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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Barbara Wallace

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La dama del millonario, n.º 2588 - febrero 2016

Título original: The Billionaire’s Fair Lady

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7673-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

No la creía.

«Para tratar con los ricos hay que ir a barrios de ricos».

Debía haber descartado esa idea en cuanto se le pasó por la mente. Después de todo, tener malas ideas era la especialidad de Roxy O’Brien.

Pero no, había abierto la guía de teléfonos y había elegido un bufete de abogados que decía ocuparse de testamentos.

Por eso se encontraba con lo que aparentaba ser un traje de ejecutiva, aunque no era más que su uniforme de camarera con una chaqueta nueva, esperando a que Michael Templeton, abogado, le diera su veredicto.

–¿Y dices que has encontrado las cartas en el armario de tu madre? –preguntó él con un escepticismo que no lograban ocultar sus gafas de lectura.

–Sí –contestó Roxy–. En una caja de zapatos.

–¿Y hasta entonces no sabías nada de ellas?

–No. Las descubrí el mes pasado.

El abogado permaneció en silencio, tal y como había estado casi toda la reunión. Roxy tenía la impresión de que se sentía incómodo, que quería acabar lo antes posible para poder ocuparse de asuntos más importantes. Por otro lado, había sido lo bastante amable como para escucharla sin interrumpirla, y en aquel momento leía la carta atentamente.

«Has heredado sus ojos».

Cuatro palabras, catorce cartas con el poder de cambiarle la vida. Antes de leerlas era Roxanne O’Brien, la hija de Fiona y Connor O’Brien. Después… ¿quién? La hija de un hombre al que no conocía. Un amante al que su madre jamás había nombrado. Por eso había ido a ver a Mike Templeton: en busca de respuestas. Pero también de algo más. Porque si su madre decía la verdad, a Roxy le correspondía una vida mejor que la que llevaba.

«Has heredado sus ojos».

Mike Templeton había dejado la carta sobre la mesa y estaba mirando a Roxy. Esta estaba acostumbrada a que la miraran, porque algunos clientes creían que tenían derecho a devorar con los ojos a las camareras, así que estaba inmunizada. O eso creía hasta que la mirada de Mike Templeton la perturbó. Quizá porque, al quitarse las gafas, vio que sus ojos eran de un intenso marrón y porque la observaba como si quisiera adivinar sus intenciones. Roxy cruzó las piernas, lamentando que su falda fuera tan corta, y se obligó a sostenerle la mirada.

Para su satisfacción, él desvió la suya primero y se reclinó en el respaldo de su asiento. Roxy entonces la fijó en el bolígrafo negro que Templeton giraba entre sus elegantes dedos. De hecho, pensó ella, todo en él era elegante: sus dedos, su postura, el traje que llevaba, el despacho. Era como estar delante de un modelo de revista, y eso le hacía más consciente que nunca de hasta qué punto ella procedía de un medio mucho más humilde.

Aunque, si su madre no mentía, no era ni mucho menos tan humilde…

–¿Todas las cartas son tan íntimas como esta? –preguntó él.

Roxy se sonrojó.

–Creo que sí. Las he leído por encima.

Como él acababa de señalar, eran cartas íntimas, y al leerlas uno sentía que estaba leyendo el diario privado de un desconocido.

Un desconocido que era su padre. Como lo era su madre en unas páginas en las que Roxy no conseguía identificarla

–Si te fijas en las fechas –señaló–, la última es de nueve meses antes de que yo naciera.

–Y un par de semanas antes de que él sufriera el accidente.

El accidente que le había causado la muerte. Roxy había leído las reseñas al hacer una búsqueda en Internet.

El abogado frunció el ceño. Incluso ese gesto resultaba en él sofisticado.

–¿Estás segura de que tu madre no había dicho nunca nada hasta el mes pasado?

Roxy no comprendía la insistencia en las preguntas. Ya le había contado todo lo que sabía. Si no le interesaba su caso, ¿por qué no lo decía directamente?

–Si lo hubiera hecho, lo recordaría.

–¿Y no te explicó por qué no te lo había dicho?

