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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Laurie Vanzura. Todos los derechos reservados.

VACACIONES DE PLACER, Nº 44 - agosto 2011

Título original: Zero Control

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2005 Vicki Lewis Thompson. Todos los derechos reservados.

HABLEMOS DE SEXO, Nº 44 - agosto 2011

Título original: Talking about Sex…

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicado en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-697-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Vacaciones de placer

Lori Wilde

1

—El trabajo es vuestro, pero con una condición.

Taylor Milton Corben, dueña y directora general de Aerolíneas Eros y de Vacaciones de Fantasía y Aventura, se cruzó de brazos y miró a los ojos al ex capitán de las Fuerzas Aéreas Dougal Lockhart. Taylor era una sofisticada pelirroja con mechas rubias, ojos castaños y unas piernas que eran auténtica dinamita, pero también acababa de casarse con su mejor amigo, Daniel Corben.

Dougal se irguió, sosteniéndole la mirada a Taylor. Debería haber sabido que había gato encerrado. Por propia experiencia, sabía que siempre era así.

¿Tendría que ver aquella condición con la razón por la que había dejado el ejército y había fundado su propia agencia de seguridad aérea? Era probable que Daniel le hubiese dicho a su esposa lo que le había ocurrido en Alemania. Dougal se metió la mano en el bolsillo y acarició el fragmento de bala de nueve milímetros que había convertido en llavero para no olvidar, y el recuerdo hizo que sintiera pinchazos en la cicatriz del disparo en su muslo derecho, a la misma altura que el bolsillo.

Dougal se preparó mentalmente para aquella condición, que seguramente no le haría gracia, pero con la que no tendría más remedio que tragar. No estaba en condiciones de ponerse melindroso; necesitaba aquel trabajo. Estaba intentando hacer que su negocio despegara, y no era tarea fácil. El mes anterior se había visto obligado a pedir un préstamo para poder pagar a sus empleados. Claro que había cosas que no haría jamás; por mucho que necesitase el dinero.

—¿Qué condición es ésa? —apretó los puños.

—Quiero que tu equipo y tú trabajéis de incógnito como...

—Siempre lo hacemos.

Ella ignoró su interrupción y continuó:

—... como guías turísticos.

—¿Como guías turísticos?

Eso sí que no se lo había esperado.

—Como guías turísticos —repitió Taylor.

—¿Por qué?

—Porque os necesito a tus hombres y a ti no sólo en nuestros aviones, sino también en nuestros complejos turísticos.

Taylor se echó hacia atrás en su sillón, cruzó las piernas y ladeó la cabeza, como si estuviera escrutándolo.

—Mi agencia se dedica a la seguridad en los aviones, no en complejos turísticos —respondió él.

—¿Significa eso que no quieres el trabajo?

Diablos, claro que quería el trabajo, y ella lo sabía perfectamente. Por lo menos no había mencionado Alemania, ni a Ava. Dougal, que estaba de pie con las piernas abiertas, cambió el peso de un pie a otro y apoyó las manos en las caderas.

Taylor se rió.

—Pareces un sheriff de una película del Oeste a punto de enfrentarte a una banda de forajidos, Dougal. Siéntate y relájate.

Dougal se obligó a dejar caer los brazos y tomó asiento en el sillón de cuero frente al escritorio de madera de caoba de Taylor. Era verdad que tenía cierta tendencia a ponerse a la defensiva aun cuando no hubiera ninguna amenaza.

—¿Y en qué consistiría el trabajo? —inquirió.

—Trabajaríais para mí durante las dos primeras semanas de mayo —contestó Taylor—. Es un tour de catorce días.

Dougal asintió.

—Sin problema.

—Tu hombre y tú recibiréis un cursillo de preparación junto con el resto de nuestros guías. Tengo entendido que dispones de cuatro agentes. Nosotros tenemos cuatros tours nuevos a partir del mes que viene, y quiero agentes de seguridad en todos los aviones y en los complejos turísticos.

—De acuerdo —respondió él con cautela—. ¿Qué más?

—Tendréis que llevar disfraces.

—¿Perdón?

—Lo siento, pero eso no es negociable —le dijo Taylor. Tenía el aspecto de una supermodelo mimada, pero no había duda de que era una ejecutiva agresiva—. De hecho, si aceptáis el trabajo, tendréis que dejaros barba.

—¿Barba? —Dougal se llevó una mano a la mandíbula sin darse cuenta. Nunca se había dejado barba.

—Sí. A ti te tocará hacer del poeta.

—¿Qué poeta?

—Shakespeare.

Dougal frunció el ceño.

—Me parece que no te sigo.

—Creemos que el próximo objetivo del saboteador será nuestro tour «Romance de Britania», y el principal guía de ese tour se viste de Shakespeare. O más bien al estilo de Joseph Fiennes en la película Shakespeare enamorado.

—¿Y cómo estáis tan seguros de que intentará sabotear ese tour en concreto?

Taylor abrió un cajón de su escritorio, sacó una carpeta verde y la empujó hacia él. Dougal la abrió y leyó la carta que había dentro.

¿Te parecieron un problema aquellos pequeños incidentes en vuestro complejo turístico de Venecia? Pues aún no has visto nada, zorra. Espera a que uno de tus aviones se estrelle. Eso sí que dará que hablar, ¿eh? ¿Tienes idea de lo vulnerable que es tu pequeña flota? Espera y verás.

Junto con aquella carta anónima había un esquema del interior de un Bombardier CRJ200, el tipo de avión que empleaba la compañía de Taylor. En los márgenes, escrito en rojo, había una detallada lista de las numerosas maneras por las cuales podría sabotearse el aparato.

La sangre se le heló en las venas. Alzó la cabeza y miró a Taylor. Por primera vez, vio auténtico miedo en sus ojos, y por algún extraño motivo aquello lo reconfortó. Si tenía miedo, significaba que estaba tomándose aquellas amenazas en serio, y el hecho de que hubiera puesto sus cartas sobre la mesa lo hizo sentirse más calmado de inmediato. No le gustaba adentrarse en la jungla sin antes tener un mapa de las ciénagas de arenas movedizas.

—¿Y qué dijo la policía cuando les enseñaste la carta?

Taylor se pasó una mano por el cabello.

