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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Christine Merrill

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una propuesta impropia, n.º 20 - marzo 2014

Título original: An Unladylike Offer

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4096-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para Barb, Betsy, Cory, Deb, Heidi, Katy, Kim, Michele, Pat, Pokey y Robin.

Si alguna vez se han cansado de oír mis quejas han sido demasiado delicados como para demostrarlo.

Capítulo Uno

 

—Si tenéis frío, señorita Esme, puedo pedirle a un lacayo qavive el fuego.

Esme Canville se resistió al impulso de cerrarse el chal un poco más.

—No, Meg, estoy cómoda. No necesito nada. Me encuentro perfectamente.

La criada siguió trajinando por la habitación, ordenando cosas que estaban ordenadas desde varias horas antes.

—¿Estáis segura, señorita? Hace un poco de frío...

La respuesta de Esme fue firme, pero no tanto como para despertar su curiosidad.

—Estoy segura. Ya te puedes ir. Dedicaré la mañana a leer.

Esme se preguntó por qué la estaría mirando la criada con tanto interés, pero no tenía forma de saberlo. Meg era nueva y completamente leal al señor de la casa; no podía considerarla una aliada, pero esperaba que tampoco fuera su enemiga. Además, si su padre había pedido que le informaran sobre cualquier comportamiento inusual, sería mejor que no levantara sospechas.

Se sentó en el sofá y alcanzó un libro.

Meg dudó antes de hablar otra vez.

—Si lo deseáis... pero hace frío de verdad.

Esme reaccionó con tanta altivez como pudo. No podía permitir que una criada tomara decisiones por ella.

—Yo lo encuentro tonificante, y muy económico. Sé que mi padre desaprobaría que malgaste carbón por la mañana cuando la tarde templará las habitaciones.

Meg asintió, siempre dispuesta a aprobar cualquiera de las decisiones de la señorita Canville.

—Si son los deseos de vuestro padre... Pero si me necesitáis, sólo tenéis que llamarme.

—Así lo haré, desde luego. Puedes irte, Meg.

La doncella salió de la habitación. Esme suspiró, aliviada, y corrió a la chimenea. Meg se tomaba sus responsabilidades nuevas con exceso de celo. Esme habría preferido que Bess siguiera en su puesto, pero su padre consideraba que las dos mujeres se llevaban demasiado bien; así que, cuando el servicio a su señora entró en contradicción con la obediencia debida a su señor, la despidió. Y ahora, la mucha más cooperativa Meg se empeñaba en avivar el fuego cuando nadie se lo pedía.

Esme se quitó el chal, lo echó sobre los rescoldos apagados del hogar y se puso de rodillas, dando gracias a los criados por la limpieza de los suelos. Sabía que el chal se mancharía de ceniza, pero era de color gris y no se notaría.

Después, abrió el tiro, apretó mejilla contra los ladrillos del fondo y oyó voces en el despacho de su padre, que se encontraba justo debajo y compartía chimenea apagada con su habitación.

Cerró los ojos e intentó concentrarse.

—Os agradezco que hayáis venido. No dudo que encontraremos un acuerdo satisfactorio para todas la partes —decía su padre en ese momento.

—Pero, ¿sin mantener una solo encuentro? ¿Estás seguro de que... ?

La voz del visitante se apagó cuando se alejó de la chimenea.

Esme chistó, frustrada. Si no se quedaban quietos, no podría oír.

—Ese encuentro sería innecesario. Ella hará lo que se le diga. Además, ya habéis visto su retrato en miniatura, ¿no es cierto? Os aseguro que es fidedigno.

Esme se llevó una mano al pelo. Su padre tenía razón al afirmar que el retrato le hacía justicia; pero lo habían pintado tiempo atrás y ahora, a sus veinte años, ya no era aquella jovencita de ojos inocentes de antes.

—Sí, es encantador —dijo el hombre, que se había acercado otra vez a la chimenea—. Y debo añadir que acorde a mi gusto... Entonces, ¿dará su acuerdo? ¿Estáis seguro?

—Le haré entender su importancia, y ella hará lo que debe o afrontará las consecuencias. Y puesto que sois vos o nadie, no tardará en comprender que le conviene cooperar. Es un matrimonio más que favorable, milord. Sería estúpida si esperara algo mejor.

