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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Andrea Laurence

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una semana de amor fingido, n.º 5437 - diciembre 2016

Título original: One Week with the Best Man

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8995-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Perdone –dijo Natalie inclinándose hacia el hombre sentado frente a ella–. ¿Podría repetírnoslo?

Gretchen se alegró de que Natalie lo hubiera dicho, ya que ella estaba muy confusa. Las cuatro socias del local para bodas Desde este Momento se hallaban sentadas a la mesa de la sala de reuniones frente a un hombre que llevaba un traje caro y que mostraba una actitud arrogante que a Gretchen no le gustaba nada. Era indudable que no era del sur de Estados Unidos; también, que estaba diciendo tonterías.

Ross Bentley parecía tan molesto con la confusión de aquellas mujeres como ellas con él.

–Ustedes anuncian Desde este Momento como un local para bodas con todos los servicios, ¿verdad?

–Sí –respondió Natalie–, pero eso se refiere a la comida, el pinchadiscos y las flores. Nunca nos han pedido que proporcionemos una acompañante a uno de los invitados. Esto es una capilla para celebrar bodas, no un servicio de señoritas de compañía.

–Deje que me explique –dijo Ross con una astuta sonrisa, que a Gretchen le inspiró una gran desconfianza–. Se trata de un asunto muy delicado, por lo que lo que se diga aquí tendrá que estar cubierto por el acuerdo de confidencialidad de la boda de Murray Evans.

Murray Evans era una estrella de la música country. En la última gira se había enamorado de su telonera, e iban a casarse por todo lo alto el fin de semana siguiente, y la boda duraría varios días. A la prensa se le hacía la boca agua. Esa clase de bodas normalmente requerían una cláusula de confidencialidad para evitar filtraciones.

A decir verdad, Gretchen estaba harta de ese tipo de bodas. El dinero le venía bien. Siempre le venía bien, ya que no tenía mucho, pero mandar miles de invitaciones escritas con una perfecta caligrafía no era muy divertido, como tampoco lo era tratar con los arrogantes invitados que acudían.

–Por supuesto –contestó Natalie.

–Represento a Julian Cooper, el actor. Es un viejo amigo del señor Evans y será su padrino. No sé si siguen ustedes las noticias sobre los famosos, pero Julian acaba de romper públicamente con la coprotagonista de Bombs of Fury, Bridgette Martin. A esta ya se la ha visto con otro conocido actor. Como representante de Julian, creo que no quedaría bien que acudiera a la boda solo, pero no quiere complicarse la vida con una novia de verdad. Lo único que necesitamos es una mujer que finja serlo durante la celebración de la boda. Les aseguro que no se trata de nada indecente.

Gretchen conocía a Julian Cooper. Era imposible no hacerlo, aunque no había visto ninguna de sus películas. Era el rey de las películas de acción, con disparos, explosiones y unos guiones terribles. No era la clase de películas que a ella le gustaba, a pesar de ser muy popular. Parecía ridículo que necesitara una novia falsa. Sus duros y sudorosos abdominales aparecían en todas las vallas publicitarias de la ciudad.

Aunque Gretchen no apreciara su forma de actuar, no podía dejar de reconocer que tenía un cuerpo magnífico. Si un hombre como aquel, con ese aspecto, no podía conseguir una acompañante de última hora, ¿qué podía esperar ella?

–¿Qué clase de mujer desea? –preguntó con cautela Bree, la fotógrafa–. No conozco a muchas mujeres que se sientan seguras del brazo de una estrella cinematográfica.

–Es comprensible –contestó Ross–. Lo que preferiríamos es a una mujer normal. No queremos que parezca una señorita de compañía. Sería bueno para las admiradoras de Julian que lo vieran con una mujer así, ya que creerían que tienen la posibilidad de salir con él.

Gretchen soltó un bufido, y Ross le lanzó una mirada cortante.

–Estamos dispuestos a compensarla generosamente por las molestias –prosiguió–. Le pagaremos diez mil dólares por su tiempo, así como una cantidad para la ropa y el salón de belleza.

