EN LA LUZ DE BELÉ́N

«Este es el modo divino de hacer las cosas: una primero y otra después, guiando los pasos, utilizando causas segundas, mediaciones humanas.»

J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, 25-I-1961.

Todos los misterios de la vida de Cristo son misterios de amor: el mismo nacimiento del Hijo de Dios es un misterio de amor. Sólo la omnipotencia divina puesta al servicio de un amor infinito por nosotros los hombres podía haber encontrado un modo tan admirable de realizar la antigua promesa. Tota ratio facti est potentia facientis, toda explicación del hecho es el poder de quien lo hizo, hace decir la Iglesia a sus sacerdotes ante el misterio que se realiza en la gruta de Belén.

En verdad que es un misterio de amor el de este Dios que se hace niño: la omnipotencia que se reduce a la extrema impotencia. El Señor de los cielos y de la tierra no tiene una cuna en donde ser acostado; un establo es el palacio del Hijo de David, un pesebre sirve de trono para el Hijo de Dios.

Hoy que nuestra mirada humana se pierde en el misterio del Dios niño, tratemos de empeñar hasta el fondo nuestra mente y nuestro corazón para comprender el valor y la necesidad de una verdadera vida de infancia espiritual. En su vida pública, cuando quiera indicar el único camino que lleva con seguridad al Reino infinito, Jesús dirá estas sencillísimas palabras: Nisi efficiamini sicut parvuli non intrabitis in regnum coelorum, si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Este es el único precio que ha de permitirnos llegar con certeza hasta el espectáculo eterno de la gloria, de la belleza y de la armonía de Dios. Y es un precio que es tan inaccesible a los soberbios cuanto al alcance de los humildes y de todos los que se convierten, no sin esfuerzo, en hombres de buena voluntad.

¿Quién de nosotros no advierte, en esta noche de Navidad, la necesidad de un esfuerzo de simplificación interior que nos haga, como el Dios niño quiere, sicut parvuli, como niños? Sobre todo si nos contemplamos inmersos en un mundo como el de hoy, donde es fácil envejecer espiritualmente, y también morir, aun siendo jóvenes de años, de piel y de venas. ¡Cuántos jóvenes y adultos conocemos que son espiritualmente viejos! ¡Cuántas personas de alma complicada y cerrada como un laberinto, y de corazón en perenne agitación y bullicio!

La Navidad es la hora de la sencillez, es el momento del renacimiento y de la infancia espiritual. Es necesario coger este momento y aprovechar esta hora en la cual ad parvulos venit Christus et cum parvulis conversatur, Cristo se acercó a los niños y conversó con los niños.

Sólo una mirada sencilla y limpia podrá hacernos penetrar con gozo y con fruto en el desarrollo del misterio en el relato evangélico.

El acontecimiento más grande de la historia de la humanidad acaece de un modo extremadamente sencillo: un hecho totalmente sobrenatural se verifica de una forma del todo natural. El edicto de un emperador pagano, César Augusto, que impone el censo del orbe universo, lleva a Belén a María y a José. Y a esos dos protagonistas de la narración evangélica no les es ahorrada la aspereza de un largo y fatigoso viaje, en el cual el frío y las privaciones son sus únicos fieles compañeros.

La acción de Dios en el mundo y la obra de la Providencia divina en el gobierno de la vida humana escapan a la consideración de los hombres y a la crónica de los acontecimientos, cuando los hombres que deberían ver, comprender y contar, no tienen un corazón sencillo que les consienta entrar en los secretos de la vida de fe. Habituados como estamos, nosotros los hombres, a buscar la novedad extravagante y a desear, sobre todo, las cosas que impresionan o sirven de espectáculo, no logramos comprender que la predilección del Señor vaya a las cosas sencillas y ordinarias. ¿De cuántos otros modos hubieran podido ser conducidos María y José hasta Belén? La Providencia de Dios se sirvió del más sencillo y ordinario, y eligió aquel que no era ciertamente el más cómodo para José y para María, desponsata sibi uxore praegnante, su esposa embarazada. La lección es para nosotros, hombres del siglo veinte, en perenne espera de lo extraordinario y de lo maravilloso y siempre anhelantes de nuevas y asombrosas formas de comodidad.

Sencillo, humilde y sin espectáculo, es el viaje de María y de José a Belén. Pero no lo es menos el nacimiento mismo del Hijo de Dios, que acontece en la humildad y en la pobreza de una cueva, en el corazón del frío y del silencio de una noche: dum silentium teneret omnia, mientras el silencio envolvía todas las cosas.

