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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Lucy Gordon

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Idilio en Venecia, n.º 1804 - agosto 2015

Título original: The Venetian Playboy’s Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6866-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Guido Calvani avanzó por el pasillo del hospital tratando de no pensar en su tío, que se hallaba gravemente enfermo tras la puerta de la habitación que acababa de abandonar.

La ventana de uno de los extremos del pasillo daba al centro de Venecia, con sus tejados rojos, sus canales y sus pequeños puentes. Al otro extremo estaba el Gran Canal. Guido se detuvo a contemplar el brillo del agua, que avanzaba por el centro de la ciudad y pasaba por el Palacio Calvani, hogar de los condes Calvani desde hacía siglos. Aquella misma noche podía convertirse en heredero del título, y la mera idea le horrorizaba.

El volátil temperamento de Guido no se deprimía con facilidad. Normalmente enfocaba la vida con un optimismo que afectaba a su aspecto. Sus ojos azules parecían haber nacido con el brillo incluido, y su expresión más natural parecía ser la sonrisa. Con treinta y dos años, rico, atractivo, libre, carecía de preocupaciones… excepto la que ocupaba en aquellos momentos su mente.

Guido también era un hombre afectuoso. Quería a su tío. Pero también amaba su libertad, y existía la posibilidad de que en unas horas perdiera ambas cosas.

Se volvió con rapidez mientras dos hombres jóvenes llegaban al pasillo por las escaleras.

–¡Gracias a Dios! –exclamó Guido a la vez que abrazaba a su hermanastro Leo, quien le devolvió el abrazo. A su primo Marco se limitó a palmearle el hombro. Incluso el abierto y expresivo Guido debía respetar la actitud de orgullosa reserva de Marco.

–¿Cómo está el tío Francesco? –preguntó Marco, tenso.

–Me temo que muy mal. Os llamé anoche porque empezó a tener dolores en el pecho, pero se negó a que lo viera el médico. Esta mañana ha sufrido un colapso y he pedido una ambulancia. Aún le están haciendo pruebas.

–No puede ser un infarto –dijo Leo–. Nunca ha sufrido uno, y la vida que ha llevado…

–Ha sido lo suficiente como para que cualquier hombre normal sufriera doce ataques –concluyó Marco–. Mujeres, vino, coches veloces…

–¡Mujeres! –dijo Guido.

–Tres lanchas rápidas destrozadas –dijo Leo.

–¡Juego!

–¡Mujeres!

–¡Esquí!

–¡Montañismo!

–¡Mujeres! –dijeron los tres al unísono.

El sonido de unos pasos en la escalera los redujo al silencio mientras Lizabetta, el ama de llaves del conde, aparecía entre ellos como un fantasma. Era una mujer mayor, delgada, de rostro enjuto, y la recibieron con más respeto del que mostraban nunca a su tío. Aquella adusta criatura era el auténtico poder en el palacio Calvani.

Los saludó con un breve gesto de la cabeza que logró combinar el respeto por su condición aristocrática con el desprecio por el sexo masculino, se sentó y sacó sus agujas de hacer punto.

–Me temo que aún no hay noticias –dijo Guido con delicadeza.

Alzó la mirada cuando se abrió la puerta de la habitación y salió el médico, un hombre mayor que era amigo del conde hacía años. Su seria expresión solo podía significar una cosa, y el corazón de Guido se encogió.

–Sacad a ese viejo estúpido de aquí cuanto antes y no me hagáis perder más el tiempo –dijo el médico.

–Pero… su infarto…

–Nada de infarto. ¡Indigestión! No debería permitirle comer langostinos a la mantequilla, Liza.

Liza lanzó al médico una torva mirada.

–No hace ni caso de lo que le digo.

–¿Podemos verlo ahora? –preguntó Guido.

Un rugido procedente del interior de la habitación fue la respuesta. En su juventud, el conde Francesco era conocido como El León de Venecia, y pocas cosas habían cambiado ahora que tenía más de setenta años.

Los tres jóvenes entraron en la habitación y miraron a su tío con expresión irónica. Estaba sentado en la cama, con el rostro enmarcado por su pelo blanco.

–Os he dado un buen susto, ¿verdad? –vociferó.

–Lo suficiente como para haberme hecho venir desde Roma y a Leo de La Toscana –dijo Marco–. Y todo porque te has estado atiborrando.

–No hables así al jefe de la familia –protestó Francesco–. Y echa la culpa a Liza. Su cocina es irresistible.

–¿Y eso significa que tienes que comer sus platos como un joven hambriento? –continuó Marco, que no parecía intimidado en lo más mínimo por el jefe de la familia–. ¿Cuándo vas a comportarte según la edad que tienes?

