impulsados por un gran fervor relacionado con la caída del último bastión del islam en España y el simultáneo descubrimiento de un nuevo territorio para la evangelización en América, los españoles erradicaron y destruyeron los “ídolos” de los habitantes indígenas, reemplazándolos con sus propias imágenes —de Jesucristo, la virgen María y una amplia formación de santos— y, duplicando las prácticas establecidas en España, desarrollaron una red de santuarios en honor a esos personajes en todo el territorio de lo que ahora es México, sobre todo en lugares que habían atraído peregrinos desde antes de la conquista.21 Así como los mitos olmecas se mezclaron con las tradiciones de las culturas subsecuentes, el pensamiento religioso precolombino se fusionó con el cristianismo: las festividades aztecas para conmemorar a niños y adultos muertos, que anteriormente se llevaban a cabo en meses separados, fueron trasladados para que coincidieran con la observancia católica del Día de Todos los Santos y el Día de las Ánimas (o los Fieles Difuntos), a principios de noviembre, y así nació en México el Día de Muertos.22 Mediante este tipo de vehículos, el culto a los antepasados pudo permanecer como el elemento clave de la actividad religiosa entre las poblaciones indígenas hasta comienzos del siglo XVIII.23

La virgen de Guadalupe, cuya historia como patrona de México se remonta a 1531, hizo su famosa aparición en un cerro relacionado con la adoración de Tonantzin, “nuestra madre venerada”, cuya piel morena representa la unión de culturas y pueblos. Su mito era el de la fundación, una fundación específicamente mexicana para la iglesia y, en última instancia, para la nación, que ayudó a conferir a los mexicanos la condición de pueblo elegido.24 También estaba el apóstol Santiago, quien desde el siglo IX contaba con un sitio de peregrinación en España con motivo de lo que se decía que eran sus restos óseos: con el tiempo, se había convertido figurativamente en el santo guerrero al frente de la reconquista cristiana de la península Ibérica y, en México, se manifestó como el santo patrón de la conquista, cuyas contribuciones como guerrero fueron ritualizadas, en particular en la “danza de moros y cristianos”, que se ejecuta en muchos lugares. Los indios ya cristianizados adoptaron de buena gana ese ritual y, al hacerlo, se apropiaron de Santiago de diversas maneras: como defensor de su interpretación de la fe, por supuesto, y también, con frecuencia, de las localidades específicas en las que vivían. Un elemento de capital importancia para afianzar la influencia del apóstol entre la población indígena fue su caballo, un animal poderoso, esencial para la guerra de conquista, que de alguna manera era comparable a los jaguares y águilas venerados por las culturas precolombinas.25

Después de 1810, el movimiento por la independencia recogió esa predisposición a la formación de un mito nacional: algunos miembros de las clases bajas demostraron su aceptación parcial de los mensajes de la madre patria cuando se imaginaron al rey como una fuente de justicia en un mundo patriarcal, una figura mesiánica que liberaría a México del mal gobierno de los funcionarios españoles.26 Por el contrario, entre los líderes criollos —las personas de ascendencia española nacidas en México—, algunos volvieron la vista hacia el pasado indígena y tomaron prestado a Cuauhtémoc, cabeza de la resistencia azteca, como un héroe patriótico que había luchado en contra de la tiranía española de una manera parecida a como lo estaban haciendo los dirigentes de la Independencia Miguel Hidalgo y José María Morelos: apoyándose en la vida de Cuauhtémoc, argumentaron que la nación mexicana había existido antes de la conquista y que ya era hora de reafirmar su libertad.27 También adoptaron a Quetzalcóatl: al estirar sus hipótesis teológicas para incluir a América, el continente recién descubierto, algunos de los primeros misioneros afirmaron que Quetzalcóatl era en realidad santo Tomás, que había llegado mucho antes que los españoles para instruir a los indios en el cristianismo, lo cual fue una idea perfecta para los líderes independentistas que buscaban restar la mayor importancia a lo que México habría recibido de su antigua madre patria. Por su parte, algunos pensadores indígenas aguardaban ansiosamente el retorno de Quetzalcóatl, no como defensor del cristianismo, sino como un libertador de quien esperaban que formara un ejército indio invencible que limpiaría la tierra de blancos y restauraría la edad de oro en México.28

