Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Sherryl Woods. Todos los derechos reservados.
AMOR Y CONFIANZA, Nº 263 - diciembre 2010
Título original: Harbor Lights
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9321-3
Editor responsable: Luis Pugni

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Portadilla

Prólogo

Kevin O'Brien, médico militar retirado, había sido testigo de una buena dosis de violencia, combates y muerte. Había servido en dos misiones en Irak antes de licenciarse varios meses atrás. Posteriormente, como médico de urgencias en Arlington, Virginia, se había visto obligado a atender a víctimas de accidentes de tráfico, de la violencia doméstica y del uso de armas de fuego. Pero nada de ello le había preparado emocionalmente para la dureza de pasar un día con un niño enfermo; con su propio hijo.

Llevaba toda la noche recorriendo su casa de Northern Virginia con su hijo de once meses en brazos. Davy lloraba y gemía de manera intermitente, dejando a Kevin frustrado, ansioso y a punto de llamar a su abuela a Chesapeake Shores para pedirle consejo... e incluso a punto de montarse en la camioneta y conducir directamente hacia allí. Estaba convencido de que su abuela estaría encantada de ayudarle en aquel trance. Incluso de hacerse cargo de todo.

Era en aquellas ocasiones cuando Kevin echaba más de menos a su esposa. Estaba perfectamente capacitado para hacerse cargo de las comidas y los cuidados que necesitaba el niño. También de aquellos asuntos relacionados con cuestiones médicas como aspirinas infantiles, gotas para los oídos o lo que fuera, pero Georgia tenía una capacidad especial para tranquilizar al niño. Kevin estaba casi seguro de que Davy jamás lloraba tan fuerte, como si su pequeño corazón estuviera a punto de romperse, cuando su madre le sostenía en brazos.

Desgraciadamente, Georgia estaría fuera durante otros seis meses, sirviendo en su última misión como médica en Irak. Con un bebé en casa, podría haber rechazado aquel destino, pero se había negado. Había insistido en volver allí donde pensaba que más la necesitaban, tanto el ejército como su país. Si mantenía su promesa, y eran muchas las dudas que Kevin tenía al respecto, aquélla sería su última misión antes de retirarse. Después pensaban mudarse a Maryland para estar cerca de la familia de Kevin, que vivía en Chesapeake Shores, un pintoresco pueblo costero diseñado por el patriarca de la familia.

A pesar de que le aterraba quedarse solo a cargo del niño, Kevin comprendía la necesidad de Georgia de cumplir con su deber. Georgia no era la única madre que había tomado la difícil decisión de dejar a su familia para servir al ejército. Además, su entrega era una de las cosas que más había admirado él cuando había conocido a Georgia en el hospital de Bagdad en el que ambos trabajaban; un hospital situado en la Zona Verde, supuestamente la zona más segura de aquella ciudad en guerra.

Kevin dejó de caminar para contemplar la fotografía de su boda que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Prácticamente, era la única vez que había visto a Georgia sin el uniforme de médica. Todavía no había sido capaz de superar la impresión de verla tan bella, con un sencillo vestido blanco, la melena dorada convertida en una cascada de rizos y una sonrisa tan luminosa que le dolía el corazón de nostalgia al verla.

El hecho de que se hubieran casado en una precipitada ceremonia en el aeropuerto de Baltimore no había tenido la menor importancia, porque el padre de la novia, pastor protestante de Texas, había podido volar hasta allí en el último momento para oficiar la ceremonia. Su esposa, la madre de Georgia, le había acompañado. Georgia le había asegurado a Kevin que no le importaba no haber podido disfrutar de la ceremonia espectacular con la que tantas jóvenes soñaban. Para ella había sido más que suficiente tener a su familia a su lado el día que se había casado con él.

