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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Barbara Wallace. Todos los derechos reservados.

EL VECINO DE ARRIBA, N.º 2508 - mayo 2013

Título original: Mr. Right, Next Door!

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3073-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

ESTABA volviendo a hacerlo.

Desde que se había instalado en el apartamento de arriba, un mes atrás, el vecino de Sophie Messina no había dejado de martillar y hacer ruido, lo que volvía imposible cualquier intento de concentración.

¿Acaso no sabía que a algunas personas les gustaba pasar el fin de semana tranquilas?

Suspiró pesadamente y redobló sus esfuerzos por concentrarse. Allen Breckinridge, uno de sus jefes, le había dicho el día anterior que necesitaba aquel modelo de fusión para una reunión que tenía el martes, lo que significaba que debía revisar y corregir el trabajo que le había enviado aquella mañana su joven analista en prácticas antes de pasar las cifras definitivas. Y ya que ningún informe podía considerarse terminado sin repetir el proceso al menos cuatro veces, tenía que darse prisa. Muchos analistas sentirían la tentación de llenar el informe de comentarios, sobre todo para dejar clara su participación, pero Sophie prefería la eficiencia. Lo último que quería era que sus jefes pensaran que pretendía poner obstáculos, sobre todo teniendo en cuenta que aspiraba a convertirse en uno de los jefes de la empresa.

¡Bam!

Pero ¿qué diablos estaría haciendo allí arriba? ¿Agujerear la pared a puñetazos? Sophie se quitó las gafas de leer y las dejó en la mesa. Aquello empezaba a resultar ridículo. Debía de haber metido media docena de notas bajo la puerta de su vecino pidiéndole que dejara de hacer ruido. Las primeras fueron muy educadas, pero, como hizo caso omiso de ellas, las siguientes ya no lo fueron tanto.

Echó atrás su coleta rubia, salió a la entrada del edificio y se estremeció cuando sus pies descalzos pisaron el suelo de madera. Antes de ser reconvertido en un bloque de apartamentos, el edificio había sido una antigua mansión de la típica piedra rojiza de la zona. Por un motivo u otro, los arquitectos habían mantenido las zonas públicas y su apartamento con la decoración lo más parecida posible a la original. A Sophie le encantaban los apliques del siglo XIX y la gran escalera central de la entrada, que conservaba la balaustrada original, detalles que conferían al edificio un aire perteneciente al viejo mundo que conjuraba palabras como «histórico», palabras que implicaban estabilidad. Y a Sophie le gustaba la estabilidad.

Y también la tranquilidad... algo de lo que había carecido durante las semanas pasadas. El ruido aumentó mientras subía. ¿Por qué tenía que hacer aquel tipo tanto ruido?

No era así como había imaginado su primera conversación con un vecino. De hecho, no planeaba tener ninguna conversación. Uno de los motivos por los que se había trasladado a la ciudad dos décadas antes era porque uno podía pasarse meses, o incluso años, sin tener que intercambiar más que un asentimiento de cabeza y un saludo con la gente que la rodeaba. No era una persona antisocial, pero prefería elegir con quién se relacionaba. Gracias al buzón sabía que su vecino se llamaba G. Templeton. Había visto el mismo nombre en el lateral de una furgoneta que había aparcada fuera. Debía de ser contratista de una empresa de construcción, o algo así...

Recuerdos de proyectos de bricolaje a medias y destrucción alcohólica surgieron en su mente antes de que pudiera detenerlos. Pero se suponía que comprar su propio apartamento la habría distanciado de aquella época, no al revés. A su edad, ya debería haber dejado de sentirse agobiada por los fantasmas del pasado. Sin embargo, por mucho que se esforzara o trabajara, nunca parecían desaparecer del todo. En algún sentido era una bendición que fuera así, porque aquello la impulsaba a trabajar concienzudamente. De lo contrario, aún seguiría en algún apartamento de mala muerte, lleno de cucarachas, como en el que creció en Pond Street, en lugar de tener su propio apartamento.

Para cuando llegó a la segunda planta, se sentía realmente exasperada. Cada golpe parecía hacer temblar toda la casa. El señor Templeton iba a escucharla, pensó, irritada. Tratando de adoptar la actitud más autoritaria posible, llamó a la puerta. La respuesta fue otro martillazo.

