Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

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28001 Madrid

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UN SUEÑO SECRETO, Nº 71 - noviembre 2012

Título original: A Maverick for Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1172-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Abby Cates recordó aquel día que se enamoró de Cade Pritchett. Tenía solo nueve años y estaba aprendiendo a nadar en el lago Silver Stallion. Cade era el monitor. Tenía entonces diecisiete años y era un chico muy atractivo: alto, rubio y atlético.

Estaba convencida de que él ya no se acordaría del día en que la rescató de morir ahogada en el lago, cuando presa del pánico olvidó todas las lecciones que le había enseñado. Desde entonces, Cade había sido para ella un héroe, un ídolo, casi un dios.

No había vuelto a encontrar a otro hombre que le hubiera hecho sombra, a pesar de que ella tenía ahora veintidós años. Se sentía avergonzada de que en todo ese tiempo él nunca se hubiera fijado en ella. Máxime con la epidemia de bodas que parecía haberse desatado en Thunder Canyon últimamente. En especial la que tendría lugar entre su hermana mayor, Laila, y Jackson Traub. Su propia madre, que acostumbraba a preparar los adornos de Navidad con más de un mes de antelación, estaba concentrada ahora solo en la boda de Laila.

Era la primera semana de noviembre.

Abby estaba a punto de explotar. Estaba más que harta de oír hablar de compromisos y preparativos de bodas. Mientras limpiaba la cocina después de la cena, trató de no escuchar la conversación que mantenía su madre por teléfono.

—¡Qué maravilla! ¡Una boda doble! Marlon y Matt. El amor flota en el ambiente. Y, muy pronto, habrá bebés —dijo su madre con tono de delectación.

Abby frunció el ceño. El amor flotaba en el aire. Sí, para todo el mundo menos para ella.

Su madre continuó hablando sobre los detalles de la boda de los primos. Ella abrió del todo la llave del grifo para que el agua ahogase las palabras que no deseaba escuchar.

Con todos los hombres que había en el mundo, ¿por qué tenía que haberse enamorado del único que no se había fijado una sola vez en ella? Era la típica víctima de un amor no correspondido. Por si fuera poco, Cade había estado saliendo con su hermana Laila, la reina de la belleza de la ciudad. Y para colmo se le había declarado en público, subiendo al escenario, aquella noche en que Laila fue elegida miss Frontier Days. Afortunadamente, Laila le había rechazado, pero ella, lejos de sentirse complacida por aquel desaire, le había dolido casi más que a él.

Los dos últimos años habían sido muy duros para ella, viendo a Cade saliendo de forma intermitente con Laila. Unas veces parecían novios formales y otras, en cambio, nada. Era como una de esas telenovelas baratas. Aunque quería mucho a su hermana, había llegado a crear hacia ella una especie de inquina o resentimiento que había conseguido ocultar durante esos años, pero que no sabía por cuanto tiempo más podría seguir haciéndolo. Sobre todo si la gente a su alrededor no dejaba de hablar de bodas, amores y matrimonios, mientras ella seguía siendo invisible para Cade Pritchett.

«Paciencia, Abby, esta fiebre de bodas pasará pronto.

Además, tenemos ya las Navidades a la vuelta de la esquina», se dijo ella para darse ánimos.

Oyó, en ese instante, que alguien abría la puerta. Era Laila. Entró muy sonriente llevando en la mano una revista de modas especializada en trajes de novia.

—Me parece que tengo que ir empezando ya a prepararme para el gran día.

Aquello era la gota que colmaba el vaso, pensó Abby. De buena gana se montaría en un cohete espacial y saldría volando hacia la Luna o hacia cualquier planeta por inhóspito que fuera. Todo con tal de salir de allí.

—Me tengo que ir —dijo ella, dejando a un lado el trapo de secar los platos—. Volveré más tarde.

—¿Adónde vas? —le preguntó Laila con cara de perplejidad.

—Tengo que preparar un trabajo de la universidad.