–¡No he llegado a los setenta y dos a base de comportarme según mi edad! –replicó Francesco a la vez que señalaba a Marco–. Cuando tú tengas setenta y dos años serás un palo seco sin corazón.

Marco se encogió de hombros.

Francesco señaló a Leo.

–Cuando tú tengas setenta y dos años serás un campesino aún más paleto que ahora.

–Eso estaría bien –dijo Leo, sin mostrarse en lo más mínimo afectado por el comentario.

–¿Y qué seré yo cuando cumpla los setenta y dos? –preguntó Guido.

–No llegarás. Algún marido ofendido te habrá pegado un tiro para entonces.

Guido sonrió.

–Tú debes saberlo todo sobre maridos ofendidos, tío. He oído que hace solo…

–Largaos de aquí todos. Liza se ocupará de llevarme a casa.

En cuanto salieron del hospital, los tres hombres se apoyaron contra su pared color ocre y respiraron aliviados.

–Necesito una bebida –dijo Guido a la vez que se encaminaba a un bar cercano. Los otros lo siguieron y ocuparon una mesa al sol.

Ya que Guido vivía en Venecia, Leo en La Toscana y Marco en Roma, se veían muy de vez en cuando, y pasaron los siguientes minutos contándose los últimos acontecimientos de sus vidas. La que menos se había visto alterada había sido la de Leo. Como decía su tío, era un campesino, delgado, fibroso, con el rostro cándido y los ojos claros. No era un hombre sutil. La vida lo alcanzaba directamente a través de sus sentidos, y solo leía libros cuando resultaba necesario.

Marco era el mismo de siempre, pero más aún; un poco más tenso, un poco más centrado, un poco más distante de los humanos normales. Existía en el enrarecido mundo de las altas finanzas, y a sus primos les parecía que era feliz en él. Vivía a todo lujo, comprando solo lo mejor, cosa que se podía permitir. Y no lo hacía solo porque le produjera placer, sino porque jamás se le habría ocurrido hacer otra cosa.

Guido, con su voluble naturaleza, había nacido para llevar una doble vida. Oficialmente residía en el palacio, pero también tenía un discreto apartamento de soltero en el que podía entrar y salir a su antojo. Poseía un carácter tozudo que escondía tras una gran capacidad para reír y una gran ternura. Su pelo, negro y un poco largo, hacía que pareciera más joven de los treinta y dos años que tenía.

–No puedo soportarlo más –dijo Guido cuando iban por la segunda cerveza–. Ser llevado hasta el límite para luego ser repentinamente liberado va a acabar conmigo. ¿Y liberado hasta cuándo?

–¿Se puede saber de qué estás despotricando? –preguntó Marco.

Leo sonrió.

–Ignóralo. Es lógico que un hombre que acaba de ser indultado se sienta aturdido.

–¡Encima ríete de mí! –dijo Guido–. Por lógica deberías ser tú quien estuviera metido en este lío, no yo.

Leo era su hermano mayor pero, por una jugarreta del destino, Guido era el heredero. Bertrando, su padre, se casó con una viuda cuyo último marido resultó estar vivo. Para entonces ella había muerto en el parto de Leo, de manera que, legalmente, este era un hijo ilegítimo. Dos años después, Bertrando volvió a casarse con una mujer que dio a luz a Guido.

Nadie se preocupó por el asunto entonces. Se trataba de un tecnicismo jurídico que desaparecería en cuanto el conde Francesco se casara y tuviera un hijo. Pero los años fueron pasando sin que Francesco se casara, y el problema se fue haciendo cada vez más obvio. Aunque Guido era el hijo más pequeño, legalmente era el heredero del título.

Él odiaba aquella perspectiva. Era una trampa que aguardaba en el horizonte para encarcelar su espíritu libre. Rogaba para que algún milagro hiciera que Leo recuperara sus derechos, pero este tampoco los quería. Lo único que le interesaba eran sus tierras, sus viñas, su trigo, sus olivos y su ganado. El título le importaba tanto como a Guido.

El único desacuerdo que hubo entre ellos surgió cuando Guido trató de convencer a su hermano para tomar medidas legales de manera que recuperara su puesto de heredero legítimo. Leo respondió que si pensaba que iba a atarse a la serie de obligaciones que implicaba el título, era aún más cretino de lo que parecía. Guido respondió con el mismo acaloramiento y Marco tuvo que intervenir para que no hubiera una pelea. Como hijo de Silvio, hermano pequeño de Francesco y Bertrando, tenía muy pocas posibilidades de obtener el título, de manera que podía permitirse asistir a las disputas de los otros dos con desapego y diversión.

