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Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

Agradecimientos

Contenido extra





Este libro está dedicado a Danita, que tiene su propio ángel Gabriel.
Y a los que en todas partes han perdido las esperanzas.

Prólogo

Ellie

No quería ir.

—Por favor, mamá, ¿podemos ir mañana?

Mi madre no respondió al momento; se apartó el pelo rubio de la cara y se secó el sudor que le salpicaba la frente y el labio superior. Tenía las mejillas rojas y relucientes por la fiebre, y sus ojos verdes parecían opacos y brillantes a la vez, como la superficie de los charcos en el aparcamiento de nuestro bloque de apartamentos después de la lluvia.

—Tenemos que ir, Ellie. Hoy me siento bastante bien, y no sé si mañana podré.

No me parecía que mamá se sintiera bien. De hecho, tenía peor aspecto que unas semanas antes. Incluso peor que el día que había encontrado el papel pegado a la puerta, el que la hizo gritar antes de volver a la cama durante tres días. Me daba miedo lo enferma que parecía, y no sabía qué hacer.

Solía llamar a la puerta de la señora Hollyfield y pedirle ayuda cuando todavía vivía en el edificio. Venía con sopa de pollo y, a veces, con una caja de polos, y luego se ponía a hablar con mi madre en voz baja y tranquila mientras yo veía los dibujos animados. Siempre me sentía mejor después de que la señora Hollyfield se fuera, y me parecía que mi madre también. Pero la señora Hollyfield ya no vivía en el mismo bloque de apartamentos. Había tenido algo que llamaban coágulo de sangre, y se la habían llevado en una camilla blanca.

Después de eso, vinieron unos jóvenes que no había visto nunca y limpiaron su apartamento de cabo a rabo. Cuando los oí discutir sobre quién iba a pagar los gastos del funeral, supe que había muerto. Mi madre había llorado sin parar, diciendo «¿Qué voy a hacer ahora? ¡Oh, Dios! ¿Qué voy a hacer?». Yo no lloré, aunque quería hacerlo, porque una vez, cuando mi madre estaba en el médico, la señora Hollyfield me había dicho que cuando uno muere vuela hacia el cielo como un pájaro. Y que el cielo era el lugar más precioso que cualquiera pudiera imaginar, con las calles pavimentadas en oro y flores de colores que ni siquiera existían en la Tierra. Así que traté de sentirme feliz por la señora Hollyfield, a pesar de que echaría de menos sus abrazos, su risa, los polos rojos (mis favoritos) y la forma en que hacía sonreír a mi madre.

—Anda bien, Ellie, no puedo arrastrarte. —Me apresuré, tratando de mantener el paso de mi madre. Andaba tan rápido que casi tenía que correr para no perderla—. Casi hemos llegado a casa de tu padre.

Tragué con dificultad, medio mareada. No estaba segura de si quería conocer a mi padre o no, pero tenía curiosidad. Me preguntaba qué aspecto tendría, si sería tan guapo como los actores de las telenovelas que veía mi madre. Parecía que le gustaban mucho, así que sabía que debía de haber elegido a un tipo así para ser mi padre. Me lo imaginaba de traje, con espeso cabello ondulado y dientes rectos. Tenía la esperanza de que me vería bien a pesar de los harapos que me cubrían; tenía la esperanza de que le gustaría verme a pesar de que nos había dejado antes de que yo naciera.

Llegamos a una pequeña casa con la pintura desgastada y un surtidor que goteaba, y mi madre me apretó la mano cuando se detuvo delante.

—Dios, por favor, dame fuerzas. No tengo otra opción…, no tengo otra opción… —murmuró mi madre antes de girarse y arrodillarse hacia mí para quedar a mi altura—. Aquí estamos, cielo. —Tenía los ojos llenos de lágrimas, le temblaban los labios. Yo me sentía alarmada por lo enferma que estaba. Pero me sonrió con ternura y me miró a los ojos directamente—. Ellie, cielo, sabes que te quiero, ¿verdad?

—Sí, mamá.

Ella asintió.

—No he hecho demasiadas cosas bien en el mundo, nenita. Pero ha habido algo que me salió perfecto: tú. Eres una niña buena e inteligente, Ellie. No lo olvides nunca, ¿vale? No importa lo que ocurra, no lo olvides.

—De acuerdo, mamá —dije bajito. Sentí todavía mas miedo, y no sabía por qué. Mi madre se incorporó y se alisó el jersey y la falda, a pesar de los botones que le faltaban y del dobladillo descosido. Frunció el ceño al mirar mis zapatos, clavando los ojos en el agujero que tenía uno a la altura del dedo gordo antes de cogerme de la mano y guiarme hasta la puerta de aquella casa tan fea.

Mi madre llamó a la puerta y oí un grito al otro lado de la puerta. Era de un hombre, y parecía tan enfadado que su voz me dio miedo. Me apreté contra mi madre. Ella me puso un brazo sobre los hombros y esperamos. Sentía que su cuerpo estaba muy caliente y que temblaba. Se inclinó, apoyándose en mí, y me preocupó que las dos pudiéramos caernos. Sabía que necesitaba acudir al médico, pero había dejado de ir a revisión hacía meses, a pesar de que cada vez parecía estar peor.

«Cuando vas al médico te pones bien, ¿verdad?».

Un minuto después, se abrió la puerta, y apareció ante nosotras un hombre alto que llevaba un cigarrillo entre los labios. Mi madre contuvo el aliento. Levanté la vista al tiempo que él bajaba la mirada hacia nosotras.