La excusa no era del todo mentira, pero tampoco era del todo verdad.

—¿No puedes hacerlo aquí en casa, en el ordenador?

—No. Dile a mamá que me he ido, cuando deje de hablar por teléfono —replicó Abby, tomando el abrigo y dirigiéndose a la puerta.

Abby salió de casa, con la mirada perdida, sumida en un mar de confusiones. Caminó casi a ciegas en dirección al Volkswagen Escarabajo de color naranja que tenía aparcado frente a la casa, esperando que la despejase el aire frío de la tarde.

Se montó en el vehículo y se dirigió a la ciudad.

No sabía si echarse a llorar o ponerse a soltar maldiciones para descargar todo lo que llevaba dentro. Odiaba tener que llorar, así que comenzó a soltar todas las palabras malsonantes que había aprendido y que recordaba en ese momento. Se habría avergonzado si alguien la hubiera escuchado. Pero no había nadie a su alrededor, salvo los árboles semidesnudos del otoño y la brisa del atardecer.

Pero, por desgracia para ella, su repertorio se agotó pronto y, a pesar de sus esfuerzos, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Capítulo 1

HACÍA frío y además había sido un día muy duro. Cade Pritchett había estado trabajando desde primera hora de la mañana y necesitaba una pequeña recompensa. No buscaba pasar la noche con una mujer sino darse solo algún capricho. Se paró en la entrada de una cafetería, pensando si entrar a disfrutar de un buen trozo de tarta de cerezas.

Pero parecía ausente. Recordó el impulso irracional que le había llevado aquel día a subir al escenario, donde acababa de tener lugar el concurso de miss Frontier Days, para declararse públicamente a Laila Cates, la reina de la belleza de Thunder Canyon, la mujer con la que había estado saliendo de manera informal los últimos años. Le había traicionado el subconsciente. Él no buscaba un amor apasionado sino formar una familia. Ya se había enamorado una vez y había perdido a su prometida en un trágico accidente. Por eso no quería correr el riesgo de volver a sufrir otra decepción. Pero ambicionaba tener algo más de lo que ahora tenía: una participación en el negocio de su padre, una casa en las afueras de la ciudad y su renovada afición por las motos. Sin olvidar a Stella, su perra de caza.

Escuchó entonces unos gemidos cerca de él. Giró la cabeza y vio a Abby Cates, apoyada en el escaparate de la cafetería, sonándose la nariz. Sintió algo especial al verla en ese estado. Abby, la hermana menor de la mujer a la que había pedido en matrimonio durante la celebración del Frontier Days, en uno de los errores más grandes que había cometido en su vida.

Oyó a Abby sonándose de nuevo la nariz y comenzó a sentirse preocupado por ella.

—Hola, Abby, ¿cómo estás? —dijo él, acercándose a ella—. ¿Te pasa algo?

Abby alzó la vista y puso los ojos como platos al verlo.

—Hola —respondió ella, limpiándose la nariz con un pañuelo—. ¿Qué andas haciendo por aquí?

—Estaba pensando en entrar a tomar un trozo de tarta. He tenido un día muy duro.

Ella asintió con la cabeza y parpadeó varias veces tratando de contener las lágrimas.

—Has entrado en ese período de trabajo intensivo que tienes todos los años, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—No es difícil deducirlo. En los últimos años, no te has dejado ver por casa en estas fechas.

—Sí, tienes razón —replicó él—. Pero, ¿qué me dices de esos suspiros y estornudos? No parece que sean producto de una alergia o de un resfriado.

Ella se encogió de hombros y bajó la mirada tratando de ocultar sus emociones.

—No sé. Están ocurriendo muchos cambios en mi casa. Creo que voy a perder a Laila ahora que se va a casar —replicó ella, y luego añadió tras quedarse en silencio uno segundos como si hubiera dicho alguna inconveniencia—. Lo siento mucho. No era mi intención…

—No te preocupes —dijo él, levantando la mano con gesto indulgente—. Solo resultó herido mi orgullo, eso fue todo. Laila y yo nunca estuvimos enamorados. Fue una tontería por mi parte hacerle aquella proposición.