No se puede ciertamente decir que, en nuestra vida, el silencio y la soledad nos sean compañeros gratos y habituales. Las zonas de silencio son escasas y poco frecuentes en nuestras jornadas. La lucha contra los rumores interiores del alma nos es casi desconocida. Y la soledad, debemos confesárnoslo francamente, más que toda otra cosa nos infunde miedo, y es a menudo para nosotros sinónimo de abatimiento y de tedio.

La pobreza del nacimiento del Hijo de Dios es tan completa, que alcanza la grandeza, y al mismo tiempo es tan sencilla, que linda con la poesía. El que viste de belleza las flores, los campos y los pájaros, apenas tiene con qué cubrir su desnudez. Muchas puertas se cierran, muchas otras no se han abierto: los dos peregrinos han llamado inútilmente durante su camino en busca de un techo donde cobijarse por la noche. Non erat eis locus in diversorio, no había lugar para ellos en el mesón.

Una cueva, un pesebre, un poco de paja, dos bestias: un asno y un buey. Éste es el lugar y éste es el momento elegido por la Providencia para dar comienzo a la Era Cristiana.

Y mientras estaban allí, impleti sunt dies, se cumplieron los días, dice el texto evangélico en su sublime sencillez, y con ellos la gran promesa: Et peperit filium suum primogenitum, et pannis eum involvit, et reclinavit eum in praesepio. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y le acostó en un pesebre. La escena se completa: María, Madre de Dios; José, padre putativo de Jesús; y el recién nacido Rey de los judíos acostado en un pesebre. Todo es sencillo y pobre. Una madre pobre, un hombre justo, pobres pañales, un niño pequeño, un establo, un pesebre. Estamos en el corazón del invierno y es noche profunda.

Cuando contemplamos en Belén tanta pobreza y recordamos que el Niño nacido es la Luz del mundo, resulta espontáneo que nos preguntemos si no habremos ignorado hasta aquí —o, por lo menos, no habremos comprendido suficientemente— que la virtud de la pobreza es necesaria a nuestra vida cristiana, y que sin ella no se entra en el Reino de los cielos.

¿Quién de nosotros se contenta hoy con lo necesario y sabe vivir de verdad con lo necesario? ¿Quién sabe hoy trazar con cristiana prudencia y delicadeza de conciencia el límite entre lo necesario y lo superfluo, para su vida personal, y sabe mantenerse con energía y con sacrificio más acá de esa línea?

¡Cuántos son, por desgracia, los que la traspasan y viven, con todo despilfarro, en plena superficialidad! El deseo de lo superfluo, el cada vez más en cuanto se refiere a los bienes de este mundo, es, desventuradamente, la norma de la vida y la medida del corazón de muchos hombres, a los cuales parece que jamás haya llegado la Luz de Belén. Y son muy pocos aún los que recuerdan y viven otro precepto del Señor: Quod superest date pauperibus. Lo que sobre, dadlo a los pobres.

El límite entre lo necesario y lo superfluo se desplaza continuamente en las mentalidades, en los deseos y en la vida de muchos cristianos. Y en la misma medida se alejan de sus corazones la serenidad y la alegría. Tienen cada vez nuevas necesidades y ansias constantemente nuevas de poseer y de gozar. Y cuando se posee y se goza, sobrevienen, infaliblemente, la desilusión y el malestar, y vuelve uno a encontrarse con el corazón árido y las manos vacías. Pero la carrera vuelve a empezar inmediatamente, de nuevo, en el mismo sentido y siempre tras de los mismos objetivos.

Si nos detenemos ante la gruta de Belén comprenderemos la virtud del desasimiento —la pobreza afectiva y, en la medida que para cada uno sea posible, también efectiva— y podremos saborear la bienaventuranza de la pobreza: Beati pauperes spiritu quoniam ipsorum est regnum coelorum, bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Un corazón desasido de los bienes de este mundo inunda el alma de paz y enseña a usar bien de las riquezas cuando se poseen, desarrollando las virtudes de la generosidad. El desasimiento da, además, con la serenidad del corazón, la perfecta libertad interior.

Nuestra mirada contemplativa se aparta ahora de la cueva a las cercanas colinas, y los pastores del vecindario de Belén nos conquistan con su sencillez. Son sencillos, humildes y pobres. Viven en el cumplimiento puntual y fiel del propio deber: vigilantes et custodientes vigilias noctis super gregem suum, haciendo la guardia de noche a su rebaño. Por eso ha sido a ellos a los primeros que se ha comunicado la Buena Nueva, y por el mismo motivo serán los pastores los primeros adoradores del Hijo de Dios; las elecciones de Dios están siempre condicionadas a la presencia en las almas de estas virtudes, perfume genuinamente evangélico.

