Exilios

EXILIOS(1936-1945)

La presente obra ha sido publicada en régimen de coedición con el
Excmo. Ayuntamiento de Irun y ha contado con el patrocinio de
“La Granja Nª Sª de Remelluri”.

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© 2002, Herederos de Dolores Salís

© De la presente edición: 2009, ALBERDANIA, S.L. y Excmo Ayuntamiento de Irun.

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ISBN edición impresa: 84-95589-43-5

ISBN edición digital: 978-84-9868-108-6

ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-133-8

Depósito legal: SS. 684/2002

SEMBLANZA DE DOLORES SALÍS

Mi madre murió plácidamente, en septiembre de 1999, casi centenaria, en la casa que la vio nacer. Le faltaron tres meses para haber tocado tres siglos. Irunesa, pasó la mayor parte de su vida en el pueblo fronterizo.

Fue testigo de tres guerras. Una de ellas, la civil española, alcanzó de lleno el centro de su existencia.

Joven madre de cinco hijos, con un marido republicano implicado en la absurda contienda, huyó como la mayoría de la gente a la otra orilla del Bidasoa.

Han pasado cincuenta años. El mundo actual no tiene nada que ver con el que ella narra. Ya muy anciana, recordaba todo aquello, y lo hacía con agrado, sin rencor, defendiendo el testimonio de penuria, de vida simple, de pueblo pequeño en el que nos desenvolvimos hasta la llegada de nuestra actual modernidad.

Fue una gran trabajadora. Su actividad estuvo supeditada a sus condiciones físicas. Siendo joven, hacía escultura, trabajando directamente los bloques de dura piedra con cincel y mazo. Cuando empezó a perder facultades, se dedicó al esmalte, siempre autodidacta. En aquella época no era fácil disponer de hornos eléctricos. Su tenacidad y la inestimable colaboración de Juanillo Iguarán, electricista municipal de la calle Santiago, hombre ingenioso y de recursos, salvaron la situación. Con una caja metálica de galletas, en cuyo interior quedaba aislada una pequeña mufla, rodeada de resistencias de hornillos de cocina, consiguieron alcanzar los grados de temperatura necesarios para fundir los esmaltes. Hasta muy entrada en años realizó una obra importante, y expuso con éxito en diversas ciudades. El Via Crucis que actualmente se halla en la ermita de Santa Elena, en Irún, es obra realizada y donada por Dolores Salís.

Cerca ya de sus ochenta años, empezó a fallarle la vista. Tras una operación de cataratas, se vio obligada a abandonar el minucioso trabajo del esmalte. Con una Olivetti de teclado de letras grandes, inició su nueva aventura artística. Escribió casi hasta su muerte. Siempre inmersa en los García Márquez, Marguerite Duras, etc., a los miembros de su familia nos hacía mucha gracia el espíritu, la tenacidad y sobre todo el afán de trabajo de nuestra madre. “Reíros, reíros –decía–. Algún día veréis libros míos en letra de imprenta”.

Me alegro mucho de que mi madre tuviera razón, y desde este prólogo le envío un abrazo.

Jaime Rodríguez Salís

Junio de 2002

NOTA DEL EDITOR

“¿A quién no se le ha ocurrido escribir alguna vez en su vida?”, se pregunta Dolores Salís en la breve introducción a su relato memorialístico. Diríase que pidiera disculpas por la osadía de adentrarse en un arte al que únicamente se había aproximado como degustadora. Sin embargo, como el lector comprobará desde las primeras líneas, la autora de las presentes páginas poseía un temperamento estético extremadamente afinado, de forma que apenas hubo disciplina artística que le resultara ajena, y es ese temperamento artístico, indisolublemente unido a una aguda sensibilidad observadora, el que dirige en todo momento la pluma de Dolores Salís.

No obstante, su arte narrativo está siempre más atento a “escribir con verdad”, en feliz expresión de Miguel Sánchez-Ostiz, que a la pirotecnia formal. En efecto, Dolores Salís habla con verdad de una época de su vida (y de la de su pueblo) que dejaba pocos resquicios para la especulación esteticista. Así, su cincel literario, puesto al servicio de la fidelidad a la memoria, modela un impresionante bajorrelieve de la vida en los tiempos de la ira. Y lo hace, además, de forma extraordinariamente pudorosa, transmitiendo sin cesar una poderosa corriente de comprensión y benevolencia hacia las personas y personajes “arrastrados por la resaca” de una guerra probablemente más cruel que cualquier otra.

Su pudor la lleva, incluso, a ocultar su propia identidad bajo el nombre de María, y la de su marido, Luis Rodríguez Gal, el inolvidable “Luis de Uranzu”, bajo el de Miguel Zumeta. Cubiertos por el velo de la discreción aparecen, asimismo, los nombres de muchas de las personas que compartieron aquella etapa con el matrimonio Rodríguez-Salís. Otros, casi siempre personajes que han dejado honda huella en la historia, constan con su verdadero nombre.

El editor, de acuerdo con la familia de la autora, ha respetado en todo momento esa leve (y a menudo piadosa) maniobra literaria, convencido de que no resta un ápice de interés humano a la aportación de Dolores Salís a la memoria colectiva del país.

La crónica fiel y detallada que el lector recibe, por tanto, no ha sufrido más alteraciones respecto a su redacción original que unos ligeros retoques de lenguaje y la introducción de un sistema de epígrafes, que, a juicio de este editor, puede facilitar la ya de por sí amena lectura del texto y, tal vez, servir de ayuda para la localización de determinados pasajes y escenas.

Agradezco profundamente a Jaime Rodríguez Salís la confianza que me ha mostrado al hacerme depositario de este tesoro familiar, y a Josefa María Setién, Asun Balzola, José Monje y Luis Lago su interés e inestimable colaboración en tan gratificante proyecto editorial.

J.G.B.

Irún, junio de 2002

Antes de que los años, que avanzan a galope, hayan entumecido por completo mis sentidos, me he decidido a escribir. Muchas veces he tenido intención de hacerlo, pero ¿a quién no se le ha ocurrido escribir alguna vez en su vida?

