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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Barbara Wallace

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El valor de amar, n.º 2566 - mayo 2015

Título original: The Courage To Say Yes

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6324-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

–EH, ¿ADÓNDE te crees que vas?

Abby sintió que unos gruesos dedos le agarraban la muñeca. Se quedó completamente inmóvil.

–Suéltame, Warren.

Su exnovio negó con la cabeza.

–Aún no he terminado de hablar contigo.

Tal vez no, pero Abby sí había terminado de escucharle.

–No hay nada más de qué hablar.

Al menos, nada que ella no hubiera escuchado ya antes docenas de veces. Trató de zafarse de él, pero Warren la tenía bien agarrada.

–¿Desde cuándo me dices lo que tengo que hacer?

Los dedos se le hundían en la muñeca. Le iba a dejar marcas, maldita sea.

–Warren, por favor –susurró ella, como tenía por costumbre–. Los clientes…

–Al diablo con los clientes.

Un par de cabezas se giraron para mirarlos. Abby no se atrevió a comprobar si Guy, su jefe, también lo había oído.

–Todo esto es culpa tuya, ¿lo sabes? –le espetó Warren–. Yo no habría venido a este… restaurante –añadió con desprecio–, si no te estuvieras comportando de un modo tan infantil.

Como si sus riñas y enojos fueran el colmo de la madurez. Abby prefirió guardar silencio. Resultaba difícil creer que ella hubiera considerado en el pasado a aquel hombre como la respuesta a todos los problemas que tenía en su vida. Desgraciadamente, él era su problema en aquellos momentos. Casi cien kilos de ira incontenible. ¿Por qué no la dejaba marchar? Habían pasado ya seis semanas. «En lo que se refiere a nosotros, yo tomo las decisiones, nena. No tú». Eso era lo que él siempre le había dicho.

¿Cómo diablos iba a soltarse en aquella ocasión?

–Abby…

El sonido de su nombre le aceleró un poco más el pulso. Había conocido inmediatamente a quien lo había pronunciado. El fotógrafo. Llevaba una docena de días sirviéndole. Él siempre se sentaba a una mesa del rincón y leía su periódico con su cámara sobre la silla de al lado. Tranquilo. No daba problemas, pero sí buenas propinas. Creía que se llamaba Hunter o algo parecido. Fuera su nombre cual fuera, se dirigía en aquellos momentos hacia ellos, sorteando las mesas con elegante precisión. A Warren no le iba a gustar la interrupción.

–¿Quiere algo? –le preguntó Warren antes de que ella pudiera hacerlo.

–Me vendría bien un poco más de café –dijo Hunter, dirigiéndose hacia ella como si el hombre que la acompañaba no hubiera hablado–. Es decir, si puede dejar un momento su conversación.

–Umm…

Ella miró a Warren para ver cómo reaccionaba. Después de seis años, Abby se había convertido en una experta a la hora de interpretar sus expresiones faciales. El delator oscurecimiento de los ojos no presagiaba nada bueno. Por otro lado, sabía que él prefería la discreción y que tenía cuidado de realizar siempre sus amenazas en privado.

–Ya has oído a este señor. Quiere un poco más de café –replicó Warren–. No creo que quieras tener esperando a tus clientes.

Entonces, se inclinó hacia ella y le dio un beso en la mejilla como para marcar el territorio no solo a los ojos de Abby, sino también a los de Hunter. Ella tuvo que contenerse para no limpiarse la cara.

–Hasta luego, nena.

Aquella despedida le provocó náuseas.

–Qué tipo tan agradable –dijo Hunter a sus espaldas.

–Sí, agradabilísimo –observó ella.

Se frotó la dolorida muñeca. ¿Qué le había hecho pensar que podría alejarse de Warren sin que él tratara de localizarla? Solo porque él le dijera repetidamente que no era más que una inútil no significaba que estuviera dispuesto a desprenderse de ella. Por lo que se refería a Warren, Abby le pertenecía. Se había marchado, pero no para siempre. Regresaría más tarde aquel mismo día. Al día siguiente. Tal vez una semana después. Le suplicaría, le gritaría y trataría de llevársela de nuevo a casa.

¿Y si ella no estaba en un lugar público cuando él regresara o si Warren decidía hacer algo más que suplicar y gritar? Se oían todo tipo de historias en las noticias…

Sintió que le entraban ganas de vomitar. Se agarró a la silla que tenía delante.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó Hunter.

