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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 454 - marzo 2019

 

© 2009 Barbara Hannay

Madre por encargo

Título original: Expecting Miracle Twins

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2009 Barbara Hannay

El hijo de la dama de honor

Título original: The Bridesmaid’s Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradaspropiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-920-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Madre por encargo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

El hijo de la dama de honor

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MATTIE tuvo que sonreír cuando llegó a la entrada de su nuevo hogar. No podía creer su buena suerte. El bloque de apartamentos era mucho más elegante de lo que había imaginado, con paredes pintadas de blanco, puertas azules estilo mediterráneo y balcones mirando el mar.

Su apartamento, el número tres, estaba en el primer piso, de modo que no tendría que subir escaleras durante los últimos meses del embarazo. Y Brutus podría correr a placer por el jardín de la entrada.

Mientras aparcaba el coche vio una maceta con geranios en el porche, como una señal de bienvenida. Ya casi podía imaginarse viviendo allí. Por las mañanas sacaría su ordenador y disfrutaría del sol mientras trabajaba. Y podría salir a pasear con Brutus por el puerto porque, si se ponía de puntillas, casi podía ver el puente de Sidney. Iba a ser estupendo vivir allí durante un año.

Todo en su nueva aventura la emocionaba. Después de hablar con los médicos, y pensar el proyecto desde todos los ángulos, sabía que estaba haciendo lo que debía. Y si todo iba bien, a finales de año le daría a su mejor amiga el hijo que tanto había esperado. Sólo hacía falta que el implante de embriones saliera bien y se convertiría en madre de alquiler.

Canturreando, Mattie sacó a Brutus de su cesta y se dirigió a la puerta…

Pero una música tan estridente como el ruido de una ametralladora salió del número tres y la sonrisa feliz de Mattie se desintegró. Atónita, miró la tarjeta que iba con su llave, pero no había ningún error: su apartamento era el número tres. Gina se lo había dicho esa mañana cuando le había dado la llave:

–Es tuyo durante el tiempo que lo necesites.

Todo estaba acordado. El propietario del apartamento era Will Carruthers, el hermano de Gina, que estaba trabajando en una mina en Mongolia y, como Mattie se había negado a aceptar dinero por hacerle ese favor, Gina habló con él para que le prestase el apartamento.

Lo ultimo que Mattie esperaba era encontrar allí a otro inquilino, y mucho menos uno que ponía la música a todo volumen. Nerviosa, agarró a Brutus con fuerza mientras miraba la puerta.

¿Se habrían metido allí unos okupas? ¿Estarían haciendo una fiesta?

Estuvo a punto de volver al coche, pero su sentido de la justicia prevaleció. La justicia estaba de su lado.

De modo que, reuniendo valor, se dirigió a la puerta y llamó con los nudillos.

Y volvió a llamar.

Por fin, quien fuera bajó el volumen de la música y, cuando la puerta se abrió, Mattie dio un paso atrás.

El hombre que apareció en el umbral no tenía aspecto de okupa, todo lo contrario. Pero sí parecía un pirata.

Al menos, ése fue su primer pensamiento, sin duda provocado por el cabello despeinado y la sombra de barba… y que llevase la camisa desabrochada, mostrando un torso bronceado. Mattie intentó no mirar ese torso, aunque era un ejemplo de anatomía masculina muy llamativo.

–¿Quería algo? –le preguntó él, apoyando un hombro en el quicio de la puerta.

Cuando habló, Mattie dejó de pensar en piratas. Por un momento, dejó de pensar del todo. Tenía una voz grave, masculina y rica, como un postre de chocolate.

–Creo que… me parece que ha habido un error.

Él levantó una ceja oscura.

–¿Perdone?

–Parece que ha habido un error. Éste es mi apartamento, el número tres. Tengo que instalarme hoy mismo.

Él miró el perrillo que llevaba en las manos y luego miró hacia atrás. Y, por primera vez, Mattie vio a su acompañante, una rubia de largas piernas reclinada en el sofá, con una copa en la mano.

–¿Qué quiere? –preguntó sin mucha amabilidad.

Sin contestar, el hombre se volvió hacia Mattie.

–¿La han enviado aquí de alguna inmobiliaria?

