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Colección Biblioteca Universidad de Lima

La semiosfera

Primera edición digital: abril, 2019

© Iuri M. Lotman

© De la edición francesa: Presses Universitaires de Limoges (PULIM), 1999

© De la traducción al francés: Anka Ledenko

© De la traducción al español: Desiderio Blanco

© De la presente edición:

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Imagen de portada: Fotografía de Annie Spratt

Versión e-book 2019

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Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-484-4

Índice

I. El espacio semiótico

II. La noción de frontera

III. Los mecanismos del diálogo

IV. La semiosfera y el problema de la intriga

V. Los espacios simbólicos

1. El espacio geográfico en los textos rusos medievales

2. El viaje de Ulises en La divina comedia de Dante

3. La casa en El maestro y Margarita de Bulgákov

4. El simbolismo de San Petersburgo

VI. Algunas conclusiones

Referencias

Índice de nociones y temas

I

El espacio semiótico

Nuestra argumentación ha seguido hasta aquí un esquema generalmente aceptado: hemos comenzado por tomar en consideración el acto de comunicación en sí mismo, y hemos examinado las relaciones que se establecen entre el destinador [el enunciador] y el destinatario [el enunciatario]*. Esta aproximación presupone que el estudio de ese hecho único sea susceptible de esclarecer las características principales de la semiosis, y que tales características puedan ser extrapoladas a más vastos procesos semióticos. Ese acercamiento está en concordancia con la tercera regla enunciada por Descartes en su Discurso del método (1973): «El tercer (precepto) consiste en considerar por orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, como por grados hasta el conocimiento de los más complejos» (p. 111). Esta aproximación está también de acuerdo con la práctica científica iniciada en el período de las Luces, que consiste en trabajar sobre el principio de Robinson Crusoe: aislar un objeto para hacer luego, a partir de él, un modelo general.

Sin embargo, para que este procedimiento se revele como correcto, el hecho aislado debe reunir las cualidades que permitan desembocar por extrapolación en un modelo pertinente. Eso no sucede en el caso que nos ocupa. Un esquema que se componga de un enunciador, un enunciatario y un canal que los enlaza no constituye aún un sistema operatorio. Para funcionar, tiene que estar sumergido en un «espacio semiótico». Todos los participantes en el acto de comunicación deben tener alguna experiencia, estar familiarizados con la semiosis. Así, paradójicamente, la experiencia semiótica precede al acto semiótico. Por analogía con la noción de biosfera (Vernadsky), podemos hablar de semiosfera, término que definimos como espacio semiótico necesario para la existencia y funcionamiento de los diferentes lenguajes, y no en cuanto suma de los lenguajes existentes. En un sentido, la semiosfera tiene una existencia anterior a esos lenguajes y se encuentra en constante interacción con ellos. Desde ese punto de vista, una lengua es una función, un conjunto de espacios semióticos dotados de sus fronteras respectivas, las cuales, por claramente definidas que sean a través de la autodescripción gramatical de la lengua concernida, están, en la realidad de la semiosis, corroídas e invadidas por formas transicionales. En el exterior de la semiosfera, no puede haber ni comunicación, ni lenguaje. Bien entendido, la estructura con canal único es también una realidad. Un sistema que se contiene a sí mismo, con canal único, es un mecanismo destinado a transmitir señales extremadamente simples, así como a la realización de una función única, pero que no está adaptado ciertamente a la tarea que consiste en generar información. Podemos, pues, imaginar que un sistema de este tipo es una construcción artificial. En circunstancias naturales, actúan, en cambio, sistemas muy diferentes. El simple hecho de que existen en la cultura humana universal signos convencionales y figurativos (o más bien que todos los signos existentes son, en grados diversos, a la vez convencionales y figurativos) bastaría para mostrar que el dualismo semiótico es la forma mínima de organización de un sistema semiótico activo.