–Sí… –susurró. Por millonésima vez desde hacía seis semanas, dejó sus nervios a un lado. Preocuparse solo significaba que Warren seguía controlándola–. Estoy bien –afirmó más segura de sí misma–. Voy a por su café.

–No se preocupe. Estoy bien.

–Pero usted dijo…

Se detuvo al comprender lo que él había hecho. Los había interrumpido a propósito.

–No se preocupe.

Con eso, Hunter se dio la vuelta y regresó a su mesa de siempre.

Abby no supo qué decir. Debería estar agradecida. Después de todo, aquel hombre la había librado de lo que podría haber sido una situación muy complicada. Durante todos los años que había pasado con Warren, nadie había dado nunca un paso al frente para ayudarla. Además, ella no le había pedido que la ayudara. Aquel hombre simplemente había dado por sentado que lo necesitaba, como si fuera una víctima indefensa.

¿Acaso no lo era?

No. Ya no. A pesar de lo que la situación pudiera parecer.

Sin embargo, se imaginaba perfectamente lo que alguien como aquel fotógrafo podría pensar. Aún le temblaban las manos por los nervios. Se revolvió el cabello y miró hacia la mesa del rincón. Hunter estaba allí sentado, tomándose el primer café que ella le había servido. Llevaba una chaqueta de sport y unas gafas de aviador encima de la cabeza, que se sujetaban con su espeso cabello castaño. Tenía la imagen típica del fotógrafo. Si alguien estuviera haciendo un casting para una película, claro está. En realidad, su atuendo entero de vaqueros muy usados y desgastada camisa de cuello mao le daría un aspecto ridículo a cualquiera que no tuviera el aspecto de una estrella de cine.

No era el caso de Hunter. Tenía la apostura suficiente para rivalizar con cualquier actor. Mientras que Warren era blando y regordete, Hunter tenía un físico duro, con un cuerpo anguloso y bien definido. No era de extrañar que Warren hubiera dado un paso atrás. Aunque su ex era un maltratador, no era ningún idiota. Sabía perfectamente que estaba en desventaja.

–¡Abby, los pedidos! –exclamó Guy sacando la cabeza por el mostrador y tocando la campana–. Ponte en movimiento. Si quieres estarte parada, vete a buscarte cualquier esquina.

Como si aquel trabajo fuera mucho mejor. Se acercó al mostrador para recoger los dos platos de huevos revueltos con beicon que Guy le había puesto sobre la encimera.

–¿Y las patatas fritas?

Guy le puso delante un plato de patatas fritas.

–La próxima vez escríbelo en la comanda. Y también dile a tu novio que, si quiere venir de visita, se tome algo como todo el mundo. No te pago para que estés ahí de pie hablando con él.

–Él ya no es… No importa…

Abby agarró los platos e hizo un gesto de dolor al colocarse el de patatas fritas sobre la magullada muñeca.

–No le hagas caso –le dijo Ellen, una de sus compañeras, cuando Abby pasaba a su lado–. Parece que esta mañana se ha levantado con el pie izquierdo.

–Para variar –replicó Abby mientras iba a servir a sus clientes antes de que Guy volviera a echarle la bronca.

A pesar de lo que su jefe pudiera ser, era el único que había estado dispuesto a contratar a una camarera sin experiencia. La vida con Warren no le había dado tiempo para tener experiencia en nada, a menos que se tuviera en cuenta lo de andar con pies de plomo y lo de interpretar cuándo una persona estaba de mal humor. Aquel trabajo era lo único que la separaba de la indigencia más absoluta. Sin él, podría ser que tuviera que terminar ocupando una esquina.

Cuando estaba rellenando las tazas de café de los clientes, sintió que el pelo se le erizaba en la nuca. Alguien la estaba observando. Automáticamente, giró la cabeza para mirar hacia la puerta, pero vio que esta se encontraba vacía.

No le gustaba sentirse estudiada. En su experiencia, ese escrutinio conducía a una de tres cosas: corrección, castigo o bronca. Frunció el ceño y miró a su alrededor hasta que sus ojos se fijaron en la mesa del rincón, donde Hunter seguía sentado. Sin temor a equivocarse, podía decir que la atención de Hunter se centraba por completo en ella.

Por primera vez, se fijó en sus ojos. Su color era una extraña mezcla de azul y gris. Bajo la potente luz de los fluorescentes, parecían casi acero. Jamás había visto unos ojos de ese color ni la habían mirado nunca con tal… «Aprobación» no era la palabra exacta, pero ciertamente tampoco era la desaprobación a la que estaba acostumbrada. No sabía cómo definirlo. Fuera lo que fuera, le provocaba una extraña sensación en la boca del estómago.