–No, tengo un acuerdo privado con el propietario. Él sabe que iba a venir.

–¿Y le importaría decirme el nombre del propietario?

Mattie lo miró, perpleja.

–Le aseguro que yo tengo derecho a estar aquí. ¿Lo tiene usted?

Asombrada, vio que el extraño se echaba a reír. La rubia se levantó entonces del sofá y se reunió con ellos en la puerta, pasándole un brazo por los hombros.

–¿Qué pasa, Jake?

–Una pequeña incursión –sonrió él, con expresión divertida.

–¿Una qué?

–Una batalla territorial –dijo el tal Jake.

–Ha habido un error con el apartamento –insistió Mattie, mostrándole las llaves–. Se supone que iba a mudarme hoy mismo. Tengo una llave… ¿tiene usted llave o ha entrado sin permiso?

El hombre se cruzó de brazos.

–Claro que tengo llave. No pensará que he entrado por la fuerza, ¿verdad?

–Mire, yo tengo un acuerdo con los Carruthers…

–¿La envía Will Carruthers? –la interrumpió él entonces–. ¿Por qué no me lo había dicho antes?

–¿Conoce a Will?

–Claro que lo conozco. Trabajo con él en Mongolia, es uno de mis mejores amigos.

–Ah –murmuró Mattie, sorprendida–. Pero entonces, supongo que él sabe que está usted aquí.

–Por supuesto. Le dije que iba a estar en Sidney una semana y Will insistió en que me alojara en su apartamento.

–¿Una semana?

–Llegué anteayer.

Suspirando, Mattie miró a Brutus, que la miraba a su vez, intentando lamer su barbilla.

–Entonces ha habido un error.

Pero si Will le había ofrecido su casa, tendría que buscar un sitio donde alojarse durante una semana…

–Lo sentimos por usted –dijo la rubia, apoyando la barbilla sobre el hombro de su acompañante.

–No me ha dicho de qué conoce usted a Will.

–Lo conozco de toda la vida –suspiró Mattie. Aunque no se habían visto mucho en los últimos años, pertenecían al mismo círculo de amigos de Willowbank, en Nueva Gales del Sur–. La hermana de Will, Gina, es mi mejor amiga. Fue ella quien me ofreció que viviera aquí durante un año, y Will lo sabe.

Jake arrugó el ceño.

–En ese caso, supongo que no hay razón para que se vaya. Después de todo, hay dos dormitorios.

Mattie abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada. No le apetecía tener que buscar un hotel y aquellos dos sólo estarían allí unos días.

–¿Seguro que no le importa? No quiero molestar.

–No, claro que no. Además, yo no pienso estar mucho tiempo en el apartamento –Jake se volvió hacia la chica–. Podemos salir a comer mientras la señorita… no me has dicho cómo te llamas.

–Matilda Carey –dijo ella, ofreciéndole su mano–. Pero todo el mundo me llama Mattie.

–Jake Devlin –sonrió él, apretando su mano.

–Encantada de conocerte, Jake.

Él señaló el terrier que llevaba en brazos.

–¿Cómo se llama?

–Brutus.

–Ah, claro, le pega mucho –rió Jake–. Por cierto, ella es Ange –dijo luego, señalando a su amiga–. ¿Quieres que te eche una mano con tus cosas?

Su amabilidad la sorprendió pero, por su expresión, Ange no parecía estar tan conforme.

–No, gracias, puedo hacerlo yo. Sólo tengo la jaula de mi canario y un par de maletas.

–¿Un canario? –repitió Jake, pasándose una mano por el pelo. Y el gesto hizo que los músculos de su torso se movieran tentadoramente.

Mattie iba a explicarle que había heredado el canario de su abuela, pero su torso la distrajo.

–Jake –lo llamó Ange entonces, con tono de advertencia–. ¿No íbamos a comer fuera?

–Ah, sí, claro –murmuró él, abrochando los botones de su camisa.

Cuando los dos salieron de la casa, Mattie entró en el salón y miró alrededor: sobre la mesa había una botella de vino, varias copas y cuencos de frutos secos. En la cocina, el fregadero estaba lleno de platos sucios y la puerta del lavavajillas, abierta, como si alguien hubiera estado a punto de llenarlo.