Las tinieblas se quiebran, el silencio se rompe y los pastores reciben del ángel el gozo de la Buena Nueva: Evangelizo vobis gaudium magnum... Os anuncio una gran alegría... Nuestra sencillez dará la medida de nuestra participación en el gozo de la Navidad de Cristo.

Los ángeles, al dar gloria a Dios, prometen la paz —la paz del Cristo que ha nacido— a los hombres de buena voluntad. Hombre de buena voluntad: ¡he ahí verdaderamente la única «clase» a la que todos los cristianos deberían pertenecer! Si por parte de todos existiese esta buena voluntad evangélica, las clases, aunque continuaran existiendo, cesarían ciertamente de combatirse y se alcanzaría en la unidad la paz Christi in regno Christi, la paz de Cristo en el reino de Cristo.

Rectifiquemos nuestras voluntades, ante la gruta de Belén, y hagámoslas verdaderamente buenas, dispuestas a servir con fidelidad al Señor. Pues si llegamos a ser, con la luz que viene de Belén, almas sencillas y hombres de buena voluntad, participaremos profundamente de la grandeza de este día en el que apparuit humanitas et benignitas Salvatoris nostri, apareció la humanidad y la benignidad de nuestro Salvador.

Que la Virgen de Belén, Madre de Cristo, nos enseñe a renovarnos interiormente, a comprender y a gustar la bondad y la humanidad de nuestro Salvador, del Cristo que ha nacido. 

AL LECTOR

Estas líneas quise haberlas escrito antes. Pero entonces urgía la editorial, y apenas tuve tiempo de ordenar los comentarios ascéticos publicados en «Studi Cattolici». Y salieron así, huérfanos de una carta de presentación que contara su génesis.

Recuerdo bien que, cuando pidieron mi colaboración en aquella revista, ni por un instante pensé escribir un libro. Compuse las meditaciones sin un plan premeditado. Y no fue difícil, pues lo que estaba escribiendo lo tomé en préstamo.

Muchas veces Mons. Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, a cuantos le pedíamos consejo de vida interior, nos explicaba que en el ejercicio de su ministerio no tenía más que un solo puchero, una misma enseñanza con validez universal: la de buscar la santidad en las ocupaciones ordinarias de cada uno. En ese puchero todos teníamos permiso para introducir nuestra cuchara y sacar el alimento apropiado para nuestra situación concreta. Yo así lo hice repetidamente, y luego la pluma se encargó de trasladar al papel las meditaciones que forman este volumen.

Mi intento, al escribir, era sólo glosar algunas de las enseñanzas de Mons. Escrivá de Balaguer. Pero pudo más el espíritu que el instrumento. Tantas veces me había servido de aquel puchero que la glosa resultó con frecuencia continuación de la frase, nueva cita y hasta transcripción literal de modos de decir del Fundador del Opus Dei. Se me comprenderá bien si afirmo que me sucedió lo que a los niños: una vez dentro de la juguetería, ya no saben elegir y todo se lo llevarían, si de ellos dependiera.

Conocí al Fundador del Opus Dei en 1940. No me es fácil explicar lo que aquel encuentro supuso para mí. Después, ya en Roma, tuve ocasión de tratarle asiduamente. El vigor de su expresión, el empuje de una vida interior envuelta en una naturalidad que se salía de lo ordinario, quemaban como fuego de Dios. ¡Cuántas veces he meditado sus enseñanzas! ¡Cuánto he pedido al Señor que fueran vida de mi vida, para que aprendiera a santificar todas mis ocupaciones! Eso pido ahora también para los lectores de estas meditaciones.

Cuando se lea Ascética Meditada y la mirada se pare en una frase que quema y remueve, no hay que dudar: el agradecimiento debe ir a Mons. Escrivá de Balaguer, porque es el principal autor de esos pensamientos puestos ahora en papel.

JESÚS, COMO AMIGO

«Haced de modo que, en su primera juventud o en plena adolescencia, se sientan removidos por un ideal: que busquen a Cristo, que encuentren a Cristo, que traten a Cristo, que sigan a Cristo, que amen a Cristo, que permanezcan con Cristo.»

J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, 24-X-1942.

En este puñado de tierra que son nuestras pobres personas —que somos tú y yo—, hay, amigo mío, un alma inmortal que tiende hacia Dios, a veces sin saberlo: que siente, aunque no se dé cuenta, una profunda nostalgia de Dios; y que desea con todas sus fuerzas a su Dios, incluso cuando lo niega.

