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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Cheryl Guttridge Klam. Todos los derechos reservados.

INTENSA PASIÓN, Nº 1390 - junio 2012

Título original: A Single Demand

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0161-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversion ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

 

Cassie Edwards hundió los pies en la arena y dio un sorbo a su piña colada mientras observaba al camarero que estaba sirviendo las bebidas. Le recordaba al príncipe de Cenicienta: alto, aspecto distinguido, pelo y ojos negros. Tenía el físico de un atleta y llevaba una camisa de lino blanca por fuera de unos vaqueros desgastados.

Aunque no había hablado con él, podía sentir que entre ellos existía un magnetismo difícil de ignorar. No podía dejar de pensar en lo que se debía de sentir al estar con un hombre así. En lo que se sentiría al tocarlo. Al besarlo. Al pertenecerle.

Pero ¿qué le estaba pasando?

Cassie miró a su alrededor. El restaurante estaba en la playa, al aire libre, rodeado de farolillos blancos. En un extremo había una barra y los camareros que iban y venían llevaban camisas hawaianas. Parecía la meca del romance. Había parejas por todas partes, agarrados de las manos, besándose, abrazados… Era difícil no dejarse llevar por la atmósfera.

Cassie sintió una punzada de soledad. Las Bahamas, decidió, no era el mejor lugar para recuperarse de un corazón roto.

Pero en aquel instante no estaba pensando en su ex novio. Tampoco se podía permitir un ligue. Ella no había ido allí a buscar el amor.

Había ido a conocer a Hunter Axon, uno de los ejecutivos más despiadados del mundo.

Era un cometido bastante extraño para una mujer que no tenía experiencia en el mundo de los negocios, una mujer que trabajaba como tejedora en una antigua fabrica textil.

–¿Quiere que le traiga otra piña colada?

Cassie levantó la cara. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal al reconocer al camarero al que no había dejado de mirar. Sus ojos oscuros hicieron que el resto del mundo desapareciera. ¿Qué estaba haciendo allí en su mesa? Él no era su camarero.

Cassie negó con la cabeza.

–No; no gracias.

El hombre dudó un instante. Después señaló hacia la cámara que Cassie tenía encima de la mesa.

–¿Ha tomado muchas fotos?

¡Estaba ligando con ella!

Por desgracia, Cassie no sabía ligar. Nunca había tenido muchas oportunidades. Su familia y la de Oliver se conocían desde que nacieron con dos días de diferencia en el mismo hospital. Mientras crecía en Shanville, o vivía en Nueva York, siempre fue la chica de Oliver Demion. Para todos los demás, estaba prohibida.

Cassie sintió que se ponía nerviosa. ¿Cómo se hacía aquello?

–No –dijo, titubeante–. Quiero decir, sí.

El hombre le sonrió.

–¿Ha estado en los acantilados?

Ella negó con la cabeza.

–No he tenido tiempo. Sólo he sacado fotos de la playa. Prefiero las fotos abstractas que captan la esencia a las fotos de la realidad. ¿Sabe a lo que me refiero? El brillo, pero no el… ummm –se interrumpió dudosa. ¿Por qué estaba hablando como una profesora?

–Se toma la fotografía muy en serio.

Ella se rió.

–No; ya no. Fui a la universidad para estudiar fotografía; pero lo dejé antes de acabar.

Su abuela había caído enferma y ella había tenido que dejarlo todo para ir a cuidar de ella. Después se había puesto a trabajar en la fábrica de su novio y él la había dejado justo antes de vender la empresa para la que trabajaba la mayoría de la gente del pueblo.

Por supuesto, omitió aquellos detalles.

–Ahora sólo es un pasatiempo –añadió.

Él se quedó un rato en silencio, sin apartar los ojos de ella. Cassie sintió que la estaba estudiando; casi se podría decir que la estaba desnudando con la mirada. ¡Dios Santo! ¡Qué guapo era! Hizo un esfuerzo para apartar los ojos.

–Si quiere algo más, dígamelo.

–Claro –dijo en un murmullo. ¿Debería decir algo más? ¿Invitarlo a sentarse? Pero no podía hacer algo así, ¿o sí?

Después de todo, se recordó a sí misma por enésima vez aquel día, ella ya no estaba comprometida.

Pero todavía se sentía culpable. Y no tenía nada que ver con el pasado. Tenía que ver con el motivo por el que había ido a aquel lugar tan exótico.

Volvió a mirar al camarero.

¿Cómo podía divertirse cuando sabía lo mal que se iban a sentir sus amigos? ¿Cómo podía relajarse cuando sabía que cuando regresara a Shanville llevaría malas noticias?

¿Cómo se había metido en aquel lío?

Hasta hacía unos meses, había creído que estaba donde siempre había querido estar y que tenía lo que había deseado. Estaba comprometida y a punto de casarse. Tenía un trabajo que le encantaba en un pueblo al que adoraba. Pero la vida había dado un giro inesperado. En un abrir y cerrar de ojos: todo había cambiado.