Sophie volvió a llamar con fuerza.

–¡Señor Templeton! –exclamó.

–¡Un momento! ¡Enseguida voy! –exclamó con brusquedad una voz desde el interior.

¡Como si fuera él al que estuvieran molestando!

Sophie se cruzó de brazos, disponiéndose a recordar al señor Templeton la existencia de otros vecinos y la necesidad de respetar su tranquilidad.

La puerta se abrió

¡Buen Dios todopoderoso!, pensó Sophie, repentinamente muda. Al otro lado del umbral de la puerta se hallaba el hombre más increíblemente atractivo que había visto en su vida. No era como un modelo de portada, sino más bien de facciones sensualmente duras, de piel morena y mandíbula poderosa. Una nariz ligeramente larga hacía que su rostro no fuera excesivamente perfecto, pero le sentaba de maravilla. Los hombres fuertes necesitaban rasgos fuertes y se notaba que aquel era un hombre fuerte. Tenía el pelo color miel y los ojos color caramelo.

También debía de ser una década más joven que ella, y sostenía en la mano un gran mazo, origen obvio del ruido. Aquello hizo que Sophie saliera de su estado de embelesada contemplación.

–¿Señor Templeton? –repitió para asegurarse.

Los ojos color caramelo de su vecino la recorrieron lentamente de abajo arriba.

–¿Quién quiere saberlo?

Si pensaba que su descarada evaluación ocular iba a arredrarla, se equivocaba. Sophie había estado eludiendo aquel tipo de miradas desde que se graduó en la universidad... aunque ninguna había sido tan descarada.

–Soy Sophie Messina, su vecina de abajo.

Él asintió.

–La vecina de las notas. ¿Qué puedo hacer por usted, señora Messina?

–Señorita –corrigió Sophie, aunque no supo muy bien por qué.

Los bíceps de Templeton se tensaron cuando dejó el mazo apoyado contra el marco de la puerta y se cruzó de brazos, imitando la postura de Sophie.

–¿Y qué puedo hacer por usted, señorita Messina?

–Últimamente ha estado haciendo mucho ruido.

–Estoy renovando el baño principal. Quiero instalar una bañera de pie de garra.

–Interesante –dijo Sophie, momentáneamente distraída. La imagen de su vecino no encajaba con aquel tipo de bañeras–. Yo estoy tratando de elaborar un modelo financiero para una posible adquisición.

Templeton alzó una ceja.

–¿Un modelo financiero?

–Sí. Soy analista de inversiones. Trabajo para Twamley Greenwood –añadió Sophie, suponiendo que su vecino conocería la prestigiosa firma.

–Me alegro por usted –dijo él, en lo más mínimo impresionado–. ¿Y qué es lo que quiere de mí?

La respuesta era obvia.

–Me preguntaba si podría hacer menos ruido. Me resulta muy complicado concentrarme.

–Es difícil utilizar el mazo sin hacer ruido. Es una actividad ruidosa por naturaleza.

Sophie apretó los dientes ante el condescendiente tono de su vecino.

–Ya le he pedido varias veces que redujera el ruido.

–Lo que ha hecho ha sido dejarme notas ordenándome que «desista» de mis actividades. No me ha pedido nada.

–Ahora se lo pido. ¿Le importaría hacer menos ruido?

–Lo siento. Es imposible. Si quiere, pase y le hago una demostración. Incluso le dejo manejar el mazo.

–Yo... yo... –¿estaba flirteando con ella? La audacia de su vecino la dejó momentáneamente muda. Tuvo que respirar profundamente antes de volver a hablar–. Escuche, señor Templeton, tengo mucho trabajo que hacer...

–Y yo –interrumpió él–. Es sábado por la tarde. Que yo sepa, no es media noche, y creo que es totalmente aceptable que me dedique a arreglar mi casa durante el fin de semana. Si le molesta tanto el ruido, le sugiero que vaya a hacer su trabajo a algún otro sitio.