Desde luego, todo ello fue infundido con un enorme fervor religioso. Ahora bien, irónicamente, con las reformas borbónicas de finales del siglo XVIII, la corona española se apartó de la ideología religiosa que, desde la conquista, había desempeñado una función fundamental en la legitimación del gobierno español, lo cual permitió que tanto los sacerdotes —Hidalgo y Morelos entre ellos— como los laicos se valieran de esa ideología para justificar su deseo de poner fin a la relación colonial.29 Lo más sorprendente fue que lo hicieron mediante el “reclutamiento” de la virgen de Guadalupe, que “vigiló” la obra de los rebeldes y se unió a ellos, en sus estandartes y durante los combates. En consecuencia, la fuerza ideológica que impulsó el levantamiento fue una forma de nacionalismo religioso y, por lo tanto, fue del todo natural que una vez que se logró la independencia los restos de Morelos, ejecutado en 1815, fueran trasladados al santuario de la virgen en las afueras de la capital.30 En contraste con la postura universal de los padres fundadores de Estados Unidos, las expresiones mexicanas de patriotismo tras la Independencia se basaron en la historia y la religión mexicanas: ambas naciones eran míticas —si uno se atiene a la definición de Anderson—, pero la identidad nacional mexicana pudo expresarse por medio de un rico y específico conjunto de mitos para el que, resulta claro, no existió un equivalente en Estados Unidos, donde, en cambio, los rebeldes recurrieron a los principios de la Ilustración internacional.31

Los líderes independentistas habían resuelto un problema político por medio de la violencia, estableciendo una costumbre que no fue abandonada una vez que se alcanzó el triunfo. El periodo subsiguiente se caracterizó por el gobierno de los caudillos —hombres a caballo que lideraban tropas que les eran leales—, los cuales se alzaban para competir por el poder: tratando de obtener la legitimidad para los regímenes que establecieron, esos hombres se inspiraron en los arquetipos míticos de su cultura, como los reyes españoles, Jesucristo, el apóstol Santiago, Cuauhtémoc y Morelos. Sin embargo, al mismo tiempo que cultivaban su imagen como salvadores valientes y desinteresados de la nación,32 lo que les funcionó a algunos de ellos durante cierto tiempo, a otros les resultó difícil mostrarse como factores desinteresados cuando subvertían el orden constitucional, por lo que su culto como héroes raramente sobrevivió más allá de su muerte.

Un candidato mucho más exitoso al panteón de la nueva nación fue Benito Juárez, el indio zapoteco y político que se convirtió en una figura importante en la Reforma encabezada por el Partido Liberal de la década de 1850. Quizá lo más importante de su gobierno fue que, en 1867, sus fuerzas derrotaron a las del emperador Maximiliano de Habsburgo, el archiduque austriaco puesto en el trono de México por el ejército fran-cés. Juárez y los otros liberales no eran adeptos de la iglesia, por lo que, en lugar de buscar inspiración y autoridad en el apóstol Santiago o la virgen de Guadalupe, solían referirse al pasado nacional y secular más reciente; uno de ellos afirmó: “nosotros venimos del pueblo de Dolores, y descendemos de Hidalgo”. En realidad, la identificación fue tan fuerte como para que muchos vieran en Juárez al padre de una segunda independencia.33 Con la victoria liberal llegó la desgracia completa del Partido Conservador, que había apoyado la invasión francesa, y una época de control liberal de la presidencia que —si se define el liberalismo de una manera muy amplia— continuó virtualmente sin interrupción hasta que el presidente Vicente Fox, en representación del Partido Acción Nacional (pan), declaradamente conservador, llegó al poder en el año 2000. El liberalismo se identificó con la nación, el conservadurismo con su traición y Juárez, dicen algunos, se convirtió en el antepasado más venerado de todos.

El segundo gran jinete de la ola liberal fue Porfirio Díaz (1876-1880 y 1884-1911). Díaz tomó la presidencia como uno más de los caudillos —por la fuerza de las armas— y, a partir de entonces, corrompió las estipulaciones democráticas de la Constitución de 1857 con el propósito de perpetuar su poder; por otra parte, presidió el tipo de crecimiento económico que los liberales con mentalidad progresista habían soñado durante mucho tiempo. Al igual que los libertadores que lograron la Independencia, Díaz recurrió al pasado azteca mientras buscaba legitimar su gobierno, centralizar el poder en la capital, poner de relieve la identidad nacional y proyectar a la nación mexicana ante la comunidad internacional. La de Porfirio Díaz fue una época de construcción de monumentos: por primera vez, las estatuas hicieron en muchos lugares del país que el concepto de nación fuera visible para toda la población y en la capital, a lo largo de un nuevo bulevar, muy elegante, llamado Paseo de la Reforma, el régimen del dictador escribió en piedra y bronce la versión liberal de la historia mexicana —que abarca el pasado indígena fundacional con Cuauh témoc— y, con los imponentes monumentos a la Independencia y a Benito Juárez, la de la nación moderna y progresista.34

Por eso, cuando llegó la época en que ocurrió la Revolución, México poseía una amplia y profunda tradición de mitos en general y del culto a los antepasados en particular. La veneración a éstos se llevaba a cabo, en parte, el Día de Muertos —en realidad, los dos primeros días de noviembre—, cuando las familias recuerdan a sus difuntos mediante la construcción de coloridos altares y festejos en los cementerios. Se puso de manifiesto en las festividades de los diversos santos patronos en casi todas las comunidades. Y nutrió el ya considerable panteón de héroes nacionales de México. El proceso mediante el cual evolucionó el conjunto de mitos mexicanos fue de acumulación, lo que provocó que las nuevas creencias y rituales se mezclaran con las precedentes, lo que produjo formas nuevas, aunque no totalmente distintas, de manera que lo religioso y lo secular, lo indígena y lo español, se volvieron difíciles de separar.