–Algún día tendrá que suceder –dijo con expresión maliciosa–. El conde Guido, padre de diez hijos, un hombre distinguido, grueso, de mediana edad, con una esposa a juego.

–No tiene ninguna gracia –murmuró Guido, ceñudo–. No tiene la más mínima gracia.

 

La casa de Roscoe Harrison en Londres no era ningún palacio, pero había tanto dinero invertido en ella como en la residencia de los Calvani. La diferencia radicaba en que Harrison carecía de gusto. Creía en la ostentación, en el crudo poder del dinero, y se notaba.

–Solo compro lo mejor –estaba diciendo a la mujer rubia que se hallaba sentada en su despacho–. Por eso la estoy comprando a usted.

–No me está comprando, señor Harrison –dijo Dulcie con calma–. Está contratando mis servicios como detective privado. Hay una gran diferencia.

–Con sus servicios me basta. Eche un vistazo a esa foto.

Harrison deslizó una foto hacia ella por la superficie del escritorio. En ella se veía a su hija, Jenny Harrison, con su pelo oscuro y suelto iluminado por el sol mientras escuchaba con fervor a un joven gondolero que tocaba la mandolina mientras otro, con el pelo rizado y cara de niño, contemplaba la escena.

–Ese es el tipo que cree que se va a casar con Jenny por su fortuna –dijo Roscoe en tono cortante a la vez que señalaba al joven de la mandolina–. Le ha dicho que en realidad no es un gondolero, sino el heredero de un tal conde Calvani, pero estoy convencido de que eso no es cierto. No soy un hombre irrazonable. Si de verdad fuera un noble, las cosas serían distintas. Su título, mi dinero. Suficientemente justo. ¿Pero un tipo conduciendo una góndola? Ni hablar. Quiero que vaya a Venecia y averigüe qué está pasando. Luego, cuando haya demostrado que no es un aristócrata…

–Puede que lo sea –murmuró Dulcie.

–Su trabajo consiste en demostrar que no lo es.

–Si lo es, no podré demostrar que no lo es.

–Claro que sí, porque usted también es una aristócrata, ¿no, lady Dulcie Maddox?

–En mi vida privada, sí. Pero cuando estoy trabajando solo soy Dulcie Maddox.

Dulcie supuso que a Harrison no le habría hecho mucha gracia aquello. Estaba impresionado por su título, y que ella le diera tan poca importancia no le había gustado.

La noche anterior la había invitado a cenar para que conociera a su hija Jenny. Dulcie se había quedado encantada con la frescura y la ingenuidad de la joven. Era fácil creer que necesitara ser protegida de un caza fortunas.

–Quiero que trabaje para mí porque es la mejor –insistió Harrison–. Usted es noble, se comporta como tal y tiene aspecto de serlo, aunque sus ropas sean…

–Baratas –concluyó Dulcie por él. Los vaqueros y la cazadora que vestía eran lo más barato que había encontrado en el puesto del mercadillo. Afortunadamente, era alta y poseía la clase de figura esbelta que hacía resaltar lo mejor de cualquier prenda que se pusiera, y su melena rubia y sus ojos verdes atraían la admiración allá donde fuera.

–Económicas –corrigió Roscoe, en un vano intento por demostrar cierto tacto–. Pero en usted resultan elegantes. Los aristócratas son siempre tan altos y delgados… Probablemente porque siempre comieron bien mientras los campesinos tenían que conformarse con comidas a base de féculas.

–En mi caso se debe a no haber tenido suficiente para comer debido a que todo el dinero de la familia se invirtió en los caballos –dijo Dulcie–. Por eso trabajo como detective. Soy pobre como un ratón de iglesia.

–En ese caso necesitará renovar su vestuario para resultar convincente. Tengo una cuenta abierta en Feltham para Jenny. Llamaré para que carguen en ella lo que se compre. Cuando llegue al hotel Vittorio tiene que estar totalmente metida en su papel.

–¿El Vittorio? –Dulcie miró rápidamente por la ventana para que Harrison no se diera cuenta de que aquel hotel tenía un significado especial para ella. Hacía solo unas semanas que había planeado pasar su luna de miel allí con un hombre que le había jurado amor eterno.

Pero eso había sido entonces, y lo que debía hacer en aquellos momentos era centrarse en el presente. El amor había desaparecido de una manera brutalmente repentina. Habría dado cualquier cosa por evitar el Vittorio, pero ya no había nada que hacer al respecto.