Las voces volvieron a apagarse cuando los dos hombres se alejaron hacia la mesa del despacho. Esme apretó los labios y se preguntó cómo podía esperar algo mejor si jamás le permitían asistir a los acontecimientos importantes ni presentarse sin la compañía de su padre en los círculos sociales que otras damas jóvenes frecuentaban sin problema. Pasaba las noches en casa o con su padre y sus amigos, que eran tan viejos como él en su mayoría e, indiscutiblemente, poco adecuados para un matrimonio.

O eso esperaba.

—Y yo me daré por más que satisfecho con una mujer tan joven y bella como vuestra hija, milord.

Al oír lo de joven, Esme se estremeció. No era una buena señal. Podía significar que aquel hombre le sacaba muchos años.

Aguzó el oído e intentó adivinar su edad por el sonido de su voz, pero el tono no le dijo nada y ni siquiera sirvió para saber si le caía bien; hablaba sin pasión alguna, y sus elogios eran fríos. En lugar de aceptar una esposa, cualquiera habría pensado que estaba eligiendo un mueble.

—Sé que mi hija se sentirá honrada, lord Halverston.

A Esme no le extrañó que su padre pretendiera casarla con un aristócrata, porque quería mejorar la situación de la familia. Pero el estatus social de su futuro esposo no significaría nada para ella si no conquistaba un espacio en su corazón.

Las voces volvieron a sonar con más claridad.

—¿Y decís que es obediente? Las jóvenes de estos días son demasiado obstinadas, defecto que no querría encontrar en mi futura esposa.

Los hombres siguieron caminando hacia la chimenea mientras el visitante insistía en su diatriba contra la juventud en general y las jóvenes en particular. Y fue entonces cuando Esme distinguió la primera muestra de emoción en su voz, porque la alzó para enumerar los defectos de otras esposas posibles frente a la ventaja de acordar un matrimonio en esas condiciones, sin la molestia de tener que enfrentarse a la personalidad rebelde de una jovencita.

—Estoy seguro de que no tendréis problema en ese aspecto. Ella conoce sus obligaciones.

—O las conocerá pronto —dijo Halverston.

Los dos hombres rieron.

Ella se levantó, angustiada, y pensó que era inevitable; su padre le buscaba marido, tomaba la decisión personalmente y elegía a un hombre que se parecía a él, alguien que creía en la mano dura, alguien convencido de que nada refrescaba tanto la memoria de una hija desobediente o de una esposa díscola como un latigazo en la espalda.

Se apoyó en la repisa del hogar e intentó calmar la respiración. A fin de cuentas, cabía la posibilidad de que la situación no fuera tan mala como parecía; había juzgado a lord Halverston sin conocerlo en persona, y hacía suposiciones sin más base que unas palabras oídas en una única conversación.

Como ya habían llegado a un acuerdo, los dos hombres salieron del despacho y se dirigieron al vestíbulo delantero. Esme se sacudió la ceniza de las faldas y corrió al balcón, aunque permaneció pegada a la pared para que no la vieran desde la calle. Tras una corta despedida, lord Halverston pediría su bastón y su sombrero y saldría de la mansión por la puerta que estaba debajo de ella.

El carruaje ya lo estaba esperando; tenía caballos zainos de buena raza, con arreos de plata, y Esme casi podía oler las superficies de cuero. Su marido era un hombre rico y ella iba a compartir su riqueza. No todo iba a ser malo. Tendría vestidos, joyas y, probablemente, varias mansiones. Tendría criados y, tal vez, una doncella que respondiera ante ella y no ante su padre.

Oyó que la puerta se abría y que el cochero y los lacayos se ponían rectos. Esme tuvo la esperanza de que su buen comportamiento se debiera al respeto y no al miedo a ser castigados; quería que su marido fuera un hombre amable y un caballero.

En ese momento, el hombre salió de la mansión y subió al carruaje. Esme se inclinó hacia delante para verlo mejor.

Era viejo. Se notaba por sus hombros caídos y su forma de andar, firme pero cuidadosa, y por la delgadez extrema de su cuerpo alto, como si estuviera enfermo. Hasta los dedos que apoyó en el cuero negro del carruaje eran huesudos y estaban retorcidos; más que unas manos, parecían garras.