La vejez es enojosa, pero no hay que asustarse. Además, no podemos optar. Ahora tengo que darme prisa, ya que, con esta serenidad forzosamente adquirida, parece que lo pasado, lo lejano, se ve con mayor claridad.

Pero no penséis que voy a aburriros recordando la infancia y la juventud de una vida vulgar y feliz como fue la mía.

No tengo la pretensión de escribir mis memorias, que, de hacerlo, serían como todas las memorias, muy poco sinceras.

Quiero escribir acerca de una época de mi vida en la que la explosión de la Guerra Civil de España primero, y de la Mundial después, desequilibró nuestro continente, haciendo salir de sus madrigueras a muchos que vivían tranquilamente en ellas, sin afán de aventuras. Voy a relatar episodios presenciados por mí desde el año 1936, principio de nuestra guerra, hasta el fin de la mundial, y retratar personajes conocidos, más o menos importantes, con los que la casualidad me puso en contacto.

Lamento que este libro no lo haya podido escribir mi marido, “Luis de Uranzu”, ya fallecido, que compartió conmigo este periodo turbulento. Lo hubiera hecho mejor que yo, pero me esforzaré en sustituirlo, recurriendo a mi buena memoria.

D.S.

DE IRÚN A PARÍS UN VIAJE DE IDA Y VUELTA ENTRE DOS GUERRAS

Arrastrados por la resaca

¡Expectación al pasar el puente! Al extremo de éste, tras una valla provisional, se apiñaban los veraneantes franceses, que no habían contado –entre los muchos alicientes que les ofrecían los folletos de propaganda– con este espectáculo de una guerra sin riesgo para el espectador.

Entre la gente que huía, alguien llevaba a un niño con la cabeza vendada. Jugando a las guerras con otros chicos, y excitados todos ellos por las incursiones de una avioneta y por los cañonazos que se oían a lo lejos, le habían estropeado un ojo de una pedrada. “¡Los primeros heridos!”, exclamaron emocionados los veraneantes de jerseys de vivos colores, vestidos floreados y sandalias o alpargatas. Era la época en que tímidamente empezaban a hacer su aparición los shorts masculinos.

Los grupos de fugitivos que incesantemente cruzaban la frontera iban acomodándose en Hendaya como podían, pero tuvieron que pasar antes por una caseta de sanidad para vacunarse. Traían poco dinero. Sólo se les permitía sacar de España la mísera suma de quinientas pesetas. Pero con estas quinientas pesetas y las que pudieron pasar a escondidas entre la ropa, dentro de los zapatos y en los dobladillos de los vestidos, pensaron poder aguantar unos pocos días, los que ellos calculaban que serían suficientes para que las cosas se normalizasen y pudiesen volver a España.

Aquella gente no se había movido de sus casas durante los primeros días del conflicto. Reinaba un gran desconcierto, y pocos sabían a ciencia cierta qué era lo que estaba sucediendo.

Por la radio se oían noticias de cantidades de tropas moras que estaban atravesando el Estrecho, de desmanes de los anarquistas en Barcelona, de concentración de voluntarios en Pamplona y en otros puntos de la Península, de sublevaciones en los cuarteles, de ataques a las cárceles…

Los carabineros no sabían a quién tenían que obedecer. En Irún empezaban a aparecer grupos de mineros asturianos. La Pasionaria arengaba a los obreros por la radio. También por la radio, una voz convocaba a los vascos.

–Entzun, entzun, euskaldunak! Danak Iruñara!

Aquellos que jamás salían a la calle sin sombrero y corbata, empezaron a aparecer despechugados y con la cabeza descubierta: sin duda para no destacar de los proletarios que iban tomando posesión del pueblo. Es posible que en esos momentos se iniciase el “sinsombrerismo”, moda que ha acabado por invadir el mundo entero.

Algunas señoras mayores hasta se atrevieron a ponerse alpargatas.

María atravesó la frontera con sus sobrinos. Éstos estaban pasando una temporada en su casa, mientras sus padres tomaban las aguas de Fitero. El conflicto les había sorprendido, y María no tuvo más remedio que cargar con los chicos.

Pudo alojarse con ellos en Hendaya, en una habitación de planta baja que daba a un gallinero. Había en ella una gran cama y dos sillas. Un vecino del primer piso le prestó un estrecho jergón de alambre. Sobre el jergón, María puso una manta doblada en dos, y se las apañaron para poder dormir los cinco niños y ella, entre las dos camas. Lo malo fue que a dos de los niños les prendió la vacuna y les produjo fiebre, y los otros se asfixiaban por el calor.

Al día siguiente se oían cañonazos hacia San Sebastián y hacia el mar, y también por la parte de Navarra. Luego se supo que los “requetés” habían volado el puente de Endarlaza y avanzaban hacia Irún, donde dos avionetas hacían incursiones lanzando bombas sobre el Centro Republicano y otros edificios destacados.

La cosa se iba poniendo muy seria. Cundió el pánico, y todo el que pudo obtener permiso para salir de España preparó lo más esencial y cruzó la frontera.

Y en Hendaya no se encontraba una habitación. Para alojar a la gente, se utilizaban almacenes, barracones de ganado, garajes, portales, etc. No había donde meterse. Se veían señoras de mucha edad sentadas en sillas y butacas cedidas por caridad, en las aceras, en el borde de las carreteras… Las autoridades francesas preparaban trenes enteros para enviar a la gente al interior.

Los que creyeron al principio que todo terminaría pronto, se impacientaban. Para los partidarios de la República, el panorama se presentaba sombrío, pero tampoco los otros estaban satisfechos con el curso de los acontecimientos. El coronel Beorlegui avanzaba, cierto, pero todavía San Marcial estaba en manos de los republicanos. Se decía que algunos elementos de la Brigada Internacional habían organizado una defensa cerrada del monte.

Las mujeres, los niños y los ancianos continuaban cruzando la frontera. Los enfermos y los muy viejos venían en ambulancias y en camillas. Entre éstos, traían a una señora de edad avanzadísima, de carácter novelesco y de encendida fantasía.

–Ya es la segunda vez que tengo que refugiarme en Francia por causa de la guerra –decía, encantada de la aventura–. La primera fue en la Guerra Carlista.

