Portada

Si te ha gustado este libro, también te gustará esta apasionante historia que te atrapará desde la primera hasta la última página.

Pincha aquí y descubre un nuevo romance.

Portada

www.harlequinibericaebooks.com

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Barbara Wallace.

Todos los derechos reservados.

PASADO OLVIDADO, N.º 2416 - agosto 2011

Título original:Beauty and the Brooding Boss

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.:978-84-9000-708-2

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

Promoción

CAPÍTULO 1

ALEX Markoff no era tan feo.

No tenía cicatrices, ni nada de lo que Kelsey había imaginado, teniendo en cuenta que vivía apartado del mundo. De hecho, el único adjetivo que podía describirlo era «impresionante». Era mucho más alto que ella, de constitución atlética, y llevaba puestos unos vaqueros desgastados y una camiseta negra que marcaba sus anchos hombros. Kelsey se preguntó cómo habría podido vestirse, con el brazo derecho enfundado hasta el bíceps en una escayola.

Sus ojos eran de color gris tormenta y tenía los pómulos marcados.

No, no era feo, pero no le había hecho ninguna gracia verla en la puerta de su casa.

Recordó otras situaciones similares e intentó no pensar en ellas. Aquello no era igual. No se parecía en nada. Sonrió educadamente y dudó un instante antes de presentarse.

–Hola, soy Kelsey Albertelli.

Al ver que no le respondía, añadió:

–Su nueva secretaria.

Él siguió en silencio.

–De Nueva York. El señor Lefkowitz me ha contratado para…

–Ya sé quién es.

Su voz hacía juego con su imponente físico. Kelsey estuvo a punto de retroceder.

Había conducido hasta allí con las ventanillas del coche bajadas y se le habían salido unos mechones castaños del moño que se había hecho. Se los metió detrás de las orejas.

–Bien, por un momento había pensado que no lo habían avisado del despacho del señor Lefkowitz.

–No, me han avisado. Varias veces.

Kelsey asintió mientras se hacía un incómodo silencio entre ambos. Varios mechones de pelo volvieron a caer sobre sus ojos y se los apartó.

Markoff siguió sin decir nada, sólo se dio la vuelta y entró en la casa, dejándola allí.

«Ya te lo habían advertido», pensó ella.

–No creo que la bienvenida sea calurosa –le había dicho su jefe–. Recuerda que no ha tenido elección. Y que trabajas para mí, no para él.

–No te preocupes –le había contestado ella–. Todo irá bien, estoy segura.

Había conseguido el trabajo gracias a su abuela Rosie, y el señor Lefkowitz le pagaba muy bien.

Dado que Markoff había dejado la puerta abierta, Kelsey dio por hecho que debía seguirlo. Tuvo que apresurarse para alcanzarlo.

–Vive usted alejado de todo –comentó cuando llegó a su lado–. En Nueva York no se guía uno por los árboles. Tenía que girar a la derecha al ver un pino grande, pero creo que he girado tres veces al ver tres pinos diferentes.

–Es el que está en la bifurcación –le respondió él.

–Ahora ya lo sé. Y casi no se ve su buzón detrás de los matorrales. Aunque supongo que está hecho precisamente con ese propósito…

Kelsey cerró la boca. Había empezado a divagar y lo odiaba. Lo hacía cuando se ponía nerviosa. Ya lo había odiado de niña, cuando había deseado poder gritar a los trabajadores sociales que se callasen y fuesen directos al grano. Y ella estaba haciendo lo mismo. Estaba intentando romper el hielo con un hombre que era evidente que no quería tenerla allí.

No obstante, se negó a sentirse intimidada.

–El señor Lefkowitz me dijo que redactaría todos sus borradores a mano. Supongo que eso será lo que yo debo pasar a máquina –comentó, mirando su brazo–. Espero que el hecho de haberse roto el brazo no haya impedido que avance.

Él se giró al oír aquello y la miró fijamente.

–¿Le ha pedido Stuart que me lo pregunte?

–Yo…

Kelsey no supo qué responder.

–Dígale a Stuart Lefkowitz que tendrá su manuscrito cuando esté terminado. Bastante tengo yo con aguantar que me haya enviado a una maldita mecanógrafa, no necesito a una niñera también.

–No quería, es decir, no quiero…

Kelsey se arrepintió de no haber hecho más preguntas cuando le habían hecho la entrevista de trabajo. «Eso te pasa por dejarte motivar por el dinero», se dijo.

Cuando se había enterado de que iba a mecanografiar un manuscrito de Alex Markoff, ni más ni menos que Alex Markoff, le había parecido un trabajo muy original. Recordaba haber visto el libro Persiguiendo la luna en la mesa de sus profesores de instituto, y haber leído fragmentos del mismo en clase de literatura. Alex Markoff era el autor de la década. El escritor al que todo el mundo afirmaba leer.