Al fondo del pasillo estaba el cuarto de baño y no le sorprendió ver toallas mojadas en el suelo y un par de zapatillas abandonadas. Mattie había compartido piso antes y algunas de sus compañeras habían sido desordenadas, de modo que estaba más o menos acostumbrada.

La siguiente habitación era un dormitorio con la cama sin hacer, por supuesto. Las sábanas revueltas contaban su propia historia, como la botella de champán vacía sobre la mesilla.

Un inexplicable peso en el estómago de Mattie la hizo salir de allí para llegar, por fin, a un dormitorio ordenado al fondo del pasillo.

Era mucho más pequeño que el dormitorio principal y desde la ventana no se veía el puerto, pero al menos estaba limpia. Además, seguramente habría elegido ese dormitorio para dejar el otro a las visitas.

Claro que no tendría demasiadas visitas durante ese año, pensó, mientras salía a la calle para sacar las cosas del coche. Gina y Tom irían a verla de vez en cuando y también sus padres, ahora que se les había pasado el susto. Pero había acordado con Gina y Tom ser discretos sobre el asunto y el resto de sus amigos no sabían muy bien por qué se había ido a Sidney.

La decisión no había sido tomada a la ligera. Los tres sabían que, si se quedaba en Willowbank, no podrían mantener el embarazo en secreto, y Gina había sido lo bastante sensata como para reconocer que su constante vigilancia incomodaría a Mattie.

De modo que iba a ser un año un poco solitario. Eso era lo que había preocupado a su psicóloga cuando hablaron del tema, pero Mattie había logrado convencerla de que no era un problema. Como autora e ilustradora de cuentos para niños, estaba acostumbrada a pasar mucho tiempo sola.

–¿Tienes pareja? –le había preguntado la psicóloga.

Mattie le contó que no había ningún hombre especial en su vida… aunque no añadió que no lo había habido en casi tres años.

–¿Y si conocieras a alguien en los próximos meses?

–Sólo es un año de mi vida, no creo que vaya a conocer a alguien precisamente ahora.

–Pero vas a necesitar apoyo.

–Los padres del niño irán a verme a Sidney y siempre puedo llamar por teléfono o charlar por correo electrónico con mis padres y mis amigos.

La verdad era que Mattie estaba acostumbrada a apoyar a otros más que a pedir apoyo. Su impulso de ayudar había empezado de niña y era tan vital para ella como respirar… y eso no iba a cambiar en un año.

 

 

Era más de medianoche cuando Mattie oyó la puerta y luego pasos sobre el suelo de baldosas de terracota. Había esperado murmullos y risas, pero lo único que oyó fue un golpe y una imprecación en voz baja.

Los pasos continuaron hasta el dormitorio de Ja-ke y Mattie se tapó la cara con la almohada. Si Jake Devlin y Ange iban a tener fiesta esa noche, ella no quería oír nada.

 

 

Estaba fregando las cosas del desayuno cuando Jake apareció en la cocina a la mañana siguiente, sin afeitar y con la expresión de un oso con dolor de muelas, habría dicho su madre.

–Buenos días –lo saludó.

Él replicó con un gruñido.

–Queda un poco de té, si te apetece.

Jake negó con la cabeza, mirando la encimera reluciente.

–¿Qué ha sido de la cafetera?

–Ah, está ahí arriba –Mattie abrió el armario donde había guardado la cafetera después de fregarla.

–¿La has lavado?

–Sí.

–Y también has limpiado la cocina.

–No importa, no he tardado nada.

Él sacudió la cabeza con gesto de mal humor y Mattie se preguntó si debería sugerir unos huevos revueltos con beicon. Para la mayoría de los hombres, un buen desayuno era la mejor cura para la resaca.

Pero tenía la impresión de que Jake Devlin lanzaría un gruñido si se atrevía a sugerir tal cosa. Además, que se lo hiciera Ange. Seguramente su novia seguiría en la cama.

–Bueno, me voy. Tengo una cita esta mañana.

–Yo también.

–Ah, ya –Mattie respiró profundamente–. Bueno, pues… espero que vaya bien.