Una señora que acababa de llegar a Hendaya, a quien María conocía bastante, se acercó a ésta con aire misterioso:

–Tu conoces a la mujer de Alexandre, ¿no? –le dijo.

María contestó afirmativamente, y entonces la señora le contó que acababa de encontrarse con un primo de su marido, que por milagro se había librado de ser fusilado. Aquella misma madrugada le habían sacado del fuerte de Guadalupe, juntamente con otros presos. Los iban a fusilar a todos. Un nacionalista vasco consiguió, a fuerza de ruegos, que un cura acompañase en el coche a los prisioneros para que pudieran confesarse antes de morir.

Llegaron ante la puerta del cementerio de Irún, y los que custodiaban a los condenados a muerte les hicieron apearse al mismo tiempo que el sacerdote. En este momento, su primo, bruscamente impulsado por la desesperación, dio un fuerte empujón a los que le rodeaban y, en un brinco de gato montés, cruzó la carretera y se tiró de cabeza desde lo alto de una cantera. Tuvo la suerte de caer sobre unas zarzas. Se oyeron disparos, pero como aún era de noche, no pudieron perseguirle. Completamente arañado, salió como pudo de entre las zarzas y corrió ladera abajo hasta llegar al pretil de la carretera de Behobia, desde donde se tiró, también de cabeza, sin saber dónde iba a caer. Como afortunadamente la marea estaba muy alta y sabía nadar, pronto se encontró en Francia.

–A los otros los han fusilado. Uno de ellos es Alexandre –continuó la señora– Tendrás que dar la noticia a su familia.

María quedó aterrada, espantada ante la perspectiva de informar a sus amigos de la tragedia.

Afortunadamente, se encontró con un pariente del fusilado, quien se encargó de comunicar a la familia la horrible noticia.

María estaba bastante inquieta por su marido, que como todos los hombres jóvenes, había tenido que quedarse en España. Se fue al puente para ver si podía enterarse de algo. En la frontera, la actividad era creciente. En la raya española se veían hombres completamente extraños a la tipología del país. Muy morenos y barbudos, de gorrito cuartelero negro y rojo, donde se leía F.A.I. o C.N.T., con la cartuchera, repleta de balas, en bandolera. Uno de ellos, tuerto y de revuelta pelambrera, llevaba pegado al pecho un cartel que decía “Viva la muerte”.

María vio el cielo abierto cuando en el puente, viniendo hacia Hendaya, apareció Martina, una costurera que desde hacía muchos años venía a trabajar a su casa y a la de su suegra. Era una mujer de unos cincuenta años, optimista y alegre, que siempre había dado muestras de afecto hacia la familia de María. En cuanto cruzó la raya de la frontera, María se acercó a ella:

–¿Has visto a Miguel? –le preguntó– ¡Por favor!, si le ves, dile que haga algo para poder salir de España.

Martina se puso muy seria. María se sorprendió ante la inusitada actitud de la costurera.

–Miguel es hombre joven, y los hombres jóvenes tienen que quedarse en su puesto, y su puesto está allí –aseveró la costurera, señalando con el dedo hacia Irún–. Le he visto ayer delante del Ayuntamiento, pero no le diré que se escape si le vuelvo a ver. –Y añadió, con aire arrogante–: Yo soy miliciana y vengo a Hendaya en misión.

A pesar del fracaso de su encuentro con Martina, María trató de saber algo más de su marido interrogando a los que ocupaban el puente. Pero todos eran desconocidos y mal encarados, y le contestaban con impaciencia y groseramente.

María fue a casa de una amiga que vivía en una villita a orillas del Bidasoa. El marido de ésta, presintiendo que algo grave iba a ocurrir en España, la había alquilado desde aquella primavera. En cuanto se inició el conflicto, pasó rápidamente la frontera y se instaló en la villa con toda su familia.

Ahora, desde allí, podía verse claramente el curso de la batalla con unos prismáticos. Ramón, el marido, que pertenecía a una familia de generaciones de carlistas, estaba impaciente, pues a pesar de los éxitos de los suyos, le parecía que avanzaban con demasiada lentitud. En previsión de que el movimiento derechista pudiera fracasar, ya había preparado su salida hacia América. Era médico y tenía un puesto reservado en un hospital de América central.

–¡No pueden! ¡No pueden! –le decía muy nervioso a María, con los prismáticos pegados a los ojos–. He visto ya dos veces la bandera nacional roja y amarilla en la torre de la ermita de San Marcial, pero cae y vuelve a aparecer la de la República. Ahí se pegan duro. Estarán muriendo como chinches. ¡Qué escabechina!

De pronto, el obús de un cañón que durante todo el día había estado disparando desde el fuerte de Guadalupe estalló en la torre de la ermita de San Marcial. Ramón pegó un brinco y gritó entusiasmado:

–¡Ya está! ¡Ya están los nuestros ahí! Hasta ahora, los cañonazos iban dirigidos a los montes de Navarra, y ahora tiran sobre San Marcial. El monte ya es nuestro, y si San Marcial es nuestro, pronto caerá Irún.

Más tarde se supo lo que había costado aquella conquista. Los republicanos defendieron el monte y la ermita desesperadamente. Entre ellos, un belga de la Brigada Internacional, con la ametralladora clavada en un montículo, produjo innumerables bajas. No soltó la ametralladora hasta caer muerto.

Desde la parte alta de Hendaya, dominando las riberas francesa y española, la gente se apiñaba para contemplar la guerra sin correr riesgos. Algunos, provistos de prismáticos, podían ver a los milicianos descendiendo por las laderas de San Marcial, perseguidos por las columnas del general Mola. Iban bajando, reculando a saltos y parapetándose de vez en cuando en las prominencias del terreno, para protegerse mientras descansaban. Se oía el estampido del cañón de Guadalupe, el tableteo de las ametralladoras y el silbido de las balas. De vez en cuando, una de éstas, perdida y ya sin fuerza, caía blandamente y se incrustaba en la tierra a los pies de los espectadores.

Irún empezó a arder por varios sitios a la vez.

Entre los que contemplaban el incendio desde Hendaya, lloraba una mujer entrada en años y de aspecto rústico:

–¡Mi pájaro! ¡Mi pobre pájaro! Lo dejé en el balcón…

Le atajó bruscamente un hombre atildado, que se encontraba junto a ella:

–¡Anda ésta! Llora porque se le ha quemado el pájaro. ¡Qué diré yo, que acababa de gastarme todos mis ahorros en la instalación de una peluquería de señoras!