El único miembro de la familia de Kevin que había estado presente en aquel breve servicio había sido su padre. Kevin había preferido que el resto de la familia conociera a Georgia en el hogar familiar, en la bahía Chesapeake, y no en una sala fría e impersonal de un aeropuerto. Pero, al parecer, no había sido una decisión acertada, sobre todo, para sus hermanas.

Tomó la fotografía de la boda y se la mostró a su hijo, como hacía casi cada día.

—¿Ves a esta mujer tan guapa? Es tu mamá. Ya sé que estás muy triste sin ella, pero yo lo estoy haciendo lo mejor que puedo. Y tu tío Connor va a venir mañana con una cámara para que podamos hablar con ella y verla por el ordenador. Será casi como si estuviera con nosotros.

Davy hipó y abrió sus enormes ojos, brillantes por las lágrimas que en ellos se acumulaban.

—Mamá —dijo, alargando la mano hacia la fotografía.

Kevin le sonrió radiante.

—Eso es. Ésa es tu mamá. Una auténtica belleza, amigo. Y la mujer más dulce del mundo. También es muy valiente. Y siempre se sale con la suya. Cuando vuelva a casa, nos va a poner firmes a los dos.

Davy gimoteó y apoyó la cabeza en el hombro de su padre. Kevin podía sentir su respiración cálida y suave contra su cuello. A lo mejor ya se había quedado dormido. A lo mejor podían disfrutar por fin del descanso que tanto necesitaban.

Apenas había comenzado a pensar en ello cuando sonó el timbre de la puerta y Davy se despertó sobresaltado. Comenzó a llorar con todas sus fuerzas mientras Kevin se dirigía hacia la puerta maldiciendo en silencio.

Cuando la abrió, la visión de dos hombres uniformados con expresión lúgubre le hizo retroceder. Sabía el motivo que les había llevado hasta allí. Que el Cielo le ayudara, sabía perfectamente por qué habían ido a verle.

—No —fue la única palabra que consiguió decir mientras Davy continuaba sollozando contra su cuello.

Y fue entonces su corazón el que comenzó a romperse.

—Señor, sentimos informarle de que...

Kevin les interrumpió bruscamente.

—No —repitió con más fuerza todavía—. Tengo que...

Miró a su alrededor, sin saber qué hacer. Necesitaba hacer algo, cualquier cosa, para evitar que dijeran lo que cualquier familiar de un militar más temía oír.

—Mi hijo —dijo por fin—. Déjenme acostar a mi hijo.

Los dos soldados le miraron con expresión compasiva.

—Por supuesto, señor.

Kevin llevó a su hijo a su habitación, pero al final, no se decidió a dejarle solo. Necesitaba su calor, aquel contacto humano, para enfrentarse a lo que sabía estaba a punto de llegar. Necesitaba recordarse que, ocurriera lo que ocurriera, no podía perder el control. Su hijo le necesitaba. A partir de ahí, Davy y él formarían un equipo. Estarían solos.

Porque aunque todavía no había oído las temidas palabras, lo sabía: Georgia estaba muerta. Apenas importaba ya el cuándo y el cómo, la única verdad era que la madre de Davy, su esposa, no volvería. Su familia se había roto antes de haber tenido oportunidad de forjarse siquiera.

1

Trece meses después

Kevin miró por la ventana del dormitorio de su hijo. El jardín que descendía hacia la bahía Chesapeake estaba decorado con globos de colores. Los regalos se apilaban sobre una mesa, al lado de una tarta decorada con camionetas de colores, los juguetes favoritos de Davy. Todos los O'Brien se habían reunido para celebrar el segundo cumpleaños de su hijo, pero Kevin apenas tenía fuerzas para levantarse de la cama. A pesar de que se había propuesto ser fuerte por el bien de Davy, estaba destrozado desde la muerte de Georgia. Durante los meses que habían seguido a su desaparición no había sido capaz de arreglar nada ni de tomar ninguna decisión sobre su vida.