—Laila tuvo la culpa. No debería haberte humillado en público de la forma en que lo hizo.

Cade se echó a reír, negando con la cabeza. Le gustó que Abby saliera en su defensa, pero estaba desengañado de todo. Sabía lo efímero e inconstante que podían ser los amores apasionados. Se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de piel de mouton.

—No deberías estar aquí con el frío que hace. Déjame invitarte a una taza de chocolate caliente.

Ella lo miró fijamente a los ojos y se pasó la lengua por los labios con aire desafiante.

—Me gustaría algo más fuerte.

—¿Algo más fuerte? —repitió él con aire sorprendido—. Eres algo joven para eso, ¿no te parece?

Ella soltó una carcajada.

—Me parece que estás empezando a mostrar síntomas de demencia senil. Tengo veintidós años.

—¿Qué me dices? No me lo puedo creer.

—Estarás ciego, entonces —replicó ella con la ironía reflejada en sus ojos color chocolate.

Cade deslizó entonces la mirada por su pelo castaño, largo y sedoso.

—No lo creo —respondió él—. Pero dejemos eso. ¿Te apetece ir a tomar algo al Hitching Post?

—Claro —respondió ella, encogiéndose de hombros.

El Hitching Post era el bar de copas más de moda de la ciudad. Cuando ellos entraron, estaba abarrotado de gente. Cade la tomó del brazo y la llevó al otro extremo del local, donde encontraron un sitio libre junto a la barra.

—Hola, Abby —le dijo un joven al pasar.

Ella respondió con una sonrisa.

—Hola, Abby —exclamó una chica al verla.

—Hola, Corinne —respondió ella.

—Parece que eres aquí muy popular —dijo Cade—. ¿Vienes muy a menudo?

Ella puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

—Conozco a estas personas de mis clases en la universidad. Tengo demasiado trabajo como para venir aquí a pasar el rato. Se habrán sorprendido, sin duda, de verme por aquí.

Él asintió con la cabeza, convencido de su explicación.

—Bueno, ¿qué quieres tomar?

—No sé, una cerveza por ejemplo —respondió ella con gesto de indiferencia.

—¿De qué marca? —preguntó él, para ponerla a prueba, al ver su falta de entusiasmo.

—Me da igual, la que a ti te parezca.

—No sabía que te gustara la cerveza —dijo Cade con una sonrisa escéptica.

—Yo tampoco, pero trato de hacer un esfuerzo para que me guste. Me tomo una o dos al año, sin falta.

Cade se echó a reír a carcajadas.

—Camarero, pónganos un cosmo martini y una cerveza. De barril, por favor.

Abby y Cade se miraron con una sonrisa de circunstancias mientras les servían las bebidas.

—Hay mucho griterío aquí, ¿no te parece? —dijo él.

Ella movió lentamente su combinado con la pajita.

—Sí, supongo que debe resultar muy molesto para la gente de tu edad —contestó ella con una sonrisa maliciosa.

—Sí, la verdad es que tengo ya treinta años —replicó él, moviendo la cabeza, no muy satisfecho de su comentario—. ¿Qué has estado haciendo últimamente?

—Te lo puedes imaginar. El instituto, la universidad… Trabajo también en un centro juvenil. Mis padres son muy exigentes, como tú sabes. Doy lecciones de esquí en el complejo turístico en mis horas libres. ¿Y tú? ¿Cómo te va esa moto que te compraste?

—De maravilla. Aunque tengo que hacerle aún algunos ajustes.

—Veo que sigues igual de perfeccionista que siempre —dijo ella con una sonrisa, mirándolo de forma seductora—. Nada es lo bastante bueno para ti. Nunca te sientes satisfecho con nada. Ni con tu trabajo ni con tu moto.

