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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Barbara Hannay. Todos los derechos reservados.

EL MILAGRO DE LA VIDA, N.º 2532 - Noviembre 2013

Título original: The Cattleman’s Special Delivery

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3864-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Jess se removió incómoda en el asiento de pasajeros mientras el coche avanzaba bajo la lluvia por la solitaria carretera. Embarazada de treinta y siete semanas, se le habría hecho pesado aquel viaje en cualquier circunstancia.

Aquella noche, con la música equivocada sonando en el coche, acompañada por el monótono y molesto sonido de los limpiaparabrisas, el viaje estaba resultando demasiado largo y molesto.

Junto a ella, su marido masticaba chicle tranquilamente mientras marcaba en el volante con los dedos el ritmo de la música. Alan estaba satisfecho consigo mismo. Acababa de conseguir un nuevo trabajo como encargado de un pub, por fin una oportunidad de tener un sueldo regular. Jess debía admitir que le satisfacía aquel nuevo comienzo, alejados de las tentaciones de la ciudad, que tantos problemas les habían dado.

Aquella mañana habían viajado a Gidgee Springs para ver el pub y llegar a un acuerdo. En unos meses, cuando su bebé hubiera crecido lo suficiente, Jess planeaba trabajar en la cocina, de manera que ambos contribuirían a la economía familiar.

Cuando se casó e hizo sus votos, no imaginaba que acabaría viviendo en un pueblecito apartado, regentando un pub, pero el día que se casó con Alan Cassidy en una playa tropical, a la hora de la puesta de sol, era una joven bastante ingenua. Tres años después, y tres años más sabia, veía aquel trabajo como una oportunidad para empezar de nuevo, para arreglar finalmente las cosas.

Miró al frente mientras el coche adquiría velocidad, preocupada por lo débiles que parecían las luces para penetrar la densa lluvia en aquella solitaria carretera que circulaba por la despoblada zona interior de Australia.

Cerró los ojos con la esperanza de adormecerse, pero, en lugar de ello, se encontró recordando el día en que estuvo a punto de dejar a Alan después de que este perdiera el poco dinero que les quedaba en otro negocio fracasado. Tomó la decisión a pesar de saber de primera mano lo difícil que era criar sola a un hijo.

Ella nunca conoció a su padre. Creció con su madre y una sucesión de «tíos», y no era aquella la vida que quería para sí misma, pero comprendió que tenía que dejar a Alan aunque ello significara la muerte de su sueño de tener una familia completa. Aquel sueño se desmoronó el día que Alan perdió todos sus ahorros.

Sola, al menos habría recuperado el control sobre sus ingresos y habría encontrado la forma de conseguir un techo. Pero, en el último momento, Alan había visto un anuncio para aquel trabajo como encargado de un pub. Era otra oportunidad. Y había decidido quedarse.

Años atrás, su madre la advirtió de que el matrimonio era una apuesta, de que solo algunos afortunados conseguían que acabara bien. Ella había decidido dar una oportunidad más a su matrimonio, y rogaba para que las cosas salieran bien.

Sin duda, tendrían que ser diferentes.

«Por favor, que Alan cambie», rogó en silencio.

Su bebé nacería en unas semanas y los tres empezarían una nueva vida en Gidgee Springs.

 

 

Reece Weston estuvo a punto de pasar de largo junto al coche que se hallaba en la zanja. Iba a girar en el sendero que llevaba a su rancho cuando las luces de su coche iluminaron el cuerpo de un canguro tendido en el borde de la carretera y las marcas de un frenazo en el asfalto.

Detuvo el coche con una inevitable sensación de temor. Un pequeño utilitario había caído de morro en la rocosa zanja que bordeaba la carretera en aquella zona. Tomó una linterna de la guantera y se metió el móvil en el bolsillo del chubasquero antes de salir.

No había luna y el viento arrojó con fuerza el agua contra su rostro mientras avanzaba por el resbaladizo terreno. La puerta del copiloto estaba abierta, y el asiento vacío. Iluminó a su alrededor con la linterna, rogando para no encontrar un cuerpo cerca. No vio a nadie, pero, cuando volvió a iluminar el coche, distinguió la figura de un hombre tumbada sobre el volante.

Rodeó el coche, abrió la puerta del conductor y apoyó una mano en su cuello para tomarle el pulso.

No tenía pulso.

Probó en la muñeca. Tampoco.

Agobiado, abrió la puerta trasera, sacó una maleta que dejó bajo la lluvia y luego reclinó el asiento del conductor hacia atrás. Podían pasar horas antes de que acudieran en su ayuda, de manera que dependía de él salvar a aquel hombre. Se las arregló para situarse junto al cuerpo en el escaso espacio disponible y empezó a hacerle el boca a boca.