Se sintió muy decepcionada. Ya había imaginado que sería mayor que ella, porque ese tipo de carruajes eran tan caro que se necesitaban muchos años para acumular una riqueza a su altura; pero si era tan viejo como parecía, su matrimonio sería un horror. Casi pudo sentir sus manos huesudas en el cuerpo, acariciándole el cabello y la piel desnuda. Era más viejo que su padre. Y no tardaría en quedarse viuda.

Pensó que su padre había concertado ese matrimonio para castigarla por su maldad; pero acto seguido, se dijo que ella no era mala. Si su padre la casaba con un hombre viejo era pura y simplemente porque quería asegurarse de que no disfrutara nunca de su juventud.

Lord Halverston alzó la cabeza en ese instante, como si notara que lo estaban observando, y la miró. Ella se quedó quieta e intentó disimular el miedo que sentía.

El hombre alzó una mano al cochero, para evitar que se pusieran en marcha, y estudió su cintura, sus pechos y su cara durante unos segundos que a Esme se le hicieron interminables. Al final, le dedicó una sonrisa sin el menor asomo de calidez y se puso a acariciar el cuero del asiento, una y otra vez, introduciendo los dedos entre los cojines.

Cuando el carruaje se alejó, Esme se apoyó en la pared de piedra. Estaba temblando, pero intentó convencerse de que los movimientos de lord Halverston no habían sido una prueba sórdida de lo que la esperaba; cabía la posibilidad de que sólo pretendiera encontrar una llave, una moneda u otro objeto pequeño. Además, tenía el sol de frente y ni siquiera estaba segura de haberlo visto bien.

Sin embargo, se sintió tan enferma que se aferró la balaustrada y respiró a fondo, casi jadeando. No podía casarse con aquel hombre. No podía. Su padre tendría que escucharla y entrar en razón. Prometería portarse bien, dejar de llevarle la contraria. Aceptaría casarse con cualquiera que no fuera el conde de Halverston.

En ese momento oyó un ruido seco; uno de los cristales de las casas de enfrente se había roto. Mientras Esme miraba, un hombre abrió el balcón en cuestión y se quedó de espaldas a ella. Llevaba uniforme militar, y su voz de barítono era tan clara que pudo oír lo que decía.

—Creo que esto demuestra lo que he dicho. Dejaremos el balcón abierto, y así salvaremos el resto de los cristales de vuestro mal humor.

Un proyectil pasó rozando al hombre y cayó a la calle. El segundo le habría alcanzado en la cabeza, pero reaccionó a tiempo y lo interceptó; en la distancia, Esme distinguió una pantufla de mujer.

—Decidme, Cara, ¿qué sentido tiene esto? Aunque me hubieran alcanzado, no me habrían hecho daño alguno. Y puesto que habéis fallado, no habéis logrado otra cosa que perder una pantufla, porque podéis estar segura de que no la recogeré de la calle cuando me marche.

La dueña de las pantuflas reaccionó con una invectiva en un idioma extranjero. El hombre se cruzó de brazos y se apoyó en el marco, ofreciendo a Esme un perfil hermoso y una sonrisa irónica.

—No, eso no sería técnicamente exacto —replicó él—. Mi madre me aseguró que yo era hijo legítimo, aunque soy el primero en reconocer que la herencia de mi padre no es especialmente buena.

Se oyeron más palabras de enojo y otro estallido de cristales; pero esta vez, dentro de la casa. El hombre arrojó la pantufla al interior.

—Y ahora rompéis un espejo y os arriesgáis a que se os clave un cristal en vuestros pies desnudos. ¿Por qué habré buscado la compañía de una criatura tan alocada? Bueno, creo que el porqué es evidente... pero el motivo, insuficiente para permanecer con vos. Como ya os he dicho, el apartamento es vuestro hasta finales de mes. Además, dudo que os cueste encontrar otro protector; sois muy bella, y hasta razonablemente encantadora cuando no os dedicáis a romper cristales y lanzar objetos como esas pantuflas caras que os regalé.

La mujer soltó otra diatriba llena de rabia e indignación.

Esme se agachó y se escondió detrás de la balaustrada, avergonzada por estar escuchando una disputa ajena; pero era tan pública, y sobre todo tan interesante, que no se podía resistir a la tentación. A decir verdad, era lo más interesante que le había ocurrido en muchos años, y sin tener que salir de su dormitorio.