No, se corrigió. Había tomado tres decisiones: había renunciado a su trabajo, había vendido la casa, que estaba llena de recuerdos de su breve matrimonio, y había regresado a Chesapeake Shores. Por lo menos allí sabía que estaría rodeado de personas que querrían y cuidarían a su hijo mientras él intentaba averiguar cuál iba a ser su futuro. Algo que tendría que hacer... aunque todavía no hubiera encontrado el momento para ello.

Llamaron a la puerta del dormitorio. Por la energía de los golpes, debía de ser su hermano pequeño.

—Haz el favor de mover el trasero —gritó Connor—. La fiesta está a punto de empezar.

Si hubiera podido elegir, Kevin habría vuelto a la cama y habría enterrado la cabeza en la almohada para evitar oír las risas que llegaban desde fuera. Pero no lo haría. En primer lugar, porque, aunque su vida no tuviera sentido, su hijo continuaba siendo la persona más importante para él y Kevin no iba a abandonarle. En segundo lugar, porque los siguientes en subir a buscarle serían su abuela o su padre, y cualquiera de ellos estaba más que autorizado a hacerle cumplir con su obligación en una ocasión como aquélla.

—Ya voy —le aseguró a Connor.

Se duchó en un tiempo récord, se puso unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas de deporte y bajó las escaleras. La única que estaba en la cocina era Jess, su hermana pequeña. Al verle, sacudió la cabeza.

—Vas hecho un desastre.

—Me he duchado y llevo ropa limpia —protestó Kevin.

—¿Has perdido la cuchilla de afeitar? ¿No encontrabas el peine?

—¿Quién te crees que eres? ¿La responsable de la patrulla de aseo?

—Yo sólo estoy diciendo lo que veo, Kevin. Todo el mundo se ha arreglado para la fiesta. Cumplir dos años es algo muy importante.

—¿De verdad crees que a Davy le importa que me afeite? —preguntó mientras se pasaba la mano por la barbilla sin afeitar.

Se había afeitado el día anterior. ¿O había sido antes? La verdad era que ni siquiera se acordaba. La mayoría de los días se fundían de tal forma que le era imposible distinguir uno de otro.

—No, seguro que hoy a Davy no le importa, pero en las fotografías parecerás un vagabundo y no sé si es ése el recuerdo que quieres que tenga tu hijo de ti durante toda su vida. En las fotografías del año pasado tenía sentido que aparecieras desolado. Sólo habían pasado unas semanas desde que Georgia...

—¡No la nombres! —le espetó Kevin.

—Alguien tendrá que hacerlo —respondió Jess, mirándole directamente a los ojos—. La querías mucho, Kevin, lo comprendo. Estás herido y enfadado porque ahora no está, pero no puedes fingir que no ha existido. Era la madre de tu hijo. ¿Qué piensas hacer? ¿Evitar hablarle a Davy de su madre durante el resto de su vida? ¿Y qué me dices de sus abuelos? ¿Esperas que no vuelvan a mencionar el nombre de su hija?

—No puedo hablar de ella. Todavía no.

Sabía que era algo completamente irracional, pero tenía la sensación de que si no hablaba de Georgia o de su muerte, la situación no sería del todo real. Podía imaginarla salvando vidas en el otro extremo del mundo, podía imaginar que cualquier día regresaría para volver a formar parte de la suya.

—¿Entonces cuándo? —preguntó Jess, sosteniéndole la mirada.

Si no hubiera estado tan enfadado, Kevin no habría podido por menos que admirar su insistencia. Para ser una mujer que raramente era capaz de fijar la atención en nada durante mucho tiempo, realmente, parecía dispuesta a ahondar en el tema. Por lo visto, aquél no era su día de suerte.

—¿Qué esperas que diga? —preguntó de malos modos—. ¿Un día? ¿Una semana? ¿Cómo demonios voy a saber cuándo voy a estar preparado?

Mientras hablaba, sintió en los ojos el escozor de las lágrimas. Odiaba mostrar signos de debilidad. Lo odiaba casi tanto como aquella conversación.