Por un momento, le pareció que Jake estaba a punto de decir algo agradable, pero se limitó a encogerse de hombros, concentrando su atención en la cafetera.

Mattie volvió a su habitación. Le daba igual que fuera un insociable. Se marcharía en menos de una semana y no le importaba lo más mínimo que sonriera o no. Si quería mostrarse antipático, era su problema.

Cuando pasaba frente a la puerta de su habitación giró la cabeza porque no quería ver a Ange… pero cuando miró de reojo comprobó que la cama estaba vacía. Evidentemente, la rubia no había dormido con Jake, lo cual tal vez explicaba su mal humor.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA DIRECTORA de la residencia de ancianos se levantó al ver a Jake.

–Venga por aquí, señor Devlin. Roy ya está vestido y deseando verlo.

–Me alegro –Jake estaba sonriendo, pero mientras seguía a la mujer por el estrecho pasillo sentía un peso en el estómago. Aquel sitio era tan espantoso como recordaba de su última visita. Olía a hospital y en las paredes había cuadros con mariposas y cuencos de frutas. A Roy no le gustaría nada. Además, por allí no había un caballo ni un eucalipto.

Al pasar frente a las habitaciones vio a varios ancianos en la cama o medio dormidos en sillones, viendo la televisión…

Que un gran hombre como Roy Owens, que se había pasado la vida en el campo dirigiendo un gran rancho, tuviera que pasar los últimos años de su vida encerrado en un sitio así…

Y cuando vio a su viejo amigo se le hizo un nudo en la garganta.

Hacía seis meses que no iba a visitarlo y el cambio en Roy era devastador. El hombre fuerte al que había idolatrado de niño había desaparecido, reemplazado por un anciano pálido y frágil. Jake intentó hablar, pero no era capaz.

Roy había sido el capataz del rancho Devlin, una propiedad aislada al norte de Queensland y, hasta unos años antes, era alto y fuerte como un roble. Él le había enseñado a montar a caballo, a pescar, a echarle el lazo a los terneros, a buscar pepitas de oro en el río y a seguir a las abejas nativas hasta sus colmenas.

Por la noche, alrededor de una hoguera, Roy le contaba historias bajo las estrellas. Nadie sabía más que él sobre el cielo, sobre el campo o sobre las peripecias de los pioneros que llegaron a Australia.

A los diez años, Jake estaba convencido de que Roy Owens sabía todo lo que un hombre debía saber sobre la vida. Y tenía una paciencia infinita, además.

Cuando le preguntó a sus padres por qué había tenido que irse a una residencia, ellos le dijeron que era lo único que se podía hacer porque necesitaba cuidados constantes, aunque tampoco a ellos les gustaba.

–¿Pero habéis ido a verlo? ¿Habéis visto cómo vive?

–Cariño, tú sabes que tu padre y yo estamos muy ocupados en el rancho. Iremos a verlo en cuanto tengamos tiempo.

Por el momento no habían encontrado tiempo para visitar al viejo capataz, pero el afecto que Jake sentía por Roy nunca había disminuido y le dolía ver al hombre que había sido como un segundo padre para él en aquel estado, frágil y solo, sin familia que lo ayudase. Le rompía el corazón y tuvo que controlar las lágrimas cuando Roy le sonrió.

–Jake, ¿cómo estás, muchacho? Me alegro mucho de verte.

–Yo también.

–Ven, siéntate –dijo el anciano–. Nos traerán el té en un momento. Cuéntame qué tal te va en Mongolia.

El cuerpo de Roy podría haberlo traicionado, pero seguía teniendo la cabeza tan bien como siempre. Y, al contrario que la mayoría de la gente, cuando le preguntaba por Mongolia de verdad estaba interesado en que le contase cosas. Roy sabía que allí los caballos eran muy valiosos y que, como los niños del campo australiano, los de Mongolia aprendían a montar por la estepa casi antes de aprender a andar.

Parecía encantado escuchándolo pero, mientras hablaba, Jake se daba cuenta de la inversión de papeles. Ahora era él quien le contaba historias mientras el viejo capataz le prestaba atención.