Su padre ya le había advertido contra aquel vecino, el capitán St. John Radwell, recién llegado de la Península Ibérica. Se rumoreaba que había robado unas joyas a su propia familia para comprar el grado de oficial del Ejército y huir de una de sus muchas aventuras amorosas; pero cuando preguntaron sobre el rumor al duque de Haughleigh, hermano del capitán, respondió que él ni siquiera tenía un hermano.

Radwell era una de las muchas personas contra las que su padre clamaba y contra las que advertía a su hija. Y allí estaba ahora, abandonando a su amante a plena luz del día, en un vecindario decente y en voz tan alta que todo el barrio podía escucharlo.

Esme se asomó por encima de la balaustrada y siguió mirando.

—Pues vended el brazalete —decía él en ese momento—. O quizá los pendientes... costaron una pequeña fortuna, como bien sé, y podréis vivir cómodamente hasta que otro idiota ocupe mi lugar. Pero esta conversación ha terminado.

Esme oyó gritos y puertas que se cerraban de golpe. Se estaba divirtiendo tanto que había olvidado sus propios problemas; por una vez, los desvaríos de su padre parecían tener un fondo de verdad.

De repente, John Radwell se giró hacia la calle y vio que la estaba mirando.

Ella pensó que era el Diablo en persona. Tenía el pelo rubio, rizado en las sienes, una nariz recta y una sonrisa ligeramente torcida; sus ojos debían de ser azules, aunque en la distancia no los podía ver bien, y el uniforme ajustado mostraba un cuerpo tan fuerte y perfecto que Esme se quedó sin aire.

Él la observó con atención, de los pies a la cabeza, y sonrió al final. Ella sintió que el estómago se le revolvía con el gentil aleteo de unas mariposas.

A continuación, el capitán se llevó un dedo a la punta de la nariz y asintió un par de veces. Esme no entendió el gesto, pero supo que pretendía decirle algo y sacudió la cabeza.

Con una floritura, él sacó un pañuelo del bolsillo, se lo pasó por la cara y la señaló. Ella se llevó las manos a las mejillas y vio que tenían restos de hollín. Por lo visto, no sólo se dedicaba a escuchar conversaciones ajenas sino que además estaba tan sucia como un deshollinador.

El capitán comprendió que había entendido el mensaje. Agitó el pañuelo en gesto de triunfo, le hizo una reverencia con una sonrisa, entró en la casa y cerró el balcón.

Cuando Esme lo imitó y volvió al interior de sus habitaciones, su corazón latía con desenfreno; lejos de mostrar preocupación al saberse espiado, aquel hombre horrible le había tomado el pelo y se había reído de ella.

Al pensar en lo sucedido, se dijo que ser tan libre como él, tan ajeno a las normas estrictas de la sociedad, debía de ser maravilloso.

Antes de que se diera cuenta, su mente empezó a trazar un plan atrevido, lo más indecoroso que había imaginado en su vida. Todo el mundo sabría que Esme Canville era una desvergonzada, pero su padre se lo tenía merecido y causaría tal revuelo que lord Halverston ya no querría casarse con ella.

Pocas horas después, cuando cayera la noche, se libraría de su padre, del conde y de aquella casa. Con la ayuda del capitán St. John Radwell.

Capítulo Dos

 

—No, gracias, Toby. No te necesito esta noche. Pasaré otra velada tranquila en casa, delante del fuego, y tal vez me tome un brandy antes de acostarme. No te preocupes por mí; después de lo de Portugal, ya deberías saber que sé cuidar de mí mismo.

El ayuda de cámara salió de la habitación. St. John se sentó en una silla y miró el fuego; lo encontró ciertamente relajante, y también aburrido, pero su bolsa estaba tan vacía que no se podía permitir otra cosa. El riesgo de buscarse deudas nuevas en White era mayor que la posibilidad de ganar y rellenar sus fondos. Y casi no le quedaba crédito.

Además, esperaba que su fortuna cambiara en cualquier momento. Si se portaba bien, era prácticamente seguro. Cuando se presentó en la corte a recibir su condecoración, el regente dejó caer que habría una recompensa generosa para los que habían servido bien a su país; pero con la condición de que aprendieran a comportarse en sociedad sin ponerse en evidencia a sí mismos ni avergonzar a sus superiores.