Cade la miró fijamente a los ojos. Tenían un brillo especial bajo sus pestañas largas y espesas. Creyó advertir que bajo esas palabras retóricas se ocultaba otra intención más personal. Algún día, Abby podría ser un problema para él, se dijo para sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Te conozco desde hace años —dijo ella, apurando su combinado de naranja con arándanos, limón y unas gotas de vodka—. ¿Cómo no iba a saberlo?

Él se quedó mirándola con cara de extrañeza como si fuera la primera vez que la viera.

—¿Quieres otro? —dijo él, finalmente.

—No. Ya me siento un poco mareada. Tomaré un poco de agua.

Cade pidió al camarero una botella de agua y siguió charlando con Abby, la chica con la que había jugado tantas veces en el ordenador y en la PlayStation mientras esperaba a Laila para salir. No podía apartar la mirada de su boca. Especialmente cuando se pasaba la lengua por los labios después de tomar un sorbo de agua. Eran unos labios carnosos, brillantes y seductores. Sabía que no debía fijarse en esas cosas, pero no podía evitarlo.

—Así que estás muy ocupado con tu trabajo —dijo ella, echando otro trago de agua—. Apuesto a que tu padre te está presionando.

—Sí, no hace falta que lo digas.

—No es fácil trabajar con un padre. Todos son igual de exigentes con sus hijos. Yo quiero mucho a mi padre, pero hay veces en que…

—Te comprendo perfectamente —replicó Cade.

—Bueno, salud —dijo ella, chocando su vaso de agua, ya medio vacío, con la jarra de cerveza de Cade.

—¿Qué era lo que estabas estudiando? —preguntó él.

—Psicología. Terminaré el año que viene. Pero creo que necesitaré hacer un curso postgrado para especializarme en conducta de adolescentes. Me gusta trabajar con ellos.

—Seguro que lo harás muy bien. Tienes cualidades para ello.

Cade pensaba que Abby era bastante más madura que cualquier otra chica de su edad.

—Aún no sé lo que haré después de graduarme. Tal vez me vaya de Thunder Canyon.

—¿Serías capaz de dejar esta ciudad?

—Puede que tenga que hacerlo si quiero conseguir esa especialización. Además, con todos los cambios que está habiendo en mi familia, creo que ya es hora de abandonar el nido y abrirme camino en la vida por mí misma.

Él asintió con la cabeza.

—Lo comprendo. Pero no veo la necesidad de que te marches. Podrías seguir esos cursos por la universidad a distancia. Por otra parte, el que quieras independizarte de tus padres no significa necesariamente que tengas que abandonar la ciudad.

—No me lo puedo creer —dijo ella sonriendo—. Nunca te has fijado en mí y parece como si tuvieras ahora un interés especial en que me quedara.

—Eres una chica extraordinaria… Una mujer, quiero decir. Y no me agrada que esta ciudad pierda a una persona como tú.

—Ah, vaya. Veo que es solo tu deber cívico lo que te mueve a desear que me quede aquí.

Cade se dio cuenta de que se estaba metiendo en un terreno peligroso.

—Hay mucha gente que te echaría de menos.

—Bueno, aún no he tomado ninguna decisión. Primero, tengo que terminar el curso. Ya me queda muy poco, solo unos meses —dijo ella con cara de esperanza—. Y cambiando de conversación, ¿qué piensas de la rivalidad entre el LipSmackin’ Ribs y el Rib Shack de DJ? Eso que algunos han empezado a llamar ya «la guerra de las costillas».

Cade hubiera preferido no dar su opinión sobre el conflicto de intereses surgido entre el Rib Shack, el local favorito de Thunder Canyon durante muchos años para ir a tomar costillas a la barbacoa, y aquel nuevo restaurante que habían abierto hacía poco unos forasteros, donde servían las mesas unas camareras jovencitas luciendo sus encantos con pantalones cortos y camisetas ajustadas.