–Es el hotel más caro de Venecia –dijo Roscoe–. De manera que cómprese la ropa y salga para allí cuanto antes. Tome un billete en primera clase. Nada de viajes económicos, porque el tipo podría investigarla.

–¿Cree que él también contratará a un detective privado?

–No lo sé, pero algunas personas son lo suficientemente taimadas como para hacer cualquier cosa.

Dulcie mantuvo un diplomático silencio.

–Aquí tiene un cheque para los gastos. Encuentre al gondolero y hágale creer que está forrada. Cuando lo tenga atrapado, avíseme. Enviaré a Jenny a Venecia y ella podrá ver por sí misma la clase de hombre que es. El mundo está lleno de miserables a la caza de niñas ricas.

–Sí –murmuró Dulcie con sentimiento–. Así es.

 

La noche que el conde Francesco regresó al palacio se cenó formalmente. Los cuatro hombres se sentaron en torno a una gran mesa mientras una camarera servía plato tras plato bajo la atenta mirada de Liza. Para el conde aquello era normal, y Marco se sentía cómodo en aquel ambiente, pero los otros dos lo encontraban sofocante, y se alegraron cuando la cena terminó.

Cuando se disponían a escapar, el conde hizo una seña a Guido para que se reuniera con él en su estudio.

–Estaremos en el bar Luigi’s –dijo Marco desde la puerta.

–¿No podemos dejar esto para otro momento? –preguntó Guido, con la esperanza de que su tío lo liberara.

–No –gruñó Francesco–. Tenemos que hablar. No me voy a molestar en preguntarte si las cosas que he oído sobre ti son ciertas.

–Probablemente lo sean –asintió Guido con una sonrisa.

–Pues ya es hora de que paren. Después de todas las molestias que me he tomado para que conozcas a todas las mujeres de la alta sociedad…

–Las mujeres de la alta sociedad me ponen nervioso. ¡Solo van tras una cosa!

–¿Qué cosa?

–Mi futuro título. La mitad de ellas solo se fija en eso.

–Si te refieres a que están dispuestas a pasar por alto tu vergonzoso estilo de vida por respeto a tu dignidad…

–Olvídate de la dignidad. Además, puede que no quiera una mujer dispuesta a pasar por alto mi «vergonzoso» estilo de vida. Sería más divertido que estuviera dispuesta a compartirlo.

–¡Nadie ha dicho que el matrimonio sea algo divertido! –bramó Francesco–. Ya es hora de que empieces a actuar como un hombre distinguido en lugar de pasar el tiempo con la familia Lucci, haciendo el tonto con las góndolas…

–Me gusta manejar una góndola.

–Los Lucci son unos buenos trabajadores, pero su vida y la tuya siguen sendas diferentes.

La expresión de Guido se endureció al instante.

–Los Lucci son mis amigos, y te agradecería que no lo olvidaras.

–Puedes ser amigo suyo… pero no puedes vivir la vida de Fede. Tienes que buscar tu propio camino. Tal vez no debería haber permitido que los vieras tanto.

–Ni he pedido tu permiso para relacionarme con ellos, ni nunca te lo pediré, tío –dijo Guido–. Siento un gran respeto por ti, pero no voy a permitir que dirijas mi vida.

Cuando Guido hablaba en aquel tono, la faceta encantadora de su personalidad se esfumaba por completo y su mirada adquiría una expresión ante la que incluso el conde se volvía cauteloso. Al verla en aquella ocasión, se quedó en silencio. Guido se arrepintió de inmediato.

–No hay ningún mal en ello –añadió con más suavidad–. Simplemente me gusta remar. Así me mantengo en forma después de los excesos.

–Si solo fuera remar –murmuró Francesco–. Pero he oído que incluso cantas O Sole Mio para los turistas.

–Es lo que esperan. Sobre todo los británicos. Tiene algo que ver con los helados de cucurucho.

–Y posas con ellos para hacerte fotos –el conde tomó de su escritorio una foto en la que aparecía Guido vestido de gondolero cantando a una bonita morena mientras otro gondolero de pelo rizado con cara de niño permanecía sentado tras ellos.

–Mi sobrino –gruñó Francesco–, el futuro Conde Calvani, posando con un sombrero de paja.

–Es vergonzoso –asintió Guido–. Soy una desgracia para el apellido de la familia. Tendrás que casarte enseguida, tener un hijo y desheredarme. Corren rumores de que sigues tan vigoroso como siempre, de manera que…

–Si sabes lo que te conviene, será mejor que salgas de aquí cuanto antes.

