RUBRICATUS

 

 

 

ISABEL GARCÍA TRÓCOLI

 

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Manuel Calderón

Primera edición: abril de 2017

Primera edición en e-book: diciembre de 2018

© Isabel García Trócoli, 2017

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-6310-4

Producido en España

A la memoria de todos aquellos que han creado, conservado y amado el espíritu de esta ciudad a lo largo de los siglos.

Amor omnibus idem

[El amor es el mismo para todos]

Virgilio, Geórgicas, III, 244

TOPÓNIMOS

En negrita, los documentados en la edad antigua. En el resto se especifica si está inspirado en una denominación medieval.

ACTIUM, Accio (Grecia).

AD FINES, Martorell.

ALBIS, río Elba (Alemania).

ALFAR DE CELSO, posible yacimiento de Can Pedrerol (El Papiol, Barcelona).

AMISIA, río Ems (Alemania).

AMPURIAS, colonia griega de Emporion (Gerona).

AQUAE CALIDAE, Caldes de Montbui (Barcelona).

ARABIA FELIX, parte de la península Arábiga.

ARGILETUM, Via Leonina y Piazza della Madonna del Monte (Roma).

BAETULO, nombre romano de Baitolo, núcleo layetano romanizado situado bajo la actual Badalona (Barcelona).

BARCINO, la Barcelona romana. Su nombre completo era Colonia Julia Augusta Faventia Paterna Barcino.

BARKENO, en la novela se identifica con poblado layetano ubicado en Montjuïc.

BATAVIA, Países Bajos.

BERENICE PANCRISIA, antiguo poblado minero llamado Wawat o Akita, según el periodo, ampliado y convertido en ciudad por Ptolomeo II Filadelfo.

BERENICE TROGLODÍTICA, también llamada Baranis, puerto del mar Rojo fundado por Ptolomeo II.

BONONIA, Bolonia (Italia).

CAESARAUGUSTA, Zaragoza.

CASTRA VETERA, Xanten (Alemania).

CASTRUM BERGIUM, Berga (Barcelona).

CLIVUS SUBURANUS, Via in Selci y Via di San Martino ai Monti (Roma).

COLINA DE HÉRCULES, Puig del Castell, Sant Boi de Llobregat (Barcelona).

COPTOS, capital del V nomo del Alto Egipto.

EGARA, Terrassa (Barcelona).

ESO, población ibérica, actual Isona (Lérida), llamada Aeso en época romana.

ESPELUNCAS, Esplugas de Llobregat (Barcelona), documentado en época medieval.

ESTRECHO DE ESCILA Y CARIBDIS, estrecho de Mesina (Italia).

FILIPOS, antigua ciudad de Macedonia (Grecia).

FORTALEZA DE BAKI, la Kubban de época faraónica.

GALIA CISPADANA, la Galia romanizada, al sur del río Padus (Po, Italia).

HADRAMAUT, antiguo reino del sur de Arabia (hoy en Yemen), con capital en Sabota.

ILDURO, precedente indígena de la Iluro romana (Mataró), probablemente identificada con el poblado ibérico situado en Burriac (Cabrera de mar).

ILERDA, Lérida.

LA ROBLEDA, poblado ibérico del Turó de la Rovira (Barcelona).

LAGO MAREOTIS, Birket el-Mariut (Egipto)

LAGO PAYOM, lago Fayum.

LAS TRES HERMANAS, las colinas que conforman el Parc dels Tres Turons (Turó de la Rovira, el Carmelo y la Creueta del Coll, Barcelona).

LAYETANIA, zona habitada por los íberos layetanos. En la actualidad correspondería a las comarcas del Barcelonés, Baix Llobregat, Maresme, Vallés Oriental y Vallés Occidental.

LUPIA, río Lippe (Alemania).

MAR ERITREO, para los antiguos griegos, la denominación abarcaba el mar Rojo, el golfo Pérsico y el Índico.

MONS PORPHYRITES, Gebel Dokhan (Egipto).

MONS SMARAGDUS, Gebel Zabareh (Egipto).

MONTAÑA BLANCA DE KARDO, montaña de sal de Cardona (Barcelona).

MONTAÑA SAGRADA, macizo de Montserrat (Barcelona).

MONTE URSA, montaña de Sant Pere Màrtir (Barcelona).

MONTES NEGROS, macizo del Montnegre (Barcelona).

MYOS HORMOS, Quseir al-Quadim (Egipto).

MUZIRIS, puerto del sur de la India no identificado.

NEÁPOLIS, Nápoles (Italia).

NUMIDIA, antiguo reino bereber, después provincia romana. Ocuparía la actual Argelia y parte de Túnez.

OASIS PAYOM, oasis del Fayum (Egipto).

OLORDA, poblado ibérico situado en la montaña del mismo nombre, dentro de la Sierra de Collserola (Barcelona).

OSTIA, puerto de la Roma antigua.

PATALIBOTHRA, Patna (India).

PIEDRAS ALBAS, Pedralbes (Barcelona).

POBLADO VIEJO, yacimiento layetano de la Penya del Moro, en Sant Just Desvern (Barcelona).

PODIUM AQUILAE, montaña del Tibidabo (Barcelona).

PODOUKE, identificado con el yacimiento de Arikamedu (India).

PROMONTORIO DE JÚPITER (mons Iovis), Montjuïc.

PUENTES LARGOS (pontes longi), calzada de madera construida por Lucio Domicio Aenobarbo en los pantanos germanos entre el 7 y el 1 a.C.

RAKOTIS, poblado de pescadores sobre el que se edificó Alejandría.

RENO, río Reno (Italia).

RHENUS, río Rin (Alemania).

ROCA AGUJEREADA, zona de Les Agulles (Macizo de Montserrat, Barcelona).

RUBRICATUS, río Llobregat (Barcelona).

SIERRA OSCURA, sierra de Collserola (Barcelona).

SIGARRA, Prats de Rei (entre Barcelona y Lérida).

SOCOTRA, archipiélago situado en el Cuerno de África y perteneciente a Yemen.

SYENE, Asuán (Egipto).

TALMIS, Kalabsha (Egipto).

TARNUM, río Tordera (Barcelona).

TARRACO, Tarragona.

TEUTOBURGO, bosque germano donde tuvo lugar el “desastre de Varo”, cerca de Osnabrück (Alemania).

TRIGARIUM, terreno de entreno ecuestre ubicado cerca del Campo de Marte (Roma).

VELABRO, valle entre el Tíber y el foro romano (Roma).

VIA AUGUSTA, el principal eje viario romano en Hispania.

VIA LATA, Via del Corso (Roma).