—¿Qué?

Mi madre se pasó la mano por el pelo.

—Hola, Brad.

El hombre se mantuvo en silencio un rato, mientras chupaba el cigarrillo, y luego abrió mucho los ojos, sorprendido.

—¿Cynthia? —dijo al reconocerla.

Noté que mi madre se relajaba, y la miré. Tenía una sonrisa enorme. La que usaba cuando estaba intentando convencer a la señora Gadero de que ya pagaríamos el alquiler más tarde. Eché otro vistazo a Brad, mi padre. Era alto, como los actores de las telenovelas que le gustaban a mi madre, pero no tenía nada más en común con aquellos. Él llevaba el pelo largo y parecía sucio, y los dientes eran amarillentos y estaban torcidos. Sin embargo, tenía los ojos azules como yo, y el mismo color de pelo; mi madre decía que era castaño dorado.

—Bueno, que me jodan… ¿Qué haces aquí?

—¿Podemos entrar?

Cuando pasamos, miré los muebles viejos; no eran mejores que los que teníamos en casa. Oí que mi madre respiraba hondo.

—¿Podemos hablar en privado en algún lugar?

Brad entrecerró los ojos y nos miró alternativamente.

—Claro, vamos al dormitorio —dijo finalmente.

—El, cariño, siéntate en el sofá. Ahora vuelvo —me indicó mi madre, que parecía un poco más enferma que antes. Tenía las mejillas todavía más rojas y brillantes.

Me senté y me puse a ver la tele, que tenía delante. Había un partido de fútbol americano, pero habían quitado el sonido, por lo que podía oír la conversación de mis padres.

—Es tuya, Brad.

—¿Qué cojones quieres decir con que es mía? Me aseguraste que ibas a abortar.

—Bueno…, pues no lo hice. No pude. Sabía que no lo querías, pero no pude deshacerme de mi bebé.

Oí la maldición de mi padre con un nudo en la garganta. Mi padre no me había querido. Nunca. Ni siquiera había sabido de mi existencia hasta ese momento. Mi madre no me había dicho nada diferente, pero en mi mente albergaba la esperanza de que hubiera una buena razón para que mi padre nos hubiera dejado, tenía la esperanza de que, cuando me viera, me cogería entre sus brazos y me diría que todo iba a ir bien, y que estaba orgulloso de que fuera su hija.

«Igual que me dice mamá todo el tiempo».

Luego encontraríamos a un médico que podría conseguir que mi madre se pusiera bien.

—Es una niña muy buena, Brad. ¿Y no ves lo guapa que es? Es lista también. Y muy dulce, y está bien educa…

—¿Qué es lo que quieres, Cynthia? ¿Dinero? No tengo dinero. No puedo darte nada.

—No quiero dinero. Quiero que te encargues de ella. Estoy… muriéndome, Brad. —Bajó tanto la voz que casi no podía oírla—. Un cáncer de cuarto grado. Me quedan unas semanas, quizá solo unos días. Nos han echado del apartamento. Estaba segura de que una vecina se quedaría con Ellie…, pero ha muerto y no tengo a nadie más. Ahora mismo eres todo lo que Ellie tiene en el mundo. —Se me encogió el corazón como si me lo estuvieran estrujando. Se me cayó una lágrima.

«No, mamá, no…».

No quería escuchar nada de eso. No quería que fuera cierto. No podría soportar que mi madre volara hacia el cielo como un pájaro.

«Quiero que se quede aquí. Conmigo».

—Bueno, lo lamento mucho, pero ¿encargarme de ella? ¡Joder! No la quería hace siete años y no la quiero ahora. —Hice una mueca mientras me mordisqueaba la piel que rodeaba la uña, sintiéndome pequeña y fea, como aquel gatito escuálido al que mi madre no me dejaba dar de comer.

—Por favor, Brad… Es que…. —Oí el sonido de unos pies que se arrastraban y el chirrido de una cama, como si mi madre se hubiera sentado. Le pidió a mi padre un vaso de agua, y él salió de la habitación a toda prisa. Al pasar frente a la puerta, me miró con irritación, haciendo que me hundiera en el sofá. Me pareció oír que se abría y se cerraba una puerta en la parte de atrás de la casa, pero no hubiera podido asegurarlo. Luego, mi padre salió de lo que debía de ser la cocina con un vaso de agua y volvió al dormitorio.

Le oí maldecir. Le oí gritar el nombre de mi madre, y luego vino corriendo al salón y estampó el vaso contra la pared. Grité antes de hacerme un ovillo en el sofá.

—Bueno, ¿qué te parece? Esa zorra se ha largado. Por la puta puerta trasera. ¡Qué perra!

Parpadeé, con el corazón acelerado.

«¿Mamá? No, mamá, no me dejes aquí. ¡Por favor, no me dejes!».

Salté del sofá y corrí por el pasillo hasta la puerta trasera. La abrí para salir al callejón que había detrás de la casa. No vi a nadie.

Mi madre se había ido.

Sin despedirse.

«No se ha despedido de mí».

Me había dejado allí.

Me dejé caer de rodillas y lloré.

«¡Mamá, mamá, mamá!».

Brad me levantó y luego me propinó una bofetada en la cara que me hizo dejar de llorar de golpe.