—No se la he enseñado.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero más publicidad negativa de la que ya nos han dado. Prefiero que esto no salga de entre estas cuatro paredes.

—Deberíamos hacer que la analicen para ver si tiene marcas de huellas dactilares.

—La envié a un laboratorio privado. Había docenas de huellas en el sobre, pero ninguna en la carta a excepción de las mías y las de una empleada temporal a la que contraté cuando mi secretaria decidió que no iba a volver después de tomarse la baja por maternidad.

—¿Y qué ocurrió en Venecia?

Taylor tragó saliva.

—Hace unos meses se produjeron una serie de... problemas en el complejo turístico que tenemos allí.

—¿Qué clase de problemas?

—Las alarmas antiincendios no funcionaron cuando se declaró un fuego en la lavandería, y sufrimos pérdidas de varios miles de dólares por los daños. Fue bastante sospechoso porque justo la semana anterior habían pasado un control de inspección.

—¿Y la causa del fuego?

—No se pudo determinar.

—Continúa.

—Luego ocurrió que, después de un banquete, varios huéspedes sufrieron una intoxicación alimentaria y hubo que llevarlos al hospital. Y también nos robaron un Renoir. El sistema de seguridad había sido desconectado, y la policía sospechó que debía haber sido un empleado, así que despedí al gerente y contraté a alguien nuevo. Vistos por separado podrían parecer meras coincidencias, pero luego supe que un reportero encubierto estaba siguiéndome.

—¿Te refieres al incidente entre Daniel y tú en España?

—Sí. Cuando aquel reportero publicó su artículo yo creía que todo aquel asunto del sabotaje había terminado. Pero según parece, estaba equivocada —dijo Taylor, señalando con un ademán la carta que Dougal aún sostenía—. Parece que ese tipo simplemente estaba agazapado, esperando en silencio para hacerme creer que el peligro había pasado.

—¿Crees que es un hombre?

Taylor se encogió de hombros.

—¿No son hombres siempre los que suelen hacer ese tipo de cosas?

Dougal pensó en Ava.

—No necesariamente.

Taylor frunció los labios en un gesto pensativo.

—No me había planteado siquiera que pudiera ser una mujer.

—¿Y qué te hace pensar que la persona que está detrás del sabotaje va a atacar el tour Romance de Britania?

—Ese esquema no es el de un Bombardier genérico. Fue arrancado del manual del avión que hace ese tour —Taylor sacó el manual de un cajón de su mesa y se lo arrojó—. Mira en las últimas páginas.

Dougal lo abrió por donde le había indicado.

Saltaba a la vista que le había sido arrancada una hoja, y no hacía falta ser un detective para darse cuenta de que era precisamente esa hoja.

—¿Sospechas de alguien?

Taylor sacudió la cabeza.

—Como sabes mi negocio suscita bastante controversia. Por un lado algunos grupos fundamentalistas han intentado boicotear con piquetes nuestros complejos turísticos porque dicen que son una fuente de hedonismo y perversión. Por otro, hay algunos clientes depravados que amenazan con demandarnos porque nos negamos a satisfacer fantasías eróticas que rayan en la ilegalidad —le explicó—. Luego, nuestros competidores nos envidian porque he transformado la flota aérea de mi padre, modernizándola con un servicio que resulta muy rentable. Pero también sé que a algunos de los miembros de la junta directiva no les ha gustado ese giro. Hacerse enemigos es parte del negocio en la industria turística.

—Pues a mí esto me parece más bien algo personal —apuntó Dougal—. Para empezar... ¿cómo consiguió el saboteador tener acceso al manual del avión?

—No lo sé. Ahí es donde entras tú.

—Ya. No sé cómo se tomarán mis hombres eso de tener que disfrazarse y hacerse pasar por guías turísticos.

—Sé que es mucho pedir, pero estoy dispuesta a ser generosa —le dijo Taylor, y le ofreció una cantidad que hizo a Dougal parpadear de incredulidad—. ¿Qué me dices?

Dougal sonrió.

—¿Cómo podría negarme?

Taylor alargó la mano y, poniéndola sobre el brazo de Dougal, le dijo:

—Quiero que atrapéis a esa persona y que nuestros clientes estén a salvo.

—Puedes confiar en nosotros.

Cuando Dougal se levantó, acudió a su mente el recuerdo de lo que había ocurrido en Alemania. Tragó saliva. Podía hacer aquello; tenía que hacerlo. Había aprendido de los errores del pasado y no volvería a dejarse engañar. Miró a Taylor a los ojos y le reiteró:

—No te fallaré, te lo aseguro.

En ese momento llamaron a la puerta. Antes de que Taylor pudiera decir «adelante» se abrió y entró un hombre mayor y corpulento que tiempo atrás había sido el oficial superior de Dougal. Éste se cuadró de inmediato ante él.

—General Miller.

—Por favor, no hay necesidad de eso —dijo el otro hombre agitando la mano—. Los dos estamos retirados.

Dougal relajó su postura.

—¿Cómo estás, tío Chuck? —lo saludó Taylor, yendo a darle un beso en la mejilla.

—Estoy bien, princesa —dijo él, rodeándole la cintura con el brazo.

—¿Y la tía Mitzi?

—Gastándose mi dinero en un día de spa con sus amigas —respondió el general con un sonrisa antes de lanzar una mirada a Dougal—. ¿He interrumpido algo? —le preguntó a su sobrina—. Había pensado invitarte a almorzar para que me contaras eso del sabotaje.

—De hecho, acabo de contratar los servicios de Dougal y su equipo para aumentar nuestro personal de seguridad. Acabo de recibir otra carta con amenazas, y esta vez el objetivo es nuestra flota aérea.

El general dirigió a Dougal una mirada interrogante.

—Ahora tengo una agencia de seguridad aérea, señor —le explicó éste.

—Ah —Miller asintió—. Ya veo; aplicando las lecciones que aprendió sobre seguridad después de lo de Alemania.

Dougal se preguntó si debería interpretar aquello como una pulla. El tono que había empleado el general le hizo contraer el rostro al recordar lo ocurrido.

—Sí. Y voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que no le ocurra nada a Aerolíneas Eros.

—Eso espero —respondió Miller con aspereza—. Eso espero.

—¡Eh, guapo!, ¿por qué no te acercas por aquí y desenvainas tu espada?