La binaridad y la asimetría son las leyes que aseguran la cohesión de un sistema semiótico. La binaridad, sin embargo, debe ser comprendida como un principio que se realiza a través de la pluralidad, puesto que cada lenguaje nuevamente constituido es, a su vez, subdividido siguiendo un principio binario. Toda cultura viviente posee un mecanismo «integrado» que le permite disminuir los lenguajes que la componen (así como lo veremos más adelante, un mecanismo paralelo y contrario, que unifica esos lenguajes, está igualmente operando). Por ejemplo, de manera permanente somos testigos de la multiplicación de lenguajes en el dominio del arte. Eso ha sido así particularmente en la cultura del siglo XX, lo mismo que en las culturas del pasado que le correspondían tipológicamente. A lo largo de períodos en los que ha prevalecido la actividad creadora del público, el eslogan según el cual «todo lo que nosotros percibimos como arte es arte» suena verdadero. En los primeros años del siglo XX, el cine dejó de ser una mera diversión de feria para convertirse en arte mayor. No apareció solo, sino en medio de un cortejo de espectáculos tanto tradicionales como nuevos. En el siglo XIX, nadie hubiera considerado seriamente el circo, los espectáculos de feria, los juguetes tradicionales, la publicidad y los anuncios callejeros como otras tantas formas artísticas. Una vez que se convirtió en arte, el cinematógrafo se dividió de golpe en cine documental y en cine de diversión, en cine de autor y cine comercial, cada categoría con su propia poética. Y, en nuestros días, otra división ha tenido lugar: cine «para sala» versus cine «para televisión». Es cierto que la noción misma de arte se hace más estrecha a medida que la extensión de lenguajes artísticos se agranda: algunas formas de arte salen prácticamente del marco. Por eso, no debería sorprendernos que, si miramos con más atención y más de cerca, el grado de diversidad de sistemas semióticos en el interior de una cultura dada sea relativamente constante. Pero otro punto es también esencial: la paleta de lenguajes dentro de un campo cultural activo está en evolución continua, y el valor axiológico, así como la posición jerárquica de sus elementos, están sujetos a cambios más importantes aún.

Al mismo tiempo, a través de todo el espacio de la semiosis, desde las jergas de los diferentes grupos sociales y el argot de los adolescentes hasta el lenguaje de la moda, se asiste por igual a una constante renovación de códigos. Así, cada lenguaje se encuentra inmerso en un espacio semiótico específico, y no puede funcionar si no es por interacción con ese espacio. La unidad de base de la semiosis, el mecanismo activo más pequeño, no constituye un lenguaje separado, sino la totalidad del espacio semiótico de una cultura dada. A ese espacio nosotros lo llamamos semiosfera. La semiosfera es el resultado y, al mismo tiempo, la condición del desarrollo de la cultura. Justificamos la elección de ese término por una analogía con la noción de biosfera, tal como Vernadsky la ha definido, a saber, el conjunto y la totalidad orgánica de la materia viviente, y a la vez la condición necesaria para la perpetuación de la vida.

Vernadsky (1960) ha escrito:

Todos los grupos vivientes están íntimamente enlazados los unos con los otros. Uno no puede existir sin los otros. Esa relación invariable entre diferentes grupos y estratos de vida es uno de los aspectos inmemoriales del mecanismo que opera en la corteza terrestre, y que se manifiesta a lo largo de la era geológica. (p. 102)

Esa misma idea está expresada más claramente aún:

La biosfera tiene una estructura muy bien definida, que determina sin excepción todo lo que se produce en su seno… Un ser humano que se observa en la naturaleza, como todo organismo viviente, como cada ser viviente, cumple una función definida de la biosfera, en el marco del espacio-tiempo específico de esta última. (Vernadsky, 1977, p. 32)

En sus notas de 1892, Vernadsky (1988) pone de relieve la actividad intelectual humana, en cuanto continuación del conflicto cósmico entre la vida y la materia inerte:

Las leyes que rigen aparentemente la actividad consciente de la vida de los pueblos han conducido a más de uno a negar la influencia de la personalidad sobre la historia, a pesar de que en el fondo, a través de toda la historia, asistimos a un combate permanente de los modos de existencia consciente (es decir, «no natural») con el orden inconsciente de las leyes inertes de la naturaleza, y en ese esfuerzo de la conciencia reside toda la belleza de los fenómenos históricos, la originalidad de su posición entre los otros procesos naturales. Con la medida de ese esfuerzo de conciencia puede ser juzgada una época histórica. (p. 292)