—¡Silencio, niña! Tu madre se ha largado. —Me arrastró hasta el interior, donde me lanzó al sofá de nuevo. Apreté los ojos con fuerza, tan llena de miedo que notaba pinchazos por todo el cuerpo, como cuando estaba sentada sobre un pie demasiado tiempo. Cuando abrí los ojos, Brad estaba mirándome. La expresión que vi en su cara me asustó todavía más. Le oí hacer un sonido de disgusto y luego se dio la vuelta para desaparecer durante lo que me parecieron horas. Me quedé encogida en el sofá, meciéndome despacio, mientras se hacía de noche.

«Mamá no me abandonará para siempre. Soy buena y hago lo que me dice, y no se irá tanto tiempo. No me gusta cómo huele este sitio. No me gusta el sonido de ese goteo. No me gusta cómo rasca el sofá. Estoy asustada. ¡Mamá, estoy muy asustada! Mamá, por favor, vuelve».

Cuando Brad regresó por fin, encendió la luz, lo que hizo que entrecerrara los ojos ante el brillo repentino. Todavía parecía más enfadado que antes. Se sentó y encendió un cigarrillo, dio una larga calada y luego soltó lentamente el humo, lo que hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.

—¿Qué voy a hacer contigo, niña? ¿Qué coño haré?

Aparté la vista, tratando de tragarme el sollozo que pugnaba por salir de mi garganta.

La señora Hollyfield me había dicho que el corazón está destinado a superarlo todo para mantenernos vivos. También me dijo que cuando deja de latir y uno va al cielo, no se siente dolor. El corazón de la señora Hollyfield había dejado de latir, y parecía que también iba a detenerse el de mi madre. Mi corazón seguía latiendo, a pesar de que parecía que se me encogía en el pecho. No quería volver a sufrir nunca más. Quería que se me parara el corazón para poder volar por el cielo y estar con la señora Hollyfield.

«Y con mamá».

1

«Ven conmigo, yo te ayudaré. Parece que necesitas un amigo».

Bala, el caballero de los gorriones

Crystal

En la actualidad

No era de aquí. No supe por qué me vino esa idea a la cabeza en el momento en el que puse los ojos sobre él. Pero así fue. No fue por su aspecto, ya había visto antes chicos guapos, limpios y aparentemente sanos por allí. Solo tendría que beber algo de alcohol o darle unas caladas a un porro y actuaría igual que todos los demás borrachos dispuestos a desprenderse de su dinero y de cualquier otra cosa que tuvieran. Y no era tampoco que estuviera fuera de lugar porque pareciera asustado. Había visto muchas miradas tan huidizas, nerviosas y excitadas como la suya mientras se fijaba en todo lo que lo rodeaba. No, el tipo que estaba sentado a solas en una mesa en el fondo del local, bebiendo una Miller Lite, no parecía tener miedo, solo curiosidad. Movía la cabeza lentamente, observando el lugar en general, y no pude evitar que mi mirada siguiera el recorrido de la suya, preguntándome qué vería él.

Me molestó y confundió mi propia curiosidad. Era muy raro que me hiciera preguntas sobre cualquiera de los hombres que aparecían por allí, y no podía encontrar una explicación al respecto. Cerré los ojos y alejé esos pensamientos a medida que la música me llenaba la cabeza. Cuando terminé de actuar, estallaron los aplausos y forcé una sonrisa.

Anthony se paseaba por detrás de la multitud, asegurándose de que nadie se tomaba libertades y apartando a los que lo hacían, con las consiguientes protestas. Cinco minutos después, cuando me di la vuelta para salir, mis ojos se encontraron con los del hombre del fondo, que seguía sentado en la misma mesa, mirándome. Enderecé la espalda mientras pensaba que me resultaba familiar. Sabía que no lo había visto aquí… ¿De qué lo conocía? ¿Era por eso por lo que había captado mi atención?

Una vez en la parte de atrás del escenario, saqué el dinero que me habían metido en la ropa interior, alisando los billetes hasta que pude doblar el fajo de forma más ordenada.

—Buen trabajo, cielo —me dijo Cherry al cruzarse conmigo camino del escenario.

—Gracias. —Esbocé una sonrisa al tiempo que le apretaba el brazo cuando pasó por mi lado.

Abrí mi taquilla, en el pasillo, y dejé aquella propina dentro del bolso antes de dirigirme al camerino que compartía con otras dos chicas. No trabajaban esta noche, así que por una vez tenía aquel espacio —normalmente lleno— para mí sola. Me hundí en la silla que había enfrente del tocador donde me maquillaba. Estaba repleto de cajas, tubos y maquillajes compactos, tarros de crema y frascos de loción y perfume. Los sonidos que habían hecho los hombres del público mientras estaba en el escenario resonaban en mi cabeza, los chillidos, gritos y silbidos con los que describían cada morboso detalle que querían que hiciera. Todavía tenía en la nariz el aroma a cerveza, colonia y olor corporal que me había abrumado cuando me inclinaba ante esos gritos para que me alcanzaran con las manos.

Por un momento, me imaginé deslizando el brazo sobre la mesa que tenía delante para tirarlo todo al suelo y ver cómo se rompía y derramaba, mezclándose todo en una amalgama de brillo, polvo y aroma. Sacudí la cabeza y me miré en el espejo, superada por el repentino impulso de coger una toallita húmeda y comenzar a pasármela por la cara para quitarme el apelmazado maquillaje.

«¡Dios! ¿Qué me pasa?».