¿Cuáles son las implicaciones de esa historia de los mitos para la historia del culto a Zapata? En primer lugar, es sobre esa misma base que se asentaría el mito del Caudillo del Sur, porque, a pesar de haber sido revolucionarios, sus dirigentes ya no podían, en algunos casos, ni estaban más inclinados, en otros, a deshacerse del pasado mítico que lo que estaban a hacerlo quienes presidieron los procesos de cambio anteriores. En segundo lugar, demuestra la necesidad persistente del mito, no porque de alguna manera México haya seguido siendo atrasado y supersticioso, sino porque es un componente fundamental, predominante e indispensable de la existencia humana: llegó más o menos con el lenguaje —o al menos eso parece— y, mientras usemos el lenguaje y sigamos siendo criaturas sociales, seguramente perdurará a pesar de la modernidad —lo que sea que eso signifique con precisión—, con sus inclinaciones supuestamente racionalistas. La naturaleza del mito ha cambiado en algunos momentos de la historia de México y, durante el siglo XIX, se volvió más acerca de la nación y menos acerca de dios, pero las actitudes seculares no lo eliminaron. Por último, se debe hacer notar que lo indispensable del mito sugiere que no puede verse como algo secundario en las actividades humanas, algo solamente simbólico, de alguna manera, en contraste con la acción real y práctica; antes bien, fue elaborado desde los inicios humanos como parte de lo que las personas hacen y, en cuanto tal, es tanto una acción en sí misma como una forma que esa acción adopta.

Jesús Silva Herzog, economista posrevolucionario y funcionario gubernamental, no exageraba al decir: “Nosotros los mexicanos tenemos dos deidades: nuestra señora la Virgen de Guadalupe y nuestra señora la Revolución mexicana.”35 En dos libros notables se exploró el nacimiento de esa segunda diosa: en su innovador libro, The Myth of the Revolution [El mito de la Revolución] (1988), Ilene O’Malley describe que, durante el periodo de 1920 a 1950, los nuevos gobernantes distorsionaron la historia con el propósito de presentar a los revolucionarios fallecidos como los padres fundadores del nuevo orden y al hacerlo, sostiene ella, atribuyeron a dirigentes populares como Emiliano Zapata ciertos mensajes de nacionalismo y patriarcado con la intención de pacificar y, así, manipular a los habitantes de México. En particular, fomentaron el fatalismo, antes que la acción revolucionaria, afirmando de esa manera que ellos, como here-deros legítimos de esos padres de la nación, satisfarían las necesidades del pueblo. Los individuos y los grupos que se resistieron a ese sentido de comunidad nacional que se trató de construir con la Revolución fueron estigmatizados como antipatrióticos.36

Por desgracia, el análisis de O’Malley sobre el mito revolucionario es una narración sobre la manera en que la élite política lo usó para obligar a las masas —que, evidentemente, no ayudaron a crear el mito, sino que tan sólo fueron sus víctimas— a aceptar una sumisión disfrazada. Aunque tiene razón al afirmar que quienes se encontraban en la cima de la ola posrevolucionaria intentaron manipular los símbolos para su propio beneficio, sin haber hecho un examen del resto de la sociedad mexicana, su análisis pinta solamente una parte del cuadro.37 Una útil corrección a su excesivo énfasis en la función del Estado se encuentra en una segunda y más extensa evaluación del mito revolucionario, La Revolución mexicana: memoria, mito e historia (2003), de Thomas Benjamin, quien sostiene que, por medio de la retórica, los rituales y los símbolos, todos los diversos acontecimientos y las facciones de la década de lucha armada (1910-1920) fueron moldeados en el concepto de una sola revolución que se volvió absolutamente fundamental para la manera en que los mexicanos veían su país. Benjamin atribuye ese proceso de mitificación a los esfuerzos de unos individuos a los que llama “voceros de la revolución” —“escritorzuelos, periodistas, políticos, intelectuales, propagandistas y otros voceros y mujeres insurgentes”— y sostiene que el Estado no necesitaba manipular la historia revolucionaria, porque “la visión gubernamental de la historia de ‘la Revolución’ parecía ser la misma que la de la sociedad en general”;38 sin embargo, no ofrece una explicación sobre cómo se formó ese consenso ni tampoco explora con precisión quiénes fueron esos voceros. El problema básico es que, al igual que O’Malley, Benjamin no considera ni cómo fueron recibidos los mensajes que él estudia ni —más allá del análisis de unos pocos corridos— las formas en que las clases bajas de la etapa revolucionaria contribuyeron a moldear las ideas respecto del movimiento; no obstante, sí refuerza el trabajo de O’Malley, al presentar evaluaciones sólidas del ritmo al que se institucionalizaron los recuerdos de la Revolución y la función que desempeñó el personalismo en el seno mismo de los mitos revolucionarios.