La semiosfera está marcada por la heterogeneidad. Los lenguajes que llenan el espacio semiótico son muy variados y se hallan enlazados unos con otros a lo largo de un espectro que va de una posibilidad completa y mutua de traducción hasta una imposibilidad también completa y mutua de traducción. La heterogeneidad está definida, a la vez, por la diversidad de los elementos que conforman la semiosfera y por las diferentes funciones de estos últimos. Si hiciéramos la experiencia mental de imaginar un modelo de espacio semiótico en el que todos los lenguajes hubiesen aparecido en un solo y mismo instante y bajo la influencia de los mismos impulsos, no obtendríamos nunca una estructura de código única, sino un conjunto de sistemas enlazados y diferentes. Podríamos, por ejemplo, construir un modelo estructural semiótico del romanticismo europeo y delimitar su armazón cronológico. Inclusive en el interior de un espacio totalmente artificial como el indicado no habría homogeneidad: inevitablemente, allí donde existen diferentes grados de iconicidad, ninguna traducción semántica completa es posible, sino solamente el establecimiento de correspondencias convencionales. Sin duda, el poeta y «partisanohéroe» de 1812, Denis Davydov, comparó la táctica guerrera de los «partisanos» con la poesía romántica, y declaró que el jefe de un grupo de guerrilleros no debería ser un «[…] teórico de espíritu calculador y de corazón frío […]: esa profesión romántica requiere una imaginación romántica, pasión por la aventura, y no se satisface jamás con una valentía seca y prosaica. ¡Es de Byron!» (Davydov, 1822, p. 83).

Basta con echar una mirada a su estudio sobre los procedimientos tácticos: Tentativa de elaboración teórica de las tácticas guerreras de los partisanos, con sus planos y sus mapas, para comprender que esa bella metáfora solo era un pretexto destinado a los espíritus románticos, amantes de los contrastes, para yuxtaponer nociones incompatibles entre sí. El hecho de que lenguajes diferentes se encuentren unificados por medio de una metáfora es la prueba de su diferencia esencial.

Debemos tomar en cuenta también el hecho de que los diferentes lenguajes tienen una duración de vida variable: la moda en el vestuario cambia a una velocidad que no puede ser comparada con el ritmo de evolución del lenguaje literario, y el romanticismo en el dominio de la danza no está sincronizado con el romanticismo en el dominio de la arquitectura. Así, mientras que algunos campos de la semiosfera conservan aún huellas de poética romántica, otros pueden estar ya comprometidos con el posromanticismo. Ni siquiera nuestro modelo artificial podría producir un cuadro [de pintura] homogéneo para un corte temporal estrictamente sincrónico. Esa es la razón por la cual, cuando tratamos de presentar una imagen sintética del romanticismo que permita incluir en ella todas las formas de arte (y tal vez igualmente de otros dominios culturales), la cronología tiene que ser sacrificada. Y esto es igual para el Barroco, para el clasicismo y para numerosos ismos.

Sin embargo, si hablamos, no de modelos artificiales, sino de modelizar el verdadero proceso literario (o, más ampliamente, el proceso cultural), debemos admitir que —para seguir con nuestro ejemplo— el romanticismo no ocupa más que una parte de la semiosfera, en la cual diversas formas culturales tradicionales continúan existiendo, algunas de ellas se remontan a la Antigüedad. Además, en todas las etapas del desarrollo de una cultura, tienen lugar contactos con textos que emanan de culturas que antes se encontraban fuera de las fronteras de la cultura en estudio. Esas invasiones se producen a veces por intermedio de textos aislados o de capas culturales enteras, y afectan de varias maneras la estructura de la «imagen del mundo» propia de la cultura en cuestión. A través de cada corte sincrónico de la semiosfera, diferentes lenguajes, en distintos estadios de su desarrollo respectivo, se encuentran en conflicto, y algunos textos se hallan sumergidos en lenguajes que no son los suyos, mientras que los códigos que permiten descifrarlos están totalmente ausentes. A modo de ejemplo de un mundo particular estudiado de manera sincrónica, podemos imaginar una sala de museo en la que se encuentran expuestas piezas provenientes de diferentes épocas, acompañadas de inscripciones redactadas en lenguajes conocidos y desconocidos, y con indicaciones para decodificarlas. A eso se añaden las explicaciones elaboradas por el personal del museo, los planos para los visitantes y las reglas de comportamiento destinadas también a los visitantes. Imaginemos en esa sala, asimismo, guías y visitantes, e imaginemos todo eso como un mecanismo único (lo que es en un sentido, efectivamente). Obtenemos así una representación de la semiosfera. Debemos recordar a continuación que el conjunto de los elementos contenidos por la semiosfera estaría enlazado entre sí de manera móvil y dinámica, no estática, en proporciones que cambian constantemente. Eso ocurre cuando se producen manifestaciones tradicionales, que se remontan a un lejano pasado que podemos constatar. La evolución de una cultura es fundamentalmente diferente de la evolución biológica, y el término evolución puede fácilmente inducir a error.