Se me puso un nudo en la garganta, y me levanté con demasiada rapidez, haciendo que la silla se inclinara hacia atrás y acabara en el suelo.

—¿Crystal?

Me volví al oír la voz de Anthony, que frunció el ceño al ver el estado de mi cara.

—¿Te encuentras bien, chica?

Asentí moviendo la cabeza espasmódicamente de arriba abajo.

—Sí, estoy bien. Solo tengo sed. —Me acerqué al dispensador de agua y cogí un vaso de papel, que llené y vacié con rapidez antes de volver a mirar a Anthony—. ¿Qué ocurre?

—Tienes dos solicitudes para bailes privados.

Llené de nuevo el vaso y tomé un sorbo.

—Vale.

—Un poco de dinero extra no está mal, ¿verdad? —comentó curvando la comisura de los labios.

—No, no está mal —murmuré.

Anthony permaneció inmóvil, apretando los labios mientras me estudiaba con solemnidad.

—Puedo decirles que te encuentras mal.

«Y es cierto. Me encuentro mal. Estoy harta de esto. De la vida».

Negué con la cabeza, tratando de alejar aquellos estúpidos pensamientos que habían inundado mi cerebro.

—No, dame un minuto y ya voy.

Anthony inclinó la cabeza a un lado y cerró la puerta.

Respiré hondo y volví a mirarme en el espejo para intentar recomponerme el maquillaje. Cuando lo conseguí, me levanté sonriendo a mi reflejo.

—Llegó la hora del show —susurré, abriendo la puerta para recorrer el largo pasillo, donde me esperaba un tipo delgado con el pelo largo y rubio y la cara seria. Se movió cuando me acerqué, y noté cómo le subía y bajaba la nuez al tragar saliva. Se me revolvió el estómago y casi vomité, pero esbocé una sonrisa sensual.

—Hola, cariño, ¿estás listo para mí?

Se acercaba la hora de cierre cuando bailé por última vez, y volví al camerino, moviendo el cuello de un lado a otro con un suspiro de alivio y cansancio. Cuando no estábamos bailando, ya fuera en el escenario o en salas privadas, las chicas servíamos bebidas. Al gerente, Rodney, le gustaba vernos por la sala, quería que nos inclináramos para servir las copas y nos pasearemos entre todos aquellos hombres excitados, animándolos a seguir gastando dinero. Era algo muy desagradable, pues siempre lo hacían bajo las miradas lascivas de sus amigos. Resultaba nauseabundo, tedioso, pero también servía para estimular su generosidad después, cuando estaba en el escenario, así que lo hacía sin rubor. Un sutil guiño cuando pasaba junto a una mesa, y cada uno de aquellos idiotas pensaba que mi próximo baile era solo para él.

Quería cambiarme lo más rápido posible el uniforme —pantalones blancos muy cortos, una blusa a rayas blancas y negras que me anudaba entre los pechos y unos stilettos rojos—, y abrí la puerta para la última ronda por el local. Me sorprendió ver a un hombre fuera, apoyado en la pared opuesta.

«¿Qué coño…?».

¿Dónde estaba Anthony? Recorrí el pasillo vacío con la vista sin verlo en las cercanías. Era el tipo que me había llamado la atención al principio de la noche. Vi que se pasaba la mano por el pelo castaño; parecía algo inseguro mientras se enderezaba en toda su altura.

—No se puede estar aquí —le dije, cruzando los brazos sobre los pechos, sin saber muy bien por qué estaba tratando de cubrirme algo que probablemente había visto antes.

—Lo siento. No estaba seguro del protocolo que debía seguir.

—¿Protocolo? —pregunté arqueando una ceja.

Él negó con la cabeza.

—Er… El procedimiento para estar contigo.

Incliné la cabeza a un lado. Vale, este individuo parecía estar loco.

—El procedimiento es que tienes que hablar con Anthony. ¿No has visto a un negro muy grande? Se enfada mucho con los tipos que se meten con alguna de sus chicas. —Volví a echar un vistazo al pasillo.

—Ah… Sí, está ocupado con una pelea ahí fuera.

Lo miré de nuevo.

—Ajá… ¿Y por eso has aprovechado la ocasión? —Di un paso atrás, dispuesta a volver a entrar en el camerino y cerrarle la puerta en las narices si trataba de acercarse.

Él parpadeó y se quedó inmóvil un segundo antes de meter la mano en el bolsillo de la chaqueta. Cogió algo y me lo tendió. El instinto hizo que lo aceptara. Se trataba de un juego de llaves. Lo miré de nuevo, con el ceño fruncido por la confusión.

—Si hago algo que te ponga nerviosa, puedes sacarme los ojos.

—¿Sacarte los ojos? Sí, me encantaría hacerlo.

—No te voy a dar ninguna razón para ello. No quiero hacerte daño.

Anthony apareció en ese momento al final del pasillo, sacudiendo la mano como si se hubiera hecho daño en ella.

—¡Eh, tú! No puedes estar aquí.

«¡Oh, gracias a Dios!».

—Lo sé. Lo siento. No conocía las reglas.

—La ignorancia no exime de su cumplimiento, tío. Lárgate antes de que te eche. ¿Estás bien, Crys?

Asentí.

—Solo quiero diez minutos —pidió el hombre con rapidez, levantando las manos. No estuve segura de si quería decir que estaba desarmado con aquel gesto o de si los diez dedos extendidos eran una señal de que no iba a excederse de ese tiempo.

—Lo siento, mi carnet de baile está lleno esta noche, cielo.

