La guerra civil española

El gobierno espera

~ 10-17 de julio de 1936 ~

Corría el mes de julio de 1936 y, en unas horas, el golpe militar contra la República del que se venía hablando desde hacía meses constituyó para todos, incluso para quienes habían conspirado, un acontecimiento asombroso en su magnitud e incierto en su desarrollo. El gobierno de la República, presidido por Santiago Casares Quiroga, había celebrado el día 10 su acostumbrada reunión de los viernes, en la que el ministro de Comunicaciones y Marina Mercante, Bernardo Giner de los Ríos, entregó unas notas con abundante documentación sobre las conversaciones captadas por la policía entre los militares que conspiraban contra la República. La sublevación militar, dijo Casares, puede ser inmediata, quizás mañana o pasado. Tenían en la mano todos los hilos de la trama y hasta las instrucciones enviadas por uno de los jefes de la conspiración, el general Mola, que habían sido recogidas por el director general de Seguridad, José Alonso Mallol. A la vista de estos informes, los presidentes de la República y del Gobierno habían decidido que solo existían dos opciones: abortar el movimiento ordenando la detención inmediata de todos los implicados o esperar a que la conspiración estallase para someterla y destrozar de una vez la amenaza constante que desde su nacimiento venía pesando sobre la República. Optaron por la segunda.

Esperar a que la sublevación se produjera fue lo que en agosto de 1932 habían decidido también Manuel Azaña, como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, y Santiago Casares, como ministro de la Gobernación, ante los informes policiales sobre una inminente rebelión encabezada por el general Sanjurjo. Por aquel entonces, esperaron a que se diera y, cuando salieron a la calle los primeros insurrectos, fue suficiente la intervención de la policía y la Guardia Civil para sofocar en unas horas la rebelión.

Esa era la experiencia del Gobierno republicano y esa fue su posición desde que, a raíz del triunfo del Frente Popular en las elecciones de 16 de febrero de 1936, empezaron a correr rumores y a circular noticias sobre una nueva conspiración militar. Manuel Azaña, que asumió la presidencia del Gobierno el 19 de febrero ante la precipitada dimisión de Manuel Portela, calificó a finales del mismo mes, en una entrevista con el embajador de Francia, como «charlas de café» todo lo que se decía acerca de la «pretendida agitación de los militares». Luego, desde la presidencia de la República, y cuando los informes policiales confirmaron los progresos de la conspiración militar, su respuesta, junto a la de su sucesor en la presidencia del Gobierno, Santiago Casares, fue que lo mejor era esperar a que los militares se decidieran de una vez para así poder aplastar la rebelión y acabar con la agitación de los cuarteles. Mientras tanto, habían tomado medidas que consideraron suficientes para desarticularla: detención y encarcelamiento del jefe nacional de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, y de algunos de sus camaradas, varios cambios o combinaciones de destino de mandos militares, ascensos y nombramientos de militares presuntamente leales al frente de la Guardia Civil y de la sección de Asalto de la Policía Gubernativa. Con eso, creían disponer de suficientes resortes de poder para sofocar la rebelión, pues estaban seguros de que la mayoría de generales, con quienes habían mantenido conversaciones en las que recibieron promesas de lealtad a la República, se mantendrían fieles a sus juramentos.

No faltaron, sin embargo, ocasiones en que el presidente del Gobierno recibió noticias alarmantes acerca de lo que se estaba tramando. Unos días antes de la rebelión, varios representantes de los partidos del Frente Popular de Ceuta le informaron de que, en Marruecos, algunas banderas del Tercio realizaban ejercicios tácticos sobre el supuesto de una sublevación comunista en la península. Casares cogió entonces un paquete de telegramas y, agitándolos, dijo a los emisarios: «Aquí tengo la adhesión de todos los capitanes generales… No se preocupen… No pasará nada… Estoy deseando que esos cobardes salgan a la calle, que a escobazos, con unos cuantos guardias de asalto, los meto en los cuarteles». Lo mismo había respondido al socialista Indalecio Prieto cuando, acompañado por dos miembros de la comisión ejecutiva del PSOE, había ido a informarle del complot militar: «Lo que yo quiero es que se echen a la calle de una vez para yugular la rebelión». Mejor que el grano estallase para sajarlo: esa era la estrategia concebida por el presidente del Gobierno con el beneplácito del presidente de la República.