Solo había practicado aquello alguna vez con maniquíes, de manera que carecía por completo de experiencia, pero enseguida recordó lo que debía hacer: quince compresiones y dos alientos.

No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó el grito de una mujer en la distancia. Creyó haberlo imaginado, pero entonces volvió a escucharlo.

–¡Ayuda, por favor! ¡Que alguien me ayude!

Sin duda se trataba de una mujer. Tenía que ser la pasajera.

Sacó su móvil y marcó el número del único policía con el que contaban en el distrito. Afortunadamente, la respuesta fue inmediata.

–Mick, soy Reece Weston. Ha habido un accidente cerca del giro a mi rancho, Warringa. Un coche ha chocado con un canguro y ha caído en una zanja. He tratado de reanimar al conductor, pero no ha habido suerte. No le encuentro el pulso. Y ahora he oído a alguien que pide ayuda. Voy a ver.

–De acuerdo, Reece. Yo me ocupo de llamar a la ambulancia en Dirranbilla, y enseguida me pongo en camino. Ya sabes que me llevará al menos dos horas llegar, y puede que la ambulancia tarde aún más. De hecho, llueve tanto que puede que le resulte imposible llegar. Los arroyos se están desbordando.

Reece masculló una maldición mientras colgaba el teléfono. En momentos como aquel, no podía evitar preguntarse por qué sus antepasados habrían decidido asentarse en una de las partes más remotas de Australia.

Cuando salió de nuevo a la carretera se llevó las manos a la boca a modo de bocina.

–¿Dónde está? –llamó.

–En un sendero que da a la carretera. ¡Ayuda... por favor!

El único sendero que había por allí llevaba a su granja. La mujer debía de haber salido del coche con intención de buscar ayuda para el conductor.

En cuanto giró en la curva del sendero, vio a la mujer acurrucada bajo la lluvia, apoyada contra un poste de madera. Cuando la iluminó con la linterna, vio su pálido y asustado rostro. Su largo pelo caía empapado sobre sus hombros. Sus brazos eran delgados y estaban tan pálidos como su rostro y sostenía algo en ambas manos...

Al dar un paso hacia ella, vio que lo que sostenía era su abultado y muy embarazado vientre.

La conmoción le hizo quedarse momentáneamente paralizado.

 

 

El hombre llegó justo cuando el dolor estaba regresando, intenso y cruel. Jess trató de respirar como le habían enseñado en las clases, pero no experimentó ningún alivio. Estaba demasiado horrorizada y asustada. Se suponía que aún faltaban tres semanas para el parto. No podía tener a su hijo allí, bajo la lluvia, en medio de la nada, y con Alan inconsciente en el coche...

El hombre se acercó. No podía verlo bien, pero le pareció alto, moreno, y más bien joven.

–¿Está herida?

Jess negó con la cabeza, pero tuvo que esperar a que la contracción terminara para poder responder.

–Creo que no. Pero me temo que he empezado con las contracciones. Mi marido necesita ayuda. Estaba tratando de encontrar alguna casa.

El hombre la tomó por el codo para ayudarla. A pesar de la lluvia, Jess sintió la aspereza de la palma de su mano, encallecida por el trabajo duro. Sintió que podía confiar en él. En realidad no tenía otra opción.

–Alan está inconsciente –dijo–. No he podido despertarlo, y luego los dolores han empezado cuando he tenido que subir las rocas hasta la carretera –movió la cabeza, aturdida–. No he podido utilizar el móvil porque no hay cobertura, pero Alan necesita una ambulancia.

–Lo he visto –dijo el hombre con delicadeza. Tenía los ojos oscuros, del color del café y la estaba mirando con expresión preocupada–. He llamado a la policía y la ayuda está en camino. De momento, creo que lo que debe hacer es cuidar de sí misma y de su bebé.

Una nueva contracción hizo que todo pensamiento abandonara la mente de Jess.

–Apóyese en mí –el desconocido deslizó un brazo por sus hombros y la sujetó con firmeza contra su sólido pecho.

–Gracias –murmuró Jess tímidamente cuando el dolor remitió.

–No puede quedarse aquí –su buen samaritano se quitó su cazadora de gruesa tela y se la echó por los hombros–. Así no se mojará mientras la meto en el todo terreno. ¿Puede esperar aquí mientras voy a traerlo? Tardaré lo menos posible.

–Sí, por supuesto. Gracias.

Como había prometido, Reece apenas tardó unos segundos en acercar el vehículo. Antes de que Jess se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, la tomó en brazos.

–Pero... ¡Cielo Santo! Estoy gorda como una ballena. Se le va a romper la espalda...