—No quiero que bailes para mí, solo quiero hablar.

Ah, era uno de esos… Casi puse los ojos en blanco, pero algo me impidió hacerlo. No supe qué era. Se trataba de un hombre atractivo, estaba claro. De hecho, era muy guapo, con aquel espeso cabello castaño que se rizaba a la altura del cuello y una buena estructura ósea. Pero había conocido ya a un par de hombres guapos, y todos tenían alguna rareza. Habría apostado cualquier cosa a que ese no era diferente. De hecho, a veces resultaban peores. Dada mi experiencia, los más guapos pensaban que eran un regalo de Dios para el sexo femenino, y que era el deber moral de las mujeres entregarse a él por completo.

Pero no, no se trataba de que fuera guapo. Era algo más: sus ojos. En su mirada brillaba una especie de inocencia que no había visto antes. Una gentileza a la que no estaba acostumbrada. Su expresión rezumaba esperanza, pero no desesperación, y tampoco detectaba lujuria en su expresión. Parecía… sincero. Quizá fuera cierto que solo quería hablar.

—De acuerdo, Anthony. —Este bajó la mano con la que estaba a punto de tomar medidas drásticas agarrando el brazo del hombre y dio un paso atrás.

—¿Estás segura?

—Sí. —Eché un vistazo al extraño—. Solo diez minutos. —Seguía con las llaves en la mano, incluso tenía una atrapada entre los dedos—. Y no me hace falta esta defensa, no las quiero. Pero como fuerces el tema, cielo, saldrás a gatas de aquí.

—Gabriel —me dijo con una sonrisa—. Me llamo Gabriel.

«¿Como el ángel?».

No era de extrañar que pensara que no era de por aquí.

—De acuerdo. —Me eché a un lado y entró conmigo en una de las salas. Le hice una seña con la cabeza a Anthony, que entornó la puerta; eso significaba que se quedaría cerca.

—Bien, ¿qué es lo que trae a un buen hombre como tú a este antro de pecado, cielo?

—Gabriel. ¿Te llamas Crystal?

—Me llamo así aquí.

Me miró de una forma tan intensa que me resultó desconcertante. Un momento después asintió, como si hubiera comprendido algo que yo no entendía.

—Ya veo.

Al oír sus palabras, al ver su mirada de complicidad, un leve escalofrío de irritación nerviosa rebotó por mi vientre como la bolita en un pinball. Sonreí de forma sugestiva y me senté en el sofá —pequeño, sucio, dorado y reclinable— cruzando las piernas. Moví las manos para juguetear con la tela que tenía anudada entre los pechos. Noté que seguía mis dedos con los ojos, y que apartaba la vista al poco rato. Pero yo había visto antes un leve brillo; ahí estaba la lujuria. Igual que todos los demás. Eso ya era familiar. Respiré hondo, y el aire me llenó de calma y satisfacción.

—Dime, ¿de qué quieres hablar?

Se aclaró la garganta y se metió las manos en los bolsillos al tiempo que inclinaba la cabeza hacia un lado, lo que hizo que el cabello le cayera sobre la frente. Su postura, la forma en la que entrecerró los ojos mientras me miraba, produjo que algo hiciera clic en mi mente y, de repente, supe de qué lo conocía. Era el «niño perdido». Las palabras parpadearon en mi mente como si alguien las hubiera escrito allí. Se llamaba Gabriel Dalton, y había desaparecido cuando era un niño. Había sido un bombazo en las noticias cuando se escapó de su secuestrador y regresó a casa. Yo solo había sido una preadolescente en ese momento, pero había oído cosas aquí y allá. Por supuesto, justo cuando Gabriel regresó a casa, mi mundo estaba rompiéndose en pedazos una vez más.

Hacía un tiempo que había visto su foto por última vez en las noticias, pero sabía con certeza que se trataba de él.

—No deberías venir a un lugar como este. Si te reconoce alguien, imagino que te hará una foto.

Se quedó paralizado una milésima de segundo antes de relajarse de nuevo. Se sentó en la silla metálica, enfrente de mí, y me miró con la misma expectación que cualquiera de los hombres que querían que bailara para ellos. Solo que…, de alguna manera, era diferente. Deseé poder precisar qué era lo que no encajaba en el hecho de que él estuviera sentado allí. Quizá que parecía un hombre agradable, y no podía recordar la última vez que pensé eso de un cliente del club. Le vi soltar el aire lentamente mientras se pasaba una mano por el pelo, retirándoselo de la frente.

—Creo que es mejor que me hayas reconocido. Podría hacer las cosas más fáciles. —Parecía hablar casi más para sí mismo que otra cosa, así que no le respondí. Me miró directamente a los ojos—. Quizá debería haberme pensado un poco más este punto en vez de presentarme sin más. —Se frotó las palmas de las manos contra los muslos, como si le estuvieran sudando.

—¿Vas a soltar de una vez lo que quieres o tengo que adivinarlo?

Negó con la cabeza.

—No, no, lo siento. No quiero perder el tiempo. —Se interrumpió de nuevo—. La cosa es, Cry… —Se aclaró la garganta—. La cuestión es que, debido a mi historia, y me parece que sabes algo sobre mí, me resulta difícil… er… tolerar la cercanía. —Le aparecieron en los pómulos dos manchas rosadas. ¿Estaba sonrojándose? ¡Dios…! Ni siquiera sabía que los hombres podían ruborizarse. Era casi como si lo que yo opinara de él pudiera importarle. Me atravesó una sensación cálida, algo que no sabía muy bien cómo definir.