La estrategia de esperar la sublevación para salir a su paso y aplastarla era compartida también por los partidos del Frente Popular y por los dos grandes sindicatos, aunque con propósitos finales bien distintos a los del Gobierno republicano. En mayo de 1936 la CNT celebraba en Zaragoza un congreso que dedicó lo mejor de su tiempo a debatir la organización de la futura sociedad libertaria. Los grupos de afinidad que formaban la FAI habían decidido que, con las izquierdas triunfantes en las elecciones de febrero, se produciría una sublevación militar y tendrían entonces que «salir a la calle a combatirla por las armas». Hasta tal punto estaban convencidos, que el Congreso confederal invitó a la UGT a «la aceptación de un pacto revolucionario» que reconociera el fracaso del sistema de colaboración política y parlamentaria con los republicanos y dejara de prestar su apoyo al régimen imperante. Para que la revolución social fuera una realidad efectiva —pensaban los anarcosindicalistas— era necesario destruir por completo el régimen político y social, y la respuesta a la rebelión militar sería la mejor oportunidad para acometer la tarea.

Con parecido argumento, en las últimas semanas de junio Francisco Largo Caballero, secretario general de la UGT, evocaba en uno de sus discursos los rumores de conspiración militar: «Si se quieren proporcionar el gusto de dar un golpe de Estado por sorpresa, que lo den… No conseguirán más que disfrutar unos días o unos meses de la satisfacción que pueda proporcionarles el mando, porque no quiero suponer que nos vayan a cortar a todos la cabeza». Entre los dirigentes de los dos grandes sindicatos reinaba la seguridad de que la revolución obrera sería esta vez la respuesta a un golpe militar que los republicanos en el poder no serían capaces de derrotar. Y si Casares había optado por esperar, a finales de junio Largo Caballero, ante los informes de inminente rebelión, respondía en el mitin de clausura del congreso de uno de los más veteranos y potentes sindicatos de la UGT, la Federación Nacional de la Edificación: «Se nos está hablando todos los días del peligro de la reacción y del golpe de Estado […] ¡Ah! Pero tengan en cuenta los que lo hagan que al día siguiente, por muchos entorchados en las bocamangas, la producción no la harán ellos, que tenemos que hacerla nosotros, y sin producción no hay entorchados ni hay fusiles». A la clase obrera no se la puede vencer: esa era una realidad histórica, política y económica, a la que se atenía el líder de la UGT; antes o después, la clase obrera siempre triunfa. En la primavera de 1936, los dirigentes de la UGT, como los de la CNT, estaban convencidos de que un gran sindicato, declarando una huelga general y la salida a la calle de sus afiliados, era capaz de derrotar a un ejército que hubiera emprendido la conquista del poder por medio de un golpe de Estado.

De esta manera, republicanos, socialistas y anarcosindicalistas se mantuvieron desde principios de junio en una agotadora espera de la rebelión, los primeros repitiéndose que era necesario llevar la situación a la crisis total, para que estallase; los segundos, convencidos de que la iniciativa de los militares abriría a la clase obrera las puertas del poder oponiéndole una huelga general; los terceros, decididos a responder en la calle con las armas. Mientras tanto, las respectivas organizaciones juveniles, que esperaban cada día el golpe para «esta noche», se enfrentaban en la calle a tiros con sus enemigos de Falange Española, que engrosaba sus filas con los jóvenes de Acción Popular. Las voces de alerta sobre el creciente deterioro del orden público que llegaban de gentes más cautas cayeron en oídos sordos: eran, como respondían los jóvenes socialistas a las continuas advertencias de Indalecio Prieto, «cuentos de miedo».

Los dos presidentes de la Segunda República Española, Niceto Alcalá Zamora (1931-1936) y Manuel Azaña (1936-1939).

Los dos presidentes de la Segunda República Española, Niceto Alcalá Zamora (1931-1936) y Manuel Azaña (1936-1939).