Dougal tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco al oír aquello mientras un grupo de mujeres entraba en el Bombardier CRJ200 entre risitas y se alejaba charlando por el pasillo en busca de sus asientos.

La mayoría eran jóvenes, ricas y atractivas. La pelirroja que le había gritado aquella provocación le lanzó una mirada, se humedeció los labios y murmuró: «ummm» antes de alejarse también.

Claro que aquello era de esperar, caracterizado como estaba de Joseph Fiennes en Shakespeare enamorado, incluida esa ridícula barbita que estaba deseando afeitarse.

A excepción del piloto y el copiloto, que debían rozar ya los sesenta, él era el único empleado del género masculino a bordo. Se sentía como el último trozo de carne de primera en un mercado antes del Cuatro de Julio.

Tendría que hablar con Taylor de aquello. La camisa isabelina de lino y las calzas ajustadas de cuero ya eran demasiado, pero por lo de la barba no pensaba pasar.

Conteniéndose para no rascarse la mandíbula, Dougal saludó a cada una de las pasajeras con la sonrisa de rigor, dándoles la bienvenida a bordo con un afectado acento inglés. Iban a ser dos semanas muuuy largas.

«Piensa en los beneficios añadidos», se dijo. «Hay un buen número de posibilidades de que acabes echando un polvo».

El problema era que sus hombres y él habían firmado una cláusula de moralidad. Se les pedía que flirteasen con las clientas, pero cualquier tipo de contacto sexual estaba totalmente prohibido. Dougal vio pasar a una joven con un trasero estupendo y resopló entre dientes. Maldita cláusula de moralidad...

Fue entonces cuando la vio: la última en embarcar, una joven que parecía fuera de lugar. Destacaba como una rosa roja en medio de un campo de dientes de león, tan elegante y etérea, como si se hubiera escapado de la páginas de un libro de cuentos de los hermanos Grimm. Casi tenía la impresión de que de un momento a oro vería aparecer unicornios, mariposas y pájaros cantores.

Tenía el cabello negro como el azabache, su piel parecía de alabastro, y sus ojos eran de un azul hielo. Debía de llevar lentes de contacto; era imposible que sus ojos fuesen de ese color. Además, se le hacía la boca agua sólo de mirar aquel vestido de tirantes amarillo que llevaba, hecho de una tela vaporosa.

De pronto Dougal se encontró preguntándose qué llevaría debajo de él. ¿Quizá unas braguitas blancas y un sujetador con aros? ¿O tal vez se encontraría con una sorpresa? Quizá llevara algo provocativo, como un bustier y un tanga de color rojo.

Dougal ladeó la cabeza. No, decidió, mejor un culotte de seda rosa y una camiseta de tirantes a juego. Ropa interior dulce pero provocativa. La ropa interior que llevaría una buena chica que ansiaba algo de aventura pero no se atrevía a hacer realidad sus fantasías.

Pero, con todo, lo que la diferenciaba de las otras mujeres era algo más que su belleza etérea, era ese aire de seriedad, lo erguida que iba, lo alta que llevaba la barbilla, como si tuviese algo que demostrar. Era esa perspicacia en su mirada, su paso firme.

Aquélla no era una turista cualquiera, una mujer que simplemente quería pasarlo bien; aquella dama enigmática se había embarcado en aquel viaje con un propósito concreto. Una sirena de alarma se disparó en su cabeza. Hasta que no supiera exactamente cuáles eran sus intenciones, pensaba tenerla bien vigilada.

Otra cosa que no encajaba era el hecho de que viajaba sola. Las demás mujeres que habían embarcado iban acompañadas, pero aquella misteriosa señorita parecía estar sola. No iba con ella un marido, ni un prometido, ni un novio, y tampoco una amiga que fuera charlando con ella, ni una madre, o una hermana o una prima.

Quizá ella también trabajara para Eros; quizá fuera una actriz a la que habían contratado para el tour y aquel fuese su primer día. Desde luego estaría espectacular con ropa de época.

Claro que Taylor no le había dicho que hubiese contratado a ningún empleado o empleada nuevos, y él le había pedido que lo mantuviese al corriente de cualquier cambio.

La joven llegó a lo alto de la escalerilla de metal y sus ojos se encontraron. Bajó la vista a su disfraz, y cuando volvió a mirarlo, una leve sonrisa asomó a las comisuras de sus labios. Se estaba riendo de él.

Dougal enarcó una ceja y le tendió la mano.

—Bienvenida a Aerolíneas Eros, donde lo más importante para nosotros es su satisfacción.

Dougal no sabía por qué le había tendido la mano. No había estrechado la mano de ninguna de las otras mujeres que habían subido a bordo. Debía haber sido un impulso, y eso le preocupó, porque siempre se esforzaba por controlar sus impulsos.

Durante un buen rato, ella no dijo nada. Simplemente se quedó allí plantada, mirando su mano extendida.

—Hola —murmuró finalmente con una voz suave y acariciadora. Y le dio la espalda para alejarse por el pasillo.

—¡Espere! —la llamó poniéndole una mano en el hombro para detenerla—. ¿Cómo se llama?

Ella se volvió y enarcó una ceja.

—¿Para qué quiere saber mi nombre?

¿Y por qué motivo no quería decírselo? ¿Tendría algo que ocultar, o era él, que estaba siendo demasiado suspicaz?

—Es parte del trato personalizado por el que nos distinguimos —respondió con una sonrisa, diciendo lo primero que se le pasó por la cabeza—. No hemos ganado nuestra reputación llamando a nuestros clientes con un «¡eh, tú!».

Ella volvió a esbozar una sonrisilla, como si le pareciese extremadamente cómico.

—Me llamo Roxanne Stanley, pero mis amigos me llaman Roxie.

—Un placer, Roxie —dijo él, tendiéndole su mano de nuevo.

—¿Está dando por hecho que vamos a ser amigos?

—No lo doy por hecho, pero lo espero.

En el instante en que sus palmas se tocaron, Dougal sintió que un cosquilleo eléctrico le recorría la espina dorsal. La intensidad de aquella reacción lo contrarió.

—Estoy aquí para hacer todas sus fantasías realidad —añadió.

—¿Ah, sí? —la sonrisa de Roxie se acentuó, y aparecieron hoyuelos en sus mejillas.