Una vieja se acercó a María y, tocándole en el hombro, le dijo al oído:

–¿Ve usted esa señora de vestido blanco y sombrero de plumas? ¡Ojo con ella! Es una espía portuguesa.

La vieja, que por lo visto era curiosa y poco tímida, se dirigió a un joven con aspecto de obrero que, con ojos fijos y brillantes, miraba hacia Irún:

–Me parece que usted no viene de España. ¿Qué hace aquí?

El joven dijo que venía de Bélgica, donde desde hacía tres años trabajaba en unas minas. Tenía una hermana que estaba sirviendo en San Sebastián.

–Somos de Zamora, pero mi hermana me ha escrito diciendo que me acerque a la frontera, pues sus “señoritos” le han dado permiso para venir a verme. ¡Sus “señoritos”!, –añadió con sonrisa irónica–. ¡Ya verán los “señoritos”!… Aquí parece que están ganando las derechas, pero en el resto de España ganan los republicanos. Triunfaremos nosotros, los de izquierda. Estamos viendo arder este pueblo y pronto veremos arder toda España. Tendremos la revolución y todo se pondrá patas arriba… y entonces los “señoritos” seremos nosotros, los proletarios.

El joven obrero se echó la chaqueta al hombro y se fue cuesta abajo hacia la ribera.

Tras la rendición de San Marcial, la gente, enloquecida, pasaba la frontera, ahora sin necesidad de salvoconducto, por los puentes de Irún y de Behobia, y cruzando el río en barcas o a nado. Los cuerpos de algunos ahogados quedaban detenidos por los pilares de los puentes. Mucha gente corría hacia Fuenterrabía para poder cruzar la ría con más sosiego. Los fugitivos que llegaban a Hendaya venían aterrorizados.

–¡Ya están cerca de Artiga y de la fábrica de cerillas! –gritaban unos–. Dicen que vienen con tropas africanas y que los moros son unos salvajes que saquean las casas y violan a las mujeres.

–Los republicanos siguen quemando Irún –decían los de derechas– Han fusilado a mucha gente. Mataron a los presos de Guadalupe y, antes de que los navarros entren en el pueblo, matarán a todos los prisioneros de Irún y de Fuenterrabía.

Con todas estas alarmantes noticias, los ánimos de los partidarios de uno y otro bando estaban cada vez más excitados.

Entre los que desde Hendaya contemplaban el incendio, se hallaba un hombre de unos cincuenta años, de facciones correctas y aire de señorito de principios de siglo. Su indumentaria, algo raída y mudada, resultaba pretenciosa.

Con alegría mal disimulada, veía cómo las llamas iban devorando calles enteras de su pueblo. Tenía la vista fija en un gran edificio algo aislado, del que salía una espesa columna de humo negro, que iba quedando envuelta por rojas lenguas de fuego. La envidia y el rencor ocultos que aquel fracasado había acumulado durante años estallaron espontáneamente:

–Es la fábrica de mi tío… Mi abuelo se enriqueció con la Guerra Carlista y dejó a sus dos hijos una buena fortuna. Mi padre se arruinó, y mi tío se hizo millonario. Ahora, ¡que se joda!

¿Qué ha sido de Miguel?

La víspera de la batalla de San Marcial, María había bajado al río a hacer la colada. Los niños llevaban ropa clara de verano y no se habían mudado desde que salieron de España. No quiso utilizar el lavadero público que tenía muy cerca de su casa. Eso de meter la ropa en el agua que había pasado ya por otras prendas sucias, le daba verdadera repugnancia.

Entonces, acordándose de los mil grabados y cuadros que había visto en su vida, donde aparecían mujeres lavando la ropa a la orilla de un río, pensó que ella podría hacer lo mismo.

Como la ribera del Bidasoa estaba fangosa y no se veía ninguna piedra grande donde poder lavar, María se metió en una gabarra medio hundida que había en la orilla. Desde allí empezó a jabonar las prendas, pero pronto se dio cuenta de que el agua que llegaba hasta allí en marea alta venía del mar, y, naturalmente, era salada y no disolvía el jabón. La ropa quedaba mojada, pero casi tan sucia como antes de lavarla. Descorazonada, metió todo en el cubo y subió la cuesta, de regreso a su alojamiento.

No eran, sin embargo, los avatares de su complicada vida cotidiana lo que inquietaban a María. La ausencia de noticias de su marido desde hacía unos días la sumía en una profunda desazón. Últimamente nadie le había visto en Irún, y los amigos de Miguel, que, prudentes, se encontraban ya en Francia desde hacía dos días, no disimulaban su inquietud cuando hablaban con ella.

María estaba hondamente preocupada. Tenía desatendidos a sus sobrinos y recorría angustiada el pueblo, desde el puente internacional hasta la playa, en la que también ponían pie los que escapaban desde Fuenterrabía.

A la playa francesa iban llegando barcos de todo tipo : pesqueros, lanchas, canoas, botes, hasta los chinchorros, siempre cargados hasta el límite de flotación. La gente huía con lo más necesario que podía salvar: mantas, colchones, líos de ropa atados con cuerdas, maletas, cajas de cartón… Las personas y los bártulos quedaban en la arena, y las embarcaciones regresaban a Fuenterrabía para cargar más gente.

La playa que da a la bahía de Txingudi parecía un campamento de gitanos en día de concentración.

Los hoteles –que, dada la época del año, estaban ya ocupados por los veraneantes– alojaron en los lugares más inverosímiles de sus establecimientos a los españoles huidos que venían con algún dinero. Los demás, favorecidos por el buen tiempo, se instalaron en la arena con sus colchones y mantas. Los viejos permanecían sentados en la playa, estáticos y como indiferentes a todo, y las mujeres se movían diligentes y llorosas, mientras los niños correteaban alegremente, encantados por la novedad.

Los hombres salían de la playa y buscaban a los que pudieran proporcionarles noticias, al tiempo que trataban de hallar acomodo para sus familias.