—Estoy del lado de DJ, en todo. Me ha parecido muy poco ético que el Hitching Post le haya rescindido el contrato como proveedor exclusivo de sus productos, a favor del LipSmackin’ Ribs. Seguiré viniendo aquí a tomar una copa, pero no pienso probar más sus costillas.

—¿No has ido nunca al LipSmackin’ Ribs?

—Solo un par de veces, por curiosidad. Para ver qué había de verdad en todos esos rumores que corrían.

—Supongo que te estás refiriendo a esos uniformes tan ajustados que llevan las camareras que sirven las mesas, ¿no?

Él movió la cabeza y se frotó la barbilla.

—Compadezco a tu futuro novio. No podrá tener secretos contigo. Le leerás el pensamiento, antes de que te los cuente.

—¿Mi futuro? ¿Por qué das por sentado que no tengo novio en este momento? —dijo ella con gesto serio—. Es cierto que no lo tengo, pero no habrá sido por falta de ocasiones. Por si no lo sabes, hay hombres que me encuentran muy atractiva y algunos incluso me han pedido salir con ellos.

—No era eso lo que quería decir. Pero ya que lo dices, ten cuidado con esos tipos. Asegúrate de que van con buenas intenciones.

Ella le lanzó una mirada tan seductora que él estuvo a punto de que se le cayera la jarra de cerveza.

—¿Qué entiendes tú por buenas intenciones? — preguntó ella.

Cade tragó saliva unos segundos.

—Quiero decir exactamente eso: que te asegures de que van con buenas intenciones y no solo para aprovecharse de ti.

—¿Y si fuera eso precisamente lo que yo quisiera?

A Cade se le atragantó el trago de cerveza que estaba tomando. ¿De dónde había salido esa descarada? Había jugado con ella muchas veces en el pasado y conocía su espíritu competitivo. Siempre había estado más interesada por los deportes que la mayoría de las mujeres, pero siempre la había visto como la hermana pequeña de Laila. Una dulce niña.

—Creo que ya es hora de que vuelvas a casa. Estoy empezando a oír cosas que nunca hubiera pensado pudieran salir de tu boca —dijo Cade, haciendo un gesto al camarero para que le cobrase.

—¡Oh, el fuerte y valiente Cade Pritchett! ¿No me digas que te he asustado? —replicó ella con una sonrisa desafiante, mientras él apuraba su cerveza y dejaba unos billetes en el mostrador.

—Hay muchas formas de asustar a un hombre. Venga, vamos.

Cade le agarró del brazo y salió con ella del local.

Abby se sentía como en una nube. Había estado esperando muchos años el momento de poder estar a solas con Cade. Llevaba enamorada en secreto de él desde antes incluso de que empezara a salir con su hermana y había sufrido mucho al ver la forma en que ella le había puesto en ridículo aquella noche del concurso de miss Frontier Days ante toda la ciudad.

El corazón no le cabía en el pecho, pensando que estaba por fin con él, no como la hermanita pequeña de Laila, sino como una mujer con la que acababa de tomar unas copas en un bar.

—Supongo que tienes tanto trabajo por las Navidades, ¿no? En estas fechas, todo el mundo desea hacer regalos a sus familiares y amigos.

—En parte, sí. Pero tengo en cartera un gran pedido. Espero que se confirme —respondió él, y luego añadió señalando a un hombre que había en la acera junto a una camioneta—. ¿No ese el viejo Henson tratando de cambiar una rueda a su vehículo?

—Sí, creo que sí. No debería estar haciendo eso a su edad. Y menos a estas horas de la noche. Debe tener casi ochenta y cinco años.

—Tienes razón —dijo Cade, acercándose al hombre—. Señor Henson, ¿puedo echarle una mano?

El anciano había puesto ya el gato hidráulico para levantar la camioneta.

—Gracias, pero no hace falta, puedo hacerlo yo solo —dijo el señor Henson mirando a la pareja con un gesto de sufrimiento en su arrugada frente—. Son estas malditas tuercas. Están tan oxidadas que no hay forma de aflojarlas.