Dios, siempre había sentido debilidad por las mujeres con hoyuelos... «Venga ya, Lockhart, controla tus hormonas», se reprendió. «Estás de servicio».

—Bueno, veamos qué asiento le han asignado —se inclinó hacia ella para hacer como que miraba su tarjeta de embarque, aunque ya sabía dónde iba a sentarse.

Había memorizado la lista de pasajeros con sus asientos. Roxie Stanley tenía un asiento en la primera fila, junto a la ventanilla. Y él justo el asiento contiguo, al lado del pasillo. Una afortunada coincidencia.

Lo que pretendía en realidad al inclinarse hacia ella era ver cómo reaccionaría ante su proximidad, si flirtearía con él como una mujer soltera que viajaba sola, o si se mostraría nerviosa, como quien tramaba algo.

El caso fue que no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que lo miró impertérrita, y le dijo en un tono entre meloso y burlón:

—Está bloqueándome el paso, señor donjuán. Si no le importa...

Dougal se hizo a un lado, pero no había mucho sitio, y cuando la joven pasó junto a él para dirigirse a su asiento, su cadera se rozó con el muslo de él. Fue un roce muy leve, pero Dougal sintió que algo se animaba en la bragueta de sus calzas de cuero.

Aquello era una locura; no solía perder el control de esa manera. Inspiró profundamente y trató de calmarse.

«Piensa en otra cosa; lo que sea. Y, hagas lo que hagas, no le mires el trasero cuando se aleje», se dijo.

Pero sus ojos bajaron a esa parte de la anatomía de ella como un misil teledirigido. La joven giró la cabeza y lo pilló mirándola. Luego sus ojos azul hielo se encontraron con los de él, y a Dougal se le cortó el aliento.

De pronto fue como si estuvieran completamente solos en el avión. El runrún de las conversaciones de los otros pasajeros se disiparon, y Dougal la veía sólo a ella.

Las mejillas de la joven se tiñeron de un ligero rubor, y bajó la vista, como azorada. El corazón de Dougal palpitó con fuerza. Ella parecía a la vez fuerte y extremadamente vulnerable, y no pudo volver a preguntarse qué secretos ocultaría.

¿La habría enviado uno de los enemigos de Taylor?, ¿tal vez un competidor o un accionista airado? ¿O podría estar allí por motivos personales, como una venganza contra Taylor? ¿Sería quizá una puritana dispuesta a sabotear los servicios que prestaba Aerolíneas Eros, o estaría equivocándose por completo?

Dougal apretó los dientes para contenerse, pues de repente estaba sintiendo un impulso casi irresistible de ir hasta ella, alzarla en volandas, llevarla a algún lugar discreto del avión, y arrancarle la ropa. Quería tomar sus senos en las palmas de sus manos, deslizar sus dedos por aquella sedosa melena negra, apretar su boca contra esos carnosos labios...

—¿Quería algo? —inquirió Roxie.

«A ti».

—No —respondió él, que casi podía oír los latidos de su corazón.

Detrás de él, la azafata cerró la puerta del avión, pero Dougal no podía apartar los ojos de Roxie.

Finalmente fue ella la que apartó la vista y se dio media vuelta para ir a su asiento, dejando a Dougal con la sensación de estar volando en medio de una tormenta y que de pronto se hubieran dislocado todos los mandos del panel de control.

2

Era evidente que el jefe de Roxie, Porter Langley, el dueño y fundador de Aerolíneas Escapada, había subestimado seriamente a Taylor Corben. Roxie dudaba que su jefe imaginara la cantidad de dinero que aquella mujer invertía en su negocio, ni que contrataba como guías turísticos a unos hombres que parecían modelos. Claro que ésa era la razón por la que el señor Langley la había enviado a aquel viaje, para obtener información sobre el funcionamiento de Eros. Su jefe ansiaba seguir los pasos de Taylor Corben y abrir su propio complejo turístico en Irlanda, a imagen y semejanza del que Eros tenía en Stratford.

Lo fastuoso que era el avión por dentro era lo primero que pondría en su informe... cuando le dejaran de sudar las manos y el corazón se le calmase. Cuando aquel guaperas vestido de Shakespeare se le había quedado mirando, se había temido que hubiese adivinado su secreto: era una espía.

No se sentía cómoda espiando a la competencia para su jefe, pero el señor Langley le había dado una oportunidad años atrás y se sentía en deuda con él. Además, necesitaba desesperadamente el puesto de relaciones públicas que le había ofrecido como recompensa si aceptaba aquella «misión».

Y no era sólo que fuese justamente la clase de puesto que quería; lo más importante era que el aumento de salario le permitiría pagarle a su hermana pequeña, Stacy, la universidad. No quería que Stacy acabase como ella, que se había visto obligada por las circunstancias y la falta de dinero a renunciar a sus sueños de convertirse en actriz.

Miró por la ventanilla. Aunque trabajaba para una compañía aérea, no le gustaba volar, y la idea de cruzar miles y miles de kilómetros de océano por aire hacía que se le retorciese el estómago.

Inspiró, expiró, y se frotó las palmas de las manos contra los muslos antes de sacar su BlackBerry del bolso para distraerse. Empezó a teclear en un documento de texto sus impresiones sobre el lujoso interior del avión: paneles de madera, una barra de bar en la parte trasera con una reluciente encimera de granito..., pero tuvo que parar cuando vio que el tipo vestido de Shakespeare aparecía, se sentaba justo a su lado, y se ponía a abrocharse el cinturón de seguridad.

Nerviosa, cerró su BlackBerry y volvió a guardarla en el bolso. Al inspirar de nuevo para intentar calmarse, sus fosas nasales se llenaron con el aroma de la colonia de aquel tipo, y sintió que se derretía por dentro.

Se llevó la mano al colgante que llevaba siempre; eso normalmente la ayudaba a tranquilizarse y le daba confianza en sí misma. Era el último regalo que le habían hecho sus padres antes de morir en un accidente justo dos semanas después de que ella cumpliera los dieciocho años, un pequeño colgante de oro y plata con la forma de las máscaras del teatro, una alegre y otra triste.

—Hola de nuevo —dijo el hombre vestido de Shakespeare.

Roxie tragó saliva.