–Desafortunadamente, estaba demasiado ocupada muriéndose.

A Roxy se le escapó el comentario antes de que pudiera morderse la lengua, y el abogado arqueó las cejas, sorprendido. Pero ¿qué esperaba que le dijera? ¿Que mientras agonizaba, su madre le había hecho un recuento detallado de su affaire con Wentworth Sinclair?

–No estaba plenamente consciente –añadió, reprimiendo su tendencia al sarcasmo–. Al principio pensé que estaba bajo el efecto de los analgésicos.

Hasta que la mirada de su madre se había despejado por un instante, a la vez que decía: «Has heredado sus ojos».

–Y ahora piensas de otra manera.

–Desde que he leído esas cartas, sí.

–Ya.

Eso era todo. Ya. El abogado había vuelto a girar el bolígrafo entre los dedos. A Roxy no le gustaba el silencio porque le recordaba demasiado a la pausa expectante que seguía a una prueba de casting mientras el director tomaba notas. Solo que, en aquella ocasión, el silencio le resultaba incluso más cargado, quizá porque lo que estaba en juego era aún más importante.

–Por resumir –dijo él finalmente–, tu madre te dijo en su lecho de muerte que eras hija de Wentworth Sinclair, el hijo difunto de una de las familias más ricas de Nueva York. Luego, mientras recogías sus pertenencias, encontraste unas cartas que no solo corroboraban esa información, sino que establecían una cronología que acababa justo antes de su muerte –Templeton giró el bolígrafo entre los dedos–. Todo encaja a la perfección. Incluso el hecho de que las dos partes implicadas estén muertas y no puedan negar los hechos.

–¿Por qué iban a negarlos? Es la verdad –a Roxy no le gustó la dirección que estaba tomando la conversación–. ¿Insinúas que me lo he inventado?

Era evidente que no la creía.

–Yo no insinúo nada. Me limitó a señalar coincidencias –Templeton se inclinó hacia delante, entrelazando los dedos–. ¿Tienes idea del número de personas que aseguran ser herederos de familias acomodadas?

–No –a Roxy le daba lo mismo lo que hicieran los demás. Su caso era genuino.

–Más de los que te imaginas. Por ejemplo, la semana pasada, un hombre vino asegurando que entre sus antepasados estaba la familia Hudson y quería reclamar a la ciudad de Nueva York una parte del río Hudson.

–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Roxy, irritada.

–Que trajo más documentación que tú –dijo él.

¿Estaba acusándole de ser un fraude, de haber maquinado aquello?

–¿Crees que miento al decir que soy hija de Wentworth Sinclair?

–No sería tan extraño, sabiendo lo que hay en juego.

–Yo… Tú… –Roxy tuvo que contenerse para no abofetearlo–. ¡Esto no tiene nada que ver con el dinero!

–¿De verdad? ¿No te gustaría recibir alguno de los millones de los Sinclair?

Roxy abrió la boca, pero se contuvo. Le habría encantado decirle que no tenía el menor interés en el dinero y hacerle sentir mal, pero habría mentido. Si se tratara solo de ella, o si viviera en un mundo perfecto, podría permitirse ser virtuosa; pero ni era solo por ella, ni su mundo tenía nada de perfecto. De hecho, ser hija de Wentworth Sinclair podía darle la única oportunidad de salvar lo único bueno que pasaba en su desastrosa vida.

Pero cómo iba a explicarle todo eso a Mike Templeton o cómo iba él a comprenderlo cuando no debía de haber tenido un problema en toda su vida.

En aquel instante, la miraba con sorna.

–Eso es lo que pensaba. Lo siento, pero si lo que quieres es alcanzar un acuerdo económico, vas a tener que conseguir algo mejor que unas cartas de amor de hace treinta años.

–Veintinueve –lo corrigió Roxy, aunque no sabía por qué se molestaba si el abogado ya le había puesto la etiqueta de cazarrecompensas.

–Vale, veintinueve. En cualquier caso, si quieres seguir adelante, te recomiendo que consigas más documentos. Por ejemplo, un certificado de nacimiento.