Grupos de izquierdistas recién llegados recorrían las calles de Hendaya–Playa con el puño en alto, ante la enorme indignación de las gentes de derechas, que los veían pasar desde las terrazas de los cafés.

Entre ellos venía un mocetón de cara torva y aire fanfarrón, con un casco colgado del cinturón de su “mono”. María lo llamó por su nombre, pues vivía en su vecindad, y le preguntó si sabía algo de Miguel.

–No. No lo he visto –le respondió el joven–. No he tenido tiempo de ver a nadie, con el trabajo que me ha dado mi ametralladora. No he parado de disparar. Se me calentaba tanto, que he tenido que poner delante un cubo con agua para enfriarla de vez en cuando.

Pasado el tiempo, se supo que aquel jactancioso “héroe” había aparecido oculto entre unas zarzas, temblando de miedo.

María seguía deambulando de un lado para otro, interrogando cada vez con mayor ansiedad a los que desembarcaban. Nadie había visto a Miguel.

Irún seguía ardiendo de un extremo a otro. Una inmensa cortina roja de fuego se extendía sobre toda la ciudad. Las llamas vomitaban torrentes de humo negro que poco a poco cubrían el cielo. Un olor acre llegaba hasta Francia. El rencor quedaba en las brasas.

“Tu casa se ha quemado”, le dijeron a María. Era mentira, pero a ella no le importaba nada que su casa se quemase, ni que se quemase el mundo entero. A ella le importaba Miguel.

Al día siguiente, el incendio dio muestras de empezar a ceder. El humo se aclaraba y el cielo se despejaba poco a poco. De noche, aún se veían las manchas brillantes, amarillas y rojas, de las brasas que se iban apagando.

Después de una noche de sopor y desasosiego, atosigada por la respiración de seis personas sudorosas y los vapores fétidos que venían del gallinero, amanecía una mañana calurosa. De pronto, un silbido hendió el aire.

María despertó y se incorporó con la respiración cortada por la emoción. Volvieron a silbar tres veces.

–¡Miguel! ¡Miguel! –gritó María.

Se levantó de un brinco y abrió de par en par las contraventanas de madera. Allí estaba Miguel, sonriente, moreno y más guapo que nunca. En lo sucesivo, María recordaría ese momento como el más feliz, el único totalmente feliz de su vida. Abrazos, apretujones y saltos de los niños… Luego, ya sosegados, vendrían las explicaciones.

Con el azar como guía

Cuando Miguel se dirigía en un autobús a Fuenterrabía, un miliciano con fusil y gorro de la C.N.T. se encaró con él en el control de Amute y le ordenó con voz enérgica:

–¡Usted, abajo!

Miguel se apeó, disimulando el miedo que llevaba dentro. Afortunadamente, cuando el autobús se puso de nuevo en marcha, apareció otro en sentido contrario. Miguel aprovechó el momento en que el miliciano se ocupaba en inspeccionar a los viajeros de este último vehículo, para escabullirse entre unos camiones y salir corriendo hacia Irún.

Miguel pertenecía a una familia liberal burguesa, muy conocida, pero los elementos de fuera del país que empezaban a proliferar hacían el ambiente cada día más peligroso, por lo que pensó que sería prudente desaparecer del pueblo. Tuvo la suerte de poder tomar, delante de la estación del “Topo”, el último autobús que salió para Pasajes, donde él trabajaba.

Al llegar al alto de Gainchurizqueta, el autobús tuvo que desviarse en dirección a Lezo, pues los carlistas, que dominaban ya Oyarzun, disparaban contra Rentería.

Desde Lezo, Miguel siguió a pie hasta Pasajes de San Juan. Un casero que caminaba a su lado le señaló unos puntos blancos en el monte, desde donde partían los tiros.

–Son los “requetés” –le dijo.

En Pasajes, hombres y mujeres hablaban de los últimos graves acontecimientos, pero aún confiaban en que el conflicto pudiera ser atajado.

Miguel se hospedó en una fonda que tenía en la planta baja taberna y tienda de comestibles. En los muelles, se seguía trabajando en la descarga de los barcos. Le contaron a Miguel cómo había muerto el párroco de San Pedro. Los de la C.N.T. lo detuvieron y, tras someterlo a un interrogatorio, lo dejaron libre, pero, para preservarlo de toda agresión, le recomendaron que no saliese de su casa. Cuando el sacerdote se dirigía a pie hacia ella, tuvo la mala suerte de que, al pasar por Trincherpe, el propietario de un bar conocido por su mal carácter, empezó a insultarle, llegando a abofetearlo. El cura, instintivamente, intentó defenderse, pero la mujer del tabernero, una auténtica tarasca, le lanzó a la cabeza un bote de tomate, derribándolo. Entonces, alguien –no se supo quién– disparó su pistola sobre el sacerdote, matándolo en el acto.

Este asesinato causó honda impresión en los habitantes de los dos Pasajes.

Al día siguiente de la llegada de Miguel a Pasajes, entraron en el puerto cinco o seis parejas de barcos de pesca que venían de arribada forzosa, pues se decía que a catorce millas se encontraba el “Almirante Cervera”. Pronto corrió la voz de la presencia muy cercana de ese barco de guerra, y la noticia hizo cundir el pánico, pues se temía que bombardeara Pasajes.

Al atardecer, tres aviones lanzaron bombas en las inmediaciones de la CAMPSA. Luego se dirigieron a San Sebastián. Desde Pasajes se oyeron las detonaciones y se vio perfectamente el torbellino de humo y de escombros lanzados al aire por las explosiones.

Una hora después, había anclado en el muelle el “Achuri Mendi”, de la compañía Sota y Aznar, con la chimenea pintada de gris como camuflaje, pues tuvo que burlar la vigilancia del “Almirante Cervera” costeando Francia. El capitán, de muy baja estatura, destacaba por su valentía rayana en la temeridad. Algunos decían que el “Achuri Mendi” venía desde Bélgica y que traía armas para el Batzoki, mientras otros aseguraban que venía de Burdeos y que lo que traía era dinamita.

Al día siguiente, muy de mañana, Miguel se despertó con el potente ruido de un barco grande que salía del puerto, y se asomó a la ventana de su cuarto. Era el “Achuri Mendi”, que, después de descargar, partía de nuevo rumbo a Francia.