«Compórtate con indiferencia. Eres una espía. Imagínate que eres Mata Hari, o Antonia Ford, o Belle Boyd».

—Hola —respondió sin apenas mirarlo.

—Antes no me he presentado, por cierto —dijo él—. Mi nombre es Dougal Lockhart. Perdona si antes he estado un poco pesado. Es parte de mi oficio de guía. Eros nos pide que flirteemos con las clientes.

—Lo imaginaba. ¿Vas a estar sentado aquí durante todo el vuelo?

Diablos. Su voz había sonado nerviosa, tensa.

—Pues sí. ¿Te perturba el tenerme tan cerca? —inquirió él, como picándola.

—No, es que... Bueno, te advierto que me da miedo volar, así que a lo mejor me pongo un poco nerviosa.

—¿Te da miedo volar y has venido sola?

—Eso parece.

—¿Y sueles viajar sola?

¿Estaba intentando sacarle información? Roxie apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas.

—¿Qué tiene eso de malo?

—Nada. Me parece muy valiente por tu parte.

—Me gusta viajar sola —mintió ella—. Me da libertad para hacer lo que quiera y no tengo que contar con nadie.

—Ya veo —los ojos de él se posaron en su mano izquierda—. Imagino que no estás casada —dijo al ver que no llevaba anillo.

—Astuta conclusión.

—Ah... detecto un ligero sarcasmo —los ojos de Dougal brillaron con humor—. No lo esperaba, pero debo decir que me divierte.

—Me alegra servirte de entretenimiento —Roxie miró la mano de él—. Tú tampoco parece que estés casado.

—Astuta conclusión.

—Y ahora te burlas de mí.

—No, sólo estoy intentando distraerte para que no pienses en el despegue.

—Te agradezco el esfuerzo.

—No hay de qué. Si sirve de algo, puedes agarrarte a mi brazo si quieres —le ofreció Dougal.

Roxie bajó la vista a su antebrazo, que asomaba bajo la manga doblada de su camisa blanca. Era un antebrazo muy sexy: bronceado, musculoso, y cubierto de vello. Tragó saliva y apartó la mirada de él..

—También tengo que advertirte que, cuando me pongo nerviosa, hablo por los codos y digo tonterías.

—No me importa; habla lo que quieras.

—Eres demasiado amable.

—No, si me canso, me pondré los auriculares.

Roxie no pudo evitar reírse. Aunque le parecía extraño poder divertirse en una situación que la aterraba, aquel tipo tenía gracia. El avión empezó a moverse por la pista.

—Deprisa, di algo para distraerme. Los despegues y los aterrizajes son lo que más miedo me dan. Eso, y el mirar por la ventanilla cuando está el mar debajo.

—¿Te da miedo mirar por la ventanilla?

—Sí.

—¿Y por qué has escogido un asiento de ventanilla?

—Porque el tener la ventanilla al lado me hace sentir menos claustrofobia.

—¿También tienes fobia a los espacios cerrados?

—No, sólo cuando me siento atrapada.

Dougal se rió.

—Eres muy graciosa.

—Me alegra que mis miedos te diviertan.

—Bueno, es un vuelo de siete horas; de algún modo tengo que entretenerme —la picó él.

El avión avanzaba cada vez más deprisa por la pista, y pronto el asfalto se convirtió en una mancha borrosa entre gris y negra. Roxie se aferró a los brazos del asiento.

Dougal le tendió la palma de su mano.

—Si lo necesitas, puedes agarrar mi mano.

Agradecida, Roxie la tomó, pero en el momento en que los dedos de él se cerraron sobre los suyos y sintió un cosquilleo que se extendió rápidamente por todo su cuerpo, se dio cuenta de que había cometido un grave error. Y encima estaba el olor de su colonia, mezclado con otro no menos seductor, el olor a cuero de sus pantalones.

En cuestión de segundos, se habían elevado. Estaban volando. Los árboles se veían cada vez más pequeños. Los coches que iban por las carreteras relucían como piedras pulidas. El sol anaranjado de primeras horas de la mañana se recortaba contra las nubes. Roxie apartó la vista de la ventanilla y miró al hombre sentado a su lado.

Una ola de calor la invadió, abrumándola, y se recordó que tenía que respirar. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se sentía tan... tan... como se estaba sintiendo?

Atraída por él. Sí, ésa era la palabra. Se sentía atraída por él, y aquel sentimiento la asustaba. Cerró los ojos para que no pudiera entrever lo que estaba esforzándose por ocultar.

En ese momento, se oyó un golpe. El tren de aterrizaje se había replegado. Abrió los ojos. Aquel ruido siempre hacía que se le subiese el corazón a la garganta. Dougal le apretó la mano, y volvió a sentir aquella ola de calor invadiéndola de nuevo.

«Piensa en otra cosa», se dijo, pero no era fácil, sobre todo considerando lo bien que olía, y que el duelo verbal que habían mantenido le había recordado lo mucho que hacía que no practicaba el sexo.

—¿Cuánto llevas en este trabajo? —le preguntó, buscando un tema neutral del que hablar.

—En realidad es mi primer día —le contestó él—. Y éste es mi primer viaje.

—¿En serio?

—Sí.

—Pues se te ve con mucha seguridad.

—Es todo fingido —le confesó él—. Por dentro estoy hecho un flan.

—Caramba, pues nadie lo diría.

—¿Por qué?

—No sé, a primera vista no te imagino teniéndole miedo a nada.

—Las apariencias engañan.

—¿Y qué hacías antes? —inquirió ella.

—Un poco de todo.

—¿No eres un poco mayor para estar todavía buscando tu vocación?

—Algunos tardamos más que otros.

—No me lo trago.

Él se rascó la barba.

—¿Por qué no?

—¿Qué edad tienes?

—Treinta y tres, ¿y tú?

—¿No te ha dicho nadie que es de mala educación preguntarle a una mujer su edad?

—Has sido tú la que has sacado el tema —apuntó él.

—De acuerdo, es verdad. ¿Cuántos me echas?

—Eso no es justo. Si te pongo más años de los que tienes, no querrás volver a hablar conmigo, y eso sería una lástima, porque me gusta tu conversación, así que... ¿Dieciséis para diecisiete?

Roxie se rió.

—Veintiocho.

—¿Y ya lo tienes todo claro y sabes lo que quieres?