–¿En el que Wentworth Sinclair aparezca como mi padre? –Roxy ya no pudo contener el sarcasmo. Se dio una palmada en la frente a la vez que añadía–: ¡Qué idiota, me lo he dejado en casa! –miró a Templeton con la misma expresión de desaprobación que le dirigió él–. ¿No crees que si la tuviera la habría traído?

–Lo supongo. Pero también habría sido más normal que tu madre te dijera quién era tu padre hace años –Templeton metió la carta en el sobre pausadamente.

–¡Olvídalo! –dijo Roxy, tomando el montón de cartas.

¿Qué le había hecho pensar que los ricos la creerían? En aquella parte de la ciudad despreciaban a gente como ella, y Roxy no estaba dispuesta a permanecer sentada y permitir que aquel tipo la mirara con condescendencia.

–En tu anuncio decías que te ocupabas de testamentos y pensé que me podrías ayudar –añadió–. Pero está claro que me he equivocado –tomó el bolso del respaldo del asiento. Si Mike Templeton no pensaba que se merecía su tiempo, ella tampoco iba a perderlo con él–. Estoy segura de que encontraré otro bufete que se interese en mi caso.

–No me has entendido bien. Por favor, siéntate.

Roxy no quería más explicaciones. Saberse rechazada era igualmente doloroso por mucho que se envolviera en bonitas palabras. Lo sabía bien porque había recibido suficientes «gracias, pero no» en su vida. Y cada una de ellas le había sentado como una patada en el estómago.

Se puso el abrigo bruscamente, decidida a no pasar por la humillación de que Templeton viera que se le humedecían los ojos.

–Por cierto –dijo, ajustándose las solapas–, el anuncio también dice que te interesan todo tipo de casos. Si es mentira, deberías quitarlo.

Estaba harta de ser amable y mostrar sus mejores modales. Además, ser acusada de mentir para hacerse con una fortuna le daba permiso para ser insolente.

–Espera un momento…

Roxy salió de la oficina sin volver la cabeza y se sintió orgullosa de sí misma por llegar a la acera antes de que la visión se le nublara. ¡Y eso que creía que ya había llorado todo lo que podía llorar! ¿Cuándo dejaría de sentirse tan vulnerable, tan frágil?

«Has heredado sus ojos».

«¿Por qué no me lo dijiste antes, mamá?», pensó. «¿Por qué tardaste tanto en decírmelo?».

¿Tanto se avergonzaba de ella?

 

 

«Lo has hecho fatal, Templeton. Fatal».

Aun así, Mike tenía que admitir que como despedidas airadas, la de Roxy O’Brien merecía un premio.

Diez años de práctica de la abogacía lo habían expuesto a numerosos casos dudosos, pero nadie antes se había marchado haciendo tal esfuerzo por contener el llanto. Aunque ella creyera que no lo había notado, Mike había visto el brillo de lágrimas en sus ojos verdes.

Mike se meció hacia atrás y hacia adelante, haciendo girar el bolígrafo entre los dedos. Era lógico que estuviera desilusionada. Como muchos otros, debía de haber pensado que le había tocado el equivalente legal a haber ganado la lotería.

De haberse quedado, en lugar de irse como un ciclón pelirrojo, le habría explicado que poner una demanda a los Sinclair no sería sencillo ni aunque su historia fuera verdad. Había que tener en cuenta precedentes legales y plazos de prescripción.

Por otro lado, pensó Mike, dejando de mover el bolígrafo, no era necesario conseguir una prueba de paternidad definitiva para presentar una demanda. Bastaría con dotarla de credibilidad.

¿Estaba realmente planteándose hacerlo? ¿Tan bajo había caído que aceptaría un caso tan improbable como aquel solo por el ingreso que podía representar llegar a un acuerdo?

Una mirada a la reducida pila de casos que tenía sobre el escritorio le sirvió de respuesta. Tal y como estaban las cosas, incluso se plantearía aceptar el del sobrino de Henry Hudson.