La evolución biológica implica la extinción de algunas especies y la selección natural; pero el investigador no ve más que las criaturas vivientes que le son contemporáneas. Un fenómeno análogo se produce en la historia de la tecnología: cuando un utensilio se hace obsoleto por el progreso técnico, «se jubila» en un museo, como pieza de colección. Ha dejado de vivir, por decirlo de alguna manera. En historia del arte, por el contrario, las obras que nos llegan de períodos culturales lejanos siguen cumpliendo un rol en nuestro propio desarrollo cultural como factores vivientes [véase el culto a las antigüedades]. Una obra de arte puede «morir» y volver más tarde a la vida; después de haber sido considerada desfasada, puede tornarse actualidad y hasta profética cuando habla del porvenir. Lo que está «en función» no es la capa temporal más reciente, sino la totalidad de la historia contenida en los textos culturales. El punto de vista estereotipado, evolucionista, que prevalece en la historia de la literatura saca su fuerza de la fuente de la influencia ejercida por las ideas evolucionistas de las ciencias naturales. Por el sesgo de ese acercamiento, la descripción de una literatura dada, en una fecha fija, está basada en la lista de las obras escritas ese año, en lugar de aquellas que han sido leídas ese mismo año, proceder que originaría verosímilmente una imagen muy diferente. Y resulta difícil decir cuál de las dos listas sería la más apta para caracterizar una cultura en un momento determinado. De tal manera que Pushkin juzgaba en los años 1824-1825 que Shakespeare era el escritor más actual; que Bulgákov consideraba a Gógol y a Cervantes como sus contemporáneos; y que la actualidad de Dostoievski es tan tangible en este fin del siglo XX como lo era a fines del xix. En el fondo, todo aquello que contiene la verdadera memoria de una cultura de manera directa o indirecta forma parte de esa cultura, en sincronía.

La estructura de la semiosfera es asimétrica. La asimetría encuentra su expresión en las corrientes de traducción internas que hacen permeable todo el espesor de la semiosfera. La traducción es un mecanismo de conciencia primaria. El hecho de expresar un concepto en una lengua diferente de la suya propia es una manera de llegar a la comprensión de ese concepto. Y, puesto que en la mayor parte de los casos los diversos lenguajes de la semiosfera son semióticamente asimétricos, es decir que están desprovistos de correspondencia semántica mutua, la totalidad de la semiosfera puede ser considerada como una generadora de información.

La asimetría aparece claramente en el lazo que se establece entre el centro de la semiosfera y su periferia. En el centro de la semiosfera, se forman los lenguajes más desarrollados y más estructuralmente organizados, y, en primerísimo lugar, la lengua natural de esa cultura. Podríamos decir que si ningún lenguaje (incluida esa lengua natural) puede funcionar a menos de ser sumergido en la semiosfera, entonces, ninguna semiosfera puede existir, como lo ha señalado Benveniste, sin una lengua natural en cuanto centro organizador. El hecho es que, más allá de una lengua estructuralmente organizada, numerosos lenguajes parciales pueblan la semiosfera, lenguajes que solo pueden servir para algunas funciones culturales, aunque también muchos sistemas semejantes a lenguajes a medio formar pueden ser portadores de semiosis a condición de estar incluidos en un contexto semiótico. Podríamos comparar esos sistemas a una piedra o a un tronco de árbol con forma bizarra, que pueden cumplir la función de una obra de arte si son tratados como tales. Un objeto cualquiera cumplirá la función que le sea asignada.

Para que esa masa de construcciones sea percibida como portadora de significación semiótica, debemos efectuar una «presunción de semioticidad»: la intuición semiótica de la colectividad, lo mismo que su conciencia propia, deben aceptar la posibilidad de que esas estructuras puedan ser portadoras de significación. Esas cualidades son elaboradas a través de la lengua natural. Por ejemplo, la estructura de las «familias de divinidades» y la de otros elementos esenciales de la imagen del mundo construida por una cultura dada son, con frecuencia, claramente dependientes de la estructura gramatical de la lengua concernida.

La forma más elevada de la organización estructural de un sistema semiótico, así como el acto que lleva esa organización a su término, sobrevienen cuando ese sistema se describe a sí mismo. Es la etapa en la que se escriben las gramáticas, las costumbres y las leyes codificadas. Sin embargo, cuando eso se produce, el sistema aventaja con una mejor organización estructural, pero pierde las reservas internas de indeterminación que lo hacían flexible, más apto para recibir información y para desarrollarse dinámicamente.