Dos horas después, cuando salió de la residencia, sabía que unas cuantas historias no eran suficiente. Y no dejaba de pensar que estaba defraudando a su viejo amigo.

 

 

Mattie estaba de buen humor cuando volvió del médico. Todo estaba preparado, los embriones congelados de Gina y Tom habían llegado a la clínica y, en dos semanas, cuando llegase el momento ideal del ciclo, empezaría a tomar hormonas. Con un poco de suerte, se quedaría embarazada en un mes.

Y estaba deseándolo.

Gina y Tom eran una pareja maravillosa y, si alguien merecía ser padres, eran ellos. Habían sido novios desde la financia y el amor que sentían el uno por el otro era inquebrantable. Ahora tenían una acogedora granja en Willow Creek y una cocina en la que siempre olía a galletas recién hechas. Pero había una habitación al final del pasillo que aún esperaba al niño que sus amigos tanto deseaban.

Mattie había visto a Gina el día que le dijeron que tenían que hacerle una histerectomía. Había encontrado a su amiga hecha una bola en el sofá del salón, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, como si alguien a quien amaba con todo su corazón hubiera muerto.

Por supuesto, eso era lo que había pasado en realidad, porque el niño con el que soñaba nunca tendría posibilidad de vivir.

Para Gina aquél era el más cruel de los golpes. Mattie y Gina habían soñado con formar una familia desde que eran niñas y jugaban con sus muñecas…

Mattie era hija única y pensaba que dos niños estarían muy bien, pero Gina, hija de familia numerosa, quería tener cinco. Y, por supuesto, su marido sería Tom. Tendrían dos pares de gemelos y luego una niña para que Gina la mimase cuando los chicos estuvieran en el colegio.

Era impensable que Gina no tuviera hijos y, como Mattie había abandonado cualquier sueño de formar una familia después de la ruptura con su prometido, no había tardado mucho en sugerir ella misma la idea del vientre de alquiler.

Para Mattie era la solución perfecta: sus amigos tendrían un hijo y ella haría algo positivo, algo bueno; el perfecto antídoto después de su amarga ruptura con Pete.

Sin embargo, la reacción de sus amigos no fue la que ella esperaba.

–Pero eso sería demasiado pedir –dijo Tom–. ¿Lo has pensado bien? Tendrías que gestar un hijo que no es tuyo durante nueve meses…

–Lo sé, lo sé, pero vosotros sois mis mejores amigos.

Tom había intentado sonreír, pero no lo consiguió. Y Gina tampoco parecía muy convencida.

–No sé, Mattie…

–Me resulta raro que una mujer que no sea Gina tenga a mi hijo –suspiró Tom–. Aunque sea una amiga tan maravillosa como tú.

Esa discusión había tenido lugar seis meses antes, y Mattie pensaba que el tema estaba cerrado. Después de romper con Pete se había dedicado a cuidar de su abuela, pero desde que murió su vida le parecía… vacía, falta de sentido.

No dejaba de trabajar y había publicado otro libro, pero seguía sintiéndose inquieta, sin alicientes.

Y entonces Gina y Tom la llamaron.

Habían considerado la adopción, pero no estaban convencidos del todo y, si Mattie seguía dispuesta a gestar a su hijo, le estarían eternamente agradecidos.

Ahora, en Sidney, después de recibir la buena noticia del médico, Mattie estaba de humor para una pequeña celebración, de modo que había comprado una botella de vino. Después de todo, no podría beber alcohol cuando se quedase embarazada. También compró los ingredientes para uno de sus platos favoritos: pizza de champiñones.

Si Jake Devlin seguía de mal humor, le preguntaría si quería compartir su pizza. Era asombroso cuánto animaba a la gente una buena cena.

De vuelta en el apartamento, con uno de sus cedés favoritos en el estéreo, la banda sonora de una conocida película, abrió la botella de vino y se sirvió una copa antes de empezar a preparar la masa para la pizza.

Estaba casi lista para el horno cuando oyó la llave en la puerta. Y, de repente, sintió que le ardían las mejillas.

Era una reacción absurda. ¿Qué le pasaba?

Mientras los pasos de Jake Devlin resonaban en el pasillo se concentró en ajustar la temperatura del horno, pero sabía que no era el calor del horno lo que hacía que le brillase la cara.