El fracaso debía de ser aquello. El constante vacío en la boca del estómago. El peso sobre sus hombros. El tic-tic-tic que resonaba en su mente, recordándole que había pasado un día más sin que nuevos clientes llamaran a su puerta. No debía haber sido así. Los Templeton, tal y como le habían grabado en el cerebro, no fracasaban. Ellos abrían camino. Destacaban. Eran líderes en su campo. Y más aún si eras Michael Templeton III y tenías que estar a la altura de aquellos que habían llevado el mismo nombre desde al menos dos generaciones.

«Nos has desilusionado, Michael. Te educamos para que destacaras».

Doce años después de haberlas oído por primera vez, las palabras de su padre resonaron en sus oídos y le recordaron que no tenía elección: tenía que tener éxito. Asumió el reto de establecer su propio bufete y debía demostrar su valía fuera como fuera.

Desafortunadamente, su mejor opción había salido por la puerta en estampida y no le quedaba más remedio que conseguir que volviera.

Una mancha gris a su derecha atrajo su mirada, y al darse cuenta de lo que era, Mike sonrió. Quizá la suerte no lo había abandonado. Tomó el sobre que Roxanne O’Brien había olvidado y dio gracias a las despedidas precipitadas.

 

 

Los jueves por la noche había mucho trabajo en el Elderion Lounge. Los clientes, mayoritariamente hombres, empezaban a relajarse. Bebían más, pedían más rondas y el ambiente era más bullicioso. A Roxy no le importaba que hubiera más acción porque también significaba que recibía más propinas. Pero aquella noche no estaba de humor para aguantar a representantes bebiendo vodka-tonics.

–Seis vodka-tonics, un vino de la casa y dos martinis –dijo. A pesar de que fuera hacía fresco, en el local el ambiente estaba cargado. Tomó una servilleta y se secó el cuello. Hacía rato que se había quitado la chaqueta y se había quedado solo con una blusa negra y la falda.

El barman, un tipo corpulento llamado Dion, la miró de arriba abajo.

–Pareces agobiada. ¿La mesa seis te está dando problemas?

–No más de los habituales. Es que tengo un mal día.

¿Quién se pensaba Mike Templeton que era? Que hubiera nacido en un barrio rico no le daba derecho a juzgar ni a su madre ni a ella.

Hizo una bola de la servilleta y la tiró a la cesta de la lavandería.

–A estas alturas debería estar inmunizada a ser rechazada.

–Creía que habías dejado la interpretación –dijo Dion.

–Así es. Esto ha sido por otra cosa –y el rechazo resultaba más doloroso que ninguno de los anteriores–. No conocerás a un abogado, ¿verdad?

El barman frunció el ceño.

–¿Te has metido en un lío?

–No, es para una consulta legal.

Dion sacudió la cabeza.

–Me temo que no te puedo ayudar.

–No importa –dijo Roxy. En cualquier caso, ¿quién podía asegurarle que otro abogado sería menos condescendiente que Mike Templeton?

–¡Dios mío! –Jackie, otra de las camareras apareció a su lado–. ¡Por favor, deja que ese hombre se siente en mi mesa!

Roxy, que estaba ocupada cargando la bandeja, no se molestó en mirar. Al menos una vez a la semana, Jackie creía ver a su Príncipe Azul entrando en el bar.

–¿Qué tiene esta vez de especial? ¿Crees que es alguien famoso?

–No. Rico.

¿En el bar? Roxy lo dudaba. A no ser que estuviera perdido y hubiera entrado a preguntar por una dirección. Los ricos iban a otro tipo de locales.

–Y supongo que es muy guapo.

–Imagínate hasta qué punto, que aunque fuera pobre intentaría ligármelo.

Roxy tenía que verlo. Estirando el cuello, inspeccionó la sala.

–Dudo que alguien tan atractivo…

Mike Templeton estaba de pie junto a la mesa ocho, quitándose los guantes lentamente a la vez que inspeccionaba su entorno. Roxy sintió un nudo en el estómago. Jackie tenía razón, era el hombre más guapo del bar y destacaba como si fuera un profesional entre amateurs. ¿Qué demonios hacía allí?