—Déjalo ya, ¿quieres?

Por supuesto, su hermana no quería.

—Siéntate —le ordenó sin darle un respiro.

A Kevin no le gustaba que fuera Jess la que llevara las riendas de la conversación. Su hermana pequeña siempre había acudido a él en busca de consejo. Evidentemente, en aquel momento estaba planeando dárselo ella. Al igual que Georgia, una vez tomada la decisión, estaba resuelta a decirle lo que pensaba, quisiera él escucharlo o no. Al parecer, ésa era una de aquellas ocasiones en las que Jess estaba decidida a salirse con la suya. Kevin se sentó, principalmente porque estaba demasiado débil como para no hacerlo, pero también porque Jess le había colocado una muy necesitada taza de café en la mesa para que acompañara con ella lo que pretendía decirle.

Jess apartó una silla y se sentó. Estaba tan cerca de su hermano que le rozaba las rodillas con las suyas. Posó la mano en la de Kevin. Aquella muestra de compasión estuvo a punto de hacerle derrumbarse.

—Escucha, Kevin, tienes que salir de esta casa.

A Kevin se le dispararon las alarmas.

—¿Por qué? ¿Ha dicho algo la abuela? ¿Davy le da demasiado trabajo? ¿Papá y ella quieren que me vaya de casa?

Jess elevó los ojos al cielo.

—Sabes perfectamente que no —replicó con impaciencia—. Ésta es tu casa. Yo no he dicho que tengas que cambiar de casa, lo que digo es que tienes que salir, empezar a vivir —no apartaba la mirada de sus ojos y le miraba con enorme compasión—. Sé que lo que voy a decirte va a sonar muy duro, pero creo que alguien te lo tiene que decir. Ha muerto Georgia, no tú, y Davy necesita a su padre. Necesita a un padre real, no un padre que se dedique a vagar por la casa todo el día como un alma en pena.

Kevin frunció el ceño.

—No bebo, si es eso lo que estás insinuando.

—Nadie ha dicho que bebas. Mira, te estoy diciendo todo esto antes de que todos los demás tengan oportunidad de empezar a atosigarte. Ya sabes lo que te espera y si no, deberías saberlo. En esta familia nadie es capaz de guardar sus opiniones para sí. De hecho, me parece increíble que hayamos sido capaces de estar callados durante tanto tiempo.

A pesar de su pésimo humor, Kevin sonrió.

—En eso tienes razón.

—¿Pensarás por lo menos en lo que te he dicho? Si me prometes que estás dispuesto a pensarlo, mantendré a todos los demás a distancia. Ya sabes que Abby, la mamá gallina, es especialista en agobiarnos con sus muestras de afecto. Y está terriblemente preocupada porque pareces incapaz de salir de la depresión.

Como Kevin estaba dispuesto a cualquier cosa para evitar verse convertido en el centro de tan bien intencionadas preocupaciones, sobre todo de las de su hermana mayor, asintió.

—Pero hay un problema —añadió.

—¿Cuál?

—No tengo la menor idea de qué hacer con mi vida.

—Eres médico —le recordó Jess inmediatamente—. Aquí tienes muchas posibilidades de trabajo, yo misma lo he comprobado.

Kevin negó con la cabeza.

—No, no quiero volver a dedicarme a la medicina.

Su carrera profesional estaba íntimamente relacionada con Georgia y en cómo había muerto. Georgia y su equipo habían ido a atender a las víctimas de la explosión de una bomba en un mercado de Bagdad y se habían visto convertidos en víctimas de la explosión de un segundo artefacto. Kevin sabía que su reacción, su negativa a dar un buen uso a sus conocimientos como especialista en urgencias no eran racionales, pero últimamente la racionalidad no ocupaba un papel muy importante en su vida.

—¿Estás seguro? —preguntó Jess.

—Completamente.

A Jess se le iluminó el semblante.