VICUS TUSCUS, Via di San Teodoro (Roma).

VISURGO, río Weser (Alemania).

AGRADECIMIENTOS

Ha habido muchas personas, en el pasado y en el presente, que me han ayudado a materializar esta obra. Sin ánimo de ser exhaustiva, debo empezar por Juan Carles Alay, con quien recorrí a pie la Layetania y muchos de sus yacimientos en mis años universitarios; a mis amigos Rafel Sospedra e Isabel Boj, modelos y fuentes de inspiración; a Joaquín Ruíz de Arbulo, sabio consejero y siempre disponible; al infatigable Pere Izquierdo, por sus sugerentes investigaciones y su amabilidad; a Oriol Granados, Lola Ángeles y Núria Capdevila, gracias a los cuales pude conocer a fondo Barcino y entusiasmarme con la divulgación de su patrimonio; a Edward C. Harris, por su genial trabajo, por creer en mí y brindarme su amistad.

Estoy en deuda de gratitud con mi amiga Mila Maestro, quien ha seguido capítulo a capítulo la escritura de la novela, realizando certeras aportaciones y animándome desde el principio; a Cisco Bosch por ser mi «conseguidor» de documentación difícil; a Maria Àngels Herrero y sus decisivas sesiones de constelaciones familiares; a mis profesores de la Escola d’Escriptura: Rosa María Prats, Enrique de Hériz, Olga Merino y María Antonia de Miquel, excelentes maestros y aún mejores personas.

Por supuesto, debo expresar también mi agradecimiento a Daniel Fernández, a mi editora Penélope Acero y al equipo de Edhasa por su confianza y por haber puesto su prestigio y experiencia a mi disposición.

Y, finalmente, a mi marido y a mi familia, de ellos surge mi caudal inspirador. Gracias por el apoyo y por vuestro amor incondicional.

DRAMATIS PERSONAE

Los personajes históricos o documentados por la epigrafía se presentan en negrita. En el caso de los personajes de Barcino, sólo conocemos su nombre y la escasa o nula información que ofrecen las inscripciones epigráficas en los que aparecen. Sus vicisitudes en la novela son pura ficción.

ADAD, el Babilonio, capitán de barco.

AMENY, hermano pequeño de Dohae.

ANDROGEO, mechanikós del Museo de Alejandría.

ANNIA LAYETANA, esclava personal de Garza.

ANPU, chico de la taberna de Alejandría.

ANTONIA, la Mayor (39 a.C.–25 d.C.), hija de Marco Antonio y Octavia la menor. Tuvo tres hijos. Aparece, junto a su marido, en los relieves del Ara Pacis.

APOLONIO, el convicto espartano en Berenice.

ARMINIO (17 a.C.-21 d.C.), caudillo querusco criado en Roma como ciudadano. Vencedor de la batalla del bosque de Teutoburgo.

ARSÍNOE, hija de Harith, el Hadramí.

ARTABELES, talabartero layetano, contrario a los romanos.

AULO CECINA, destacado general romano que luchó en Moesia, Panonia y Germania.

BARKAL, hijo de Bilistages, del clan del Lobo. Padre de Garza Layetana. Su nombre romano es AULO ASEDILO LAYETANO.

CLEOPATRA, chica de la taberna de la Subura.

CORNELIOS BALBOS, prestigiosa familia hispana en Roma.

DJEDI, el Egipcio, compañero de Lucio Celio en las legiones.

DOHAE, muchacha egipcia convicta en las minas de Berenice Pancrisia.

DOMITILA, a quien llaman Tila, madre de Lucio Celio. La menor de las tres hermanas Domicias, hijas de Primo Domicio Calvino.

DOMICIA CALVINA, tía de Lucio Celio, la mayor de las hermanas Domicias.

DOMICIA CINCINATA, tía de Lucio Celio y madre de Quinto, la mediana de las hermanas Domicias. Vive en Tarraco.

DRUSO, legionario bajo las órdenes de Lucio Celio.

ELBÓN, esclavo personal de Gayo Celio y administrador del negocio.

FABIA TERTULA, nutrix (ama de cría). Su tumba se puede visitar en la necrópolis de la plaza de la villa de Madrid, en Barcelona.

GARZA LAYETANA, hija de Barkal y de la hechicera cántabra. Casada primero con Vibio y después con Lucio Celio.

GAYO CELIO, hijo de Atisio. Es el C. Coelius de la lápida hallada en Montjuïc y expuesta en el Museo de Arqueología de Catalunya en Barcelona.

GAYO CRISPIO, después Aulo Celio, supuesto hijo de Garza y Vibio.

GLAUCO, dueño de la taberna de la Subura.

HARITH, el Hadramí, comerciante árabe, natural de Hadramaut, amigo personal de Augusto, armador de barcos.

HARMONÍA, esclava doméstica de Gayo Celio. Compañera de Elbón.

HECHICERA CÁNTABRA, madre de Garza, esposa de Barkal.

JULIO ANICETO, comerciante. Viejo conocido de los expertos en ánforas, pues su nombre aparece impreso en multitud de ellas.

JULIO CÉSAR GERMÁNICO, ver Nerón Claudio Germánico.

LUCIO CELIO, a quien llaman Lug, hijo de Gayo Celio y Tila.

LUCIO CELIO, hijo de Publio Celio y primo de Lucio Celio, herrero en Castra Vetera.

LUCIO DOMICIO AENOBARBO, edil, pretor y cónsul (16 a.C.), primer general romano en penetrar en Germania. Suetonio hace una descripción de su carácter.

LUNA, hija de Lucio Celio y Garza.

MAMERCO POMPILIO, tribuno de la cohorte que acompaña la caravana de Harith.

MARCO CELIO (hijo), primo de Lucio Celio, muerto en la batalla de Puentes Largos (15 d.C.)

MARCO CELIO (padre, 44 a.C.–9 a.C.), hermano de Gayo Celio, nacido en Bononia y muerto en el desastre de Varo siendo centurión primus pilus. Su cenotafio fue hallado en Castra Vetera y está expuesto en el Rheinisches Landesmuseum en Bonn.

MELAMPO, secretario albino de Primo Domicio.

NEITINBELES, capataz layetano y cazador.

NERON CLAUDIO GERMANICO (15 a.C.–19 d.C.), cambiará su nombre por Julio César Germánico. Nieto de Livia y de Marco Antonio, adoptado por Tiberio, padre de Calígula, hermano de Claudio y abuelo de Nerón. Aclamado general, desaparecido en extrañas circunstancias.

NÉSTOR, el neapolitano, compañero de Lucio Celio en las legiones.

NONIO FELIX, decurión de Barcino.