La conspiración avanza

Los conspiradores, sin embargo, no esperaban. En realidad, las conspiraciones contra la República se remontaban al día mismo de su proclamación, el 14 de abril de 1931, cuando se reunieron destacadas personalidades del monarquismo, como Ramiro de Maeztu, José Calvo Sotelo, José Yanguas Messía, el marqués de Quintanar, Eugenio Vegas y José Antonio Primo de Rivera, en casa del conde de Guadalhorce para constituir —como ha escrito José Ángel de Asiaín— una escuela de pensamiento con el propósito de derrocar por todos los medios a la nueva República. Fueron también miembros de la aristocracia monárquica los que alentaron y financiaron el golpe de Estado del general Sanjurjo en agosto de 1932 y quienes a través de Acción Española comenzaron a recaudar fondos con objeto de mantener viva la conspiración a pesar de su primer fracaso: duques, condes, marqueses y financieros, con el empresario Juan March en primera línea, aportaron a la causa más de 17 millones de pesetas, y fue un clérigo cercano a Acción Española y canónigo magistral en la catedral de Salamanca, Aniceto Castro Albarrán, quien publicó en 1933 El derecho a la rebelión, con el que proporcionaba una cobertura teológica a los planes de los monárquicos.

Un año después, en marzo de 1934, dirigentes de la Comunión Tradicionalista, de Renovación Española y de la Unión Militar Española visitaron a Benito Mussolini para solicitarle ayuda en forma de armas y de dinero en metálico. No fueron ellos los únicos: desde junio de 1935, Falange Española contaba con una subvención mensual de 50 000 liras del gobierno fascista de Italia, que José Antonio Primo de Rivera retiraba en París cada dos meses con el pensamiento puesto en el golpe de Estado del que la Junta Política de su partido había tratado durante el verano. Y cuando se acercaban las elecciones de febrero de 1936, los dirigentes de Falange planearon una insurrección desde Toledo sostenida por profesores y cadetes de la Academia, convencidos de que a su acción seguiría el levantamiento del resto del Ejército. En fin, a mediados de junio, José María Gil Robles, jefe aclamado de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), hará llegar al general Mola, que dirigía la conspiración desde Pamplona, medio millón de pesetas como parte del remanente del fondo electoral de su partido, en la seguridad de que todos los donantes habrían estado de acuerdo en que se aplicara a ese fin.

José María Gil Robles, jefe aclamado de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), fotografiado en un acto en 1935.

Solo el temor a que la oficialidad no secundara en frío «un movimiento contra los poderes constituidos si la Guardia Civil y la Guardia de Asalto no formaban parte del mismo», impidió en febrero de 1936 a los generales Franco, Fanjul y Goded declarar por su cuenta el estado de guerra con el objeto de evitar la formación de un gobierno republicano, cuando la prensa daba por seguro el triunfo del Frente Popular en las elecciones del día 16. Dos semanas después, a principios de marzo, los generales Franco, Mola, Saliquet, Rodríguez del Barrio, Orgaz, Villegas, García de la Herrán, González Carrasco, Varela y Ponte, más el coronel Galarza, que llevaba la representación del general Sanjurjo, exiliado en Portugal, mantuvieron una reunión en casa de José Delgado Hernández de Tejada, que había sido candidato de la CEDA a diputado por la provincia de Madrid, en la que decidieron preparar un golpe de Estado que habría de ejecutarse el 20 de abril. Días antes de la fecha prevista, el 14, y mientras se celebraba el desfile conmemorativo del quinto aniversario de la proclamación de la República, sonaron, muy cerca de la tribuna presidencial, unos disparos que acabaron con la vida de un alférez de la Guardia Civil, Anastasio de los Reyes. En su entierro un grupo de falangistas provocó disturbios, de los que resultaron varios muertos y heridos al enfrentarse con una patrulla de Guardias de Asalto al mando del teniente José del Castillo. Los planes de los conspiradores se vieron alterados hasta que, finalmente, tras los sucesivos asesinatos del capitán Carlos Faraudo y del mismo teniente Castillo, instructores ambos de milicias socialistas, y la venganza perpetrada en la persona de José Calvo Sotelo con su asesinato en una camioneta de la policía, decidieron ponerlos en marcha. Mientras Mola preparaba las órdenes de inmediata rebelión, el general Franco tomaba el avión que el escritor y periodista Torcuato Luca de Tena había contratado para su traslado a la península desde Canarias. De este modo, el viernes 17 de julio daba comienzo la rebelión militar apoyada por amplios círculos de la derecha monárquica y católica y por las milicias armadas del Requeté —organización paramilitar carlista, cuyos miembros eran conocidos también como boinas rojas— y de Falange.