–No pienso dejarle trepar al todoterreno. Así... ya está –con un resoplido, Reece dejó a Jess cuidadosamente en el asiento delantero–. No se moleste en ponerse el cinturón. Tendré cuidado, y estamos cerca.

–¿Y Alan?

–La policía y la ambulancia están de camino.

Jess se quedó mirándolo, boquiabierta. ¿Estaba sugiriendo que abandonaran a su marido?

–No podemos dejarlo –protestó–. El pobre está inconsciente, y solo...

Empezó a temblar al recordar lo quieto y pálido que había visto a Alan sobre el volante.

Reece contuvo el aliento mientras la observaba. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y tuvo que volver el rostro mientras se enfrentaba a aquel dilema. Habría sido demasiado cruel decirle en aquellos momentos que su marido ya no necesitaba ayuda. Tenía que conseguir que se centrara en sus propias necesidades.

–Parece que está a punto de tener un bebé –dijo con toda la delicadeza que pudo–. Seguro que no quiere tenerlo en la cabina de un sucio todoterreno.

Jess se sentía demasiado confundida e incómoda como para discutir. Allí sentada podía sentir la cabeza del bebé empujando hacia abajo.

La perspectiva de dejar allí a Alan le parecía terrible, pero en realidad no tenía opción. Lo principal era la seguridad de su bebé. En cuanto el vehículo se puso en marcha, experimentó una nueva contracción. Respiró profundamente y empezó a jadear. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no gemir.

Nadie le había dicho que aquello dolería tanto.

–¿Es este su primer hijo? –preguntó su rescatador al cabo de un momento.

–Eso me temo. ¿Y usted? ¿Su esposa ya ha pasado por esto?

–No tengo esposa.

–¿Y hay alguna mujer en la casa?

–Desafortunadamente, no.

Jess se las arregló para reprimir un gemido de decepción.

–Por cierto, me llamo Reece –el hombre dedicó una sonrisa a Jess y, por un momento, su dura expresión resultó increíblemente atractiva–. Reece Weston.

–Yo soy Jess Cassidy, y no sabe cuánto le agradezco su ayuda.

–Yo me alegro de haberla encontrado. ¿Sabe si es niño o niña? –añadió al cabo de un momento.

–No. Les dije a los médicos que no quería saberlo. Quería que fuera una sorpresa.

La triste verdad era que no había querido que Alan lo supiera. Se habría puesto todo chulito y posesivo si hubiera sabido que se trataba de un niño y, en aquella época, ella no había decidido aún si debía seguir con él o no.

Y ahora... Experimentó otra punzada de culpabilidad al recordar lo terriblemente pálido y quieto que se había quedado Alan tras el accidente. Pero tal vez no estuviera tan mal...

Unos minutos después, las luces de la típica casa de madera de North Queensland a la que se acercaban resultaron especialmente acogedoras en medio de aquella terrible noche.

Un hombre un poco cargado de espaldas apareció en el umbral de la puerta. Parpadeó varias veces, esforzándose para poder ver. Tenía las piernas arqueadas y parecía un auténtico gnomo.

Reece salió del vehículo y lo rodeó rápidamente para abrir la puerta de Jess.

–Estoy bien, gracias. No hace falta que me...

Reece volvió a ignorarla mientras la tomaba en brazos.

–No quiero que se caiga –dijo antes de dejarla con delicadeza en el suelo.

–¿Quién está contigo, hijo?

–Ha habido un accidente. Esta joven necesita tumbarse. Voy a llevarla a mi cuarto.

–¿Es uno de tus ligues?

Reece ignoró la pregunta.

–¿Puedes traernos unas toallas, papá? –con un brazo en torno a Jess, la ayudó a subir las escaleras del porche y luego la condujo hacia unas puertas correderas blancas. Cuando encendió la luz, Jess vio una gran cama en un lateral con una anticuada colcha azul.

–Apóyese contra el poste de la cama mientras quito la colcha.

–No hace falta que... –Jess se interrumpió al sentir una nueva contracción. Se suponía que aún no debía tenerlas tan seguidas. No tuvo más remedio que hacer lo que le decía Reece.

Para cuando el dolor pasó, Reece había encendido la lámpara de la mesilla de noche y había apartado la colcha y las mantas. Estaba a punto de ayudar a Jess a quitarse el abrigo cuando su padre llegó con las toallas.

El viejo se quedó mirando la barriga de Jess.

–Te presento a Jess Cassidy, papá.

–¿La has metido en un lío?

Jess admiró el autocontrol de Reece mientras movía la cabeza y decía:

–Ya te lo he dicho, papá. Ha habido un accidente en la carretera principal.

–Parece que está a punto de parir.

–Sí, Jess está de parto –dijo Reece con firmeza mientras tomaba las toallas–. No estaría mal que fueras a llamar al médico de urgencias aéreas.