–¿Qué tal?

–Bien –contestó ella.

–¿Qué haces?

–Una pizza.

Jake llevaba la camisa abrochada, de modo que no había razón alguna para que se le doblasen las rodillas. Mientras él estudiaba la pizza con interés, Mattie intentó calmarse y llevar aire a sus pulmones… sin gran resultado.

–Nunca había visto una pizza con patatas.

–Pues deberías probarla, está muy rica.

Genial. Su voz había sonado ronca, sin fuerzas.

–Seguro que sí –Jake sonrió y su sonrisa le pareció más peligrosa que la camisa desabrochada.

–Estará lista en veinte minutos.

–Me temo que no tengo tanto tiempo. Ya he hecho planes –murmuró él, mirando el reloj–. Tengo que irme enseguida, pero antes quiero darme una ducha.

Mattie intentó disimular su ridícula decepción con una sonrisa. Seguramente habría quedado con Ange, pensó.

–Disfruta de la cena –le dijo, antes de salir de la cocina.

–Sí, claro.

 

 

Hacía una noche preciosa, de modo que Mattie se comió la pizza en el porche, con Brutus a sus pies. Estaba enfadada consigo misma por sentirse tan absurdamente triste. El día anterior le hacía feliz la idea de vivir sola en Sidney durante un año y, sin embargo, esa noche le gustaría estar con alguien.

No tenía sentido. Cuando empezó a preparar la pizza no había pensado compartirla con nadie, de modo que sentirse así era irracional. ¿Cómo iba a soportar los cambios hormonales de un embarazo si un hombre al que no conocía de nada podía afectarla de esa forma?

¡Ni siquiera le gustaba Jake Devlin!

Seguía triste cuando volvió a entrar en la cocina para lavar los platos y poner la funda a la jaula del canario.

¿Y ahora qué?, se preguntó.

Pero, por supuesto, siempre había algo que la animaba.

Mattie tomó su cuaderno de dibujo y sus lápices y, canturreando, se sentó en la alfombra dispuesta a hacer la primera ilustración para su nuevo libro de cuentos.

La idea para esa historia llevaba dando vueltas en su cabeza un par de semanas, pero había estado demasiado ocupada planeando la mudanza y aquella noche era el momento perfecto para empezar a plasmarla en papel.

Como siempre, la historia empezaría en el mundo sencillo de su protagonista: Molly. En su casa en la ciudad, donde la niña vivía con sus padres, su gato y su canario.

Y aquel cuento empezaría con una escena en el cuarto de baño.

Mattie eligió un lápiz y, después de sacarle punta, respiró profundamente e hizo la primera marca en la página. Unos minutos después estaba completamente absorta, perdida en el mundo que creaba su imaginación y que, afortunadamente, nunca la decepcionaba.

 

 

El apartamento estaba a oscuras cuando Jake volvió, poco después de medianoche. La noche anterior había tropezado con algo en la oscuridad, de modo que esa vez encendió la luz y parpadeó al ver los papeles y lápices sobre la mesa de café.

Pero Mattie, la obsesa del orden, no podía haber dejado todo aquello tirado de cualquier manera.

Por curiosidad se acercó a la mesa… y se quedó sorprendido.

La mesa estaba tapada por una cartulina que Mattie parecía haber dejado allí para que se secase. Era un dibujo, hecho a lápiz y coloreado después con acuarelas. En él aparecía una niña de pelo rizado dentro de una bañera con patas en forma de garra de león llena de burbujas, brillantes burbujas con todos los colores del arco iris que caían sobre una alfombra donde yacían abandonados un par de calcetines de rayas blancas y rojas.

La manga de un jersey azul colgaba del cesto de la ropa sucia y la carita de un gato negro asomaba por detrás.

Era una escena sencilla, dibujada y coloreada delicadamente, pero había algo fascinante en ella. Jake volvió a mirar a la niña de rizos castaños y ojos azules y tuvo que sonreír. Tenía un aspecto ordinario y, sin embargo, increíblemente atractivo. Igual que su creadora.