Guido hizo caso a su tío y salió de la casa a toda prisa. Cuando llegó al Gran Canal vio un grupo de siete góndolas navegando una junto a otra. Era una «serenata», un espectáculo para satisfacer a los turistas. De pie en la góndola central, el joven con cara de niño que aparecía en la foto entonaba una antigua canción italiana. Cuando terminó, los turistas aplaudieron y las góndolas se dispersaron en dirección a sus atracaderos.

Guido esperó a que su amigo Federico Lucci ayudara a desembarcar a sus pasajeros antes de dirigirse a él.

–¡Eh, Fede! Si la señorita inglesa supiera que puedes cantar así te seguiría hasta el fin de la tierra. ¿Qué sucede? –preguntó al ver que su amigo gruñía–. ¿Acaso ya no te quiere?

–Jenny me quiere –dijo Fede–, pero su padre está dispuesto a matarme antes de permitir que me case con ella. Cree que solo voy tras su dinero, pero no es verdad. La quiero. ¿No te pareció maravillosa cuando la conociste?

–Desde luego –dijo Guido diplomáticamente, sin añadir que Jenny le parecía una bonita muñeca a la que le faltaba carácter–. Ya sabes que te ayudaré en todo lo que pueda.

–Ya me has ayudado mucho permitiendo que nos viéramos en tu apartamento y sustituyéndome en la góndola…

–No tiene importancia. Lo pasé bien. Avísame cuando quieras que vuelva a hacerlo.

–Mi Jenny ha vuelto a Inglaterra. Dice que tratará de razonar con su padre, pero me temo que nunca volverá.

–Si es amor verdadero, volverá –insistió Guido.

Fede rio y le palmeó la espalda.

–¿Y qué sabes tú sobre el verdadero amor? Cada vez que se menciona la palabra matrimonio sales corriendo a esconderte.

Guido se llevó un dedo a los labios.

–¡Shhh! Mi tío tiene oídos en todas partes. Y ahora, vamos al Luigi’s con Leo y Marco para poder emborracharnos en paz.

 

Dos días después Dulcie aterrizaba en el aeropuerto Marco Polo.

Estaban a principios de junio y el sol brillaba alto en el cielo mientras el barquero iniciaba el viaje a través del lago. Rodeaba de tanta belleza, Dulcie olvidó por unos momentos su tristeza.

A su derecha se veía el paso elevado que unía Venecia con tierra firme. Un tren lo cruzaba en aquellos momentos. El otro extremo del lago se perdía en el horizonte.

–Ahí está, signorina –dijo el barquero, con el orgullo que todos los venecianos sentían por su ciudad.

Lo primero que vio Dulcie fueron las cúpulas doradas brillando al sol. La ciudad en sí, delicada y perfecta, apareció gradualmente ante su vista y la dejó sin aliento con su belleza. Permaneció muy quieta, sin querer perderse nada, mientras el motor del barco reducía el ritmo de sus revoluciones.

–Hay que entrar en Venecia con cuidado para no provocar olas grandes –explicó el gondolero–. Este es el canal Cannaregio, que nos llevará al Gran Canal y al Vittorio.

vaporettos

Durante una hora el vaporetto se deslizó por el canal haciendo paradas a un lado y a otro, mientras Dulcie buscaba a su alrededor sin éxito. Cuando terminó el trayecto de ida se quedó en la embarcación para hacer el de vuelta. Estaba a punto de llegar al punto de partida cuando lo vio.

Fue solo un breve destello, pero allí estaba la góndola, deslizándose entre dos edificios con el gondolero que buscaba.

Bajó rápidamente del vaporetto, que, afortunadamente, acababa de hacer una parada. Cuando volvió a mirar, la góndola había desaparecido.

Corrió hacia un pequeño puente que cruzaba el canal en que la había visto y miró frenéticamente a un lado y a otro. Una góndola se acercaba hacia allí, pero, ¿sería la misma? El rostro del gondolero estaba oculto por un sombrero de paja. Dulcie lo observó atentamente mientras se acercaba.

–Levanta la cabeza –murmuró–. ¡Mira hacia arriba!

La góndola casi había alcanzado el puente, y en cuanto pasara por debajo ya sería demasiado tarde. Desesperada, se quitó uno de los zapatos y lo dejó caer con disimulo por el lado del puente. Golpeó el sombrero del gondolero y luego cayó a sus pies.

Entonces miró hacia arriba y allí estaba el rostro que Dulcie había ido a buscar a Venecia. Unos ojos asombrosamente azules en un sonriente rostro ejercieron un efecto casi hipnótico en ella, que no pudo evitar devolverle la sonrisa.

Buon giorno, bella signorina –dijo Guido Calvani.