—En ese caso, tengo una idea mejor.

A Kevin no le gustó nada el brillo de sus ojos. Jess siempre había tenido un talento especial para meterse en líos. Las ideas fluían por su cabeza a una velocidad vertiginosa. Era la constancia para llevarlas a cabo lo que le faltaba. O lo que le había faltado hastaque había abierto la Posada del Nido del Águila. Aquella tarea parecía haber absorbido completamente su atención. Tras unos comienzos difíciles, su negocio se había estabilizado y estaba teniendo un gran éxito.

—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó con recelo.

—Puedes montar un negocio de excursiones de pesca deportiva —contestó al instante, y se precipitó a añadir, antes de que su hermano pudiera protestar—: Podrías alquilar un amarre en el puerto. Vamos, Kevin, piensa en ello. Cuando eras pequeño, te pasabas la vida pescando. Decías que te tranquilizaba aunque no pescaras nada.

—¿Quieres que me convierta en pescador? —preguntó Kevin con incredulidad.

Le parecía difícil, una vida con muchas exigencias, especialmente teniendo en cuenta el impacto que las piscifactorías y otras fechorías de los humanos estaban teniendo en los bancos de peces, cangrejos y ostras de las aguas de la bahía.

—No exactamente. Quiero que lleves a grupos de gente a pescar en tu bote.

Kevin la miró con cansancio.

—En el único bote que tengo ahora mismo, sólo quepo yo y, como mucho, otro pasajero, y la mayor parte de las veces termino volviendo a casa remando porque el motor no funciona.

—Y ésa es precisamente la razón por la que tendrás que invertir parte del dinero que tienes en el banco en una embarcación más grande y más segura. Papá nos ingresó a cada uno de nosotros ese dinero para que algún día pudiéramos comprar una casa o empezar nuestro propio negocio. Sé que todavía no has tocado ese dinero, así que si necesitas una buena cantidad para empezar, ahí la tienes, Kevin.

—¿Y crees que eso podría convertirse en una verdadera profesión? —preguntó con escepticismo.

—No está a la altura de salvar vidas —reconoció Jess—, pero prácticamente todos los días tengo algún huésped que quiere salir a pescar. En el pueblo no hay nadie que se dedique a llevar turistas. De vez en cuando, consigo convencer a George Jenkins para que deje que alguien le acompañe a pescar, pero George tiene la misma capacidad de conversación que una almeja.

Kevin pensó en aquellos días que pasaba junto a Connor en la bahía, entregado a la pereza y a la pesca. Los recordaba como unos de los mejores días de su vida. Tal como Jess había dicho, lo de menos era pescar, pero le encantaban aquella paz y tranquilidad. Por supuesto, si llenaba el bote de desconocidos, la tranquilidad desaparecería.

Pero aun así, la idea le sedujo.

Jess le miró esperanzada.

—¿Pensarás en ello?

Había miles de cuestiones prácticas que tener en cuenta, pero le parecía una buena idea. Tendría que hacer un curso para ser capitán, por ejemplo, y eso le obligaría a salir de casa. Quizá eso bastara para que el resto de la familia le dejara en paz.

Asintió lentamente.

—Pensaré en ello.

—¡Bien! Ahora, vamos fuera a mimar un poco a tu hijo —dijo Jess, obligándole a levantarse—. Deberías ver todos los regalos que hay encima de la mesa. Davy todavía no ha entendido que los regalos son suyos, así que esto va a ser muy divertido.

Hacía mucho tiempo que la diversión no formaba parte de la vida de Kevin, pero cuando vio a Davy corriendo con sus piernas regordetas y con la boca llena de chocolate, no pudo evitar sentirse más liviano. Y cuando Davy le vio y sonrió de oreja a oreja, experimentó un instante de pura alegría; aquélla era la sonrisa de Georgia. La sonrisa de Davy era tan luminosa y despreocupada como lo había sido la de su madre.