 

 

Mattie fue despertada a la mañana siguiente por un inesperado ruido de cacerolas y sartenes. Y cuando abrió la puerta de su habitación le llegó el más inesperado aroma a café y champiñones.

Se había levantado más tarde de lo normal porque, cuando por fin terminó la ilustración, había estado despierta durante horas pensando en el argumento del cuento. Pero no había oído llegar a Jake, de modo que debía de haber vuelto muy tarde. Qué raro que se hubiera levantado tan temprano, pensó.

Después de pasar por el baño para lavarse la cara y arreglarse un poco el pelo, Mattie entró en la cocina.

Jake, que estaba batiendo huevos en un cuenco, se volvió para saludarla.

–Buenos días.

–Buenos días –dijo ella.

–He abierto la puerta para que Brutus saliera al jardín.

–Ah, gracias –Mattie parpadeó, sorprendida, al ver que también había llenado el cuenco de agua de su perro.

–¿Cómo puede un perro tan pequeño llamarse Brutus?

–No tengo ni idea –admitió ella–. Imagino que sus antiguos propietarios tenían un extraño sentido del humor.

–¿Antiguos propietarios?

–Tengo una amiga, Lucy, que es veterinaria. Alguien dejó a Brutus en la puerta de la clínica y el pobre necesitaba un nuevo dueño…

–Y tú te ofreciste voluntaria.

–Pues sí.

Jake la miró con una sonrisa en los labios y luego señaló la sartén.

–He encontrado unos champiñones en la nevera y he decidido hacer una tortilla.

Parecía muy orgulloso de sí mismo, pero Mattie no iba a dejarse impresionar. La noche anterior había jurado olvidarse de Jake Devlin y, con un poco de fuerza de voluntad, podría olvidarse de lo atractivos que le parecían su torso, su sonrisa y sus brillantes ojos oscuros.

Sencillamente, era absurdo. Aparte de que Jake ya tenía una novia, o varias, esa absurda atracción le recordaba que tres años antes se había enamorado con resultados desastrosos y había jurado no volver a pasar por eso.

Además, por muy atractivo que fuera, se marcharía de Sidney en menos de una semana. Y poco después ella estaría embarazada del hijo de Gina y Tom.

Ningún hombre estaría interesado en ella entonces y no le importaba en absoluto. Estaba totalmente dedicada a una causa noble: el hijo de sus amigos. Cuando fuese mayor y mirase hacia atrás, vería aquel regalo como el mayor de sus triunfos en la vida.

–Puedes usar todos los champiñones que te parezca.

–¿No quieres compartir la tortilla conmigo?

–No, gracias –contestó ella.

–¿Por qué?

–Pues… soy alérgica a los huevos. Y normalmente tomo cereales para desayunar.

Él pareció decepcionado y Mattie no pudo disimular una sonrisa de triunfo. Una tontería, por supuesto.

–Qué pena. Mis tortillas son famosas en el mundo entero –bromeó Jake.

–¿Dónde aprendiste a cocinar? –le preguntó ella, sacando los cereales del armario.

–En Mongolia, en la mina.

–¿En serio?

–Tenemos un cocinero fabuloso, un canadiense llamado Pierre, y cuando tengo un rato libre entro en la cocina para echarle una mano.

–Supongo que no habrá muchas distracciones en Mongolia.

–A menos que puedas ir a la capital, no –usando una espumadera, Jake dobló la tortilla por la mitad.

–¿Eres geólogo como Will?

–No, soy ingeniero medioambiental.

–¿Y tu trabajo consiste en que las compañías mineras no destrocen Mongolia?

–Más o menos –sonrió él.

–Pues debe de ser un trabajo muy satisfactorio, ¿no?

–No es malo –dijo Jake–. ¿Y tú, a qué te dedicas?

–Yo no tengo estudios superiores, de modo que lo mío no es una verdadera carrera. Hago varias cosas…

–Pero también pintas.

–Sí, bueno, habrás visto el dibujo que dejé sobre la mesa –sonrió Mattie–. Lo siento, tengo que recogerlo…

–No, no te preocupes. De hecho, me alegró mucho que dejaras tus cosas tiradas por ahí. Ahora sé que eres una persona normal.