—Un hombre capaz de sobrevivir a los franceses también ha de ser capaz de sobrevivir a la Temporada social de Londres sin que un marido celoso le dispare, ni su propio hermano lo acuse de conducta indecorosa. Manteneos alejado de los problemas y evitádselos a Haughleigh. El conde de Stanton ha cumplido ochenta años y es dudoso que tenga un heredero a estas alturas; su título está asociado a una propiedad pequeña pero interesante, y yo estaría encantado de ofrecérsela a quien se muestre merecedor de tal honor.

St. John Radwell, duque de Stanton. En noches como aquélla, cuando sus viejos deseos lo tentaban, pronunciaba en voz alta esa frase; pero aún no era conde; y no lo sería nunca si se veía envuelto en un escándalo o se jugaba su fortuna antes de recibirla.

Sería mejor que fuera cauteloso durante una temporada. Debía recordarse que él era un hombre respetable, un veterano de la guerra peninsular que sólo deseaba retirarse al campo y llevar una vida tranquila. Sabía que no habría otra recompensa para el hermano del duque de Haughleigh; sus bolsillos estaban vacíos y su lista de pecados era tan extensa que le prohibían la entrada en todas las mansiones importantes.

Al pensar en ello, suspiró. Después de pasar cinco años en España y Portugal, echaba de menos su casa. Incluso extrañaba a su hermano, aunque nunca lo habría creído posible. Durante las horas anteriores a una batalla, siempre pensaba en las cosas que no podría decir a Marcus ni a Miranda, su esposa, si llegaba a morir; pero había escapado de la muerte y ahora tenía la oportunidad de cerrar la brecha que los separaba.

Por otra parte, sus disculpas sonarían más verosímiles si se presentaba en Haughleigh con un título propio y, quizás, una esposa. No albergaba el menor deseo de casarse, pero era necesario para tener herederos. Una familia propia sería la prueba definitiva de que él no suponía ninguna amenaza para el matrimonio de su hermano y de que la antigua rivalidad sobre la herencia familiar estaba muerta y enterrada.

Pero no tenía que preocuparse por ello en ese momento. Su plan podía tardar años en dar frutos, y darle vueltas no servía de nada. Hasta entonces, pasaría sus noches en casa y dejaría que los escándalos y su reputación se olvidaran. Y ahora que se había librado de la voluble Cara, ni siquiera podría gozar del solaz de la distracción femenina.

Por supuesto, el antiguo St. John habría apelado a su hermano en busca de dinero y habría prometido cambiar. La idea le pareció tan divertida que soltó una carcajada.

Un carraspeo discreto sonó detrás.

—¿Sí, Toby?

—Tenéis visita, señor. Una dama.

—¿Una dama?

St. John pensó que malamente podría ser una dama si se presentaba a esas horas, pero Toby lo dijo sin ironía alguna.

—Hazla pasar. Y trae ese brandy de todas formas.

St. John notó un gesto de desaprobación en el encogimiento de hombros de su ayuda de cámara, como si llevar a una mujer a sus habitaciones le pareciera poco oportuno. Pero fuera quien fuera la dama en cuestión, debía de ser consciente de lo que hacía; y si a ella no le importaba su propia reputación, Toby no tenía derecho a ser más papista que el Papa.

La puerta se abrió poco después.

—La señorita Esme Canville —anunció Toby.

—¿Quién?

Preguntarlo fue una grosería, pero no lo pudo evitar. Su nombre no le sonaba en absoluto, ni coincidía con el de ninguna de las viudas discretas y esposas descarriadas capaces de presentarse en su domicilio a hora tan intempestiva.

Se levantó, le ofreció asiento e intentó disimular su perplejidad. Era la mocosa entrometida del edificio de enfrente.

—Disculpadme por haber preguntado quién sois, señorita Canville. Vuestra aparición me ha sorprendido. ¿Toby?

St. John esperaba que el criado permaneciera allí, aunque su presencia no cambiaría la impropiedad de la situación si el padre de la joven se llegaba a enterar. Pero Toby ya había dejado el brandy y había regresado a la cocina.

—No, por favor, capitán Radwell. Si es posible, prefiero hablar con vos en privado.

Él no sentía ningún deseo de hablar en privado con ella; pero pensó que, si decía rápidamente lo que tuviera que decir, podría devolverla a su casa antes de que alguien se preguntara por su paradero.