Por primera vez desde que su mujer había muerto, la tristeza cedió por un instante y Kevin volvió a recuperar la esperanza.

A pesar de la promesa que le había hecho a Jess, Kevin pasó dos semanas más encerrado en casa, pasando los días con Davy y las noches escondido en su habitación, intentando mantenerse lejos de las miradas compasivas de su abuela y de la creciente impaciencia de su padre. Era evidente que Mick tenía muchas cosas que decirle, pero, aparentemente, la abuela le mantenía a raya. En cualquier caso, Kevin sabía que aquella situación no podía prolongarse durante mucho tiempo.

Y, para su sorpresa, fue su abuela la primera en romper el silencio. Fue a buscarle al anochecer al porche y le tendió un vaso de té helado y un plato de galletas de avena y pasas, sus favoritas.

—Tenemos que hablar —anunció.

—¿Sobre qué? —preguntó Kevin, más receloso incluso que cuando Jess le había abordado.

Si Jess era capaz de abordar cualquier conversación por incómoda que fuera, era porque había aprendido de una gran maestra: su abuela. Nell O'Brien había criado a sus nietos después de que su nuera se marchara de casa tras divorciarse de su marido. Era una mujer de gran corazón y lengua afilada.

—Sobre el hecho de que te pasas el día encerrado en casa, llorando por los rincones —contestó—. No os hace ningún bien ni a ti ni a tu hijo. Un niño necesita ampliar su mundo, estar con otros niños.

Kevin frunció el ceño al oírla.

—Caitlyn y Carrie se pasan la vida aquí.

—Sus primas ya tienen casi ocho años y aunque les encante jugar con Davy, tu hijo necesita estar con niños más pequeños —le dirigió una mirada penetrante—. Necesita reír, Kevin. ¿Cuándo has salido por última vez con él, cuándo le has hecho reír?

—Creo que papá está cumpliendo perfectamente esa función —de hecho, Mick estaba más que encantado de ejercer de abuelo.

—Pero es a su padre al que le corresponde ese papel, no a su abuelo. ¿Cuándo has llevado a tu hijo a comer un helado al pueblo?

—Ayer mismo le llevaste tú —le recordó Kevin.

Su abuela le miró con impaciencia.

—¿Pero es eso lo que te he preguntado? Lo que quiero saber es cuándo le has llevado tú.

—No le he llevado nunca —admitió—. Pero no entiendo por qué le das tanta importancia. Davy es un niño que recibe todo tipo de atenciones. Por eso me vine a vivir a Chesapeake Shores.

—¿Para que pudiéramos criarlo en tu lugar? —pese a la delicadeza de su tono, era una pregunta muy dura.

—No, por supuesto que no —replicó. Se arrepintió inmediatamente de la dureza de su respuesta y suspiró—. A lo mejor.

—Kevin, todos somos conscientes de lo mucho que estás sufriendo por la muerte de Georgia y estamos dispuestos a hacer cualquier cosa para ayudarte, pero tienes que empezar a vivir otra vez. Tienes que ofrecerle a Davy una vida normal. Sé que Jess habló de todo esto contigo, por eso he esperado, pero no he visto ninguna señal de cambio y no puedo seguir siendo testigo de cómo defraudas a Davy y te defraudas a ti mismo. Esto no puede seguir así. Tienes toda una vida por delante, Kevin. No la desperdicies, porque terminarás arrepintiéndote.

Por mucho que le disgustara admitirlo, Kevin sabía que Nell tenía razón. El problema era que no tenía la menor idea de lo que podía hacer. Se sentía presa de todo tipo de sentimientos encontrados. Estaba enfadado con aquella guerra que le había arrebatado a su mujer y le había convertido en un padre viudo. Se sentía culpable por no haber insistido en que Georgia reconsiderara su decisión de volver a Irak, a pesar de que toda su familia le había suplicado que lo hiciera. Y continuaba llorando la muerte de aquella mujer llena de vida que jamás conocería a su hijo, que no podría estar a su lado el primer día de colegio, ni el día de su graduación, ni el día de su boda.