Aquella no era la cuestión. Sophie tenía una estupenda oficina en el distrito financiero, pero no quería ir a Manhattan en aquellos momentos. ¿De qué servía tener una casa si tenía que marcharse de ella para plegarse a los deseos de otro? Había tenido que aflojar suficiente dinero por su casa como para no poder trabajar en ella si quería hacerlo.

Aquello le hizo preguntarse cómo era posible que un hombre tan joven hubiera podido comprarse uno de aquellos apartamentos. Ella había necesitado ahorrar veinte años para poder comprárselo. Tal vez fuera un millonario encubierto. Pero, en ese caso, ¿por qué estaba haciendo personalmente las reparaciones?

Pero en realidad le daba igual. Lo único que quería era poder seguir trabajando.

–Estaría de acuerdo con usted si estuviéramos hablando de una sola tarde, pero estamos hablando de todas las tardes de un mes.

–¿Qué puedo decir? –preguntó él con un encogimiento de hombros–. Tengo mucho que renovar.

Sophie adoptó el tono de «no se admiten excusas» que había perfeccionado a lo largo de los años.

–¿Y los demás inquilinos? ¿Qué piensan de tanta renovación?

–Hasta ahora no se ha quejado nadie. Usted es la primera.

–Puede que cambien de opinión cuando plantee el tema en la próxima reunión de vecinos.

–Ah, sí. Había olvidado que en su última nota amenazaba con algo parecido.

–Me alegra comprobar que las ha leído. Estoy segura de que preferirá no convertir esto en un asunto oficial.

–Lo preferiría... excepto por un pequeño detalle. Soy el presidente de la asociación de vecinos.

Sophie se quedó momentáneamente boquiabierta.

–Los demás vecinos no querían saber nada de responsabilidades y no han tenido reparo en dejarlo todo en mis manos –continuó Templeton–. Supongo que es por eso por lo que no les molesta que haga un poco de ruido.

–Esto es increíble –murmuró Sophie.

–En realidad no. Soy la persona más adecuada para le puesto. Y ahora, si me disculpa, tengo unas cuantas baldosas que quitar –dijo él a la vez que alargaba la mano hacia la manija de la puerta.

–¡Espere! –Sophie adelantó su pie descalzo para evitar que la cerrara. Afortunadamente, él lo notó–. ¿Y el ruido? ¿Qué se supone que debo hacer hasta que termine?

–En la tienda de la esquina venden tapones. Yo me plantearía comprar unos.

Sophie apenas tuvo tiempo de retirar el pie antes de que la puerta se cerrara en sus narices.

 

 

Las cinco de la mañana no tardaron en llegar aquel lunes. Sophie había estado despierta hasta la una de la madrugada, revisando su informe antes de enviarlo al correo de Breckinridge. Aunque le habría gustado dormir más, los mercados extranjeros estaban entrando en sus horas más volátiles y se esperaba de ella que estuviera al tanto de lo que sucedía. Al menos lo esperaba ella de sí misma. No quería arriesgarse a que la pillaran desprevenida y, si quería ascender en su profesión, sabía que tenía que trabajar muchas horas extra. Quería ascender tanto que Pond Street y los demás fantasmas de su pasado no fueran más que un vago recuerdo. Una vez que lograra su objetivo, se retiraría y dormiría por las mañanas todo lo que quisiera.

Hasta entonces, tendría que seguir tomando café. Quitó la tapa de plástico del vaso que tenía en el escritorio para ver cuánto le quedaba. El color caramelo del café le hizo recordar los ojos de su vecino, que le había cerrado la puerta en las narices...

–¿Leyendo los posos del café?

Sophie no tuvo que alzar la mirada para saber quién había hecho aquella pregunta. Aunque normalmente se esforzaba por mantener las distancias con sus colegas, David Harrington era una excepción. Miembro del departamento legal de la empresa, la había abordado unos años atrás en la fiesta de Navidad de la empresa y no había tardado en comprobar que era la compañía perfecta.

–Más bien tratando de absorber la cafeína por los ojos –contestó antes de vaciar el contenido del vaso de un trago.

El abogado de pelo plateado sonrió y se sentó en el borde del escritorio. A pesar de lo temprano que era, tenía un aspecto realmente profesional con su traje gris. Nunca tenía que esforzarse para conseguirlo.