—Déjeme echar un vistazo —replicó Cade muy cordialmente—. Abby, tal vez al señor Henson le apetezca tomar esa taza de chocolate caliente de la que hablábamos antes.

—No necesito ningún chocolate —dijo Henson—. Estoy perfectamente.

—Yo no —dijo Abby—. Empiezo a sentir frío. ¿Le importaría hacerme compañía mientras me tomo algo caliente?

Henson se quedó pensativo unos segundos. Luego suspiró resignado y se ajustó el sombrero.

—Está bien. Pero será solo unos minutos. Tengo que hacer una entrega de leña mañana a primera hora.

Abby movió la cabeza, dirigiendo una mirada de complicidad a Cade. El señor Henson era famoso en la ciudad por su responsabilidad en el trabajo. Ella lo admiraba por ello, aunque sabía también que se había visto metido en más de una situación comprometida de la que habían tenido que ir a sacarlo.

Se agarró del brazo del hombre con una sonrisa y entró con él en la cafetería.

Se sentaron en una mesa y se pusieron a charlar mientras le servían el chocolate caliente.

Henson no dejaba de mirar por la ventana.

—No se preocupe por su camioneta, señor Henson. Está en buenas manos.

—Sí, lo sé de sobra. Cade es un joven extraordinario. Hará muy buena pareja contigo.

—Yo también lo creo, pero me parece que él no me ve de esa manera. No sé si sabe a lo que me refiero — dijo ella con una sonrisa mezcla de ironía y amargura, tomando un sorbo de la taza de chocolate humeante que acababan de servirle.

Él frunció el ceño, arqueando sus cejas grises y peludas.

—Lo sé, lo sé, hija. Pero no tienes de qué preocuparte. Eres una joven muy atractiva. Todos los hombres vuelven la cabeza cuando pasas. Yo el primero.

—Muchas gracias, señor Henson. No sabe lo que significan para mí esas palabras, viniendo de un hombre como usted.

—No digo más que la verdad. Nunca he sido muy elocuente. Mi Geraldine, que Dios tenga en su gloria, te habría dicho lo mismo. Y eso que era la mujer más guapa que ha pisado las calles de Thunder Canyon. Aún sigo echándola de menos.

Abby, emocionada, puso la mano sobre la del señor Henson.

—Lo siento mucho. ¿Cuánto tiempo estuvieron casados?

—Cincuenta y tres años. Eso es por lo que sigo trabajando. Si me quedase en casa, me moriría de angustia pensando en ella a todas horas.

—Pero podría darse un descanso de vez en cuando. No queremos que le pase nada.

Abby tomó nota mentalmente para hacer una visita al señor Henson. Debía sentirse muy solo en su casa.

—Ya descansaré cuando Dios lo quiera. Pero ni un minuto antes —dijo el anciano, encogiéndose de hombros, sin dejar de mirar por la ventana—. Parece que Cade ha terminado de cambiar la rueda. Tenemos que irnos. Llévate el chocolate y déjame pagar la cuenta. Y no discutas conmigo. No tengo últimamente muchas ocasiones de disfrutar de la compañía de una joven tan guapa como tú.

—¡Vaya! ¡Y decía que no era muy elocuente! Gracias, señor Henson, por sus piropos.

Salieron de la cafetería y se reunieron con Cade, que parecía estar buscando algo para limpiarse las manos que tenía manchadas de grasa. Abby le ofreció la servilleta de papel que tenía puesta alrededor del vaso de chocolate.

—Gracias, Abby —agradeció Cade, y luego añadió dirigiéndose a Henson—. No me extraña que le costara tanto aflojar las tuercas. Tuve que emplearme a fondo para conseguir sacarlas. De todos modos, tendrá que ir al taller a que le reparen la avería.

—Iré, iré —aseguró Henson, con gesto serio, mientras inspeccionaba la rueda que Cade le había cambiado—. Gracias, Cade. Dime qué te debo.