NUMITORIO, veterano amigo de Publio Celio.

OCTAVIANO, Octaviano Augusto (63 a.C.–14 d.C.), considerado el primer emperador de Roma.

ONOFRIS, el niño llorón en Berenice Pancrisia.

PEDANIO, duunviro de Barcino.

POLIFONTE, maestro de Lucio Celio en Barcino.

PRIMO DOMICIO CALVINO, padre de las tres Domicias, procurador de finanzas de la Tarraconense y abuelo de Lucio Celio.

PUBLIO CELERE, prefecto de Berenice Pancrisia.

PUBLIO CELIO (padre), hermano de Gayo Celio, aparece en el cenotafio de Marco Celio como dedicante de la estela. Herrero en Castra Vetera.

PUBLIO OSTORIO ESCÁPULA, prefecto de Egipto y primer comandante de la guardia pretoriana.

QUINTO SALVIO, maestro de lucha de Lucio Celio en Barcino.

QUINTO VALERIO ALBO, hijo de Domicia Cincinata, primo de Lucio Celio.

RATUMEDIO VATIA, duunviro de Barcino.

RUFULUS, convicto revoltoso de Berenice Pancrisia.

SECUNDINO, oficial romano responsable del fortín de Compasi.

SEIHAR, sobrino de Elbón, padre adoptivo de Luna.

SERVILIO PULCRO, supervisor de la fundación de Barcino, enviado por Roma.

SIGIFREDO, tabernero bailarín de Castra Vetera.

SIZGUNTO, ver Quinto Valerio Albo.

TITO FLAVIO QUADRATO, ingeniero jefe de las minas de Berenice Pancrisia.

TITO HORTENSIO MÉRULA, el Idios Logos en Alejandría.

TURSO, TÚSCULA Y TARQUINIA, esclavos etruscos de tía Domicia.

UNTIKEN, hijo de Artabeles, amigo de la infancia de Garza y Lucio.

VALERIA COLOBA, esposa de Polifonte.

VETURIO, capataz de Tito Flavio Quadrato.

VIBIO CRISPIO, sobrino de Gayo Celio, hijo de su hermana Celia Claudia. Casado con Garza.

XIAN, esclava oriental de Arsínoe.

mapa1
mapa2

LIBRO I:

RUBRICATUS

 

1. UNA NIÑA DE PELO AZAFRÁN

Puerto de Barkeno

Nonas de agosto

3 d.C. (756 ab urbe condita)

El antiguo espigón asomaba indestructible entre la arena como la cabeza renegrida de un titán. Hipnotizado por el vaivén, Lucio contemplaba esa mole incrustada de lapas mientras la chalupa que lo había llevado hasta la nave anclada mar adentro ponía proa de vuelta a la playa. El enérgico vuelo de una gaviota condujo su mirada hasta un zigzagueo plateado en la superficie.

Un banco de sargos se internó en la marea lodosa que se aproximaba al casco del barco. Las tormentas del día anterior habían arrastrado al mar la arcilla de las riberas del Rubricatus. El río, tumultuoso, enrojecía el estuario con la violencia de un torrente. Se sobresaltó al oír una voz muy cerca de él.

–¿Habías visto alguna vez el panorama desde el mar? El promontorio de Júpiter parece aún más imponente –dijo un pasajero de voz gangosa.

Lucio tardó en responder. Por su mente cruzaban imágenes de su infancia, amaneceres de pesca a la sombra del promontorio contemplando, intimidado, aquella masa pétrea que se introducía en las aguas.

–De pequeño creía que la montaña era un gigante herido apoyado sobre sus manos –respondió, echando una ojeada a su interlocutor–. El río le lamía las heridas, pero él no dejaba de mirar al mar desafiando a Neptuno.

La brisa les llevaba los efluvios de la brea fresca, mezclada con el sudor de los marineros. Tras unos instantes, Lucio oyó que el desconocido respondía:

–Después, de mayor, te das cuenta de que nada tiene más sentido que lo aprendido en la infancia. Aunque no sea verdad.

«Ciertamente», pensó Lucio. De niño imaginaba las hileras de muchachos íberos subiendo a bordo de los buques griegos, cartagineses y romanos con destino a Sicilia, a Grecia, a Italia para luchar como mercenarios. Y ahora era él quien se iba.

Entonces rememoró las historias de Barkal sobre los íberos layetanos y sobre las riquezas que la gran Barkeno, que asomaba a la desembocadura desde las laderas del promontorio, atesoraba tras sus muros. Como antaño, las barcazas cargadas con lingotes de hierro y de plomo, con la sal de la Montaña Blanca de Kardo, con la madera y los perniles de los ceretanos, y con el cereal de Ilerda y de la Sigarra, seguían descendiendo cada primavera y cada otoño río abajo, aprovechando el caudal del deshielo y de las lluvias.

Se dejó mecer por el balanceo, fijando los ojos en la costa. Los aguaceros habían despejado el ambiente caliginoso del verano. Su mirada vagó por el curso del río, tierra adentro, hasta que se perdió en la falda de la Montaña Sagrada.

–El gran río rojo... –dijo aquella voz, de una sonoridad nasal algo desagradable.

Lucio se volvió hacia el desconocido que en ese momento se amorraba a la bota de vino que llevaba en bandolera. Tras echar un largo trago, continuó hablando:

–El río ha sido la riqueza de Barkeno, pero también su fin, ahora que el puerto está casi cegado. ¿Gustas, joven?

Lucio negó con un gesto amable. Sentía el estómago revuelto.

–Dentro de pocos años ya no podrán atracar ni las naves más pequeñas. Pero, ¡qué desconsiderado por mi parte! ¡No me he presentado! –Varias gotas de vino habían manchado su túnica y, cuando sonreía, un destello indicaba que tenía varios dientes de oro–. Soy Julio Aniceto, comerciante de vinos. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

–Soy Lucio... Lucio Celio, señor. Voy a Roma, a casa de mi tía Domicia, para incorporarme a las legiones.

Julio Aniceto se rascó la calva e inquirió:

–¿Cómo has dicho que te llamas?

–Lucio Celio, señor.

–¿No serás familiar del duunviro Gayo Celio, que tiene las tierras cerca de las Espeluncas? –Mientras hablaba intentaba acomodarse los escasos mechones para que le cubrieran la calva, pero el viento se los volvía a levantar.

–Sí, señor, soy hijo de Gayo Celio, veterano de las guerras cántabras.

–He hablado con tu padre en un par de ocasiones. –Hizo un mohín–. Prefiero el trato con su esclavo... ¿Cómo se llama? ¿Elbón? Tiene más don de gentes, sabe negociar. Sin embargo, tu padre... tiene mente de campesino. Con todo el respeto, claro. Todo lo contrario de tu madre, una patricia de pies a cabeza.