Si miraba hacia atrás, Cassie tenía que reconocer que no la había sorprendido demasiado que Oliver rompiera su compromiso. Después de todo, su relación marchaba mal desde que él se había hecho cargo de la fábrica. Ella misma habría roto con él hacía años si no hubiera temido cómo afectaría a la frágil salud de su abuela. Su abuela siempre había deseado que se casara con él; de hecho, solía decir que su compromiso era lo único que alegraba sus días.

No era que no lo quisiera. Había crecido junto a él, habían ido al colegio juntos y, los veranos, habían trabajado juntos en los telares. Pero cuando Oliver se hizo cargo de la dirección cambió y empezó a obsesionarse por el dinero. Cassie se dio cuenta de que tenía grandes sueños, sueños en los que la fábrica no encajaba.

Los hechos hablaron por sí solos y ella se dio cuenta de que ya no quería casarse con una chica de pueblo que trabajaba en la fábrica de sus padres. Él estaba destinado a buscar el amor y la fortuna en otra parte.

Pero por muy obvios que hubieran sido sus sentimientos hacia ella, nunca se habría imaginado que odiara tanto a su pueblo y que no le importara destruirlo.

Y eso era exactamente lo que había sucedido. Oliver había dirigido la fábrica tan mal que la había llevado al borde de la ruina. Después, justo cuando creía que nada podía empeorar, había traicionado a Shanville y a la gente que lo quería y había anunciado que iba a vender los telares a Hunter Axon.

¡Hunter Axon! Un tiburón de los negocios que había hecho una fortuna aprovechándose de las desgracias ajenas. Era famoso por hacerse con negocios pequeños, por despedir a los empleados y cerrar las fábricas, llevándose la producción al extranjero.

La noticia había pillado a todos por sorpresa. Ella misma se había sorprendido. ¿Cómo lo habría hecho? ¿Cómo habría convencido a Hunter Axon para que comprara una pequeña fábrica textil que llevaba años sin producir beneficios?

Había necesitado un tiempo para hacer sus investigaciones, pero, al final, había dado con la respuesta: la patente de Bodyguard.

Bodyguard era un tejido suave y absorbente que poseía la fábrica. Oliver había descubierto que aquel tejido era excelente para hacer ropa deportiva y, en lugar de usar la patente para hacer crecer la fábrica, se había vuelto ambicioso.

Así que a Cassie no le había quedado otra opción que salir a buscar a Hunter Axon. Estaba convencida de que la fortuna de la fábrica podría cambiar si pudiera producir ropa deportiva.

Cassie había sacado todos sus ahorros y había volado a las Bahamas para intentar hablar con él. Pero su misión no había sido tan sencilla como había imaginado. Por más que ella había insistido, la secretaria de Hunter se había negado a darle una cita.

Ahora, el día antes de su vuelta, estaba obligada a hacer frente a la realidad: había fracasado. La fabrica iba a desaparecer y sus preciosos telares irían a parar a algún museo.

Cassie tomó la cuenta. Veinte dólares. Veinte más que no debería haber gastado. Después de todo, sólo le quedaban treinta y los necesitaría para el taxi al aeropuerto. No debería haberse tomado aquellas piñas coladas, pero no había podido resistirse. Miro al mar y tomó aliento. Una suave brisa agitó las palmeras que flanqueaban la playa. Quizá, pensó, se quedaría unos minutos más.

Agarró el vaso vacío y dejó caer un cubito de hielo en la boca. Se reclinó en su asiento y se quedó mirando al sol naranja que se ocultaba en las aguas del Atlántico.

–¿Puedo invitarte a tomar algo? –preguntó una voz aterciopelada.

Cassie estuvo a punto de caerse de la silla. Pero no se trataba de su camarero favorito. Era un hombre rubio corpulento con la cara quemada por el sol.

–No, gracias –dijo ella, tragándose el cubito–. Estaba a punto de marcharme.

–¿Qué está haciendo un chica tan guapa como tú tan sola?

–¿Perdón?

–Es un crimen, eso es lo que es. Pero tengo buenas noticias. Ya no vas a estar sola más tiempo –levantó el pulgar hacia unos hombres que estaban sentados en la barra, y éstos levantaron el pulgar hacia él como para darle ánimos.

–Si me disculpa –dijo ella–. Tengo que marcharme.

–¡Oh, vamos! Tómate otra copa.

–No, gracias.

Ella abrió el monedero para pagar y, antes de que se diera cuenta, el hombre se lo arrebató de las manos y sacó el permiso de conducir.

–Cassie Edwards, calle Hickamore 345, Shanville, Nueva York.

–Por favor, devuélvame eso.

–Estás muy lejos de casa, Cassie.

–Le he dicho que me lo devuelva –se puso de pie y miró a su alrededor. La música estaba alta y, aunque había unas cuantas mesas a su alrededor, lo clientes parecían demasiado ocupados para darse cuenta.

El hombre levantó el permiso y miró hacia sus amigos de la barra. Ellos se rieron animándolo.

–Si me das un beso... –le dijo él. Antes de que ella pudiera reaccionar, la agarró por la cintura– sólo un beso.