—¿La cercanía? —Fruncí el ceño, incómoda al notar la suavidad con la que lo decía.

Él apretó los labios, cada vez con más rubor en las mejillas.

—Me resulta muy difícil soportar estar cerca de la gente. O, mejor dicho, me provoca cierta angustia emocional. Mmm… —Se rio por lo bajo, incómodo—. ¡Dios! Esto no sonaba tan lamentable en mi cabeza. —Miró a algún sitio detrás de mí—. O quizá sí, y solo es peor oírlo en voz alta.

—¿Qué es lo que quieres que haga por ti exactamente, cielo? —Mi voz seguía sonando suave. Sin poder evitarlo, se me encogió el corazón, y sentí que me atravesaba un escalofrío de compasión al notar la forma en la que Gabriel se esforzaba delante de mí. Aquella emoción desconocida me desequilibró, y eso hizo que me enderezara.

—Gabriel —me corrigió en voz baja.

—Vale, ¿qué es lo que puedo hacer por ti, Gabe? —No curvó los labios, pero me dio la impresión de que había risa en sus ojos. Pero luego noté que se suavizaban las arruguitas que tenía en las esquinas de los ojos y me pregunté si eso habría sido en realidad una especie de sonrisa o solo una fantasía de mi imaginación.

—Tú me puedes enseñar a reaccionar adecuadamente cuando me toca una mujer. A conseguir que esté cómodo cuando alguien invade mi espacio personal.

Parpadeé y me miré las manos, que tenía en el regazo.

—¿Quieres que yo te ayude con eso?

Su mirada se encontró con la mía, y vi de nuevo allí aquella tierna esperanza; aquella expresión dirigida directamente a mí me hizo sentir bien…, necesaria. Durante un instante, fue como si entendiera que él me veía como algo más que el pedazo de carne que veía el resto de los hombres que acudían al club.

—Evidentemente, te pagaré. Sería solo después de las horas de trabajo. Ni siquiera tendrías que quitarte la ropa.

«Ni siquiera tendrías que quitarte la ropa…».

Sus palabras fueron un jarro de agua fría, y me trajeron de vuelta a la realidad, recordándome que me veía exactamente igual que los demás hombres; de hecho, justo lo que era. Con las defensas en alto de nuevo, cogí las llaves que había dejado a mi lado en el sofá, me puse en pie y se las lancé. Él las cogió al vuelo.

—Mira, a pesar de que odio rechazar un dinero fácil, no soy psicóloga, ¿vale? Si quieres que te toque alguien, búscate una novia. Eres un tipo guapo: estoy segura de que hay un montón de chicas cariñosas y educadas a las que no les importaría que practicaras con ellas de forma gratuita.

Él se levantó también.

—Te he insultado.

Me reí.

—Cielo, eso no es posible.

—Todo el mundo puede sentirse insultado. —Había un tono de arrepentimiento en su voz. Se metió las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza a un lado como hacía con frecuencia; el pelo le cayó de nuevo sobre la frente. Me hormiguearon los dedos, como si quisieran retirárselo.

«¿Qué me pasa?».

Me estremecí de inquietud. Había algo en Gabriel que me hacía sentir incómoda. Tenía que salir de allí.

—Gabe, tú no me conoces. Gracias por ofrecerme ese trabajo, pero voy a rechazarlo. Deseo que tengas suerte con tu problema. Los diez minutos han pasado ya.

Suspiró sin moverse.

—Lo siento de verdad. ¡Dios!, no era así como quería decírtelo.

—Estoy segura de ello. —Abrí la puerta del todo.

En el exterior, Anthony estaba sentado en una silla, envolviéndose la mano lesionada con una venda.

—¿Ya está?

Asentí con la cabeza bruscamente mientras Gabriel se movía más allá. Se detuvo en el umbral y se volvió hacia mí.

—Lo siento mucho —repitió.

Crucé los brazos sobre los pechos cuando nuestros ojos se encontraron. De pie, tan cerca el uno del otro, noté que sus iris eran color avellana con rayitas color cobre. Tenía unas pestañas espesas y largas, con una leve curva que haría que cualquier chica matara por ellas.

Di un paso atrás, poniendo más distancia entre nosotros, y vi que suspiraba.

—Vale. En serio, te deseo buena suerte.

Empezó a alejarse, pero luego, de repente, se volvió a mirarme otra vez.

—¿Puedo hacerte una pregunta más?

Me moví con inquietud.

—Claro.

—¿Qué has pensado cuando me has mirado desde el escenario? ¿Cuando nuestros ojos se han encontrado?

Fruncí el ceño un poco, a punto de decir que no había pensado nada, pero luego decidí que en realidad no me importaba. No iba a volver a verlo.

—Se me pasó por la cabeza que no encajabas aquí. —Y tenía razón.

Se quedó quieto, con una expresión de incertidumbre mientras clavaba los ojos en mi cara.

—Mmm… Es curioso —murmuró finalmente—. Eso es justo lo que yo he pensado de ti.

Me reí, o más bien fue un resoplido.

—Bueno, pues te equivocas, cielo. Este es el único lugar en el que encajo.

—Gabriel… —me corrigió una vez más mientras curvaba un poco los labios. Me observó con intensidad durante un tiempo muy largo. Después se dio la vuelta y se alejó.