Sabía a lo que se refería el tal Aniceto, pero, aun así, le dolió el comentario. Habría preferido estar solo en aquellos momentos. Se retiró de él unos pasos. En el puerto relumbraban las paredes enjalbegadas de la taberna de la Gorgona. Cuántas veces, tras una larga noche de pesca, Barkal, Garza y él se habían calentado los huesos ante el fuego con un vaso de vino caliente y miel. Hasta le pareció divisar a Clodio, el sirgador ciego, quien, como todas las mañanas, estaría sentado al sol en la puerta de la taberna, mascando con las encías desdentadas las tiras de pescado salado que constituían su desayuno. Imaginó a las mujeres de los pescadores jaleando a los borrachos adormilados sobre las redes y a Vico, el niño tullido de grandes ojos oscuros, suplicando a la pandilla de mocosos del puerto que lo dejaran jugar, a cambio de una nuez, o de un pajarillo muerto, o de una concha de extraños colores.

–Barcino es un buen lugar para el comercio –prosiguió el comerciante–, y pronto lo será aún más, sí, señor, por eso me estoy edificando una casa en la colina de Hércules. He llegado a un acuerdo con el jefe del poblado: él me proporciona tierras y yo doy trabajo a sus habitantes. Lo primero que he construido son las termas, donde tengo al capitoste y a su séquito bien contentos en remojo, día sí, día también. Todos quieren ser romanos, sí, señor.

Un movimiento en la cima llamó su atención. El fuego del faro se iba extinguiendo ante la progresiva victoria del día sobre las tinieblas nocturnas. A su lado se erguía un pequeño templo dedicado a Júpiter y, un poco más abajo, se divisaba la parte más alta de la muralla que había protegido Barkeno durante siglos.

Entre las tribus del interior, la ciudad había sido famosa por sus silos gigantescos, donde se guardaban toneladas de cereal, el excedente de muchos poblados. «Sin ese grano, los ejércitos de Escipión se habrían muerto de hambre», le había contado Barkal. En aquel momento se habían convertido en enormes escombreras en las que arrojar cadáveres incómodos. El mismo puerto pronto acabaría inutilizado por los limos, de manera que la actividad comercial se estaba trasladando al fondeadero ubicado en la otra punta de la bahía, y Barkeno ejercía de puerto de la colonia romana, construida en la planicie costera al otro lado del promontorio.

–Prefiero hacer negocios fuera de Roma, ¿sabes? Aquí nadie pregunta tu origen, porque todos son de otra parte. Y los layetanos son buenos trabajadores, aprenden rápido. No hay más que ver a Barkal, tu vecino. Siempre insiste en ser llamado por su nombre romano, Aulo. Ya te digo, todos quieren ser romanos, ¡por Mercurio que quieren serlo!

Lucio examinó con avidez los carruajes estacionados frente a la hilera de almacenes. La carreta de su padre ya no estaba, no habían esperado a que el barco zarpase. Bajó la cabeza y cerró los ojos para recrearla. Melena al viento, perfil arrogante, ojos de gato. Y su mirada... Había reservado para el momento del adiós la más dura, aunque también la más altiva. Los labios de Lucio dibujaban un nombre: Garza.

Oyó la tosecilla nerviosa de Julio Aniceto. Allí seguía.

–Barkal murió hace poco más de un año –dijo Lucio, girando la cabeza para ocultar la humedad de sus ojos.

Recordó sus últimos días, la mente embotada por los sahumerios que le apaciguaban el dolor, el bravo guerrero layetano convertido en un ovillo de piel y huesos. «Lug, cuida de ella.» La cargante voz del comerciante lo sobresaltó:

–¡Vaya! No sabía de su muerte, no trato con él desde hace tiempo. Me acuerdo bien de su mujer, cómo no, esa extraña cántabra que vive en una cueva. ¡Y la hija es una belleza! Garza, extraño nombre. Habrá heredado una fortuna, las tierras de ese hombre valen su peso en oro. Tienen la orientación perfecta, agua en abundancia, alfar propio para envasar el vino y lo mejor: los campesinos. Todos son familia, indígenas, emparentados con Barkal, trabajan la tierra como si fuera suya. Un latifundio de esclavos es menos productivo que esas tierras, ya lo creo. Pero qué te estoy diciendo, lo debes de saber muy bien.

–Mi padre siempre ha envidiado a Barkal por ello –acertó a decir Lucio mientras se llevaba la mano al cuello, del que pendía el colgante que le había regalado Garza. Había pertenecido a su madre: un círculo de piedra durísima y gris, reluciente como el metal. Lo había tenido guardado a buen recaudo, lejos de la mirada de su padre. No obstante, al prepararse para el largo viaje, había sentido el impulso de ponérselo.

Agarrado al estay y absorto en sus pensamientos, Lucio no se percató de que los marineros alzaban ya el ancla. Aniceto lo observaba con detenimiento: pelo castaño y, por su madre, ensortijado, tez clara y ojos azul oscuro. Sin duda, había heredado el agraciado aspecto de los Domicios, su aristocrática nariz griega y aquella gallardía de movimientos, pero matizado con los ásperos rasgos de los Celios: mentón partido, rostro anguloso y una expresión que podía pasar de la calidez al hielo en pocos segundos.

Barcino empezó a deslizarse por delante de sus ojos, como si fuera la tierra la que se moviera. Por la Puerta Marina entraban y salían regueros de personas como hormigas atareadas. La Sierra Oscura, así llamada por el color parduzco de las encinas, cerraba la llanura por el norte. Algún dios bueno se apiadó de él y envió a Julio Aniceto a departir con el capitán, de modo que Lucio escapó hacia la proa. Respiró hondo sin conseguir sosegarse y buscó un rincón donde descansar.

La libertad. Debería sentirse estimulado, feliz. Pero no era así. Un nudo le oprimía la garganta, como si tuviera una soga al cuello. Metió la mano en el cubo de agua que un marinero acababa de subir por la borda y se refrescó la cara, mientras el barco se adentraba lentamente en aguas profundas y azules.

* * *

El sol caía inclemente sobre la colonia. Garza avanzaba exhausta por el kardo maximo, flanqueada de dos hombres. Se tapaban la nariz con pañuelos de lino, pues el hedor de las cloacas se mezclaba con el de los orines que, almacenados en grandes tinajas en la planta baja de algunas casas, eran recogidos por los tintoreros. El hombre que encabezaba el grupo les gritó mientras blandía una vara de vid:

–¡Decidle a vuestro amo que estas tareas se hacen por la noche! ¿Qué tiene en la cabeza ese viejo loco? Hablaré con el edil.