–¿Diez mil dólares? –preguntó Gretchen con voz ahogada–. ¿Bromea?

–No –respondió Ross–. Hablo en serio. ¿Pueden proporcionarme lo que les pido o no?

Natalie respiró hondo y asintió.

–Sí. Lo organizaremos para que haya alguien cuando Julian llegue a Nashville.

–Muy bien. Llegará esta noche en avión y se va a hospedar en el Hilton –Ross se sacó la cartera y extrajo un puñado de billetes que dejó en la mesa–. Esto será suficiente para la ropa y el salón de belleza. El pago completo lo haremos cuando se haya celebrado la boda.

Sin añadir nada más, se levantó y salió de la sala de reuniones. Las cuatro mujeres se quedaron perplejas y en silencio.

Por fin, Bree extendió la mano y contó el dinero.

–Ha dejado dos mil dólares. Creo que más que suficiente para comprarse un par de bonitos vestidos y peinarse y maquillarse, ¿no te parece, Amelia?

Amelia, la encargada de la comida, asintió.

–Debiera serlo, pero depende de con quién contemos. ¿A quién vamos a pedir que haga esto?

–A mí no –dijo Bree–. Estoy comprometida y, además, tengo que hacer las fotos. Y tú estás casada y embarazada.

Amelia se acarició el redondeado vientre. Acababa de cumplir veintidós semanas de embarazo y de saber que Tyler, su esposo, y ella iban a tener una niña.

–Aunque no lo estuviera, debo cocinar para quinientos invitados. Es demasiado, incluso con la ayuda de Stella.

Ambas se volvieron a mirar a Natalie, que tomaba notas frenéticamente en la tableta.

–A mí no me miréis. Soy quien organiza la boda. Tendré que estar pendiente de todo.

–Tiene que haber alguien a quien pedírselo. ¿Una amiga? –apuntó Gretchen–. Tú te has criado en Nashville, Natalie. ¿No conoces a nadie a quien no le importe ir del brazo de una estrella cinematográfica durante unos días?

–¿No podrías ser tú? –preguntó Natalie.

–¿Qué? –contestó casi gritando Gretchen a tan ridícula pregunta. Era evidente que sus socias habían perdido el juicio si creían que esa era una solución viable–. ¿Yo? ¿Con Julian Cooper?

Natalie se encogió de hombros.

–¿Por qué no? Parece que quiere a una mujer normal.

–Que no quiera a una modelo no significa que me quiera a mí. Ni siquiera soy normal. Soy baja y estoy gorda, por no mencionar que no se me da bien relacionarme con hombres. Me encierro en mí misma cuando viene el novio de Bree. ¿En serio creéis que puedo comportarme normalmente con el actor más guapo de Hollywood susurrándome al oído?

–No estás gorda –la corrigió Amelia–. Eres una mujer normal. A muchos hombres les gusta que las mujeres tengan algo a lo que agarrarse.

Gretchen puso los ojos en blanco. Le sobraban diez kilos desde que llevaba pañales. Sus dos hermanas eran espigadas y delgadas, como su madre, que había sido bailarina, pero ella, para su desgracia, había heredado los genes de su padre ruso. Usaba bragas de talla XL y su pasatiempo preferido era hacer magdalenas.

–No hablaréis en serio. Aunque fuera la última mujer sobre la faz del planeta, olvidáis que también trabajo aquí. Estaré ocupada.

–No necesariamente –contraatacó Bree–. La mayor parte de tu trabajo lo haces antes de la boda. Gretchen frunció el ceño. Bree estaba en lo cierto, aunque no quisiera reconocerlo. Hacía meses que había mandado las invitaciones. Los programas y las tarjetas con el nombre de los invitados para asignarles su sitio ya estaban hechas. Tendría que adornar el local la noche antes, pero eso no la impediría participar en la mayor parte de las actividades de la boda.

–También me ocupo de muchos detalles de última hora. No me paso los sábados sentada limándome las uñas.

–No he dicho eso –dijo Bree.