—Por favor, señor Henson —dijo Cade, negando con la cabeza.

—Oh, vamos. Estoy en deuda contigo por las molestias que te has tomado con este viejo.

—Bueno, si se empeña, le diré lo que puede hacer para pagarme: no trabaje tanto y tómese la vida con más calma.

Henson miró por un instante a Cade como si quisiera fulminarle con la mirada, pero luego se echó a reír.

—Veré lo que puedo hacer. Gracias de nuevo. Y… cuida bien a esta chica tan guapa. Yo, en tu lugar, no dejaría que se me escapara.

Abby se puso muy colorada. Miró de reojo a Cade, que parecía algo desconcertado, y aprovechó el momento para apurar el chocolate que aún tenía entre las manos.

—Gracias por el chocolate, señor Henson. Buenas noches.

—Gracias a vosotros por vuestra amabilidad.

El viejo se montó en la camioneta y desapareció calle abajo.

—Te llevaré a casa. Tengo el todoterreno en esta misma esquina. Ese Henson es todo un carácter, ¿no te parece? —dijo Cade, mientras se dirigían al vehículo.

—Sí. En eso se parece a ti.

—¿A mí? —exclamó él extrañado, abriéndole la puerta del coche.

—Sí, a ti. Tratas de mantenerte discretamente al margen de todo, pero siempre estás allí donde te necesitan.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él, poniendo el motor en marcha.

—Que siempre estás ayudando a alguien, cuando no rescatando a una pobre chica de morir ahogada en las aguas de un lago. Se diría que tienes el síndrome de supermán.

Cade la miró fijamente como si de pronto estuviera viendo en ella a alguien más que a la hermana pequeña de Laila. Ella vio la expresión de sus ojos y contuvo la respiración.

Cade desvió la mirada al frente y puso en marcha el vehículo en dirección a casa de los Cates.

—¿Eso del síndrome de supermán es un diagnóstico reconocido por la medicina oficial? —preguntó él con una sonrisa.

—No. No creo que tengas ninguna disfunción clínica. Eres un hombre sano.

Abby pensó que esa era una forma muy pobre de describirle. Cade era mucho más que eso. Sobre todo para ella.

—Gracias. Ya me siento mejor —replicó él con una leve sonrisa.

—Son cinco dólares —dijo ella extendiendo la mano y soltando una carcajada al ver la forma en que la miraba de reojo—. Es solo una broma. No tengo licencia para ejercer la medicina.

Se iban acercando a la calle de su casa. Ella tenía un nudo en la garganta y otro en la boca del estómago. Trató de buscar la forma de prolongar aquel momento tan deseado durante tantos años. Dijo lo primero que se le ocurrió, que viniera al hilo de lo anterior y que pareciera algo ingenioso.

—Siempre me he preguntado lo que pasaría si un médico o un juez tuvieran un mal día en el ejercicio de sus funciones.

—Buena observación. Procuraré no ponerme en manos de ninguno, si me es posible.

Abby giró la cabeza hacia él, tratando de embriagarse con el brillo de sus ojos azules y la calidez de su aliento. Tenía una mandíbula muy varonil, acorde con su carácter firme y decidido, y unos hombros anchos y fuertes capaces de soportar todos los problemas que le deparase la vida. Ya había sufrido algunos reveses. Sabía también que bajo aquella chaqueta de piel de mouton había un cuerpo atlético y musculoso. Había jugado con él muchas veces al rugby en el jardín de casa, con sus cuatro hermanas y su hermano Brody. Aún recordaba la firmeza de sus brazos cuando la placaba por la cintura.

Sabía muchas cosas de él, pero aún quería saber más. Imaginó el placer que sería desabrocharle la chaqueta y sentir su cuerpo apretado contra el suyo. Tal vez fuera ya hora de dar un paso al frente y aprovechar la oportunidad. ¿Quién sabía si se presentaría otra?

Su corazón le latía con tal fuerza que comenzó a sentirse mareada.