Por fin, al darse cuenta de que contaba con la atención de Abby, Hunter asintió y levantó su cuenta.

Abby se sonrojó. Por supuesto. ¿Por qué otra razón podría estar mirándola de ese modo? Tan solo quería pagar. La visita de Warren la había puesto un poco nerviosa. Después de todo, ella no era la clase de mujer que, incluso en el día que iba más arreglada, hiciera que se volvieran las cabezas y mucho menos en un día de trabajo. Tenía el rostro arrebolado y sudoroso y su cabello… Hacía horas que no se lo arreglaba.

Se acercó a la mesa con la intención de agarrar la tarjeta de crédito y marcharse para evitar así cualquier tipo de conversación incómoda. Considerando la intervención que él había tenido anteriormente, dudaba que cualquier conversación entre ellos pudiera ser de otro tipo.

Desgraciadamente, cuando ella fue a agarrar la tarjeta, Hunter se negó a soltarla.

–¿Algún problema? –le preguntó ella.

–Dígamelo usted a mí –respondió él mirándole la muñeca, en la que se adivinaban ya unas marcas azuladas.

Abby había esperado que no le quedaran marcas. Soltó la tarjeta y se bajó la manga.

–No sé de qué está hablando.

–¿Se parecen los knish a los huevos poco hechos?

–¿Cómo dice?

–La cuenta dice que yo he pedido knish de arándanos y tostadas de centeno.

–Lo siento. Le he dado la cuenta de otra mesa por error.

–Otra vez.

–Otra vez –repitió Abby. Era cierto. Había cometido el mismo error con él el día anterior. Se preguntó si lo habría cometido también con otras mesas. Guy la mataría.

–Ocurre cuando se está distraída.

–O muy ocupada –replicó ella. Se sacó la libreta del bolsillo y pasó las páginas–. Aquí está la suya –dijo arrancando una de las hojas del cuaderno–. Huevos con la yema blanda, beicon y tostada de trigo. Lo mismo que todos los días. ¿Quiere que le cobre?

Cuanto antes le cobrara, antes se marcharía. Tal vez entonces, podría fingir que nada de lo ocurrido aquella mañana había pasado en realidad.

–Por favor.

Hunter notó que ella agarraba la tarjeta con la mano derecha, mientras que mantenía oculta la izquierda. ¿Con cuánta fuerza había que agarrarle a alguien la muñeca para dejarle una marca? Un hombre tenía que estar muy enfadado para agarrar a una mujer así.

Se tomó el último sorbo de café, a pesar de que ya estaba frío, y observó cómo Abby pasaba la tarjeta mientras se cuidaba mucho de no dejar al descubierto la muñeca izquierda.

Desde el momento en el que aquel hombre entró en el restaurante, Hunter supo que era un idiota de primera clase. Sin embargo, se sorprendió mucho al ver que se acercaba a Abby. Su camarera estaba en el lado opuesto en lo que se refería al tema de la idiotez. Desde su regreso, Hunter había ido a desayunar a Guy’s para tratar de descubrir qué era lo que le hacía sentarse a la misma mesa todos los días. Ciertamente, no se trataba del servicio, dado que Abby se equivocaba con su pedido con bastante regularidad.

¿Su aspecto? Estaba demasiado delgada y su figura resultaba demasiado angulosa, por lo que no era lo que se podría considerar una mujer guapa. Sin embargo, llamaba su atención. Se hacía un recogido que parecía tener vida propia en lo alto de la cabeza con su cabello castaño. A medida que pasaba el día, se le iban soltando mechones que se movían en todas las direcciones. El color le recordaba a las playas de Sicilia, de arena cálida y dorada. Por suerte, Hunter no era demasiado estricto con las normas higiénicas. Sería una pena cubrir un color tan maravilloso con una horrible redecilla.

También tenía unos ojos fascinantes. Enormes y castaños, tan grandes como platos.

Se oyó la campanilla de la puerta principal y Hunter notó que ella se tensaba y miraba con nerviosismo hacia la puerta. ¿Le preocupaba que el idiota pudiera regresar? ¿O acaso que no regresara? Podría ser que a la camarera del hermoso cabello castaño le gustara que la maltrataran de aquel modo. Desgraciadamente, ya nada le sorprendía.