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

Dougal reclinó un poco su asiento y cruzó los tobillos.

—¿A qué te dedicas?

—Soy secretaria de dirección —respondió ella, intentando mentir lo menos posible.

—¿Y es tu primer viaje a Europa?

—Sí. ¿Y tú, has estado alguna vez?

—Varias, de hecho. Estuve destinado allí en varias ocasiones durante los doce años que estuve en las Fuerzas Armadas.

—Ah. Supongo que por eso decidiste probar suerte como guía turístico, ¿no? Porque has viajado bastante, quiero decir.

—Sí, en cierto modo —respondió él. Entornó los ojos y se quedó mirándola, como si le estuviese dando vueltas a algo—. ¿Te gusta la música?

—Claro —contestó ella encogiéndose de hombros—. ¿Acaso no le gusta a todo el mundo?

—Te lo preguntaba porque Aerolíneas Eros capta varias emisoras vía satélite, y a lo mejor escuchar un poco de música te ayuda a relajarte.

Dougal se inclinó sobre ella para alargar la mano hacia el panel frente a su asiento que contenía una pantalla plana de televisión. Roxie intentó no pensar en que el torso de él estaba sólo a unos centímetros de su regazo. Dougal abrió un cajoncito alargado y estrecho que había debajo, sacó unos auriculares, y se los dio.

—¿Qué te apetece escuchar? Puedo ponerte el canal que quieras: rap, música country, música clásica, pop...

—La música emocore —respondió ella.

Él la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Bromeas? ¿Punk melódico? ¿Quién lo iba a decir?

—¿Qué pasa?, ¿tienes algo en contra de la música emo?

—No, de hecho es mi música favorita, aunque no me gusta la etiqueta de «emo» —respondió él.

—Sé a qué te refieres; es un nombre idiota. ¿Qué grupos te gustan?

—Rites of Spring, Embrace, Gray Matter...

—No te olvides de Fire Party y Moss Icon.

—¿Y qué es lo que te gusta del punk melódico?

—Pues no sé, que es un sonido tan desgarrado, con tanta fuerza... Pero también es profundo y expresivo; tiene alma —contestó ella.

Había gente que decía que era una música ruidosa y caótica, pero para ella representaba una parte de sí misma que habría temido explorar de otro modo, la parte de sí misma que ansiaba desafiar los convencionalismos, echar la cabeza hacia atrás y aullar a la luna.

Dougal sacudió la cabeza.

—Nunca te hubiera tomado por una fan del punk.

—Lo mismo digo.

Se sonrieron el uno al otro y Dougal se giró hacia ella.

—¿Cuál es tu comida favorita?

—La italiana.

—La mía también. ¿Qué platos te gustan más? ¿La lasaña?

—Por descontado, aunque mi número uno es el pollo Marsala.

—¿Estás de broma? ¡También es mi plato favorito!

—Pollo con vino, champiñones y nata; ¿cómo puede no gustarle a alguien?

—Completamente de acuerdo.

—¿Y tu postre favorito?

—Los brownies.

—¿Con pacanas o nueces?

—Cualquiera está bien, pero me gustan más con nueces.

Roxie entornó los ojos.

—Estás diciéndome lo que quiero oír, ¿no? Al fin y al cabo es tu trabajo.

Dougal sonrió y se encogió de hombros.

—Me gusta verte sonreír.

—¡Ja! ¡Lo sabía! Adulador.

—Eso no implica que te haya mentido. Ponme un plato de pollo Marsala y unos brownies de postre con una canción de Fugazi de fondo y tú sentada frente a mí como compañía, y seré un hombre feliz.

De pronto, se quedaron callados, y Roxie se movió incómoda en su asiento.

—Ya puedes soltármela —murmuró.

—¿Eh?

—La mano. Ya hemos despegado y se me ha pasado el miedo.

—Oh, claro, por supuesto —respondió él, soltándola.

Roxie la dejó caer en su regazo y apartó la vista con el corazón latiéndole con fuerza.

—Gracias —dijo—. Me has ayudado mucho distrayéndome para que no pensara en el despegue.

«Ahora sólo necesito algo que me distraiga de él».

Los avisos luminosos de mantener los cinturones abrochados se desactivaron, y Roxie, que estaba ansiosa por poner tanta distancia entre Dougal y ella como fuera posible, decidió ir a hacer una visita al lavabo. Echarse un poco de agua en la cara la ayudaría a calmar su pulso dislocado. Se desabrochó el cinturón y se puso de pie.

—Perdona, ¿me dejas pasar? —le pidió a Dougal.

Éste sacó sus largas piernas al pasillo para dejarla salir, pero justo en ese momento el avión dio una sacudida. Roxie aspiró asustada. El avión volvió a sacudirse de nuevo, y Roxie se tambaleó hacia atrás, yendo a caer sentada en el regazo de Dougal, que le rodeó la cintura con los brazos para sostenerla.

—¿Estás bien? —le preguntó él con una voz extraña, como si algo le estuviese tensando las cuerdas vocales.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió ella.

—Turbulencias; no pasa nada, es algo normal.

Roxie respiró aliviada, y se sintió algo avergonzada de haberse asustado. ¡Menuda espía miedica estaba hecha!

—Ya puedes soltarme, gracias.

Dougal apartó sus brazos, pero justo cuando Roxie iba a ponerse de pie, el avión volvió a sacudirse lanzándola de nuevo a su regazo.

—Quizá deberías quedarte sentada hasta que pasen las turbulencias —dijo apretando los dientes para controlar la erección que se estaba formando en su entrepierna.

Inspiró profundamente, y fue un craso error, porque al hacerlo inhaló el celestial perfume de Roxie, que unido al calor del femenino trasero sobre su regazo hizo que una ola de deseo lo invadiera. «Mala idea; nada de respirar».

Roxie escogió ese momento para moverse, y Dougal contuvo a duras penas un gemido. Tenía que dar solución a aquello o iba a volverse loco.

—Em... Quizá deberías volver a tu asiento.

—Pero habías dicho que...

—Lo que tienes que hacer es sentarte en tu sitio y ponerte el cinturón —repitió impaciente.