–Por la noche el amo está muy ocupado con su nueva esclava y no se acuerda de dar órdenes, ¡ja, ja, ja! –se burló uno de ellos.

–¡Dile que el duunviro Gayo Celio en persona le meterá su mugrienta cabeza en la cuba de los orines si no se atiene a la ley municipal!

Elbón, el esclavo personal de Gayo, había sido el primero en darse cuenta de que Garza estaba indispuesta, y por ello, a la vuelta del puerto, había acelerado el paso de la carreta, evitando en lo posible los baches. Ella no había dejado de palparse el abultado vientre en todo el camino, intentando disimular una mueca de dolor. Acababan de dejar las caballerías en los establos cercanos a la Puerta Rubricata para dirigirse a pie hasta la casa, una de las primeras domus construidas en la ciudad. Garza buscó apoyo en los brazos de Elbón y de su marido, Vibio Crispio.

Gayo Celio se giró y, con ademán impaciente, empezó a golpetear la vara contra la palma de la mano. Garza lo miró: mandíbula angulosa, pelo cano, piel colorada... Él y Elbón, amo y esclavo, parecían hermanos; claro que Gayo destacaba más debido al parche que tapaba su ojo izquierdo y a la túnica angusticlavia.

–Deberías haberte quedado en casa con Domitila, mujer. Mírate: casi no puedes caminar –dijo Gayo.

¿En casa? ¿Y perderse la despedida? De ningún modo. Ni siquiera la había detenido la humedad que al amanecer se escurría por sus piernas; la última imagen que se llevaría de ella no sería de debilidad e impotencia. Por eso subió a la carreta con el vientre fajado y la cara bien alta. El embarazo la favorecía: nunca antes había tenido los labios más rojos ni las mejillas más sonrosadas, y hasta parecía que su pelo, lacio, siempre ingobernable, lucía ahora más dócil y ondulado. El viento marino le había soltado algunos mechones de la cabellera color miel, recogida con cintas amarillas, y su mirada de trigo verde centelleaba con el sol de aquellos sofocantes días de agosto, unos días que quedarían cincelados en su memoria como las letras sobre una lápida de mármol.

Cuando llegaron a casa, Garza quiso dedicar unos minutos a Domitila, que no había salido de su habitación en todo el día. Estaba atravesando uno de sus periodos de melancolía, durante los que se refugiaba en los recuerdos de una infancia feliz, en Roma y en Tarraco, junto a sus dos hermanas. La mayor, Domicia Calvina, seguía viviendo en la casa familiar, junto al Tíber, mientras que Domicia Cincinata vivía con su marido y su hijo Quinto en la dulce Tarraco.

–Todo ha ido bien, domina Tila, tu hijo Lucio navega ya hacia Roma y en unos días llegará a casa de tu hermana –dijo Garza con voz fatigada.

–Llevo semanas orando a Neptuno para que llegue sano y salvo, el mar es tan traicionero... No tienes buena cara, deberías haber evitado ese viaje, ¡hace tanto calor! Tendríamos que estar en la casa de las Espeluncas, es más fresca. En la casa de tu difunto padre, me refiero, ahora eres de la familia y por tanto también es nuestra. –Garza la miró con una mezcla de fastidio y rabia–. ¡Oh, querida! ¿Te encuentras mal? Seguro que has ido al puerto para que Lucio no notase tanto mi ausencia. Si te pasa algo me sentiré culpable. Aún te faltan muchos días para dar a luz, debes cuidarte.

–Si no necesitas nada, me voy. –Garza se puso en pie con dificultad y caminó hacia la puerta. Pero al llegar a ella se sintió desfallecer. Se apoyó en la pared y, lentamente, fue dejando resbalar las manos hasta quedar a gatas.

Domina –dijo con inquietud–, no habrá que esperar más tiempo: ¡el niño está en camino!

–¡Por las diosas camenas! –Tila se puso en pie de un salto, para la sorpresa de Garza–. ¡Elbón! ¡Harmonía! ¡Enviad a por la partera! –gritó con una fuerza desconocida–. Y tú, Garza, levántate si puedes y cógete de mi brazo, vamos a tu habitación. No te preocupes, todo va a ir bien.

Elbón y Harmonía, su mujer, pusieron en marcha todo lo necesario. Ellos, que habían implorado descendencia a los dioses, se habían tenido que conformar con ver crecer a sus sobrinos de Castrum Bergium y a Lucio, a quien habían criado como a un hijo. Si por algo era envidiado Gayo Celio en Barcino era por ellos, leales y discretos. Eran el alma de la casa, ni una sola queja salía de sus labios, aportaban el buen ánimo que faltaba en la familia desde la enfermedad de Tila. Todos se preguntaban por qué Gayo no les había otorgado ya la libertad, pues si alguien la merecía eran ellos.

Tila, con los ojos chispeantes, llevó al cuarto de Garza un cofrecito del cual extrajo, uno por uno, todos sus talismanes. Cada vez que tomaba uno entre sus manos, lo miraba, se lo llevaba al corazón y a los labios, y musitaba alguna oración. La parturienta, arrodillada sobre la cama y retorciendo las sábanas en cada contracción, recibía los masajes de Annia, su esclava personal, que miraba nerviosa a Tila. Esta, ajena a cualquier otra cosa, continuaba ocupada con su ritual.

Por fin llegaron Nasia Sabina, la partera, y Fabia Tertula, el ama de cría. La primera empezó a dar órdenes a todo aquel que se cruzaba con ella mientras un sirviente instalaba la silla de partos en la habitación de Garza.

–¡Harmonía! ¿Te has ocupado de deshacer todos los nudos? Toma, pon la estatuilla de las tres acuclilladas en la habitación de la parturienta. ¿Habéis colocado a Juno Lucina en el larario? Sí, ya veo. A ver, Fabia, ayuda tú también.

La partera entró en la estancia, casi en penumbra, y enseguida notó el aroma dulzón del espliego que ardía en un pebetero de cerámica con la efigie de Deméter. Al ver a Garza se echó las manos a la cabeza y exclamó:

–¡Por la madre Venus! ¿Y esas cintas en el pelo? ¡Domina Tila! Estás dormida, mujer, ¡desanúdalas! ¡Y las tuyas también! –En circunstancias normales, una patricia no habría tolerado aquel tono, pero Tila pareció no tenerlo en cuenta. La partera siguió dando órdenes–: ¡Os quiero ver a todas con el pelo suelto! ¡No quiero ni un solo nudo en toda la casa! ¿Ha roto aguas? –preguntó a Annia.