Bueno, casi nada. Aquella mañana se había sorprendido a sí mismo. ¿Desde cuándo se metía él en los asuntos de otras personas?

Una suave tos lo sacó de sus pensamientos. Levantó la mirada y vio a Abby de pie a su lado, con una cafetera en la mano. La mano derecha.

–¿Le duele la muñeca? –le preguntó sin poder contenerse.

–No –respondió ella a la defensiva–. ¿Por qué me iba a doler?

–Por nada.

Si ella no quería darle detalles, Hunter no los iba a buscar. En cualquier caso, no era asunto suyo.

–¿Me da un bolígrafo para poder firmar el recibo?

Ella se sonrojó ligeramente y le entregó el que llevaba en el bolsillo. Hunter firmó y comenzó a recoger sus pertenencias.

–Gracias.

Escuchó la palabra mientras se estaba colgando la cámara del cuello. Se había pronunciado muy suavemente y ya casi de espaldas. Podría ser que le diera las gracias por la propina del treinta por ciento. O no. Hunter decidió ahorrarles a ambos la incomodidad de preguntar por qué.

*  *  *

 

 

La palabra «distraída» no era capaz de definir el estado mental de Abby durante el resto del día. Se pasó todo su turno esperando que Warren volviera a presentarse. Durante su horario de trabajo, confundió cuatro pedidos más. No todos los clientes se mostraron tan condescendientes como Hunter. Guy estaba a punto de echarla a la calle.

–Asegúrate de que mañana traes la cabeza sobre los hombros –le gritó cuando ella terminó su turno.

Abby prefirió guardarse su opinión y no responderle. No había razón alguna para empeorar aún más su situación quedándose en el paro. Se sintió muy aliviada al ver que la calle estaba completamente vacía cuando salió a esperar a su taxi. Odiaba tener que mirar constantemente por encima del hombro. Había creído tontamente que, después de seis semanas, su vida podría empezar a regresar a la normalidad. Debía admitir que no era la mejor de las vidas, pero al menos era solo suya o eso había pensado hasta que Warren la encontró. Abby habría creído que estaría encantado por haberse librado de ella. ¿Acaso no le estaba diciendo siempre lo difícil que ella hacía que fuera su vida?

Respiró profundamente y se apoyó contra la barandilla que había frente al restaurante de Guy. Se iba a gastar un dinero que debía ahorrar. No era que tuviera miedo de Warren. Ciertamente, él se había mostrado amenazante hacia ella en varias ocasiones, pero se podía ocupar de él.

«¡Mentirosa! Entonces, ¿por qué has pedido un taxi?». Hacía unas cuantas horas, se había temido que aquel podría ser el día en el que él terminara por perder el control.

La ruptura con Warren debía ser un nuevo inicio para ella. Dejar de andar con cuidado para siempre. En aquellos momentos le parecía que tenía que elegir entre dejar el único trabajo que había podido encontrar o rezar para que Warren perdiera el interés en ella después de encontrarla.

Se le llenaron los ojos de lágrimas de rabia. Sorbió para contenerlas. Warren no iba a ganar. No se lo permitiría.

En ese instante, captó un movimiento por el rabillo del ojo y se tensó. Agarró con fuerza la barandilla de hierro y trató de averiguar de quién se trataba.

Vio que era el fotógrafo, que bajaba por la calle con la cámara colgada del cuello. Llevaba puestas las gafas, ocultando así el maravilloso y excepcional color de sus ojos. No importaba. Abby sabía que la estaba mirando. Aquella atención le provocaba un temblor en el estómago.

–¿Va todo bien? –le preguntó él justo en el instante en el que llegó el taxi.

¡Dios bendito! ¿Acaso no podía una mujer disfrutar de un instante de intimidad? Tal y como estaban las cosas, él ya sabía más de los asuntos de Abby de lo que era necesario.

Se metió en el taxi sin responder.

 

 

Hunter se pasó el día siguiente fotografiando los lugares de interés de la ciudad para poner al día su archivo. Tenía fotografías más que suficientes, pero así se mantenía ocupado. No le gustaba estar ocioso. Si pasaba demasiado tiempo sin trabajar, se sentía inquieto, un rasgo que había heredado de su padre. Heredado o aprendido, no lo sabía. Fuera como fuera, no le gustaba el tiempo de ocio del que disponía entre sus trabajos, igual que le ocurría a su padre. La única diferencia era que Hunter no tenía un hijo adolescente del que ocuparse.