El hombre parecía reacio a irse, pero Reece lo animó con un gesto. Luego se volvió hacia Jess.

–Tiene que quitarse esa ropa mojada.

Jess vestía un top suelto sobre unos pantalones de embarazada, que, efectivamente, estaban empapados. Pero el resto de su ropa estaba en la maleta, en el coche.

–No tengo nada que ponerme.

–Puede utilizar una de mis camisas –Reece ya estaba abriendo el armario, del que sacó una camisa azul. Era tan grande que casi parecía un camisón–. ¿Puede arreglárselas sola?

–Sí, gracias –contestó Jess enseguida. No quería que un atractivo desconocido como aquel la ayudara a desvestirse. Podía suponer la peor pesadilla posible para un soltero–. Estaré bien... –añadió y, al instante, se sintió como si acabaran de arrancarle de cuajo la parte baja del cuerpo. Apenas tuvo tiempo de agarrarse al poste de la cama antes de que sus rodillas cedieran–. ¡Oh, Dios mío! –gimió–. Lo siento, pero... ¡creo que el bebé ya está llegando!

Y a continuación rompió aguas.

Capítulo 2

 

El bebé no podía llegar ya.

Reece miró a Jess, consternado. Si antes parecía asustada, en aquellos momentos estaba directamente aterrorizada, y no podía culparla. Él también estaba aterrorizado. Aquello excedía por completo a su experiencia

–¿Cómo puedo retrasar esto? –gimió Jess.

«No puedes», habría querido decirle Reece, aunque permaneció en silencio, impotente. Solo había ayudado a traer al mundo terneros, casi siempre con una cuerda atada a la pezuña del animal y la bota plantada contra los cuartos traseros de la vaca para mantener el equilibrio. Seguro que aquello no funcionaría en las circunstancias presentes.

–Puede que sienta menos presión si se tumba –sugirió.

–Eso tiene sentido. Estoy dispuesta a intentar lo que sea.

Bajo aquella luz, Jess parecía poco más que una niña, con sus delgadas y pálidas extremidades y su largo y lacio pelo negro empapado. Sus ojos, de densas pestañas, eran verdes o grises, y su pequeña y recta nariz contrastaba con la rosada redondez de sus labios. Empapada como estaba, parecía especialmente frágil e impotente.

Reece nunca se había sentido más inepto.

–Tendrá que quitarse esa ropa mojada –sugirió.

En aquella ocasión, Jess pareció dispuesta a aceptar su ayuda, y Reece contuvo el aliento mientras la ayudaba a quitarse la camisa. No era la primera vez que desvestía a una mujer, aunque la mayoría de las que había conocido eran muy aficionadas a quitarse la ropa.

Pero en aquella ocasión todo era distinto, y tuvo que centrarse en la tarea con el desapasionado desapego de un médico profesional...

Algo que no resultó fácil, dado que la piel de Jess era pálida como la luna y suave como la harina tamizada, y su cuerpo estaba exuberante y lustroso con la plenitud de su embarazo. Era encantadora. Terrenal. Maternal. Su inesperada y frágil belleza podía pillar a un hombre totalmente desprevenido.

Sin embargo, también era consciente de su angustia, y le ayudó a quitarse los pantalones tan rápidamente como pudo. Luego le secó la espalda y las piernas con una toalla mientras ella se secaba con otra la parte delantera.

El sujetador también estaba empapado y Reece se lo soltó con delicadeza, consciente de lo sensibles que debían estar sus pechos.

La camisa que le ayudó a ponerse luego le llegaba casi hasta las rodillas, y tuvo que enrollarle las mangas varias veces para que le llegaran a las muñecas. Ella mantuvo la mirada baja, claramente avergonzada.

–Y, ahora, vamos a ponerla cómoda –dijo Reece mientras la ayudaba a meterse en la cama.

En su cama.

Según su madre, a la que no veía hacía una década, él nació en aquella misma habitación, aunque su hermano pequeño, Tony, nació en el hospital de Cairns, a varias horas de distancia en coche.

–Voy a llamar a la unidad de urgencias aéreas. ¿Quiere que te traiga algo? ¿Un poco de agua?

–Tal vez un sorbo.

Reece fue a la cocina, donde encontró a su padre maldiciendo mientras toqueteaba los botones de la radio.

–No logro conseguir que se ponga en marcha.

Reece suspiró.

–¿Has encontrado los papeles del médico?

Su padre bajó la mirada.

–Lo he olvidado.

–¿Puedes ir a por ellos ahora? –dijo Reece. Aquel era un problema que había surgido recientemente: su padre estaba perdiendo la memoria y su carácter estaba empeorando. Pero en aquellos momentos no tenía tiempo de preocuparse por eso–. Voy a hacer algunas llamadas.