–No.

–¡Sí! Esta madrugada –dijo Garza con un hilo de voz.

–¿Esta madrugada? ¿Has perdido el juicio? Y te has ido tan tranquila al puerto... ¡Qué insensatez! Podrías haberte puesto de parto en la carreta –gritó Tila.

–Venga, menos hablar y más hacer. Échate en la cama y déjame palparte. A ver... ¡Ay, madre! Estás más dilatada de lo que creía, esto va a ir rápido. Claro, si llevas desde la madrugada... ¡Qué locura, muchacha! Te has arriesgado demasiado. Espera, creo que estoy tocando la cabecita. ¡Que venga el padre y traiga su cinturón! –pidió Nasia.

Pero Vibio Crispio no aparecía por ninguna parte, y tampoco Gayo Celio. Elbón y Herennio, el esclavo encargado de la puerta, salieron apresuradamente a buscarlos. Nasia Sabina se quejó:

–¿No está el padre? ¡Qué desbarajuste! Menos mal que el niño viene bien.

Llegó Harmonía resoplando con un cinturón de Vibio en la mano y se lo tendió a la partera para que lo abrochara alrededor del vientre de Garza. Nasia cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Colocó las manos a ambos lados de la barriga de la chica quien, concentrada en las sensaciones de su cuerpo, empezó a escuchar un leve canturreo, que fue ganando en intensidad. La mujerona estaba entonando un carmen, un cántico tan antiguo que ninguna de las allí reunidas pudo descifrar más que algunos nombres: Antevorta, Cinxia, Dis Pater... La salmodia subía y bajaba de tono, en medio de un silencio solo roto por los quejidos de Garza. Al final del canto todas entendieron: «que el mismo que te ciñó y te ató con el matrimonio se suelte ahora y permita salir al niño», susurraba la partera mientras desabrochaba el cinturón. Entonces se dirigió a Garza:

–¡A la silla de partos! Fabia, Harmonía, os colocaréis detrás. Domina Tila, tú a mi lado. Garza, si lo necesitas agárrate a nosotras. Y acuérdate: cuando yo te diga, aprietas fuerte.

Se oyeron pasos apresurados en el atrio. Vibio y Gayo habían llegado. Se acercaron a la habitación, sin entrar en ella. Dentro se podían oír los gemidos de Garza y las palabras de ánimo de las demás mujeres. Gayo paseaba meditabundo, y a veces hacía como que contaba con los dedos. Vibio, sin embargo, parecía más relajado: apoyado contra el muro, mordisqueaba un hueso de oliva mientras observaba todo lo que las mujeres habían preparado en el atrio: una cama para Juno Lucina, pues la diosa no abandonaría la casa en los siguientes días, y una mesa preparada para Hércules, su hijo, que mamaría la leche de su seno y crecería fuerte.

Pasó una hora. Elbón no soportó la espera y se fue a la cocina a desgranar guisantes. De repente, de entre las voces de las mujeres surgió un llanto potente y se oyó a Nasia Sabina gritar:

–¡Es una niña! Y tiene una preciosa mata de pelo... ¡rojo!

A Elbón se le derramaron los guisantes por el suelo. Gayo, con el semblante sombrío, ordenó a Vibio que lo acompañase al tablinum. Vibio escupió el hueso de aceituna y lo siguió.

Garza, hija de Barkal, había traído al mundo a una niña de pelo azafranado y piel traslúcida de tan blanca. El vivo retrato de su abuela cántabra.

 

2. LA COLONIA BARCINO

Espeluncas

23 de febrero, Terminalia

13 a.C.

Todo estaba ya preparado: el pozo con las brasas humeantes, las ofrendas y el cordero, que pastaba cerca del altar de piedra donde reposaba la hoz sacrificial. Gayo Celio y Barkal habían elegido para la ocasión uno de los hitos de término entre las dos propiedades, en la zona más elevada. Desde allí, campos de vides recién podadas y otros en barbecho descendían suavemente hasta el río.

–¡Si en Cantabria hubiera sabido que tus tierras lindarían con las mías habría corrido a enrolarme de nuevo, grandísimo fellator! –exclamó Gayo, haciendo que Tila frunciera el ceño.

–Perdona los modales de mi marido, Aulo, cree vivir todavía en un campamento. –Tila dedicó la mejor de sus sonrisas a Barkal. Buscó con la mirada entre sus acompañantes, pero solo vio a varios mozos y a una niña de la edad de Lucio, de la mano de dos muchachas indígenas.

–No te preocupes, Gayo es un viejo conocido. Mi cohorte de auxiliares luchó codo con codo junto a sus hombres en muchas ocasiones. Su centuria siempre fue la más disciplinada cuando había que serlo... ¡Y también la más granuja cuando convenía! –Barkal saludó a Gayo estrechándole los brazos–. Es un buen día, el sol calienta y ya he visto las primeras golondrinas.

Se quedaron unos momentos mirando la desembocadura. A la izquierda, el promontorio de Júpiter se adentraba en el mar, formando una bahía cuyo otro extremo lo constituía la colina de Hércules. El Rubricatus marcaba el confín de la Layetania; del otro lado del río estaban las tierras de los cosetanos, bajo la jurisdicción de Tarraco. Era época de mare clausum, así que solo se veía alguna embarcación de cabotaje y barcas de pesca.

–Avisa a tus hombres, dentro de unos días empezarán las obras de la vía –informó Gayo–. Mercurio nos ha favorecido, la misma puerta de nuestra casa estará conectada en poco tiempo con la Vía Augusta.

–¿Qué más se puede pedir? –dijo Barkal mirando al cielo.

–Tú nada, has quedado bien provisto; en cambio yo... –Gayo no continuó. Golpeteó suavemente una cepa con su vara de vid. Las hormigas que subían por el tronco iniciaron una danza frenética.

–Lo comprendo. Como prefecto del campamento, la construcción de la ciudad debe de estar causándote muchos quebraderos de cabeza. No querría estar en tu lugar. –Barkal habló con su tono de voz característico, suave, casi aristocrático si no fuera porque un ligero acento íbero delataba su origen.

–¡Ja, ja! ¿Quebraderos de cabeza? Diversión, diría yo. Lo peor son esos funcionarios de Roma, con las narices metidas dentro de sus tablillas y sus rollos, asignando lotes de tierra y anotando el patrimonio de cada uno de los futuros ciudadanos. Casi todos somos veteranos de la Cuarta Macedónica, deberían saber que solo poseemos lo que Augusto nos ha dado. –Gayo respiró hondo y puso los brazos en jarras–. Y a ti te ha dado mucho.