Esta tendencia hacia Dios, este deseo vehemente, esta profunda nostalgia, quiso el mismo Dios que pudiéramos concretarla en la persona de Cristo, que fue sobre esta tierra un hombre de carne y hueso, como tú y yo. Dios quiso que este amor nuestro fuese amor por un Dios hecho hombre, que nos conoce y nos comprende, porque es de los nuestros; que fuera amor a Jesucristo, que vive eternamente con su rostro amable, su corazón amante, llagados sus manos y sus pies y abierto su costado: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula, que es el mismo Jesucristo ayer y hoy y por los siglos de los siglos.

Pues ese mismo Jesús, que es perfecto Dios y hombre perfecto, que es el camino, la verdad y la vida, que es la luz del mundo y el pan de la vida, puede ser nuestro amigo si tú y yo queremos. Escucha a San Agustín, que te lo recuerda con clara inteligencia con la profunda experiencia de su gran corazón: Amicus Dei essem si voluero, sería amigo de Dios si lo quisiera.

Pero para llegar a esta amistad hace falta que tú y yo nos acerquemos a Él, lo conozcamos y lo amemos. La amistad de Jesús es una amistad que lleva muy lejos: con ella encontraremos la felicidad y la tranquilidad, sabremos siempre, con criterio seguro, cómo comportarnos; nos encaminaremos hacia la casa del Padre y seremos, cada uno de nosotros, alter Christus, pues para esto se hizo hombre Jesucristo: Deus fit homo ut homo fieret Deus, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.

Pero hay muchos hombres, amigo mío, que se olvidan de Cristo, o que no lo conocen ni quieren conocerlo, que no oran y no piden in nomine Iesu, en nombre de Jesús, que no pronuncian el único nombre que puede salvarnos, y que miran a Jesucristo como a un personaje histórico o como una gloria pasada, y olvidan que Él vino y vive ut vitam habeant et abundantius habeant, para que todos los hombres tengan la vida y la tengan en abundancia.

Y fíjate que todos estos hombres son los que han querido reducir la religión de Cristo a un conjunto de leyes, a una serie de carteles prohibitivos y de pesadas responsabilidades. Son almas afectadas de una singular miopía, por la cual ven en la religión tan sólo lo que cuesta esfuerzo, lo que pesa, lo que deprime; inteligencias minúsculas y unilaterales, que quieren considerar el Cristianismo como si fuera una máquina calculadora; corazones desilusionados y mezquinos que nada quieren saber de las grandes riquezas del corazón de Cristo; falsos cristianos, que pretenden arrancar de la vida cristiana la sonrisa de Cristo. A éstos, a todos estos hombres, querría yo decirles: Venite et videte, venid y veréis. Gustate et videte quoniam suavis est Dominus, probad y veréis qué suave es el Señor.

La noticia que los ángeles dieron a los pastores en la noche de Navidad fue un mensaje de alegría: Ecce enim evangelizo vobis gaudium magnum, quod erit omni populo; quia natus est vobis hodie Salvator, qui est Christus Dominus, in civitate David. Vengo a anunciaros una gran alegría, una alegría que ha de ser grande para todo el mundo: que ha nacido hoy para vosotros el Salvador, que es Cristo nuestro Señor, en la ciudad de David.

El esperado de las gentes, el Redentor, el que habían ya anunciado los profetas, el Cristo, el Ungido de Dios, nació en la ciudad de David. Él es nuestra paz —ipse est pax nostra— y nuestra alegría; y por ello invocamos a la Virgen María, Madre de Cristo, con el título de Causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría.

Jesucristo es Dios, perfecto Dios. Expresémosle, pues, tú y yo, nuestra adoración con las palabras que el Padre puso en labios de Pedro —Tu es Christus, Filius Dei vivi—, Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y expresémosle también nuestra adoración, repitiendo la confesión de Marta, o la del ciego de nacimiento o la del centurión.

Pero Jesucristo es también hombre, y hombre perfecto. Saborea este título que era tan querido de Jesucristo: Filius Hominis, hijo del Hombre, como Él se llamaba. Escucha a Pilato —Ecce Homo—: ¡Ahí tenéis al Hombre!, y vuelve tu mirada a Cristo. ¡Qué cerca lo sentimos ahora, amigo mío; Cristo es el nuevo Adán, pero nosotros lo sentimos todavía más cerca. Porque el don de la inmunidad al dolor hacía que Adán no pudiera sufrir, pero Tú, Señor, padeciste y moriste por nosotros. En verdad que Tú eres, ¡oh Jesús!, perfecto hombre: el hombre perfecto. Cuando nos esforzamos en imaginar el tipo perfecto de hombre, el hombre ideal, incluso sin quererlo pensamos en Ti. Y al mismo tiempo, ¡oh buen Jesús!, Tú eres Emmanuel, «Dios con nosotros».