2

«Céntrate en las cosas buenas, incluso aunque sean simples. Luego entiérralas profundamente de forma que solo tú sepas dónde están».

Sombra, el barón de la espoleta

Gabriel

Lo había jodido todo.

«Tú me puedes enseñar a reaccionar adecuadamente cuando me toca una mujer».

¡Por el amor de Dios! No era de extrañar que me hubiera dicho que me fuera. Seguro que le había parecido que era una especie de psicópata. Fui al aparcamiento, hacia la pickup, pero me detuve un momento en el camino.

«¿En qué demonios estaba pensando?»

No solo lo había jodido todo, además había parecido totalmente patético. La había insultado.

«Crystal. ¿Cuál será su nombre real?».

Me preguntaba quién era, porque se me había acelerado el corazón en el pecho cuando se subió al escenario, como si estuviera tratando de llamar mi atención con aquella mirada distante y vacía en sus hermosos ojos.

«Como si fuera de piedra».

Y, sin embargo, había bailado con fluidez, con gracia. Me había dejado fascinado. Yo solo había ido allí para buscar a una mujer dispuesta a aceptar un pequeño trabajo, mucho más liviano —por así decirlo— que lo que se solía conseguir en las salas privadas de un lugar como La perla de platino. Pero ella me había intrigado; había llamado mi atención y no había podido pensar en otra. Algo en ella… me atraía. Algo que no tenía nada que ver con su escasa vestimenta o su abierta sexualidad. Algo que ni siquiera tenía que ver con lo que me había llevado allí. Solté una risita carente de humor que acabó convirtiéndose en un gemido mientras me pasaba las manos por el pelo.

Sería una tontería negar que me sentía atraído por ella, pero ni siquiera yo, con mi falta de experiencia, era tan estúpido como para pensar que mantener una relación con una stripper era una buena idea.

Si lo pensaba bien, había sido una mala idea desde el principio. Lo supe en el momento en el que había expresado mis razones para estar allí con ella, y observé que la expresión de su rostro cambiaba de interés a sorpresa y… dolor. Sí, supe que la había herido, y luego sus rasgos se volvieron duros otra vez. Si los ojos son las ventanas del alma, había presenciado cómo se cerraban a él con un solo parpadeo.

«¿Cuánto tiempo había tardado ella en dominar eso?».

Yo le había dicho que no tendría que quitarse la ropa, como si ella tuviera que mostrarse agradecida por la oportunidad que le brindaba de no denigrarse. Y, sin embargo, ¿no era esa la finalidad de mi plan? ¿Usarla? No había pensado demasiado en esa mujer sin nombre una vez que se me ocurrió la idea, solo en mí. ¡Dios!, me había comportado como un idiota. Era una idea terrible. Agravada todavía más por el hecho de que ella me había reconocido, que había recordado mi historia, que conocía mi nombre completo.

No había previsto eso. La mayoría de la gente que no me había visto regularmente en los doce últimos años no me reconocía. Me había mantenido alejado de los focos de atención, sin conceder ninguna entrevista. Había crecido. No me había preocupado gran cosa por si los habitantes de una ciudad distante —y que no visitaba desde niño— sabían quien era yo. Pero ella sí me había conocido. Me pregunté si eso formaría parte de la razón por la que había rechazado mi solicitud.

Negué con la cabeza en un intento de escapar de mis pensamientos, y salí de la pickup, cerrando la puerta lo más silenciosamente que pude. Me quedé durante un momento bajo la pálida luz de la luna, inspirando lentamente mientras cerraba los ojos. La noche estaba llena de estrellas y yo, muerto de remordimientos, pero me tomé un momento para agradecer la frescura del aire nocturno, llenando mis pulmones, y la abierta extensión que me rodeaba.

Noté que mi casa estaba a oscuras, salvo por el resplandor parpadeante del televisor del salón. Sin duda mi hermano estaba inconsciente en el sillón reclinable, como casi todas las noches. Si iba derecho al dormitorio, ni siquiera sabría lo tarde que había llegado. Y no tenía ganas de responder a ninguna pregunta.

«En especial esta noche».

—¿Dónde has estado?

Resoplé sorprendido mientras dejaba caer las llaves en la cesta que había junto a la puerta.

—He ido a tomar unas copas a la ciudad.

—¿A la ciudad? —Pareció sorprendido. ¿Y por qué no lo iba a estar? Sabía que evitaba ir por allí.

—A Havenfield.

Dominic tomó un sorbo de la botella de cerveza y se rascó el vientre desnudo.

—Ah… La ciudad que está a cuarenta y cinco minutos. —Hizo una pausa—. Te habría acompañado.

—Quería estar solo.

Arqueó lentamente una ceja mientras tomaba otro trago.

—¿Estás saliendo con una mujer, hermanito? —Su voz era burlona, pero también había un tono de esperanza que me hizo volver a sentirme patético. A su espalda, una mujer gimió en voz alta, y mi mirada cayó en la peli porno que se veía en el televisor. Él siguió la dirección de mis ojos y luego se volvió hacia mí, sonriente.

—¿No puedes verlas en tu habitación?

—¿Qué más da? No estabas en casa.

—Porque también me siento en ese sofá, y ahora me voy a pasar un rato intentando adivinar si…

Asintió mientras me lanzaba una mirada pícara.

—Sí, seguramente es una buena idea.

—Genial, Dominic… —murmuré antes de irme a mi habitación.

—Eh, Gabe, te has dejado esto en el salón.