–¿Dado? ¡Estas tierras son mías por derecho propio! Aquí nacieron y murieron mis antepasados. Ahora Roma las ha catastrado y me pide impuestos por ellas, ¿debo estar contento? Si deseo visitar las tumbas de mis ancestros o rezarle a la diosa del manantial he de atravesar tu propiedad. Cuando yo era niño, las tierras que conducían a las necrópolis eran sagradas, pertenecían a todos. –Había hablado con más pasión de lo que en él era habitual y se había dado cuenta. Se irguió sobre sí mismo, recuperando la compostura antes de continuar–. Roma me ha dado mucho, sí, aunque también es mucho lo que me ha arrebatado.

Lucio observaba la escena cogido de la mano de su madre. Barkal era tan alto como Gayo. Su cabello, ya canoso, no era demasiado abundante, al contrario que las pobladas cejas angulosas, como de ave nocturna. Hablaba con parsimonia, eligiendo las palabras, gesticulando con unas manos de dedos largos y delicados, impropias de un guerrero.

El cordero baló, distrayendo la atención del niño. ¡Dioses! ¿Qué clase de vellón era aquel? ¿Amarillo? No... ¡Era una niña! Se había abrazado a la bestia y la larga cabellera rubia cubría todo el lomo del animal. Lucio no le quitó el ojo de encima, pues era más o menos de su edad. Barkal prosiguió:

–Gayo Celio, te lo ruego: oficia tú la ceremonia, aún no estoy muy familiarizado con los rituales romanos. Por cierto, no me importa si entre nosotros me llamas Barkal, pero en público soy Aulo Asedilo Layetano. Tengo derecho a los tria nomina... Como ya sabes, soy ciudadano romano. –La voz de Barkal seguía sonando tranquila, sin rastro alguno de rencor.

–Serviste fielmente a Roma, tu ciudadanía es bien merecida. –Gayo miró a su alrededor y después a Barkal–. No puedo evitar preguntarte de dónde has sacado ese nombre, «Aulo Asedilo». No es muy común.

–Yo he sido el último de una larga lista de familiares que han comandado tropas auxiliares layetanas. Uno de mis antepasados luchó contra los celtíberos a las órdenes de Aulo Terencio Varrón. Ese fue el primer nombre en latín que escuché en mi infancia, de labios de mi abuelo. En cuanto a Asedilo, así se llamaba el padre de mi madre.

–¡El genio de Roma es poderoso, amigo Barkal! –exclamó Gayo, colocando ambas manos encima del pecho en señal de orgullo–. Despierta en el corazón de los hombres el deseo de compartir su prestigio. ¡Empecemos! En primer lugar debemos cubrirnos la cabeza, como un sacerdote, pues el paterfamilias actúa como tal en los rituales privados.

Ambos se cubrieron con un pliegue de la toga. Barkal imitaba a Gayo en todo, en una ceremonia que debía ser realizada por ambos vecinos, pues solo así el dios Terminus protegería el límite de las dos propiedades. Lucio ayudó a su padre y Barkal instó a Garza a hacer lo mismo, aunque fue difícil separarla del cordero. Cada uno de ellos depositó una corona de flores, una guirnalda y un pastelillo de miel sobre el altar, situado al pie del mojón. Después, Gayo encendió fuego dentro de un recipiente de cerámica, al cual se arrojaron unos granos de espelta, varias gotas de leche y vino y un copo de lana del cordero. Tras una oración, que ambos pronunciaron con las manos extendidas, se partió por la mitad un panal de miel y se depositó junto a la piedra de término, cada uno de los trozos mirando hacia una propiedad.

Lucio, al ver cómo se derramaba la miel por la hierba, hizo ademán de ir a mojar el dedo, pero Tila lo agarró con fuerza por la espalda. «Si hubiera una pequeña desviación del ritual o una interrupción habría que empezar de nuevo», le había explicado su madre. Como no lo dejaban ni pestañear, dejó correr su imaginación. La miel se filtró a través de la tierra y goteó encima de la torta de trigo que se estaba comiendo Dis Pater en el Infierno.

Otra vez el balido del cordero. ¿Qué le estaban haciendo? Sin apenas tiempo de despertar de su ensimismamiento, el niño vio hacer a Gayo un rápido movimiento de izquierda a derecha mientras Barkal recogía en un cuenco la sangre que, a chorro, manaba del cuello del animal. Acto seguido, ambos padres rociaron el mojón con ella.

Los esclavos de Gayo extendieron una manta en el suelo para Tila. Elbón empezó a despiezar el cordero antes de untarlo de miel y romero y echarlo a las ascuas. Garza se acercó a Lucio y lo invitó a jugar con ella, pero acabaron por asomarse demasiado al pozo de las brasas y Tila los conminó a sentarse a su lado.

–Garza, ¡qué nombre más raro! –dijo Lucio–. Me suena a... ¡serpiente!

La niña se carcajeó, contagiando al chico. Entonces se encogió de hombros y mostró una sonrisa mellada.

–Mi madre eligió el nombre, es cántabro. Me gustan mucho las serpientes, pero las garzas son pájaros, les gusta picotear en las orillas de los ríos. Y como yo siempre estoy en el río... –Garza se limpió la nariz mocosa con la manga de la túnica.

–Y tu madre, ¿no va a venir? –preguntó Tila.

–No. Ella vive en la cueva del manantial. No habla latín. –Se abrazó las rodillas y colocó la barbilla encima–. Pero sí sabe hablar con los animales.

–En mi casa hay cucarachas –intervino Lucio–. A lo mejor tu madre les puede decir que se vayan. Me dan mucho miedo. Y asco.

–¡Seguro que esto no te da asco! –Harmonía se acercó con un cuenco de caldo caliente para cada uno.

Tras la sopa, llegó el turno del cordero. Garza se negó a comer, y Lucio quiso hacer lo mismo pero su padre lo obligó. El dios Terminus no aceptaría aquel desprecio. Gayo reprendió a Garza por no comer la carne del cordero sacrificial y la niña se enfurruñó. Después, cuando nadie los veía, los niños mojaron los dedos en la miel, mezclada con sangre, que chorreaba por la piedra sagrada.

La comida no se alargó demasiado, pues empezaba a hacer frío. Tras recoger los enseres, los adultos se despidieron y, cuando echaban a andar cada uno hacia su casa, Gayo Celio se volvió hacia Barkal y le dijo en voz bien alta:

–Puedes ir hasta la necrópolis y la cueva sagrada sin mi permiso, no quiero incomodar a los espíritus de tus padres. ¡Pero no le permitas a esa mujer que trajiste de Cantabria acercarse a mi casa ni merodear por mis tierras! ¿Ha quedado claro?