Y todo esto, amigo mío, para siempre: —Quod semel assumpsit numquam dimisit. Lo que asumió una vez, jamás lo dejó. Ten hambre y sed de conocer la santísima Humanidad de Cristo y de vivir muy cerca de Él. Jesucristo es hombre, es un verdadero hombre como nosotros, con alma y cuerpo, inteligencia y voluntad, como tú y como yo. Recuérdalo a menudo y te será más fácil acercarte a Él, en la oración o en la Eucaristía, y tu vida de piedad hallará en Él su verdadero centro, y tu cristianismo será más auténtico.

Intimidad con Jesucristo. Para que puedas llegar a conocer, amar, imitar y servir a Jesucristo, hace falta que te acerques a Él con confianza. Nihil volitum nisi praecognitum, no se puede amar lo que no se conoce. Y las personas se conocen merced al trato cordial, sincero, íntimo y frecuente.

¿Pero dónde buscar al Señor? ¿Cómo acercarse a Él y conocerlo? En el Evangelio, meditándolo, contemplándolo, amándolo, siguiéndolo. Con la lectura espiritual, estudiando y profundizando la ciencia de Dios. Con la Santísima Eucaristía, adorándolo, deseándolo, recibiéndolo.

El Evangelio, amigo mío, debe ser tu libro de meditación, el alma de tu contemplación, la luz de tu alma, el amigo de tu soledad, tu compañero de viaje. Que se habitúen tus ojos a contemplar a Jesús como hombre perfecto, que llora por la muerte de Lázaro —lacrimatus est Iesus, lloró Jesús—, y sobre la ciudad de Jerusalén; a verlo padecer el hambre y la sed; habitúate a contemplarlo sentado en el pozo de Jacob, fatigatus ex itinere, cansado del camino, y esperando a la samaritana; a considerar la tristeza de su alma en el huerto de los olivos —Tristis est anima mea usque ad mortem, triste está mi alma hasta la muerte—, y su abandono en el árbol de la Cruz; y sus noches transcurridas en oración, y la enérgica fiereza con que arrojó del templo a los mercaderes, y su autoridad al enseñar —tanquam potestatem habentem, como quien tiene potestad—. Llénate de confianza cuando lo veas —movido su corazón a misericordia por las muchedumbres— multiplicar los panes y los peces y regalar a la viuda de Naim su hijo resucitado a nueva vida y restituir a Lázaro, resucitado, al cariño de sus hermanas...

Acércate a Jesucristo, hermano mío; acércate a Jesucristo en el silencio y en la laboriosidad de su vida oculta, en las penas y en las fatigas de su vida pública, en su Pasión y Muerte, en su gloriosa Resurrección.

Todos hallamos en Él, que es la causa ejemplar, el modelo, el tipo de santidad que a cada uno conviene. Si cultivamos su amistad, lo conoceremos. Y en la intimidad de nuestra confianza con Él escucharemos sus palabras. Exemplum dedi vobis, ita et vos faciatis: te he dado el ejemplo, obra como Yo lo he hecho.

Pero antes de terminar, levanta confiadamente tu mirada a la Santísima Virgen. Pues Ella supo, como ningún otro, llevar en su corazón la vida de Cristo y meditarla dentro de sí: Maria conservabat omnia verba haec conferens in corde suyo. Recurre a Ella, que es Madre de Cristo y Madre tuya. Porque a Jesús se va siempre a través de María.

NUESTRA VOCACIÓN CRISTIANA

«¡Qué claro estaba, para los que sabían leer en el Evangelio, esa llamada general a la santidad en la vida ordinaria, en la profesión, sin abandonar el propio ambiente! Sin embargo, durante siglos no la entendieron la mayoría de los cristianos: no se pudo dar el fenómeno ascético de que muchos buscaran así la santidad, sin salirse de su sitio, santificando la profesión y santificándose con la profesión. Y muy pronto, a fuerza de no vivirla, fue olvidada la doctrina; y la reflexión teológica fue absorbida por el estudio de otros fenómenos ascéticos, que reflejan otros aspectos del Evangelio.»

J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, 9-I-1932.

Hablaba un día con un joven, precisamente como lo estoy haciendo ahora contigo, amigo mío. Trataba de convencerlo de la necesidad de que viviera cristianamente su vida, frecuentase los sacramentos, fuese alma de oración, y diese a todas sus acciones y a toda su vida una orientación sobrenatural.

—Jesús —le decía— tiene necesidad de almas que, con gran naturalidad y con gran entrega de sí mismas, vivan en el mundo una vida íntegramente cristiana.