–He pasado a ver qué tal te iba. Parecías bastante tensa el sábado por la tarde, cuando cancelaste nuestra cita para cenar.

Sophie sintió una punzada de culpabilidad.

–Siento haber tenido que hacerlo. Allen ha tenido a toda la oficina en danza durante el fin de semana. Apenas he tenido tiempo para respirar.

David hizo un gesto con la mano para quitar importancia a lo sucedido.

–Olvídalo. Ya sé lo exigente que es Allen. Ya iremos en otra ocasión a ese restaurante.

–Gracias por ser tan comprensivo –una de las cosas que más agradecía Sophie a David era su comprensión. Normalmente nunca planteaba complicaciones. Y así era su relación: sin complicaciones. Tampoco podía decirse que fuera el hombre más estimulante del mundo, y el aspecto físico de su relación no inspiraría precisamente canciones de amor, pero era exactamente la clase de hombre que Sophie elegiría si quisiera plantearse una relación a largo plazo.

–De todas formas, este fin de semana no habría sido buena compañía –añadió–. He tenido problemas de vecinos. ¿Recuerdas lo que te conté? –preguntó antes de informarle de lo sucedido

Como esperaba, David se mostró adecuadamente indignado.

–¿Y se limitó a cerrarte la puerta sin ni siquiera despedirse?

–Por lo visto pensaba que ya había dicho todo lo que tenía que decir.

–Supongo que no eres la única vecina que se ha quejado.

–Él dice que sí.

–Tonterías. Seguro que las cosas se aclararán en cuanto haya una reunión de vecinos.

–Lo dudo. Resulta que lo han elegido presidente de la comunidad, algo que supone una liberación para los demás, y no querrán indisponerse con él. Me temo que voy a tener que soportar el ruido hasta que termine la obra. Esta semana está con el baño.

–Pobrecita. No me extraña que estuvieras molesta. Deberías haberme dicho algo cuando te llamé. Podrías haber venido a mi casa.

–Lo recordaré la próxima vez –dijo Sophie, aunque sabía que no lo haría. Su relación con David funcionaba a la perfección tal como era. No quería complicar las cosas pasando fines se semana con él. Suspiró–. Además, como he pasado el fin de semana dedicada al proyecto de Allen, estoy retrasada en todo lo demás.

–¿Incluyendo el informe de...?

Allen Breckinridge entró en aquel momento sin llamar, interrumpiendo a David. Como era de esperar, el jefe había entrado un instante después de que Sophie mencionara que iba retrasada.

–Buenos días, Allen –saludó David animadamente–. ¿Has pasado un buen fin de semana?

–Lo suficientemente bueno. Jocelyn y yo hemos estado con los Hampton. Respecto a ese informe... –añadió Allen a la vez que miraba a Sophie.

–Aquí mismo lo tengo –contestó Sophie a la vez que buscaba la copia que tenía en su escritorio. Sabía que no tenía sentido mencionar que ya le había enviado una copia por correo la noche anterior.

–Gracias –dijo Allen a la vez que miraba a David.

–Estaba a punto de irme –el abogado se irguió–. Si necesitas información para lo que estás investigando, avísame, Sophie.

–Lo haré –Sophie agradeció en silencio la discreción de David, otro punto a su favor. Comprendía que ella quisiera mantener la reserva respecto a la relación que tenían fuera del trabajo.

Entretanto, Allen echó un vistazo a las cifras que le había entregado Sophie. A pesar de lo mucho que las había repasado, contuvo el aliento.

–También he revisado las cifras que me habías pedido.

–No te preocupes por eso –Allen dejó el informe sobre el escritorio como si se tratara de algo sin ninguna importancia–. Tengo un nuevo proyecto para ti. Franklin Technologies planea lanzar una oferta de acciones. Necesito un análisis sobre el tema para la reunión que tengo mañana en Boston.

–Por supuesto. No hay problema –contestó Sophie, y así comenzó otro típico lunes.

Iba a necesitar grandes dosis de café aquella mañana.

 

 

Pero el café no fue suficiente. Todo el mundo parecía necesitar algo de Sophie aquella mañana. Para cuando llegó a su casa, después de una frustrante sesión en el gimnasio tras la que no había podido ducharse debido a que los vestuarios estaban en obras, qué casualidad, lo único que quería era quitarse la ropa y tomar un buen baño de agua caliente.