—Muy bien. Debo admitir que siento alguna curiosidad. ¿Qué trae a una joven de buena familia como vos a mis habitaciones? Es tarde, y no creo recordar que nos hayan presentado formalmente.

—No, no nos conocemos —admitió, fingiéndose avergonzada—. Aunque hace unas horas... en fin, no pude evitar oír su discusión. Y naturalmente, conozco vuestra reputación, capitán Radwell.

—Llegados a este punto, supongo que debería afirmar que mi reputación es inmerecida; pero no puedo. Estoy seguro de haber hecho la mayor parte de las cosas que se me atribuyen; y si no es así, bueno... he hecho cosas peores y nadie lo sabe —declaró, al borde de la jactancia—. ¿Comprendéis, señorita Canville, que os habéis puesto en una situación peligrosa al presentaros sola en mi casa?

Esme alzó la barbilla un poco y le miró a los ojos sin parpadear.

—Si mi reputación me importara, tendríais razón; pero las circunstancias me obligan a tomar decisiones drásticas. Capitán Radwell, mi situación ya es bastante difícil. Esperaba que pudierais ayudarme.

—¿Ayudaros? —pregunto él—. No alcanzo a imaginar por qué me habéis elegido a mí, pero como oficial y caballero que soy, haré todo lo que esté en mi mano por ayudaros.

Ella sacó un pañuelo del bolsito de mano y lo retorció, nerviosa.

—Bueno, sí, necesito vuestra ayuda; pero no precisamente en calidad de oficial y caballero. Sería más apropiado decir que busco vuestra protección —puntualizó, con ojos llenos de esperanza—. Si pudierais ofrecérmela...

Hasta ese momento, St. John había pensado que la señorita Canville pedía que su espada la defendiera de algún enemigo; pero lo de la protección lo dejó desconcertado, sobre todo por la puntualización de que no esperaba un acto caballeresco.

Se levantó de la silla, sospechando lo que ocurría, y se alejó tanto de ella como le fue posible.

—No, no es posible. No me estaréis pidiendo que... No pensaréis que yo...

—Como ya sabéis, oí la conversación con vuestra.... amada —dijo, eligiendo el término con delicadeza—. Llegué a la conclusión de que la estabais abandonando, y en consecuencia, supuse que su puesto quedaría libre.

—¿Su puesto? Por dios, señorita... no os estaréis ofreciendo como gobernanta, ¿verdad?

—No, no podría trabajar de gobernanta sin que mi padre lo supiera. De hecho, ni siquiera podría conseguir las referencias necesarias.

—Francamente, dudo que posea las referencias necesarias para el puesto que me solicita.

—¿Es que necesita referencias? —preguntó, alarmada.

St. John no cabía en su asombro. Aquella joven parecía más asustada ante la posibilidad de no tener la experiencia necesaria que por la propia situación.

Se sentó junto a ella y la miró con seriedad.

—No exactamente, señorita Canville, pero algo me dice que no sabéis lo que me estáis pidiendo.

—Por favor, llamadme Esme, os lo ruego.

—Señorita Canville —insistió él con firmeza—, ¿os hacéis una idea exacta de lo que implica ese puesto?

—¿Exacta? —dijo ella, ruborizándose—. No, creo que no. ¿Eso es un problema?

—Que una joven como vos desconozca lo que implica, no es ningún problema; todo lo contrario. A decir verdad, me sorprendería que los supierais.

—Esperaba que éste fuera el típico trabajo que se aprende con la práctica. ¿Es que hay algo en mí que os induzca a pensar que no soy adecuada?

St. John tuvo la impresión de que la miraba por primera vez. La señorita Canville tenía una cara preciosa, de piel pálida y labios grandes y de aspecto suave. Se había quitado la capa y se había sentado ante él con un vestido modesto y más bien feo, cuyo cuello alto ocultaba lo que parecía ser un pecho hermoso. Al admirarla, imaginó sus senos desnudos, la curva de sus caderas, la forma en que sus muslos se cerrarían sobre él, la textura de su cabello rubio cuando llevara una mano a su cabeza para besarla.

Se levantó de nuevo y empezó a caminar por la habitación.

—No, no. No hay absolutamente nada en vos que me parezca inadecuado. Pero ésa no es la cuestión. No soy un hombre digno de confianza; podría devorar a un corderito como vos para desayunar y no sentir reparo alguno cuando os dejara después.