Aquella mañana aparecieron seis aviones en vuelo de exploración, y volvieron por la tarde. Esta vez arrojaron su carga mortífera cerca de los locales de la C.N.T., donde se decía que se fabricaban bombas, al igual que en el número 6 la calle Easo de San Sebastián.

Por la tarde, en la capital, bombardearon la plaza del Centenario, Amara, las inmediaciones de la iglesia de Santa María, la Concha y los cuarteles de Loyola.

Las noticias que llegaban de Irún eran cada vez más alarmantes. Se decía que los requetés venían acompañados de los horribles moros que violaban y mataban a las mujeres.

El miedo entró en Pasajes. Se formaron grupos y hubo conciliábulos. Al fin se decidió que lo más prudente sería evacuar el pueblo, cosa bastante fácil disponiendo, como disponían, de tantos barcos. Todo fue agitación desde el momento en que tomaron esa decisión. Enfrente, los de Trincherpe preparaban las ametralladoras para defender la entrada del puerto, mientras los de San Juan aparejaban los barcos para ir hacia Bilbao. Se echó mano de todo lo que estaba anclado en la bahía: barcos grandes de carga, pequeños, de pesca de altura, de bajura y hasta lanchas motoras. Las mujeres, frenéticas, entraban y salían de las casas cargadas de paquetes, de sacos, de maletas y de grandes cajas de cartón atadas con cuerdas. Todo lo llevaban al muelle. Miguel, desde el borde del agua, observaba aquella agitación sentado en el pretil.

–¡Aquí nadie está con las manos cruzadas! ¡A carbonear! –le gritaron.

Tuvo que meterse en una lancha que lo llevó con otros hasta el centro de la bahía, donde se hallaba la pila de carbón. Le dieron una pala, y se agregó a los que estaban ya metidos en la faena. Trabajó dos horas sin parar, llenando de carbón las bodegas de los barcos que atracaban junto al pontón. Al atardecer, agotado y sudoroso, lo dejaron en el muelle.

Los barcos salían ya, silenciosamente, por la estrecha boca del puerto hacia el mar. Todos se dirigían a Bilbao. Desde uno de los que estaban a punto de salir, alguien le dijo a Miguel:

–¡Sube! Dentro de media hora no quedará ni un gato en Pasajes.

–No –dijo Miguel–, a Bilbao no voy. Quiero ir a Francia. Allí está mi familia.

–No encontrarás barco para ir a Francia. Ahí te quedas. Agur!

Una hora antes, la patrona le había dicho al marcharse:

–Aquí tiene las llaves de la taberna, de la tienda y de toda la casa. –Y añadió sonriendo–: No morirá de hambre ni de sed.

Antes de oscurecer, el puerto había quedado desierto. Miguel recorrió las calles del pueblo sin encontrar a nadie. Ya anochecido, abrió la taberna con las llaves que le había dado su dueña. No dejaba de ser una situación extraña la suya, con el panzudo pellejo de vino y las botellas de cerveza y de licores a su disposición, así como todas las demás existencias de la tienda. Las hileras de conservas rellenaban las estanterías. Jamones, lomos y chorizos colgaban de las vigas del techo. Las cajas de galletas, el bacalao, las ristras de ajos y cebollas, los rosarios de pimientos, abarrotaban el pequeño local. Junto a la puerta, no faltaba el barril de “sardiñ–zarrak”.

Cogió unas latas, cortó un trozo de chorizo y sobre la mesa de la taberna, donde quedaba un trozo de pan, se organizó la cena.

A media noche salió a la calle. Silencio casi absoluto. Solo se oía el chapoteo del agua batiendo los muelles, y el ladrido lejano de algún perro. Todas las luces estaban apagadas. Sin embargo, enfrente, en San Pedro, se veían unas débiles luminarias que iban de un lado para otro.

Miguel recorrió las estrechas calles empedradas sin encontrar a nadie, y acabó sentándose en un noray al borde del muelle. Negros pensamientos acudieron a su mente. Se veía abandonado e impotente, sin posibilidades de intentar nada para poder reunirse con María… ¿Y qué pasaría cuando entrasen en Pasajes las tropas de Beorlegui? Seguramente lo tratarían mal, pues tenía familiares muy destacados en el campo republicano…

De pronto, retuvo la respiración. Le había parecido oír un ruido apagado. Aguzó el oído. En efecto, se oían pasos cautelosos de alguien que avanzaba hacia él en la oscuridad.

–¿Quién es? –susurró Miguel con voz un tanto temblorosa.

El que venía se paró en seco y contestó:

–Soy Fermín Emparan. Y tú, ¿quién eres?

–¡Qué alegría! –exclamó Miguel alzando un poco la voz– ¿No me ves? Soy Miguel Zumeta.

Se abrazaron. Trabajaban en la misma empresa y les unía una gran amistad. Resultó que Fermín se hallaba en las mismas circunstancias que Miguel. No había querido irse en los barcos a Bilbao, porque su familia estaba en Francia.

“¿Qué podríamos hacer?”, se preguntaban. Tras un largo silencio, al fin Fermín propuso:

–Sé donde hay una pequeña canoa de esas que sirven para atravesar la bahía. Precisamente he visto esta tarde a su dueño, “Kaiku”, llenando de gasolina el depósito. Sé manejar la canoa. ¿Te arriesgarías a venir conmigo en ella? Intentaríamos llegar a Francia.

Miguel era lo menos marino que pueda uno imaginarse. Aborrecía el mar, que le provocaba un miedo cerval. Además, se mareaba. Dudó un momento, pero no había alternativa. Aceptó. Decidieron que Fermín iría a desamarrar la canoa y que, a remo, sigilosamente, la llevaría hasta la boca del puerto, pues no convenía que los de enfrente se diesen cuenta de que aún quedaba alguien en San Juan. Miguel le esperaría entre unas rocas a la salida del pueblo, un poco más allá de la punta de Santa Isabel. Y así se hizo. Tanta prisa tenían de poner en práctica el proyecto, que ni siquiera se preocuparon de ir a coger, por lo menos, la chaqueta.