La etapa de autodescripción es una reacción necesaria contra la amenaza de una diversidad demasiado grande en el interior de la semiosfera: el sistema podría perder su unidad y su identidad, y desintegrarse. Trátese de lingüística, de política o de cultura, el mecanismo es el mismo: una parte de la semiosfera (por regla general, un miembro de su estructura nuclear) crea su propia gramática en el proceso de autodescripción; esa autodescripción puede ser realista o idealista, según que se oriente hacia el presente o hacia el porvenir. Luego se esfuerza por extender esas normas al conjunto de la semiosfera: la gramática parcial de un dialecto cultural se transforma en el metalenguaje descriptivo de la cultura en cuanto tal. El dialecto de Florencia, por ejemplo, se volvió la lengua literaria de Italia durante el Renacimiento; las normas legales [el derecho] de Roma se convirtieron en el sistema legal de todo el Imperio romano, y la etiqueta de la corte de Luis XIV devino en la etiqueta de todas las cortes europeas. Una literatura de normas y preceptos sale a la luz, y más tarde es estimada por los historiadores como el cuadro verdadero de la época en cuestión de su práctica semiótica. Esa ilusión es confortada por los contemporáneos mismos, convencidos de que viven y actúan siguiendo la manera prescrita. Un contemporáneo razona en cierta manera del modo siguiente: «Soy una persona cultivada (es decir, un griego, un romano, un cristiano, un caballero, un espíritu fuerte, un filósofo de las Luces, o un genio del Romanticismo). Como persona cultivada, encarno el comportamiento prescrito por ciertas normas. Solo los rasgos de mi comportamiento que corresponden a esas normas son considerados como actos. Si la debilidad, la enfermedad, la inconsecuencia, etcétera, me desvían de esas normas, entonces, semejante comportamiento no tiene significación, es inapropiado, y simplemente no existe». Una lista de aquello que, según un sistema cultural dado, «no existe», aunque lo que está oculto tenga lugar de hecho, es siempre esencial para trazar un retrato tipológico de un tal sistema. Andreas Capellanus, por ejemplo, autor de De amore (1184-1185), un tratado reputado sobre las normas del amor cortés, ha codificado cuidadosamente este concepto y establecido modelos de la fe dada a la dama, del deber de silencio, del servicio sacrificado, de la castidad, de la cortesía, etcétera, destinados al amante. No obstante, él ha violado, sin dudarlo, a una muchacha de pueblo, puesto que, en su imagen del mundo, ella era «inexistente» y los actos que le concernían no tenían la menor existencia porque se situaban fuera del dominio semiotizado.

La representación del mundo elaborada de esa manera será percibida por sus contemporáneos como una realidad. De hecho, será su realidad en la medida en que hayan aceptado las leyes de esa semiótica. Y las generaciones futuras (entre ellas, los eruditos), que reconstruirán la vida de esa época a partir de los textos que esta haya generado, se impregnarán de la idea de que la realidad cotidiana era allí realmente así. Pero las relaciones de ese metanivel de la semiosfera con la imagen real de su «mapa» semiótico, por una parte, y la realidad cotidiana de la vida, por otra parte, serán más complejas. Por lo pronto, si en el marco de la estructura nuclear en el que la autodescripción tiene su origen, esta representa de hecho la idealización de un lenguaje real, mientras que en la periferia de la semiosfera esa norma ideal será una contradicción de la realidad semiótica que está «por debajo», y no un derivado de esta última. Si en el centro de la semiosfera la descripción contenida en los textos genera normas, entonces, en la periferia esas normas, que invaden activamente las prácticas «incorrectas», generarán textos «correctos» que concordarán con ellas. Seguidamente, capas enteras de fenómenos culturales que, desde el punto de vista de un metalenguaje dado son marginales, no tendrán ninguna relación con el retrato idealizado de esa cultura. Serán declaradas «inexistentes». Desde la época de la escuela cultural-histórica, el género preferido de no pocos eruditos consiste en artículos del tipo: «Un poeta desconocido del siglo XII», «Otros comentarios sobre un escritor olvidado de la época de las Luces», etcétera. ¿De dónde proviene ese stock inagotable de personajes «desconocidos» y «olvidados»? Se trata de escritores que en su tiempo fueron considerados como «inexistentes», e ignorados por la universidad durante el largo tiempo que el punto de vista de esta última coincidió con la concepción normativa del período. Pero los puntos de vista evolucionan y de repente los «desconocidos» aparecen. Recordemos que el año en que murió Voltaire, Louis-Claude de Saint-Martin, un «filósofo desconocido», tenía ya treinta y cinco años; que Restif de la Bretonne había escrito más de doscientas novelas, que los historiadores de la literatura no habían sido capaces de clasificar debidamente, pues lo nombran como «el pequeño Rousseau», o como «un Balzac del siglo XVIII»; y que en la época romántica un tal Vasily Narezhny vivía en Rumania. Escribió unos veinticinco volúmenes de novelas que «no fueron destacadas por sus contemporáneos hasta que no se descubrieron en ella trazas de realismo».