–De todos modos, es ridículo –refunfuñó Gretchen–. ¿Julian Cooper? ¡Por favor!

–Te vendría bien el dinero.

Gretchen miró a Amelia y suspiró. En efecto, estaba sin blanca. Habían acordado al montar la empresa que la mayor parte de los beneficios se dedicaría a pagar la hipoteca del local, por lo que ninguna ganaba un sueldo espectacular. A Amelia y a Bree ya no les importaba tanto, puesto que esta estaba prometida a un productor musical millonario y aquella estaba casada con otro millonario que se dedicaba al negocio de las joyas. Gretchen llegaba a fin de mes, pero no le sobraba mucho para imprevistos.

–¿Y a quién no?

–Podrías ir a Italia –apuntó Natalie.

Gretchen gimió. Ese era su talón de Aquiles. Llevaba años fantaseando con ir a Italia, desde que iba al instituto. Quería pasarse semanas allí asimilando cada detalle, cada cuadro de los pintores del Renacimiento. Era un viaje que estaba fuera de su alcance en el plano económico, a pesar de los años que llevaba intentando ahorrar.

Pero Natalie tenía razón. Con ese dinero podría reservar un billete de avión y marcharse.

Italia: Florencia, Venecia, Roma…

Desechó esos pensamientos y se enfrentó a la realidad.

–Estamos sobrecargadas de trabajo. Es verdad que el negocio baja durante las vacaciones, pero no contemplo un viaje de tres semanas a Italia en un futuro inmediato. Aunque Julian Cooper me diera un millón de dólares, no tendría tiempo para irme de viaje.

–Cerramos una semana entre Navidad y Año Nuevo. Eso cubriría una parte –dijo Natalie–. O podrías ir en primavera. Si adelantas el trabajo de las invitaciones, conseguiríamos a alguien para que adornara el local. Lo que importa es que dispongas del dinero para irte. No vas a hacer daño a nadie.

–Claro, Gretchen –antevino Bree–. Es mucho dinero, ¿a cambio de qué? ¿De colgarte del brazo de Julian Cooper y mirarlo con ojos amorosos? ¿De bailar con él en el banquete y tal vez besarlo delante de las cámaras?

Gretchen apretó los dientes para no seguir discutiendo, ya que sabía que Bree tenía razón. Lo único que tenía que hacer era seguir la corriente a Julian Cooper durante unos días y podría ir a Italia. Nunca se le presentaría otra oportunidad como aquella.

–Además –añadió Bree– ¿cómo va a estar mal fingir con una estrella cinematográfica tan sexy?

 

 

Si Ross no hubiera sido el responsable del éxito de su carrera, Julian lo hubiera estrangulado allí mismo.

–¿Una novia? ¿Falsa? ¿En serio, Ross?

–Creo que será positivo para tu imagen.

Julian dio un sorbo de su botella de agua y se apoyó en el brazo de la silla de la suite del hotel de Nashville.

–¿Te parezco tan destrozado y digno de lástima por mi ruptura con Bridgette?

–Claro que no –Ross intentó apaciguarlo–. Solo quiero asegurarme de que ella no se pase de lista con nosotros. Ya se la ha visto con Paul Watson. Si no actúas con rapidez, pronto dirán que te mueres de amor por ella.

–Me da igual. A pesar de lo que todos creen, rompí con ella hace seis meses. Y lo hicimos público porque insististe.

–No insistí yo –protestó Ross–, sino el estudio. Vuestro idilio era una gran publicidad para la película. No podían consentir que rompierais antes de que se estrenara.

–Ya, ya. Si vuelvo a mirar más de una vez a una de mis teloneras, recuérdame este momento. Pero ahora ya está hecho. He terminado con Bridgette y no estoy dispuesto a salir con otra solo para que me retraten las cámaras.

Rose alzó las manos.

–No será así, te lo prometo. Además, ya está arreglado. Ella llegará dentro de unos cinco minutos para conocerte.

–¡Ross! –gritó Julian levantándose con su alto e imponente cuerpo para intimidar a su bajito y rechoncho representante–. No puedes hacer algo así sin pedirme permiso.