Miguel se dirigió andando, lo más silenciosamente posible, hasta las rocas indicadas y bajó hasta la orilla. Allí esperó intranquilo e impaciente a que su compañero diese señales de vida. La espera se le hacía interminable y su corazón latía con furor.

Por fin se oyó un ligero chapoteo en el agua. La sombra de una pequeña embarcación se acercó a la orilla.

–¡Sube! –le apremió Fermín en un susurro.

Miguel avanzó un poco. Ya dentro del agua, se agarró al costado de la canoa y, de un brinco, se introdujo en ella.

–Ahora, ¡que Dios nos ayude! –dijo Fermín, al tiempo que, con un golpe vigoroso, ponía en marcha el motor.

En el silencio de la noche, el pequeño motor de la canoa estalló de repente como una traca. Fue suficiente para alertar a los vigilantes de la orilla opuesta. Sonaron disparos.

–¡Tírate al fondo de la canoa! –ordenó Fermín, mientras se tumbaba sin abandonar el timón.

Seguían disparando desde la orilla de enfrente. Las balas entraba con fuerza en el agua, cerca de la embarcación, pero los tiradores se orientaban únicamente por el ruido, por lo que ninguno de ellos fue capaz de dar en el blanco. El valiente motorcito seguía impulsando la canoa hacia adelante. Los tiros sonaban cada vez más lejanos.

Cuando los dos hombres se incorporaron, el movimiento de la canoa les indicó que ya estaban en el mar. El motor jadeaba, pero la embarcación seguía su marcha a través de las olas.

Dicen que el miedo es el mejor remedio contra el mareo, por lo que Miguel, a pesar del bamboleo, no sentía ninguna molestia en el estómago. A la derecha, la sombra del monte Jaizkibel aparecía amenazadora. Seguramente habría centinelas apostados en las rocas, dispuestos a tirar. Para alejarse de ese peligro, se adentraron en el mar, y desde allí pudieron ver las luces vigilantes del Fuerte de Guadalupe. Las estrellas palpitaban en la noche, y, hacia el horizonte, el mundo no tenía límites.

Iban en silencio. No tenían reloj, y la travesía, con el fuerte de Guadalupe siempre ante los ojos, se les hacía interminable. Habrían jurado que no avanzaban en absoluto. Por fin, empezaron a surgir, hacia oriente, tímidamente, los primeros reflejos azules del alba. Poco después, les pareció que Jaizkibel iba quedando atrás .

La luz, poco a poco, se esforzaba en romper la penumbra. Empezó a dibujarse confusamente la silueta de la costa francesa. La sangre latía violentamente en las sienes de los dos hombres y el pecho se les llenaba de esperanza. El animoso motorcito seguía jadeante, conduciéndolos hacia la meta anhelada. Cuando llegaron a la altura de Socoa, ya había casi amanecido. Ahora era preciso buscar un sitio donde desembarcar. Fermín tenía pasaporte, pero su compañero no llevaba documento alguno. Sabían que los franceses, en aquellos momentos de desconcierto y pánico en la nación vecina, se mostraban muy tolerantes con los refugiados y hacían la vista gorda, pero Miguel quería evitar ser detenido, aunque fuese durante media hora.

Se acercaron a unos peñascos de la orilla, cerca de la entrada de Socoa, y desde allí, con el agua hasta la cintura, Miguel pudo poner pie en tierra. Fermín desembarcó tranquilamente en el muelle, exhibiendo su pasaporte.

A Miguel no le costó mucho escabullirse entre las rocas y alcanzar la carretera sin que nadie le molestase. Desde allí continuó andando hasta San Juan de Luz, donde cogió el primer tren que lo llevara a Hendaya.

Contra corriente

Hendaya se descongestionaba poco a poco. Trenes enteros, cargados de niños, mujeres y algunos viejos, salían rumbo a diferentes puntos de la geografía francesa. Los que quedaban, si disponían de algún dinero, se instalaban en apartamentos de alquiler en Biarritz, San Juan de Luz, Bayona y en la playa de Hendaya. La temporada del verano estaba concluyendo, por lo que el precio de los alquileres era bastante moderado.

En el camino de Behobia, en un chalet muy francés de principios de siglo, vivía un amigo de Miguel, el tratante lesakarra de ganado Juan Petricorena. Había comprado aquella casa poco tiempo antes, con las ganancias que le proporcionaron unas ventas de mulos al gobierno francés. Ahora le venía muy bien para instalarse en ella mientras las cosas del otro lado no se arreglasen.

Miguel fue a visitar a su amigo y, con gran sorpresa, se encontró en casa de éste con Pío Baroja. El escritor había estado preso en Santesteban, pero el coronel Martínez Campo, que se hallaba en Zaragoza, se enteró de que don Pío había sido detenido, y, horrorizado de lo que había ocurrido con García Lorca y temeroso de que algún bárbaro cometiese un asesinato parecido, dio orden de que sacasen rápidamente a Baroja de la prisión, y, bien custodiado, lo pusieron en la frontera. Pronto encontró refugio el escritor en casa de Juan Petricorena.

Matilde, la esposa del tratante lesakarra había sido costurera de los Baroja y éstos la apreciaban especialmente.

Cuando apareció Miguel, don Pío, en mangas de camisa, esperaba a que Matilde acabara de limpiarle, con un trapo empapado en gasolina, todos los lamparones de su chaqueta negra. Don Pío no quería hablar, y sobre todo no deseaba hacer comentarios sobre lo que últimamente había visto y sufrido. Pensaba quedarse unos pocos días en casa de Petricorena, y luego se marcharía a París.

De regreso a Hendaya, Miguel se encontró en la carretera con un antiguo criado de su casa, llamado Tadeo. Ahora Tadeo era contratista, y se había enriquecido durante los últimos años. Le habían quemado sus dos mejores casas, pero, a pesar de la catástrofe, se mostraba sereno y optimista.

–Mira Miguelcho –le dijo–, yo siempre voy contra corriente. Nací muy pobre, y, cuando tenía quince años, gané el primer duro enterrando muertos el año del cólera. Nadie quería hacer ese trabajo. Después estuve tres años en tu casa de morroi. Luego fui peón cantero, después maestro cantero…, y así, siempre adelante, hasta convertirme en amo. He trabajado mucho y ahora tengo dinero. Pero, lo que te digo yo, siempre contra corriente. Cuando no tenía dinero, mandaban los ricos, y ahora que soy rico, parece que mandan los pobres.