Me di la vuelta, pero me quedé petrificado al ver el enorme sobre que sostenía, el que llevaba el emblema de la universidad de Vermont en una esquina, y que estaba dirigido a mí. Me acerqué con rapidez y se lo arranqué de las manos.

—No lo he dejado en el salón. Estaba en mi habitación, al lado del ordenador. —Lo miré.

Se encogió de hombros y me soltó un gruñido cuando me di la vuelta otra vez para irme al dormitorio.

—Te ha escrito una carta preciosa. ¿Lo vas a hacer? —preguntó.

Me detuve en la puerta, sin girar la cabeza.

—No lo sé. Todavía no lo he decidido.

—Podría ser una buena idea.

—Podría…

—Está muy buena. Le he echado un buen vistazo —dijo—. Desde luego, era fácil. Veo que tú también lo has hecho… Lo encontré en el historial. Por lo que veo, has revisado su bío un par de veces. ¿Es la chica con la que has estado hablando por teléfono últimamente?

«¡Dios!».

—Ocúpate de tus asuntos de vez en cuando. —Cerré la puerta a mi espalda con la risa de Dominic en los oídos.

—¡Gabriel Dalton! —le oí gritar—. ¡Tú eres asunto mío!

Apreté los dientes y cerré los puños, reprimiendo la irritación que me provocaba mi entrometido hermano pequeño. Adoraba a Dominic, pero odiaba la sensación de constante agobio que me provocaba.

Bajé la vista al sobre que sostenía entre las manos. La carta de Chloe Bryant asomaba por la parte superior, por donde era evidente que Dominic la había sacado. La lancé al escritorio y me acerqué a la ventana para abrirla de par en par. Necesitaba que fluyera el aire de la noche. Oí el sonido del susurro de los árboles y a una rana croar muy cerca.

«Paz. Calma».

Me recosté en la cama, y una imagen de Chloe inundó mi mente, la de la foto que había publicado en su biografía, junto con un artículo que había escrito y que me sugería que leyera como parte de su vida. Chloe, con sus rizos castaños y sus grandes ojos verdes. Chloe y su sonrisa de oreja a oreja, sin malicia.

Algunos meses antes, Chloe se había puesto en contacto conmigo para estudiar la posibilidad de que me hiciera una entrevista para su proyecto de fin de grado sobre los efectos que sufren a largo plazo los niños que han sido secuestrados y que luego obtienen la libertad, ya sea porque escapan o porque sus captores los sueltan. No había muchos casos en Estados Unidos, pero yo era uno de ellos, y daba la casualidad de que vivía en el mismo estado que Chloe.

Hubo algo de Chloe, quizá lo amistosa que parecía o su personalidad extrovertida, que había llamado mi atención. Y la idea de ser entrevistado para la tesis de una graduada universitaria, en lugar de para un programa de entrevistas o una revista, me hacía sentir cómodo. No me convertiría en una sensación, ni en un titular, no me convertiría de nuevo en una figura pública.

Respondí a su correo electrónico y nos intercambiamos información básica, incluso llegué a pensar que quizá estaba coqueteando un poco conmigo por teléfono, aunque mi experiencia en ese tema era lamentablemente escasa. Notar que me sentía atraído por Chloe me había llenado de esperanzas. Era guapa e inteligente, e iba a tener que pasar bastante tiempo con ella si accedía a su petición. Me había permitido pensar que si había cierta química entre nosotros podría ser capaz de dejar que los acontecimientos siguieran su ritmo.

Pensé en Chloe un poco más, sopesando si iba a aceptar o no la entrevista. Una vez más, traté de equilibrar los pros y los contras para conseguir manejar la oleada de nerviosismo que me recorría al pensar en las posibilidades. Pero en lugar de recrearme en los esperanzadores quizás, la imagen de otra chica invadió mi mente. Una joven que, por lo que había podido ver, era justo lo opuesto de Chloe Bryant. Crystal, con su largo pelo color miel y aquella mirada solitaria y precavida. Crystal, con su risa renuente.

Crystal, la chica a la que no iba a volver a ver.

Una parte de mis pensamientos me perturbó, y me senté, pasándome la mano por el pelo. Me sentía vacío. Quizá lo que tenía que hacer era obligarme a mí mismo a salir de mi zona de confort. Me había mantenido en las sombras durante demasiado tiempo, disfrutando muchos años de la naturaleza predecible de mi existencia, día a día: trabajo, hogar, viajes ocasionales a la ciudad para socializar… Me gustaba la comodidad que me ofrecía la compañía segura, la que encontraba en los libros, y todavía seguía encontrando alegría en mi propia libertad, pero tampoco podía negar que llevaba una vida solitaria.

Me puse de pie delante de la ventana abierta, y contemplé el paisaje como si así pudiera comenzar a expandir las paredes que había erigido a mi alrededor. Si debía hacerlo… o no. Eran de mi propia creación y, sin embargo, aun así, ¿acaso no me había construido una especie de prisión alrededor? ¿Y no había llegado el momento de hacer algo para cambiar eso?

Antes de que pudiera seguir hablando conmigo mismo, me senté frente al ordenador y abrí la aplicación del correo electrónico para leer el último mensaje de Chloe. Escribí un respuesta corta:

Chloe:

La respuesta es sí. Me vale cualquier fecha. Solo necesito saberlo de antemano. Tengo muchas ganas de conocerte.

Gabriel

Luego le di a «enviar» antes de cambiar de opinión.