–Claro que puedo. Me pagas para eso. Después, me lo agradecerás.

Julian se agarró el puente de la nariz con el índice y el pulgar.

–¿Quién es ella? ¿Una cantante de música country? ¿O te has traído a una actriz de Hollywood?

–Nada de eso. Me han dicho que es una de las empleadas del local donde se celebra la boda. Una chica normal.

–Un momento. Creí que, después de lo sucedido con aquella camarera, no querías que me relacionara con mujeres «normales». Me dijiste que constituía un riesgo mucho mayor que relacionarme con actrices con deseos de proteger su carrera y que solo debía salir con mujeres que no necesitaran mi dinero ni mi fama.

Julian llevaba los últimos años saliendo con jóvenes y arrogantes actrices aspirantes al estrellato, ante la insistencia de Ross. De pronto, ¿una chica normal estaba bien porque lo decía él?

–Lo sé, y es lo que suele pasar. Aquella camarera solo quería hablar mal de ti para sacar dinero a la prensa sensacionalista. Hay millones de mujeres como ella en Hollywood. Pero, en este caso, creo que se trata de una elección acertada. Las mujeres de Nashville son distintas, y es algo que no se esperan. A tus fans les gustará, desde luego, y también a los estudios. Llevo tiempo intentando conseguirte un verdadero papel de protagonista romántico. Con esto podrías lograrlo.

Julian no quería ser un protagonista romántico, al menos no tal y como lo concebía Ross, para quien una película romántica era la de una rubia sexy aferrada al cuerpo medio desnudo del protagonista mientras este se dedicaba a matar a los malos.

Llevaba mucho tiempo haciendo ese papel, que no le iba a proporcionar el Oscar. Le encantaría hacer una película romántica de verdad, sin explosiones ni ametralladoras ni tangas.

–Debiera despedirte por esto –se quejó mientras se dejaba caer en la silla.

Era una falsa amenaza, y los dos lo sabían. Julian le debía su carrera. Aunque no le llenaran en el plano creativo las películas de acción de gran presupuesto, le proporcionaban mucho dinero, y lo necesitaba hasta el último céntimo.

–Te prometo que todo saldrá bien. No se trata de una relación real. Dentro de unos días volverás a Hollywood y saldrás con quien quieras.

Julian lo dudaba. Desde que se había trasladado a Hollywood no le había ido muy bien con las mujeres. La camarera había vendido la historia de su idilio a los periódicos, junto con otros jugosos chismes. La bailarina solo buscaba a un tipo que le pagara un aumento de senos. Y muchas otras iban tras su dinero o su influencia para entrar en la industria del cine.

Ross le animaba a que saliera con actrices para que no sucediera lo segundo, pero, en cualquier caso, siempre había un acuerdo de confidencialidad. A pesar de su existencia, Julian había aprendido deprisa que lo privado era privado. No hablaba de su familia ni de su pasado, ni de nada que no soportara ver en la prensa. Una demanda judicial posterior no eliminaría el daño causado.

Desde su ruptura con Bridgette, no había mostrado interés alguno en salir con otra mujer. Era demasiado trabajo y, sinceramente, tampoco se divertía tanto. ¿Cómo iba a encontrar el amor cuando ni siquiera era capaz de hallar a alguien en quien confiar?

Ross se levantó y dejó su vaso en la mesita de centro.

–Bueno, eso es todo.

–¿Adónde vas?

–Me marcho.

–¿Que te marchas? ¿No me has dicho que esa mujer está a punto de llegar?

–Exacto. Por eso me marcho. Tres son multitud. Tenéis que conoceros.

Julian lo miró con la boca abierta mientras salía de la suite. Debiera haberlo estrangulado y haberse buscado otro representante.

Sin nada que hacer salvo esperar, se dedicó a consultar el teléfono móvil en busca de llamadas perdidas o mensajes de su familia. Su madre y su hermano vivían en Louisville, y el móvil era la forma más sencilla y segura de saber de ellos, sobre todo por la situación de su hermano James. La persona que lo atendía solía tenerlo al tanto de su estado de salud. Ese día no había mensajes preocupantes.