Antes de que pudiera notar que se estaba excitando por tenerla encima, la hizo levantarse y volver a su asiento, y se apresuró a agarrar una revista y ponérsela sobre el regazo, rogando por que Roxie no hubiera notado la abultada evidencia de su deseo. Le lanzó una mirada, y vio que se había quedado mirándolo con los ojos muy abiertos. Mierda.

Los latidos de su corazón se dispararon. Roxie continuó mirándolo un buen rato con aquellos ojos azules llenos de inocencia, luego le sonrió tímidamente, bajó la vista, y se giró hacia la ventanilla. ¿Qué acababa de ocurrir?

El avión volvió a sacudirse varias veces, con más fuerza, y algunos pasajeros gimieron asustados. Roxie se volvió hacia él con una mano a la garganta.

—¿Seguro que son sólo turbulencias? —le preguntó en un susurro.

Hasta ese momento Dougal había estado seguro de que sí, pero estaba empezando a preguntarse si el avión no tendría algún problema. Pensó en las cartas amenazantes que Taylor había recibido. Lo había contratado porque temía que alguien pudiera intentar sabotear uno de sus aviones, y aunque había estado revisando los controles con el piloto antes del vuelo, ninguno de los dos era mecánico. Era posible que el saboteador hubiese trastocado algo en el aparato que ni el piloto ni él habían sido capaces de detectar.

El avión vibró, y ésa vez fueron más los pasajeros que gimieron sobresaltados. Preocupado por su seguridad, Dougal se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó.

—¿Adónde vas? —le preguntó Roxie asustada.

—A hablar con el piloto para preguntarle por estas turbulencias —respondió él con una sonrisa tranquilizadora.

—Oh. Gracias, no sabes cómo te lo agradezco —dijo Roxie, dejando escapar un suspiro de alivio.

Dougal salió al pasillo y se dirigió a la cabina agarrándose a donde podía cada vez que el aparato se sacudía. Cuando llegó a la puerta, llamó con unos golpes en clave que habían acordado, y el copiloto le dejó entrar.

—¿Problemas? —inquirió después de haber cerrado tras de sí.

—Le pasa algo al piloto automático —dijo Nicholas Peters, el piloto, un hombre de pobladas cejas y rostro adusto—. Cada vez que intentamos conectarlo el avión cabecea.

Aquello llenó a Dougal de inquietud al recordar el detallado esquema del avión que había acompañado la carta que le había enseñado Taylor.

—¿Creen que alguien pueda haberlo manipulado para que no funcione? —les preguntó.

—No lo creo —respondió Peters—. Estoy seguro al noventa y nueve por ciento de que no es más que una válvula atascada.

El uno por ciento restante era el que preocupaba a Dougal.

—¿No deberíamos volver?

—No es necesario —le contestó el copiloto, Jim Donovan—. Podemos volar con el sistema manual. Ya hemos contactado con la torre de control para dar parte del problema y nos han dado el visto bueno para que continuemos hasta Londres. Nick y yo tendremos que trabajar un poco más de lo que es habitual en un vuelo transatlántico, pero no es nada con lo que no podamos lidiar.

Tal vez tuvieran razón, pensó Dougal, pero en cuanto llegasen a Inglaterra haría que los mecánicos examinasen el avión para asegurarse de que no se trataba de un intento de sabotaje. Sí, podría ser que estuviese exagerando, pero más valía curarse en salud que tener que arrepentirse después.

—Hemos pensado achacarlo a turbulencias para no alarmar a los pasajeros —dijo Peters—. Estábamos a punto de anunciarlo por el sistema de megafonía cuando ha entrado —Dougal asintió y Peters apretó un botón—. Damas y caballeros, les rogamos que disculpen todo este traqueteo; hemos atravesado una zona de turbulencias, estamos elevando la altitud unos cuantos metros y a partir de ahora no deberíamos tener más contratiempos, así que relájense y disfruten del vuelo.

—Avísenme si me necesitan para cualquier cosa —le dijo Dougal cuando hubo terminado de hablar.

—Lo haremos —respondió Peters, asintiendo con la cabeza.

Dougal salió y volvió su asiento.

—¿Ves?, no era nada —le dijo a Roxie—. Ya puedes relajarte.

—Gracias por ir a preguntar —murmuró ella—. Ya me siento mejor.

Dios, tenía la voz más seductora que había oído jamás: suave, dulce, femenina. «No vayas por ahí otra vez, deja de prestarle atención».

Aquello era más fácil decirlo que hacerlo. Roxie no era la clase de mujer a la que uno podía ignorar.

—No hay de qué —respondió.

—No todo el mundo se habría tomado la molestia de ir a preguntar —dijo ella con una sonrisa.

Dougal ni siquiera estaba escuchándola. Volvía a estar hechizado por su belleza: cejas perfectas de color ébano, como su pelo, pestañas largas y espesas, una nariz fina y recta, unos labios de color de fresa... Era fascinante.

Apretó los puños. ¿Pero en qué estaba pensando? Para empezar, estaba allí por trabajo, y por lo poco que sabía de ella, hasta podía ser quien estuviera detrás del sabotaje. Su aspecto dulce e inocente era irrelevante.

¿Sería también dulce e inocente en la cama?, se preguntó. ¿Y por qué diablos estaba pensando otra vez en el sexo? Además, a él le gustaban las mujeres experimentadas y desinhibidas. No le gustaba tener que hacer de profesor.

«¿Y a quién le importa todo eso? No vas a llevártela a la cama. Si hicieras eso, estarías rompiendo todas las reglas».

Además, era evidente que provenían de mundo completamente distintos. Ella era una chica que seguramente llevaba una vida acomodada y que había crecido entre algodones. Él, en cambio, había visto atentados terroristas que habían devastado pueblos enteros; había visto a mujeres y a niños muriendo de hambre en campos de refugiados; había oído atrocidades en las que no quería ni pensar.

Por eso tenía que controlarse. Aunque tuviese que darse una docena de duchas frías al día hasta que aquel viaje hubiese terminado. Y no sólo por su bien, sino también por el de ella.

3

Las reacciones involuntarias de su cuerpo ante el fastidioso Dougal Lockhart tenían más preocupada a Roxie de lo que estaba dispuesta a admitir. Desde el momento en el que había vuelto de la cabina se sentía como si estuviese en una burbuja protectora, como si nada pudiese hacerle daño mientras lo tuviese a su lado. Era un pensamiento de lo más ridículo, pero no podía evitar sentirse así. Es que Dougal era tan alto y tan fuerte, y parecía tan seguro de sí mismo...