Al final, alzó la cabeza y miró a su abuela.

—Abuela, no sé qué puedo hacer. Hay días en los que levantarme de la cama ya es todo un triunfo.

Su abuela asintió como si lo comprendiera.

—Así me sentía yo cuando murió tu abuelo. Y estoy segura de que era así como se sentía Mick cuando tu madre se fue de casa. Y ya sabes cómo lo solucionó él.

—Dedicando el mayor tiempo posible a su trabajo y evitando estar en casa —recordó Kevin con amargura.

—¿Y crees que quedarte aquí encerrado es una opción mejor?

—Pero yo...

A pesar de la suavidad de su tono, aquellas palabras fueron como una bofetada para Kevin.

Nell alargó la mano para tomar la de su nieto antes de que éste pudiera argüir que era algo completamente diferente.

—Él tampoco pretendía hacer daño a nadie, Kevin —continuó diciendo Nell—. Mick sólo intentó manejar la situación de la mejor forma que sabía, lo mismo que estás haciendo tú. Pero los dos sabemos que hay formas mucho mejores de hacerlo. Ahora Mick está intentando reparar sus largas ausencias, pero ya es un poco tarde. No quiero que esperes a que Davy sea un adulto para arreglar esta situación.

—¿Por dónde puedo empezar? —preguntó Kevin.

Estaba completamente perdido. Aunque la propuesta de Jess le parecía una opción atractiva, era más de lo que en aquel momento podía afrontar. Era un negocio que le obligaría a ser amable con desconocidos, algo de lo que no se sentía capaz. No, todavía no. Le bastaba con ver la rapidez con la que perdía la paciencia con aquellas personas que realmente le importaban para saber que no estaba preparado para hacer vida social.

Nell le apretó la mano con cariño.

—Tienes que ir paso a paso. Para empezar, mañana me gustaría que salieras de casa. Lo primero que deberías hacer es acercarte al pueblo mientras Davy duerme la siesta. Almuerza en la Cafetería de Sally, pásate por la floristería para ver a Bree. Hazle a Jess una visita y ayúdala un par de horas en la posada. Cualquier cosa que signifique un paso adelante. Y al día siguiente, otro paso.

Tal como lo planteaba Nell, que no le estaba pidiendo una transformación de la noche a la mañana, un cambio de vida tan radical como el que Jess había sugerido, parecía posible. Razonable, incluso.

—Sí, supongo que eso seré capaz de hacerlo —dijo al final.

—Claro que eres capaz —le aseguró su abuela.

Kevin pensó entonces en todos aquellos años que su abuela había estado prácticamente sola con él y sus hermanos mientras su madre iniciaba una nueva vida en Nueva York y su padre se dedicaba a trabajar por todo el mundo.

—Abuela, ¿no tuviste dudas cuando decidiste venir a vivir con nosotros para ayudar a papá a criarnos?

Nell se echó a reír.

—Con vosotros cinco, lo último que tenía era tiempo para dudas. Además, tenía la ventaja de haber criado ya a tu padre y a tus tíos. Digamos que tenía alguna experiencia.

—He estado en una guerra, he trabajado como sanitario. Ninguna de las dos cosas es fácil ni predecible —sacudió la cabeza—, pero a pesar de todo, hay días que me aterroriza pensar en que tengo que educar a Davy.

—Pero no estás solo, ¿verdad, Kevin? —le recordó Nell con dulzura—. Ninguno de nosotros va a abandonarte. Lo que no quiero es que dejes de ser la clase de padre que sé que quieres y puedes llegar a ser.

—¿Cómo has llegado a ser tan inteligente? —bromeó Kevin, sintiéndose mucho más ligero de lo que se había sentido desde hacía meses.