Así, mientras que el metanivel presenta la imagen de una unidad semiótica, el nivel de la realidad semiótica que describe el metanivel ve florecer toda suerte de otras tendencias. Mientras que la representación del nivel superior hace ostentación de un color liso y uniforme, el nivel inferior es tornasolado y está recorrido por numerosas fronteras que se entrecruzan. Cuando Carlomagno, a fines del siglo VIII, entregó la espada y la cruz a los sajones, y san Vladimiro, un siglo más tarde, bautizó la Rusia de Kiev, los grandes imperios bárbaros de Oriente y de Occidente se convirtieron en Estados cristianos. Pero su cristianismo era un medio de autocaracterización, y en cuanto tal, se extendía a los metaniveles políticos y religiosos, en los cuales se desarrollaban tradiciones paganas y diferentes formas de compromisos con la vida real. No hubiera podido ser de otra manera, puesto que las masas habían sido obligadas a convertirse al cristianismo. El terrible baño de sangre infligido por Carlomagno a los sajones paganos en Verdún dejaba pocas oportunidades para incitar a los bárbaros a aceptar los principios del sermón de la montaña.

Y, sin embargo, sería falso sugerir que ese simple cambio de nomenclatura [cristianos por bárbaros] no tuvo efecto sobre los niveles «inferiores», porque la cristianización se transformó en evangelización, e, incluso en el nivel «semiótico real», contribuyó efectivamente a la unificación del espacio cultural de esos Estados. Las corrientes semánticas no circulan solamente a lo largo de los niveles horizontales de la semiosfera, sino que tienen efecto en la dirección vertical, y favorecen diálogos complejos entre los diferentes niveles.

No obstante, la unidad del espacio semiótico de la semiosfera no está asegurada solamente por formaciones metaestructurales: el factor unificador de la frontera es más fundamental aún. Él separa el espacio interno de la semiosfera y su espacio externo, su interioridad y su exterioridad.

II

La noción de frontera

Paradójicamente, el espacio interno de la semiosfera es a la vez desigual, asimétrico, y unificado, homogéneo. Aunque se compone de estructuras en conflicto, no por eso deja de poseer una verdadera individualidad. La autodescripción de la semiosfera implica el empleo de un pronombre personal en primera persona. Uno de los primeros mecanismos de la individualización semiótica es el de la frontera, que puede ser definida como el límite exterior de una forma en la primera persona. Ese espacio es «el nuestro», «el mío», está «cultivado», «sano», armoniosamente «organizado», etcétera, por contraste con «su espacio», que es «otro», «hostil», «peligroso», «caótico».

Toda cultura comienza por dividir el mundo en «mío», espacio interno, y «suyo», espacio externo. La manera como esa división binaria es interpretada depende de la tipología de la cultura concernida. Pero la división verdadera es la que proviene de los universales culturales humanos. La frontera puede separar los vivientes de los muertos, los sedentarios de los nómadas, los pueblos del campo de las ciudades; puede ser estatal, social, nacional, regional, confesional o cualquier otra. Se constata una similitud asombrosa, incluso entre civilizaciones que no tienen contacto las unas con las otras, entre los modos de expresión empleados para describir el mundo que se encuentra más allá de la frontera. El monje cronista de Kiev, en el siglo XI, describía la vida de las tribus eslavas del este, que eran aún paganas, en los siguientes términos:

Los drevlyens vivían como los animales, como el ganado; se mataban los unos a los otros, comían alimentos impuros, ignoraban todo acerca del matrimonio y se contentaban con robar muchachas de la otra ribera del río. Los radimuki, los vyatichi y las tribus nórdicas compartían las mismas costumbres: vivían en la selva como bestias salvajes, comían alimentos impuros y usaban un lenguaje grosero delante de sus padres y de sus nueras, ignoraban todo acerca del matrimonio, pero organizaban juegos entre sus pueblos, y en su desarrollo bailaban y cantaban toda clase de cantos diabólicos. (Monumentos literarios de la Rusia antigua, 1978, p. 31)

He aquí cómo un cronista franco del siglo VIII