Unos minutos después llamaron a la puerta. Miró por la mirilla, pero no vio a nadie. Confuso, abrió la puerta de la habitación y se dio cuenta de que era porque su invitada era muy menuda. Tal vez llegara al metro sesenta cuando estuviera erguida, pero no lo estaba. Además de ser menuda, tenía muchas curvas, que ocultaba con una chaqueta de punto que le estaba grande. Tenía el aspecto de una mujer normal de las que se ven por la calle. No se parecía en absoluto a lo que estaba acostumbrado a ver en Malibú.

Lo que verdaderamente le llamó la atención, sin embargo, fueron sus ojos. Su mirada oscura lo examinaba con cierto recelo. Y él se preguntó por qué. ¿Acaso no debiera ser él quien recelara de ella? Llevaba años formando parte de Hollywood y había sido testigo de la puesta en escena de muchas relaciones. Las mujeres solían ser atractivas y ambiciosas, y esperaban seducir a sus compañeros y conseguir que se enamoraran de ellas para poder aprovechar las ventajas de las leyes de propiedad comunitaria de California.

Julian esperó a que ella dijera algo, pero la mujer se limitó a quedarse allí plantada.

–Hola –dijo él, por fin, para acabar con aquel silencio–. Soy Julian, aunque probablemente ya lo sepas. ¿Eres la persona a la que envía la empresa de bodas?

–Sí –asintió ella. Al hacerlo, unos rizos castaños bailaron alrededor de su rostro redondo.

Él esperaba que ella dijera algo más, pero se limitó a seguir allí. Julian pensó que, en cualquier momento, se daría media vuelta y se marcharía corriendo por el pasillo. Estaba acostumbrado a que sus seguidoras se mostraran nerviosas en su presencia, pero no asustadizas. Estaba seguro de que Ross lo haría responsable si ella salía corriendo, después del trabajo que se había tomado en concertarle aquella cita.

Julian no quería una falsa novia. Con gusto mandaría a aquella pobre mujer de vuelta a su casa, después de haberle ofrecido una disculpa, pero Ross no habría organizado aquello sin un buen motivo. Julian le pagaba para que tomara decisiones estratégicas e inteligentes sobre su carrera, así que debía portarse como era debido y hacer lo que su representante le pedía, o le echaría una bronca.

–¿Te llamas…?

Ella pareció despertar de su aturdimiento.

–Gretchen –dijo tendiéndole la mano–. Gretchen McAlister.

Julian se la estrechó. La tenía helada y los dedos le temblaban levemente. Parecía que la aterrorizaba. Las mujeres solían reaccionar de manera mucho más afectuosa ante él. En los estrenos tenía que despegárselas del cuello y limpiarse el carmín de las mejillas. Iba a tener que animar a aquella mujer o nadie se quedaría convencido, y mucho menos la prensa, de que eran novios.

Dio un paso atrás para dejarla entrar en la habitación.

–Entra, Gretchen –cerró la puerta y le indicó que tomara asiento en el salón de la suite–. ¿Quieres tomar algo?

–Algo con alcohol facilitaría mucho las cosas –murmuró ella.

Julian esbozó una media sonrisa y se dirigió al minibar. No era mala idea para romper el hielo. Él no bebía alcohol, pero seguro que en la habitación habría algo para beber que no lo contuviera.

Le gustaría poder beber, pero hacerlo estaba en la lista de cosas prohibidas de su entrenador personal: el alcohol, el azúcar, los hidratos de carbono, los productos lácteos, los conservantes, los colorantes, los saborizantes y cualquier cosa que fuera remotamente interesante o sabrosa.

–Aquí hay una varias botellitas. Sírvete lo que gustes.

Gretchen lo miró con curiosidad mientras se acercaba al minibar y sacaba una botella que parecía tequila. Él supuso que lo mezclaría con algo, pero comprobó, sorprendido, que la abrió girando el tapón y se la bebió de varios tragos.

Debía de estar verdaderamente nerviosa.