—Pero dudo que éste sea el caso —alegó ella—. Os observé esta tarde, cuando discutíais con la dama; hizo varias cosas que habrían empujado a otros hombres a la violencia, pero vos os contuvisteis e incluso os asegurasteis de que tuviera dinero suficiente hasta que encuentre otro trabajo... y debo añadir que ella fue muy poco razonable. No os preocupéis por mí; cuando llegue el momento de dejarme, no me comportaré de un modo tan inapropiado en una dama.

—¿El momento de dejaros? Por Dios, no tengo intención alguna de quedarme con vos, de modo que tampoco me asalta la preocupación de abandonaros. Ahora, hacedme caso y volved con vuestro padre antes de que alguien repare en vuestra ausencia y los dos terminemos en un lío.

Ella sacudió la cabeza.

—Eso es imposible. Aunque me rechacéis, no pienso volver.

—En tal caso, os llevaré yo mismo.

Esme puso los brazos en jarras.

—De ninguna manera. Porque si lo hacéis, le diré a mi padre dónde he estado, añadiré unos cuantos detalles inexactos y subidos de tono y vos seréis el único que se encuentre en un brete. Capitán Radwell, dudo que mi vida pueda ser peor de lo que ya es; pero vos correríais el riesgo de quedaros atado a mí, porque la sociedad exigiría una unión más permanente que la que yo propongo.

Él sabía que tenía razón, aunque la situación era peor de lo que ella imaginaba. Si aquello se llegaba a saber, el matrimonio no solventaría el problema. Se quedaría sin título y no podría volver con su familia. No tendría dinero ni reputación; habría perdido el favor del regente y, además, tendría que enfrentarse a la ira del padre de la señorita Esme Canville. Nadie creería en su inocencia.

—¿Me estáis diciendo que tendré que casarme si os llevo a casa, y que si no lo hago, podré hacer lo que desee con vos sin el beneficio del matrimonio?

La oferta era tan tentadora que estuvo en un tris de aceptar. Pero movió la cabeza en gesto negativo; aunque sus encantos fueran considerables, el coste era mayor.

—Sobra decir que esperaré una compensación similar a la de la mujer de quien os habéis librado esta tarde —contestó—. O tal vez no tanto, puesto que a fin de cuentas carezco de experiencia.

—No.

—No como mucho, y no soy vanidosa con las joyas ni con la vestimenta. Tampoco necesito mucho espacio para ser feliz. Me atrevo a afirmar que mi mantenimiento os resultará menos caro que el de vuestra última amante.

—¡No!

—Entonces, tal vez podríais presentarme a alguno de vuestros amigos, alguien de temperamento similar que también necesite compañía femenina.

—¿Ahora me pide que ejerza de alcahuete? Esto es demasiado, señorita. Sé que mi reputación es mala; pero hasta ahora, nadie me había propuesto que me convierta en alcahuete de mis amigos.

—Oh, discúlpeme. No pretendía ofenderlo.

Él sacudió la cabeza.

—Y por si fuera poco, me lo propone una virgen...

St. John alcanzó el brandy con una mano temblorosa. Como vio que la señorita Canville seguía el movimiento con la mirada, preguntó:

—¿Os apetece una copa?

—No, gracias, no tomo alcohol.

—Me asombra que podáis hacer propuestas tan desquiciadas en estado de sobriedad. Además, yo nunca buscaría una abstemia para el puesto que me pedís.

—En tal caso, servidme la copa que me habéis ofrecido. Mi petición no podría ser más seria; prefería estar con vos porque admito que os admiro, pero si debo encontrar a otro hombre, lo haré —declaró en voz baja—. Estoy segura de que alguien me querrá. No puedo ser tan intolerable. Y sea como sea, no volveré a casa.

Él se sirvió una copa, sacó la petaca que llevaba en el bolsillo, añadió unas gotas y lo mezcló con cuidado.

Ella miró el proceso con curiosidad.

—¿Qué habéis añadido a vuestra bebida?

—Nada que os deba preocupar. A veces tomo un poco de láudano para calmar mis nervios, y debo confesar que su comportamiento es tan asombroso que desequilibraría a hombres más fuertes que yo.

Esme rió.

—¿De qué tenéis miedo? Me parecéis un hombre firme. Si sois tan malo como decís ser, no deberíais sorprenderos de encontrar a una mujer en vuestras habitaciones.