A pesar de estas reflexiones, Tadeo era de filosofía conformista. Le dijo a Miguel que no lo pasaba del todo mal en el exilio. Si hacía calor, se paseaba por las alturas de Tellatueta, entre los árboles, y si hacía fresco, recorría las riberas del Bidasoa, contemplando a las guapas chicas que charlaban con los carabineros de la orilla de enfrente. Al anochecer se iba a beber un vaso de vino a la buvette que su cuñada de Vera, Kataliñ, tenía detrás de la mairie.

Se despidió de Miguel con un guiño expresivo de sus ojos azules.

–Miguelcho. No estoy del todo mal, pero ya ves: yo siempre contra corriente.

“Pas de bijoux”

En Hendaya, algunas casas de cambio de enfrente de la estación habían hecho magníficos negocios con las joyas que les vendían los refugiados. Por lo general, eran alhajas de escaso valor: broches, pendientes, anillos y pulseras que gentes de la clase media pignoraban por unos pocos francos. Pero a los cuatro o cinco días de empezar la invasión de españoles, ya no se podían hacer operaciones de este género, pues las arcas de los cambistas habían quedado totalmente vacías. Con los francos obtenidos a cambio de sus alhajas pudieron muchos ir tirando hasta poder entrar en España. Los que por sus ideas políticas se veían obligados a permanecer más tiempo en Francia, pensaron en recurrir al Monte de Piedad de Bayona para obtener algún dinero. Pero también aquí estaba saturado el mercado de las joyas. Los que acudían a aquella institución para salir de apuros, se encontraban con un cartelito en la taquilla que decía: “Pas de bijoux”.

El reflujo por los puentes había empezado. Los que nada tenían que temer de las fuerzas que entraron en Irún regresaban con sus bártulos y sus niños a cuestas. Si tuvieron la suerte de que sus casas no hubieran sido destruidas por el incendio, volvían a ocuparlas, tratando de normalizar sus vidas en lo posible. Muchos de ellos lo habían perdido todo y se instalaban en las moradas de los que se verían obligados a permanecer durante algún tiempo en Francia.

Antes de entrar en España por el puente, todos tenían que someterse a un control. Muchos pasaban fácilmente, pues era gente conocida por sus ideas derechistas, pero también trataban de regresar algunos que habían entrado en Francia por otras fronteras. Para éstos, el control era muy rígido.

No dejaban de sentirse emocionados y algo cohibidos cuando se veían obligados a pasar delante de la bandera española, roja y amarilla, al pie de la cual se leía en un cartel: “¡Español! Si no la has ofendido, entra. Si no es así, vuélvete”.

María y Miguel se alojaron con los niños en una casa muy modesta del barrio de Beau Rivage de Biarritz. En todos los pisos había refugiados. Faltos de recursos, tenían que arreglárselas como podían, reduciendo sus gastos alimenticios al mínimo.

Delante del edificio se extendía un pequeño prado, y mientras los hombres descansaban en interminables siestas, para no gastar calorías, sus mujeres, sentadas en el prado, en bajas sillas de paja, se dedicaban a confeccionar jerseys y “mañanitas” de punto. Indudablemente, estas “mañanitas” tuvieron gran éxito, pues se vendían fácilmente en las boutiques de Biarritz. Con el producto de las tan solicitadas “mañanitas” y de algunos jerseys, compraban los habitantes de la casa de Beau Rivage las coles y algunas cosas más, que necesitaban para poder subsistir.

María hizo por su lado unos muñecos cuyas cabezas y manos estaban talladas en castañas pilongas. Vendió algunos, pero el negocio no pudo continuar, porque las castañas se apolillaban y pronto quedaban los muñecos sin manos y descabezados.

Un día se llevaron un gran susto con una de las niñas. María y Miguel habían bajado con los chiquillos a la playa. La de Beau Rivage era una playa peligrosa, entre cuyas rocas se formaban grandes corrientes y remolinos. El tiempo estaba revuelto y bastante fresco, por lo que nadie pensó en bañarse. Debido a sus peligros, aquella playa era poco frecuentada.

Aquel día no había más que un pescador, un inglés que, provisto de grandes botas que le llegaban hasta las rodillas y de una larga caña, se dedicaba a pescar desde la orilla. Lanzaba el anzuelo muy lejos con la caña, y poco después iba recogiendo el sedal lentamente con el carrete hasta traer el anzuelo a la orilla. Casi siempre venía vacío.

Uno de los chicos había encontrado entre las rocas un magnífico balón de colores. Todos rieron mucho al verlo llegar con su hallazgo, pues no había día en que el chiquillo, que era muy curioso y lo registraba todo, no encontrase algo. Unas veces era un libro olvidado por un veraneante, otras, una estilográfica o un bolso de señora o una medalla. Continuamente encontraba juguetes abandonados por los niños.

El balón era muy hermoso y empezaron todos a jugar con él. Después de un rato, se cansaron del juego y se pusieron a buscar carraquelas y lapas entre las rocas. Una de las niñas se quedó con el balón y se entretenía arrojándolo a las olas de la orilla y esperando a que éstas le devolviesen el juguete. Pero una de las olas, más impetuosa que las demás, llegó hasta los pies de la niña, que le arrojó su balón y, al regreso de la ola, se adentró en el mar corriendo tras él. No se daba cuenta de que la corriente llevaba el balón mar adentro, y continuó persiguiéndolo hasta que fue derribada por un golpe de mar. Un pescador, que contemplaba horrorizado la escena a cierta distancia, empezó a dar gritos. Miguel, al darse cuenta de lo que pasaba, echó a correr y se metió en el agua, sacando a la niña por los pelos, cuando ya se la llevaba la corriente.

Pocos días después, un hombre fue a buscar a los niños para llevárselos a San Sebastián, donde estaban ya sus padres. María se sintió aliviada, pues, además de las normales preocupaciones que le proporcionaban, había que añadir la de no poderlos alimentar debidamente.

El barrio de Beau Rivage