La sonrisa de Jake era tan atractiva que Mattie se alegró cuando un sonido desde la jaula los distrajo a los dos.

–Buenos días, Pavarotti –saludó a su canario, quitando la tela.

–¿Pavarotti? –rió Jake.

–Es su nombre, como el tenor.

Jake sacó la tortilla de la sartén y la colocó en un plato, pero cuando se sentaron uno frente al otro en la mesa, Mattie supo que tenía un problema.

Su corazón cantaba tan alegremente como su canario.

Jake señaló al pájaro mientras cortaba la tortilla con un tenedor.

–¿Te gusta la ópera?

–Mi abuela era una enamorada de la ópera, ella fue quien le puso el nombre al canario. Yo quería llamarlo Elvis, pero era suyo, de modo que ella tenía la última palabra –Mattie dejó escapar un suspiro–. La pobre murió el año pasado, así que yo heredé a Pavarotti.

–¿La querías mucho?

–Sí, mucho. Cuidé de ella durante los dos últimos años de su vida.

En los ojos oscuros de Jake vio un brillo de sorpresa y luego una inesperada tristeza que la sorprendió.

Comieron en silencio durante unos minutos y, por fin, Mattie le preguntó:

–¿Tienes algo interesante planeado para hoy?

–Estaba pensando ir al cine.

–¿En un día tan bonito?

–Llevo seis meses sin ir al cine, tengo muchas películas que ver.

–Ah, claro.

–¿Quieres venir conmigo?

La pregunta fue tan inesperada que Mattie no sabía qué decir. Le gustaría preguntarle si Ange era su novia o si estaba libre y salía con cualquier mujer que se pusiera a tiro…

Ella no tenía nada planeado para esa tarde, pero si existía alguna posibilidad de que Jake le estuviera pidiendo una cita, debería decirle que no.

–No, lo siento, no puedo –dijo a toda prisa–. Tengo muchas cosas que hacer.

Si Jake se había llevado una desilusión, no lo demostró, pero cuando se quedó sola Mattie volvió a sentirse absurdamente triste. E intentando pensar en cualquier cosa que no fuera Jake Devlin, decidió ir a la peluquería.

Dos horas y media después sonreía, encantada, mirándose al espejo. Unos reflejos cobrizos y dorados habían transformado su aburrido pelo castaño y el corte, rozando su barbilla, llamaba la atención sobre sus pómulos.

Se decía a sí misma que estaba haciendo aquello para animarse antes del embarazo. La nueva imagen no tenía nada que ver con Jake. Pero cuando volvió al apartamento se puso un pantalón gris, su favorito, una blusa de color crema y unos pendientes largos.

Estaba guapa, pero se sentía como una tonta. ¿No se preguntaría Jake por qué iba tan arreglada?

Seguía intentando decidir si debía volver a ponerse los vaqueros cuando oyó que se abría la puerta, de modo que entró en la cocina a toda prisa y fingió estar buscando algo en los armarios.

–Ah, perdón –lo oyó decir desde la puerta–. Creo que me he equivocado de apartamento.

Mattie se puso colorada.

–No seas tonto.

–¿Vas a salir? Te veo muy arreglada.

–Sí, claro –mintió ella–. He quedado con un amigo para cenar.

Jake asintió con la cabeza.

–Estupendo, que lo pases bien.

–Gracias.

–Por cierto, Mattie…

–¿Sí?

–Ese corte de pelo es muy bonito.

Mattie estaba realmente enfadada consigo misma cuando salió a la calle. Desde que conoció a Jake Devlin el sentido común parecía haberla abandonado. Le había mentido sobre sus planes y allí estaba, paseando por la calle, buscando un sitio en el que cenar cuando tenía la nevera llena de cosas.

Decidió entrar en el primer café que encontró. Era un sitio sencillo, con suelo de cemento y mesas de metal. La mayoría de los clientes llevaban pantalones vaqueros y Mattie se sentía demasiado vestida, pero se sentó a una mesa, dispuesta a cenar y a olvidarse de Jake Devlin.

Después de pedir una copa de vino blanco se dedicó a mirar la carta y todo fue bien durante cinco minutos.

Pero entonces Jake entró en el café.