–Ya te había dicho que era espectacular –oyó decir a Jackie.

Antes de que respondiera, él se giró y sus miradas se encontraron. Roxy se quedó paralizada mientras Templeton se quitaba el abrigo y lo colgaba en el respaldo de la silla sin desviar la mirada de ella.

–Vamos, a ti no te interesa encontrar pareja. Te cambió esa mesa por la doce y la quince.

Con los ojos clavados en el abogado, Roxy contestó:

–Lo siento, Jackie, pero esta vez no va a poder ser.

Tomó la bandeja y, deliberadamente, sirvió a las demás mesas antes de ir a la de él, aunque todo el tiempo sintió su mirada clavada en ella.

–Es muy difícil dar contigo, Roxy O’Brien –la saludó–. He ido a tu apartamento y un tipo me ha dicho que estabas en el bar. He asumido que era este –sonrió como si fuera lo más normal encontrarse allí–. Tenemos una conversación pendiente.

Debía de estar de broma.

–Yo la di por terminada cuando nos insultaste a mi madre y a mí.

–Fue un malentendido. Si te hubieras quedado, te habrías dado cuenta de que solo intentaba señalar los puntos débiles del caso.

–Será eso –no había habido ningún malentendido. Había sido muy claro. Colocándose la bandeja bajo el brazo, preguntó–: ¿Querías algo más?

–Un whisky. Sin hielo.

Así que pensaba quedarse. Quizá era el momento de ceder su mesa a Jackie.

–¿Algo más?

–Sí. Olvidaste esto –Mike sacó el sobre gris de su maletín. Al verlo, Roxy tuvo que contener un gruñido–. Sería una pena que perdieras una carta de la colección.

Roxy se irritó consigo misma por no haber sido capaz de hacer una salida de escena redonda.

–Gracias, pero no hacía falta que te molestaras en traérmela. Podías haberla mandado por correo.

–No ha sido ninguna molestia. No quería que se estropeara. Además… –Mike posó una mano sobre la de Roxy, que había alargado la suya hacia el sobre–, he pensado que así me concederías unos minutos de tu tiempo –concluyó, mirándola fijamente.

Roxy sintió un calor en el brazo que se expandió por el resto de su cuerpo. Bajó la mirada y vio los dedos de Mike, que eran el doble que los suyos. Sintiendo que el calor le subía a las mejillas, retiró la mano.

–¿Para qué? –preguntó, asiendo la bandeja con fuerza para librarse del cosquilleo que le había dejado el contacto.

–Como te he dicho, te marchaste antes de que termináramos la conversación.

–No tenía por qué aguantar más impertinencias. Voy a por tu copa.

Mike chasqueó la lengua cuando ella dio media vuelta y dijo:

–Vas a tener que ser mucho menos suspicaz si pretendes ir por los Sinclair.

Roxy se quedó paralizada. ¿Qué había dicho?

–¿No viniste a verme por eso? –continuó él–. ¿No querías poner un recurso al testamento de Wentworth?

Roxy se volvió lentamente y vio la expresión de satisfacción del abogado por haberla tomado por sorpresa. ¿Insinuaba que su caso era viable? Más le valía no estar bromeando…

–Escucha –él se inclinó sobe la mesa y sus gemelos de oro centellearon–. Es un caso con pocas probabilidades de salir bien. Las dos personas implicadas han fallecido, la única prueba que tenemos es un fajo de cartas, y han pasado treinta años. Los jueces no suelen ser demasiado generosos con demandas tan antiguas. De hecho, subir al Everest sería más sencillo.

–Gracias por el resumen. Pero si era eso lo que has venido a decirme, podías haberte ahorrado la gasolina.

–Una vez más, no estás dejando que termine.

Aunque estaba convencida de que escucharlo era una pérdida de tiempo, Roxy esperó.

–Vale, mi caso es más difícil que subir al Everest. ¿Qué más quieres decirme?

Una sonrisa de seguridad en sí mismo que paralizó a Roxy curvó los labios de Mike.

–Resulta que me entusiasma subir montañas.