Introducción

Una guerra civil de alcance internacional

«La Guerra Civil de 1936 a 1939, sin duda ninguna, es el acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y quién sabe si el más decisivo de su historia», escribió Juan Benet cuando se cumplían cuarenta años de su comienzo. Y ahora, cuando han transcurrido otros cuarenta años, no cabe más que repetirlo suprimiendo sus cautelas: ya sabemos todos que lo fue, sin duda alguna. Guerras y revoluciones, hubo varias en España desde 1808: contra el invasor francés, pronto llamada de independencia; entre las facciones absolutistas y liberales, que han pasado a la historia con el nombre de carlistas; la guerra de Cuba, interminable y, a su fin, un desastre de contienda contra Estados Unidos en 1898. Y de desastre a catástrofe, la guerra de Marruecos, prólogo y motivo de la primera dictadura militar del siglo xx. Por lo demás, el recurso a la violencia fue habitual en las luchas políticas del siglo xix: decenas de algaradas, levantamientos e insurrecciones esmaltaron la historia política de España desde la revolución de los años treinta hasta la de 1868 y después.

Pero a pesar de las muchas guerras e insurrecciones, ninguna de ellas agota la explicación del siglo xix en España. El siglo xx, sin embargo, es radicalmente impensable sin la guerra civil. Y esto es así porque, a diferencia de las contiendas decimonónicas, que unas veces acabaron sin un claro vencedor y otras dieron lugar a paces y abrazos de diverso signo, la guerra civil de 1936 a 1939 logró plenamente el propósito de quienes la iniciaron tras una rebelión militar fracasada, pero no por ello sofocada: un vencedor que exterminó al perdedor y que no dejó espacio a una paz digna de este nombre.

Nuestra guerra civil —como fue llamada durante varias décadas— quebró un proceso de rápido cambio social y redujo la complejidad y múltiple fragmentación de la sociedad española a dos bandos enfrentados a muerte, con el resultado de que el vencedor nunca accedió a ningún tipo de reconciliación que posibilitara la reconstrucción de una comunidad política con los vencidos. Desde el término de la guerra y hasta el fin de la dictadura que fue su inmediata secuela, España vivió las consecuencias de la guerra, que aun habría de extender su sombra durante todo el período de transición a la democracia.

Alcanzó tanta magnitud aquel crimen de lesa patria y sus efectos fueron tan perdurables que en ocasiones se buscan para la guerra civil causas metahistóricas, como situar su origen en el ser o carácter de los españoles, condenados desde el principio de los tiempos a enfrentamientos violentos. De este modo, nadie aparece como responsable y las culpas por las destrucciones y los crímenes causados quedan repartidas o no son de nadie, sino de una fatalidad que empujaría a los españoles desde siempre a matarse mutuamente. Es preciso, pues, al adentrarnos en la guerra civil española de 1936 a 1939, volver a recordar que no fue la culminación de una historia de mil años, ni siquiera de cien, sino su brusca quiebra, un corte profundo infligido por una rebelión militar, con amplias complicidades en fuerzas políticas y militarizadas de las diversas derechas monárquicas, católicas y fascistas, en una sociedad que experimentaba desde comienzos del siglo xx un proceso de rápida y profunda transformación económica, política, social y cultural, que la había llevado a un fecundo reencuentro con las democracias y las culturas secularizadas europeas.

españolaeuropea

De ahí que en las primeras semanas la contienda tuviera la inevitable apariencia de guerra antigua, con campesinos fusil al hombro haciendo frente como milicianos a un ejército mercenario, actuando a la manera de un ejército colonial; con obreros patrullando por las calles de las ciudades a la búsqueda del enemigo de clase; de muertos en ajustes de cuentas, de violencia sin control, a cargo de jóvenes fascistas, católicos, anarquistas, comunistas o socialistas: todo eso ponía en evidencia las raíces españolas de la guerra. Pero sobre ella cabalgaba el ensayo de una guerra moderna, de tanques y aviones, de ciudades bombardeadas desde el mar y desde el aire, de ejércitos extranjeros, una guerra europea en miniatura. La primera se habría agotado en unas semanas sin la segunda; pero la segunda no habría podido adelantar en suelo español el futuro que esperaba a Europa y al mundo, sin la primera. Aquí seguiremos su curso, dedicando preferente atención a sus contenidos políticos: rebelión militar y construcción de un Nuevo Estado Español, de un lado; revolución y defensa de la República del otro.