Meter la llave en la cerradura fue como dar la bienvenida a un viejo amigo. Su casa. David y los demás nunca llegarían a entender el placer que le producían aquellas dos palabras, porque ellos siempre habían tenido una casa. Habían crecido en hogares normales, con padres normales y direcciones permanentes. Pero, para ella, tener una casa propia seguía siendo una novedad. El día que firmó los papeles de la hipoteca alcanzó una meta que había buscado desde su adolescencia. Era dueña de su propia casa. Podía pintar el salón de verde fosforito si quería, y nadie podría decirle nada porque la casa era suya.

Cuando compró el apartamento, el agente inmobiliario le dijo que el dueño anterior había insistido en mantener los apliques originales, de manera que, al igual que el vestíbulo, el apartamento tenía un aire europeo, de finales del siglo XIX. David solía decirle que debía modernizarlo y darle un aire más actual, pero ella no estaba segura. Había algo en la sensación de pertenecer al viejo mundo que le gustaba. Aquel edificio había soportado con entereza el paso del tiempo, algo parecido a lo que le había sucedido a ella.

Arrojó la bolsa del gimnasio en la cama con un suspiro mientras se encaminaba hacia la ducha. Pero cuando apartó la cortina de la bañera y abrió el grifo del agua caliente no salió nada de este.

Con el ceño fruncido, probó el grifo del agua fría... y tampoco pasó nada. Alguien había cortado el agua.

¡Aquello no podía estar pasando! Sintió ganas de ponerse a chillar de frustración. ¿Dónde estaba el agua? ¿Se le habría pasado por alto alguna nota de aviso en la entrada? Se asomó al exterior para cerciorarse, pero no había ninguna nota en su puerta.

Sintió ganas de ponerse a llorar. ¿Por qué tenía que pasarle aquello precisamente aquel día? ¿Por qué no había sucedido el fin de semana...?

¡El fin de semana! Al comprender lo sucedido, se encaminó de nuevo con paso firme hasta la puerta. Sabía exactamente lo que había pasado. ¡Y lo que había pasado tenía que ver con una bañera de patas de garra!

Capítulo 2

 

–¿A QUÉ te refieres con que has dicho que no?

Grant ignoró el tono incrédulo de su hermano Mike y tomó un sorbo de su cerveza mientras volvía la mirada hacia el partido de béisbol que estaban poniendo en la televisión.

–¿Y qué pecado ha cometido en esta ocasión tu potencial cliente? ¿Elegir el color inadecuado?

–Quería algo moderno.

–Ah, claro. Eso lo explica todo. ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien querer un diseño moderno?

–Se trata de un Feldman original. ¿Tienes idea de lo excepcionales que son esos edificios? Solo quedan unos pocos y ese tipo quería convertirlo en varios apartamentos de dos dormitorios.

–En ese caso, deberías denunciarlo. Es obvio que el tipo pretende cometer un crimen contra la humanidad –dijo Mike con ironía, aunque no mencionó el hecho de que, no hacía mucho, Grant habría cometido el mismo crimen sin pestañear–. Siento tener que recordártelo, hermanito, pero hay gente en este mundo a la que le gusta vivir en edificios diseñados para el siglo XXI.

–En ese caso, que se trasladen a un edificio construido en los últimos veinte años en lugar de pretender destruir una joya del art déco.

–Dijo el hombre que está destrozando su propio apartamento...

–No estoy destrozando nada. Estoy volviendo a dejarlo en su estado original. Sé que, en algún sitio, mi profesor de historia de la arquitectura se estará tirando de los pelos.

–Pues llámalo por teléfono. Podéis cabalgar juntos hacia la puesta del sol en vuestros caballos.

–¿Desde cuando es malo tener principios? –protestó Grant. ¿Qué más daba que él hubiera tardado en acogerse a aquellos principios?

–Hay principios y principios. Me temo que, antes o después, esa actitud tuya te va a costar cara –el suspiro que dio Mike debió de escucharse en New Jersey–. No puedes seguir rechazando trabajos. No si quieres tener éxito en tu negocio.