Barkal, muy serio, asintió con la cabeza antes de irse. Durante el camino de vuelta empezó a levantarse viento y aceleraron el paso. Lucio, de la mano de su padre, notó que se había puesto de mal humor.

–¿No has oído a ese cretino, Tila? En cuanto podía se ponía a hablar la jerga indígena para que no lo entendiéramos.

–¡Barkal es muy refinado y agradable para ser layetano! Además, solo hablaba íbero cuando daba órdenes a sus hombres, ¿es que no te has fijado?

–Ese engreído habla íbero cuando no quiere que nos enteremos de lo que dice. Seguro que se ha estado riendo de mí delante de mis narices.

En cuanto llegaron a los horrea de los cereales, Gayo recordó a Elbón los trabajos pendientes:

–Necesitamos más trípodes para las ánforas de la cella olearia. ¡Maldito Numio! ¡La cella vinaria ha de orientarse al norte! Cada vez que la veo me dan ganas de... ¿Y los sacos? ¿Están ya preparados?

–No tenemos gente suficiente para los telares... Dextro no da abasto en los corrales, además se ha estado ocupando de la poda y de construir la zahúrda.

Lucio se soltó de la mano de su padre y corrió para perseguir a las ocas.

–¿Cómo es posible? Barkal, sin un solo esclavo, produce más que nosotros –se extrañó Gayo.

–Sus familiares trabajan para él. Viven en la propiedad, antes habitaban en el poblado viejo y en Barkeno, y ahora Barkal los ha empleado. Ha contratado a Lucceyo Quilón, un capataz campano, y le está enseñando a cultivar a la manera itálica.

–Vaya, vaya, a la manera itálica, ¿eh? –Gayo se pasó la mano por la barbilla–. Me he criado en Italia, he trabajado la tierra desde que pude sostenerme en pie, a la edad de mi hijo ya ordeñaba cabras y pisaba uvas, y a los diez años esquilaba ovejas. Pero si tengo que estudiar los libros de Catón –¡que los dioses honren su memoria!– para demostrarle a ese palurdo cómo trabajamos los romanos, por el negro diente de las Grayas que lo haré.

* * *

Puerto de Barkeno

14 de junio

13 a.C.

El sol centelleaba sobre el mar. Gayo Celio esperaba de pie en la playa; el barco del emperador no podía tardar. Casi no había pegado ojo repasando los preparativos. Iba a encontrarse cara a cara con Octaviano, ¡por Marte Vengador! Eso superaba en mucho sus expectativas. Primo Domicio, su suegro, llegaría con la flota imperial y Servilio Pulcro, el magistrado enviado desde Roma para supervisar la fundación de la nueva colonia, esperaría en el foro la llegada de la comitiva.

No lo podía creer. Allí estaba, mirando ansioso hacia el otro extremo de la bahía, con su brillante cota de malla, luciendo sus condecoraciones en el pecho, las tres phalerae de bronce ganadas en Actium y la de plata, obtenida por su valor en Asturia; el tahalí nuevo para la espada, con su empuñadura de madera de arce, ennegrecida de tanto uso; el casco de centurión con penacho de crin de caballo, teñida de rojo, y las grebas de bronce dorado.

La jornada iba a ser cálida. Mientras se ajustaba el parche, notó que el pañuelo del cuello empezaba a mojarse de sudor. Había estado soñando con una ocasión como esa toda la vida. Evitaba echar la vista atrás, a los años de juventud en Bononia, antes de alistarse en la Cuarta Macedónica huyendo de la miseria y el sufrimiento. Media vida en el ejército, cumpliendo órdenes. Media vida viendo y callando, trabajando del alba al crepúsculo, luchando por conservar la vida y por obtener su minúscula parcela de honor. Durante ese tiempo había intentado no pensar demasiado en nada que no fuera progresar. Solo guerrear, comer, marchar sin descanso, proteger al compañero y siempre obedecer, ciegamente, obedecer, al optio, al centurión, obedecer al tribuno, al legado, a Augusto. Obedecer y hacer obedecer, únicamente así se obtiene el triunfo y se engrandece la patria, con un ejército disciplinado, integrado por campesinos rudos, soldados de manos encallecidas.

Ante sus ojos, cientos de cerdos, ovejas y toros se habían desplomado, para la mayor honra de Roma, en lustrationes y sacrificios que alegraban a los dioses y propiciaban la victoria, mientras él, pasivo, paciente, sin pensar en nada, solo en sobrevivir, veía a los sacerdotes rebanar el cuello de las víctimas y elevar sus manos ensangrentadas al cielo. Imaginaba que entonces Júpiter los miraba directamente a los ojos y el alma del sacrificante se alimentaba de gloria.

Era una jornada luminosa de junio, el día después de los idus, y todas las miradas estaban puestas en él, Gayo Celio, hijo de Atisio, prefecto del campamento convertido en ciudad. Actuaría de sacerdote, oficiaría la lustratio para consagrar la colonia de veteranos. ¿Y después? Su mente voló hacia los años que aún estaban por venir y vio a sus nietos luciendo la toga patricia, como los Domicios. ¡Cómo se les iluminaría la cara cuando Lucio les explicara el día en que el abuelo Gayo Celio levantó sus manos ensangrentadas al cielo y el viejo Júpiter lo miró a los ojos!

El espigón de Barkeno emergía de las aguas bajas. Había perdido el revestimiento y mostraba su corazón de mortero y guijarros. Una de las primeras deliberaciones del senado municipal se había referido a esa cuestión: ¿convenía invertir esfuerzos en un puerto ya casi cegado? Estaba claro. Era preferible construir muelles y escolleras en Barcino, entre la Puerta Marina y la Puerta Romana. Al fin y al cabo, hacía años que el fondeadero del otro lado de la bahía, más allá de la colina de Hércules, había empezado a monopolizar el comercio fluvial del Rubricatus.

Los vítores y las exclamaciones de la gente congregada en la playa despertaron al prefecto de sus cavilaciones. Entornó los ojos y vio a la flota de Augusto entrando en la bahía: la Ops, una impresionante hexarreme, el buque insignia de la flota de Miseno, venía escoltada por tres trirremes y varias liburnas. Cientos de remos subían y bajaban majestuosos mientras el viento de poniente henchía el velamen purpurado de la nave oneraria que formaba parte de la flotilla. Corrió hacia la pasarela de madera que servía de muelle y dio orden de zarpar a las barcas. Tras ello, subió a un estrado improvisado y arengó al grupo de veteranos.