—Siempre me han gustado tus ojos —dijo ella en voz baja.

—¿Cómo dices? —exclamó él sorprendido.

—Siempre me han gustado tus ojos —repitió ella con el mismo tono—. Dicen mucho de ti. Ya sabes, la mirada es el espejo del alma. En ellos puede verse esa mezcla de fuerza y compasión que te caracteriza — dijo ella mordiéndose el labio inferior y acercándose un poco más a él—. Por supuesto, el resto tampoco está nada mal.

—¿En serio?

—Sí, nada mal —repitió ella, deslizando la mano por la pechera de su chaqueta.

Armándose de valor, le agarró de las solapas y le atrajo hacia sí, hasta tener su boca junto a la suya. Lo besó con pasión, disfrutando de la sensación de su cercanía y del contacto de sus labios. Él respondió al beso sin reservas, le puso la mano en la espalda y la apretó contra su cuerpo. Ella sintió un placer indescriptible al sentir sus senos contra su pecho.

Abrió los labios para dejar que él introdujera la lengua en su boca, dispuesta a dejarle hacer lo que quisiera. A pesar del frío que hacía afuera, ella se sentía cada vez más ardiente con sus besos y caricias. Lo suficiente para quitarse el abrigo y…

Pero Cade apartó, de repente, la boca de la suya.

—Lo siento —dijo él, moviendo la cabeza con gesto de culpa—. Esto no debería haber pasado nunca.

—No fuiste tú el que lo me empezó —respondió ella con aire de decepción.

—No, en serio. No debería…. Bueno, vete a casa. Esperaré aquí hasta verte entrar.

—Pero, Cade…

—Vete, Abby —dijo él con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas.

Abby trató de contestarle, pero tuvo la sensación de que había agotado ya su cupo de valor por esa noche. Se bajó del coche, cerró la puerta de golpe y se dirigió a su casa con paso decidido, presa de una extraña mezcla de euforia y frustración. Cade le había devuelto el beso y la había tratado, por primera vez, como a una mujer deseable. Solo habían sido unos segundos, pero habían sido reales. No habían sido producto de su fantasía. Había sentido el calor de sus labios en la boca y su mano en la espalda apretándola contra su pecho. No, no habían sido imaginaciones suyas.

Pero luego se había disculpado por besarla. Había sentido ganas de ponerse a gritar de rabia e indignación. A pesar de todo lo que había pasado aquella tarde entre ellos, ¿estaría igual que al principio?, ¿volvería a ser para él de nuevo la hermanita pequeña de Laila?

Capítulo 2

CADE se habría tomado de buena gana una tercera taza de café después del almuerzo. No había dormido bien por la noche y había pasado todo el día con una sensación de malestar. Se le volvió a caer otro tornillo de la mesa que estaba montando para un personaje famoso del mundo del espectáculo de Los Ángeles. Maldijo en voz baja.

Hank, su padre y socio en el negocio, le dijo algo, pero él estaba concentrado en su trabajo, tratando de olvidar el beso que la hermana de Laila le había dado la noche anterior y que él le había devuelto de manera muy efusiva.

Procuró apartar de sí todas aquellas imágenes eróticas que habían estado atormentándole todo el día. Abby, con sus grandes ojos castaños, su pelo largo y sedoso, sus labios de rubí inflamados por sus besos… Recordó la escena del coche. ¿En qué demonios estaría pensando?

Tomó una cuchilla con gesto impaciente para quitar las rebabas del borde de la mesa. Pero, abstraído en sus pensamientos, se cortó la mano. Maldijo, ahora en voz alta, mientras la sangre empezaba a brotarle.

—¿Qué te ha pasado, hijo? —preguntó su padre, acercándose a él para echar un vistazo a la herida.

—No es nada. Me pondré una venda.

—Sería mejor que fueras al hospital y te pusieran la antitetánica.

—No soy tan estúpido.

—Pues a juzgar por tu rendimiento de esta mañana…