Volvió a estudiar a su nuevo jefe. Tal vez tenía que haberle echado un vistazo al libro antes de ir. Así su aspecto no le habría pillado desprevenida. No tenía una belleza estereotípica, de perfil tal vez tuviese la nariz demasiado larga y el mentón demasiado cuadrado, pero los rasgos marcados le iban bien. Era difícil creer que se lo hubiese podido imaginar desfigurado, pero ¿cómo se lo iba a imaginar, si había pasado de ser un éxito de ventas a convertirse en un ermitaño?

Se repitió que tenía que haber hecho más preguntas durante la entrevista.

Miró a su alrededor para encontrar respuestas, pero Nuttingwood era una casa tan oscura y masculina como su dueño. Le recordó a una cabaña inglesa de una vieja película en blanco y negro, toda de piedra y hiedra. El salón era pequeño, con muebles antiguos y estaba decorado en tono verde botella.

Giraron una esquina y Kelsey se encontró de repente en un espacio más amplio en el que predominaban las ventanas y las puertas de cristal. Fuera había un gran jardín en el que los colores eran tan vívidos que hacían palidecer la madera oscura del interior de la casa y las montañas verdes de Berkshire. Había pájaros revoloteando entre las flores, muchos de especies que desconocía.

–Guau –dijo entre dientes. Era como estar en el Jardín Botánico de Nueva York.

Oyó pasos y salió de su ensoñación. Markoff había atravesado el espacio abierto y había ido hacia una puerta que había al otro lado. Kelsey lo siguió y entró en una habitación similar a la anterior, pero más pequeña y con menos ventanas. No obstante, era igual de espectacular gracias a las puertas de cristal que daban a una rosaleda. En ella había varias sillas de madera que invitaban a salir fuera, mientras que en el interior dos mecedoras tentaban a quedarse allí. Las mesas y las estanterías estaban llenas de revistas, libros y papeles. Había un par de páginas arrugadas en el suelo que, por algún extraño motivo, daban más una sensación de ser decorativas que de desorden.

–Bonito despacho –comentó, imaginándoselo trabajando junto a la ventana.

Markoff se limitó a señalar un escritorio muy grande que había en un rincón.

–Usted puede ponerse allí.

–¿No tiene ordenador?

–Puede utilizar el suyo y guardar los documentos en una memoria USB.

–De acuerdo –respondió ella, alegrándose de haber llevado su portátil y preguntándose qué más iba a necesitar–. ¿Llega Internet a esta zona de la montaña?

–¿Por qué? –le preguntó él, traspasándola de nuevo con la mirada, como si le hubiese pedido información secreta–. ¿Para qué necesita tener acceso a Internet?

–Para estar en contacto con Nueva York. El señor Lefkowitz querrá que lo mantenga informado.

Él hizo un ruido gutural con la garganta, una especie de gruñido, y Kelsey recordó el comentario que había hecho acerca de que no necesitaba una niñera.

–Si no tiene, seguro que encuentro algún lugar en el pueblo…

–Hay Internet.

–Estupendo.

Ya le pediría que le dejase conectarse cuando estuviese de mejor humor. Si llegaba a estarlo.

Kelsey vio un montón de papeles amarillos encima del escritorio.

–Supongo que esto es lo que tengo que mecanografiar.

–Copie exactamente lo que hay escrito –respondió él–. No cambie nada. Ni una sola palabra. Si no entiende algo, deje un hueco en blanco. Yo lo rellenaré con la palabra que corresponda.

Kelsey tomó un cuaderno que había encima del montón y vio una escritura masculina de color gris. Estupendo, escribía con lapicero. Y cambiaba mucho de opinión. Había flechas y rayas por todas partes. Al parecer, iba a tener que dejar muchos huecos en blanco.

–¿Algo más? –le preguntó.

Kelsey había aprendido a pedir a sus jefes que le diesen sus normas desde el principio.

–No me gustan los ruidos –le contestó él–. Ni música, ni voces. Si tiene que llamar a su novio o a quien sea…

–No voy a llamar a nadie –respondió ella al instante, al parecer, pillándolo por sorpresa porque lo vio parpadear–. No tengo novio ni familia.

No supo por qué le había dado tanta información.

El rostro de Markoff se ensombreció de repente. Kelsey se metió un mechón de pelo detrás de la oreja, desconcertada, y bajó la vista al suelo.

–Bueno, si tiene que hacer alguna llamada, por favor, salga fuera –continuó él–. O, todavía mejor, espere a que se haya terminado su jornada. Por cierto, ¿a qué horas prefiere trabajar, para que yo no la moleste?

–Me da igual.

–Bueno, si no le importa, a mí me gusta empezar temprano por las mañanas.

–Bien.

Volvió a reinar el silencio y Kelsey se sintió incómoda.