–¿Hay algún problema? –dijo una voz a sus espaldas.

El hombre la soltó inmediatamente. Cassie se volvió y se encontró con los ojos negros de su camarero.

–Ninguno –dijo el hombre rubio.

El camarero entrecerró los ojos mientras cruzaba sus musculosos brazos por delante del pecho. Tenía un aspecto intimidatorio y un aire que inspiraba autoridad.

–A la señorita se le cayó el permiso de conducir, eso es todo –dijo el hombre, dejando el documento encima de la mesa. Miró con nerviosismos hacia sus amigos. Todavía estaban en la barra, pero ya no lo miraban.

Los ojos del camarero brillaron; estaba claro que no le gustaba que le mintieran. Dio otro paso hacia el hombre y le dijo con un tono amenazador:

–Quiero que se largue de aquí ahora mismo. No me gustaría montar una escena –dijo descruzando los brazos con los puños apretados–, sin embargo, si fuera necesario…

Antes de que pudiera acabar, el hombre le lanzó un puñetazo. Pero el camarero fue más rápido y, como un luchador experto, esquivó el golpe y agarró al hombre por la camisa, levantándolo del suelo.

–La próxima vez no se lo pediré con tanta educación.

–De acuerdo, de acuerdo –dijo el hombre levantando las manos.

El camarero lo dejó en el suelo y el hombre miró hacia la barra. Sus amigos habían desaparecido y él se alejó tambaleándose.

Cassie sintió la mirada del camarero sobre ella.

–¿Está bien? –le preguntó con amabilidad.

–Sí –respondió. A pesar de todo el lío, sólo podía pensar en los ojos de aquel camarero. Tenía la sensación de que nunca había visto unos ojos tan intensos.

–Puede utilizar el teléfono del bar si quiere llamar a alguien.

–¿A alguien?

–Alguien que la recoja. Que la lleve a casa.

–No –dijo ella.

–De acuerdo –le dijo él–. Llamaré a un taxi.

Ella recordó que no tenía dinero.

–No, mi hotel está cerca de aquí, iré andando.

En realidad, no estaba nada cerca; pero no había querido pasar su última noche metida en una habitación pequeña y oscura y había decidido ir a la playa para tomar algunas fotografías.

Entonces, hasta ellos llegaron unas voces. Se trataba del hombre que la había asaltado y sus amigos que estaban increpando a un grupo de chicas que estaban sentadas en la playa.

–La llevaré al hotel –le dijo el camarero, mirando hacia el grupo de hombres–. ¿Dónde se aloja?

Ella dudó un instante. Después, se dio cuenta de que no lo conocía de nada y no podía decirle dónde se hospedaba. Aunque sólo hacía unos minutos había estado soñando con él, la verdad era que ella, Cassie Edwards, de veintitrés años, todavía virgen, era la novia de Oliver Demion.

Es decir, la ex novia.

–Gracias por su ayuda; pero estoy bien.

No podía permitir que la acompañara, que viera la pensión donde se alojaba. Pero sí había una cosa que deseaba de él.

Él la estaba mirando, sin decir una palabra.

Cassie agarró la cámara.

–Le importaría si… –dudó un instante.

–¿Si qué?

–¿Si le hago una foto?

Él la miró como si fuera la primera vez que alguien le pedía algo así.

–Sólo será un segundo –dijo ella.

–Claro –dijo él, sin moverse.

Cassie miró a través del objetivo y enfocó la imagen. Él miró directamente a la cámara, con una expresión intensa y, a la vez, divertida.

Ella apretó el botón y apartó la cámara con una sonrisa.

–Genial. Gracias.

El camarero se encogió de hombros.

–De nada.

Cassie se preguntó si él se iba a quedar allí hasta que ella se marchara. Abrió el monedero, sacó el dinero y lo dejó encima de la mesa.

–Como ya le dije antes sólo soy una aficionada –comenzó a decir–. Desde que conseguí mi primera cámara…

Levantó la cara para mirarlo y se dio cuenta de que estaba hablando sola. Él se había ido.

Miró a su alrededor pero no lo vio por ninguna parte.

Después, se levantó para marcharse y al girarse lo vio apoyado en una palmera. De repente, se puso nerviosa: no sabía si hacer como si no lo hubiera visto o entablar conversación con él.

Entonces, él se dirigió a ella.

–¿Por dónde va?

Había algo en su mirada dulce que hizo que su corazón latiera más deprisa.

–Por ahí –dijo señalando hacia la izquierda.

–Yo también –respondió él–. ¿Le importa si camino con usted un rato?

Cassie se rió nerviosa.

–No, claro. Pero por favor, no me trates de usted.

No estaba segura de si aquello era una coincidencia o si él lo había planeado. Lo miró de reojo y vio que él la estaba mirando a ella. Se puso colorada y apartó la vista. Pensó que ni siquiera sabía su nombre; pero, en realidad, tampoco le importaba.

–¿Estás en las Bahamas por placer o negocios? –preguntó él.

–Negocios –respondió ella.

–¿A qué te dedicas?

Cassie dudó.