«Vaya una espía que estás hecha. Deja ya de pensar en él. Mantén la cabeza fría o acabarán descubriéndote». No más miraditas a los pantalones de cuero ajustados que llevaba, y nada de fantasear con cómo sería el torso que había debajo de aquella camisa blanca.

Sin embargo, aun cuando estaba diciéndose aquello, le lanzó una mirada de reojo. Dios, tenía un cuerpo perfecto... No le sobraba ni un centímetro de grasa. Y le encantaban sus manos, unas manos grandes con las marcas y cicatrices de un hombre que había trabajado con ellas, dedos largos, uñas bien recortadas y limpias.

También su perfil llamaba la atención. Tenía unas facciones bien definidas: una nariz de puente recto, una mandíbula recia que la barba no lograba ocultar, y unos labios firmes y sensuales.

En ese momento, giró la cabeza y la pilló mirándolo. Sus oscuros ojos castaños, intensos como los de un águila, parecieron atravesarla. Su mirada era orgullosa, sí, pero también se adivinaba en ella compasión y amabilidad.

—¿Cómo es que un hombre como tú aún está soltero? —le preguntó.

Dios, ¿por qué había dicho eso?

Dougal enarcó una ceja y sus labios se arquearon en una sonrisilla.

—¿Perdón?

No, si encima le iba a hacer repetir la pregunta...

—Que como es que un tipo como tú sigue soltero.

La ceja enarcada subió aún más.

—¿Un tipo como yo? —inquirió, divertido.

—Ya sabes: alto, guapo, fuerte. En fin, no eres el típico guía turístico.

—¿No?

—Más bien no.

—¿Y qué profesión habrías dicho si no que tengo?

—Policía, o soldado, o bombero. Una profesión de más riesgo.

—¿Qué tal mercenario?

El tono en que pronunció aquella palabra hizo que a Roxie se le erizara el vello de los brazos.

—¿Eres un mercenario?

Él se puso serio.

—¿Acaso no lo somos todos un poco, de una manera u otra?

Roxie sintió que el pánico le atenazaba los pulmones, dejándola sin aliento. ¿Podría ser que sospechase de ella?

—¿Has estado casado alguna vez? —inquirió, fingiéndose muy tranquila, aun cuando una gota de sudor estaba resbalando entre sus senos.

—No.

—¿Y comprometido?

—Casi. Dos veces.

—¿Qué ocurrió?

Dougal se encogió de hombros.

—La primera vez éramos demasiado jóvenes, recién salidos del instituto. Por suerte recobramos la cordura antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Y la segunda? —inquirió ella.

¿Pero qué estaba haciendo? ¿Por qué no sacaba la novela romántica que llevaba en el bolso y se ponía a leerla y fingía que no existía?

¿Por qué? Porque el ignorarlo sería tan difícil como ignorar el sol en el desierto del Sáhara.

—Digamos simplemente que estaba engañado.

—Oh.

¿Significaría eso que su prometida lo había engañado antes de la boda? ¿Cómo podía ninguna mujer ser infiel a un hombre como aquél?

—¿Y tú? ¿Has estado prometida alguna vez?

—¿Yo? —Roxie sacudió la cabeza—. No, no.

—Lo dices como si fuera algo impensable.

Roxie casi abrió la boca para hablarle de sus padres y de su hermana Stacy, pero se mordió la lengua. Se suponía que era una espía; los espías no hablaban de sí mismos sino que sonsacaban a los demás. Se encogió de hombros.

—¿Lo del matrimonio no va contigo? —sugirió él.

—Algo así.

Dougal se desabrochó el cinturón de seguridad.

—Bueno, me ha encantado charlar contigo, Roxie, pero ahora que ya estamos en el aire y que parece que las turbulencias han pasado, tengo que ir a atender también a los demás pasajeros. Tú estás de vacaciones pero yo estoy trabajando.

—Oh, sí, claro, cómo no —balbució ella.

«Al final has logrado incomodarlo».

Dougal se levantó y se alejó por el pasillo. Al cabo de un rato Roxie oyó unas risitas femeninas, y se preguntó con quién estaría hablando. «No lo hagas, no vuelvas la cabeza», se dijo, pero no pudo contenerse y giró la cabeza para espiar por el hueco entre su asiento y el de él.

Dougal estaba inclinado charlando con dos chicas muy guapas unas cuantas filas más atrás. Estaba hablándoles imitando la lengua de la época de Shakespeare, y debería haber sonado ridículo, pero esa voz de barítono tan sexy hacía que Roxie sintiera deseos de haber nacido en la Inglaterra del siglo XVI.

Una de las chicas llevaba una blusa bastante escotada, y estaba haciendo todo lo posible por atraer la atención de Dougal. La otra estaba mirándole la bragueta y sólo le faltaba ponerse a babear. No eran muy sutiles. Estaban dejando perfectamente claro qué era lo que buscaban.

Roxie apretó los dientes. No podía creerse que estuviera celosa. No, no lo estaba. Tan sólo avergonzada del modo en que aquellas chicas estaban insinuándosele. Aunque la verdad era que le daba rabia que pareciera que se estaba divirtiendo más hablando con aquellas dos descaradas que con ella. Estaba... estaba... De acuerdo sí, estaba celosa.

Tenía que ser por el influjo de Aerolíneas Eros, se dijo. El cómodo asiento, las bebidas alcohólicas gratuitas que estaban distribuyendo las azafatas, esos provocativos disfraces que la compañía le ponía a sus guías... Si hasta en el folleto ponía:

«Eros, donde sus fantasías se hacen realidad».

El problema era que sus fantasías se habían apoderado de ella; Eros había obrado un poderoso embrujo sobre ella. «Toma nota de todo esto; será información útil para tu jefe». Tomó su bolso para sacar una libreta y un bolígrafo, pero se detuvo. ¿Y si Dougal volvía y la pillaba tomando notas? Volvió a mirar por encima de su hombro. Estaba un poco más lejos, y a juzgar por las risitas tontas que se oían y por las cabezas que se giraban hacia él, había dejado encandiladas a unas cuantas mujeres más. Roxie puso los ojos en blanco.