–Bueno, ya hemos concretado todo lo referente al trabajo –comentó–, sólo me queda por saber dónde voy a dormir. El señor Lefkowitz me dijo que a usted no le importaba que me quedase aquí.

–Los dormitorios están en el piso de arriba –le respondió él.

–¿Me corresponde alguno en particular?

–Me da igual.

–Siempre y cuando no le robe el suyo, ¿no?

Su intento de poner una nota de humor fracasó y Markoff se puso todavía más serio.

–Le agradezco que me dé alojamiento, porque esta zona es muy turística y escasean las habitaciones de alquiler. El señor Lefkowitz hizo que llamasen a todos los hoteles.

–Estoy seguro de que es cierto.

Kelsey se preguntó si había oído escepticismo en su voz. ¿Acaso pensaba que había decidido ella quedarse allí con él, en el medio de la nada? Respiró hondo y se echó el pelo hacia atrás.

–Mire, señor Markoff, sé que esto no fue idea suya –intentó decir en tono tranquilo–. Y yo soy la primera en admitir que no es lo ideal…

–Ni es necesario.

–En cualquier caso, voy a pasar aquí todo el verano. Le prometo que intentaré mantenerme lo más alejada de usted que pueda.

–Bien.

A Kelsey le dolió aquella respuesta.

–Tal vez sea buena idea establecer una serie de normas desde el principio. Por ejemplo, con respecto a las comidas…

–La cocina está en la parte de atrás. Puede cocinar lo que quiera.

La respuesta no la sorprendió.

–¿Y los baños?

–El principal está en el piso de arriba, enfrente de las habitaciones de invitados. Allí encontrará toallas y una bañera. El agua caliente es limitada.

–Lo que significa que tendré que intentar ducharme la primera.

Aquello no pareció divertirlo y su reacción volvió a doler a Kelsey. «Es sólo un verano», se dijo a sí misma. Sólo tenía que mantener las distancias.

–No se preocupe –rectificó–. No soy de las que se quedan una hora debajo del chorro de agua.

Él asintió, así que la respuesta debió de parecerle bien.

Ella se dijo que Markoff estaba deseando zanjar aquellos temas, así que añadió:

–Tengo el ordenador portátil en el coche. Iré a buscarlo y empezaré a trabajar. Después imprimiré lo que haya escrito y se lo dejaré para que lo revise.

Mientras hablaban, Kelsey fue hacia la puerta, por desgracia, Markoff se movió al mismo tiempo en dirección al escritorio y ambos invadieron el espacio vital del otro. Kelsey aspiró su olor a clavo y madera, y deseó cerrar los ojos y respirar hondo. En su lugar lo miró a los ojos, que parecían más atormentados que nunca.

Se sintió atraída por él.

–Lo siento, no me había dado cuenta… –dijo.

Pasó por su lado, hacia la puerta.

–Voy a por mi ordenador –añadió.

Alex no respondió. Tanto mejor, porque Kelsey no consiguió tranquilizarse hasta después de llegar al coche y respirar hondo varias veces.

–Tómatelo con clama –se dijo a sí misma en un murmullo–. Vas a estar aquí todo el verano.

Estaba volviendo al despacho cuando oyó a Markoff hablar.

–Por Dios santo, ¿no puedes esperar un par de meses? Tres como mucho. ¿No puedes esperar noventa días más?

¿Quién no podía esperar? La voz de Markoff era muy aguda.

–Y también me he roto el brazo a propósito –continuó–. ¿Para qué me has enviado a una niñera?

¿Para asegurarte de que no vuelvo a caerme?

La niñera. Se refería a ella. Lo que quería decir que estaba hablando con Stuart Lefkowitz. ¿Estaría intentando deshacerse de ella?

Kelsey anduvo hasta la puerta y miró por la rendija. Markoff le daba la espalda, parecía tenso. Se giró, en su rostro también había tensión.

–¿No se te ha ocurrido pensar que no voy a poder escribir si tengo a alguien echándome el aliento en la nuca veinticuatro horas al día?

Alex apretó la mandíbula y escuchó. De repente, puso gesto de incredulidad.

–Claro que sé lo que es incumplir un contrato. No pensarás…

Se hizo un silencio. Alex respiró hondo, se estaba enfadando.

–Bien. Tendrás tu maldito libro.

Kelsey se sobresaltó al oír como tiraba el teléfono contra el escritorio.

Alex gruñó frustrado y Kelsey oyó pisadas. Le dio miedo que la descubriese, así que retrocedió e intentó buscar una excusa, por si la acusaba de haber estado espiándolo. Un segundo después oyó un portazo y supo que estaba segura. Markoff había salido al jardín.

Ella dejó escapar por fin el suspiro que había estado conteniendo desde su llegada.

Aquél iba a ser un verano muy largo.

***