—No sabes todo lo que se puede llegar a aprender a lo largo de una vida —contestó Nell, y se levantó. Se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Te quiero, Kevin. No lo olvides nunca.

—Como si fueras a permitírmelo —gruñó.

Su abuela se echó a reír.

—Desde luego. Procura no acostarte muy tarde.

—Gracias, abuela, por las galletas y por la conversación.

Nell le guiñó un ojo.

—Una cosa no puede darse sin la otra.

Era cierto, pensó Kevin cuando se quedó solo. Todas las conversaciones serias con su abuela habían ido siempre acompañadas por una bandeja de galletas recién horneadas: de pasas y avena para él, de chocolate para sus hermanas y de mantequilla de cacahuete para Connor. Gracias a ello, siempre se aceptaban con buen talante sus consejos. Como le había pasado a él aquella noche.

Paso a paso, se recordó a sí mismo. Eso era lo único que se esperaba de él.

Y había muchas posibilidades, pensó con ironía, de que no fuera capaz de hacer mucho más.

La máquina del capuchino era un auténtico misterio. Si le hubiera sobrado el dinero, Shanna la habría estampado en ese mismo instante contra la pared. Pero el éxito de su nuevo negocio dependía tanto de la venta de café y té como de su capacidad para vender libros y juegos de mesa. Y necesitaba que aquel negocio saliera adelante como pocas veces había necesitado algo a lo largo de su vida.

Había invertido hasta el último centavo que tenía en Juegos del Mundo. Esperaba poder reunir en aquel establecimiento su amor por la lectura y los juegos de mesa como el Scrabble o el Monopoly con su necesidad de cafeína y convertirlo en algo que la ayudara a retomar las riendas de su vida.

Había elegido Chesapeake Shores porque era una población pequeña y estaba al lado del mar, prefería un lugar como aquél antes que una ciudad. En una visita anterior, le había atraído la tranquilidad del lugar y la amabilidad de sus habitantes, y había advertido que no había ningún negocio como el que ella quería abrir. ¿Y a quién no le apetecía disfrutar de un buen libro en la playa? ¿O disponer de rompecabezas y juegos de mesa con los que mantener entretenidos a los niños? Probablemente debería adentrarse también en el mundo de los juegos electrónicos, pero la tecnología no sólo era mucho más cara de lo que ella podía permitirse, sino que era un completo misterio para ella y no podía vender algo cuyo funcionamiento no era capaz de explicar a sus clientes. Por supuesto, cualquier adolescente del pueblo sería capaz de explicárselo a ella.

Aunque la idea de iniciar un negocio propio la asustaba, también le resultaba emocionante. Había disfrutado como nunca cuando había tenido que hacer los primeros pedidos. En aquel momento tenía la mayor parte de los juegos y los libros embalados en cajas y cientos de ideas apuntadas en Postit y pegadas a la puerta del refrigerador de la trastienda y en la superficie de un baqueteado escritorio rescatado de una tienda de segunda mano.

Lo que necesitaba a continuación, por encima de cualquier otra cosa, era una dosis de cafeína. Desgraciadamente, aquella estúpida máquina no estaba dispuesta a colaborar. Ni siquiera era capaz de entender las instrucciones, que parecían estar escritas en todos los idiomas conocidos, excepto el inglés. Aunque, en realidad, había una página con palabras inglesas que, una a una, comprendía perfectamente, pero cuya combinación le resultaba indescifrable.

Como la máquina era demasiado cara como para comprar otra, agarró la más fea de sus tazas, producto de una broma de su mejor amiga, y la lanzó contra la pared. Naturalmente, no se hizo añicos, que habría sido lo único capaz de aliviar a Shanna, sino que cayó en manos de un sorprendido cliente que acababa de cruzar la puerta en aquel momento.

Estaba a punto de disculparse, pero el hombre miraba fascinado aquella horrible taza naranja. Cuando miró a Shanna, había en sus ojos azules un brillo inconfundible de diversión. El brillo desapareció rápidamente, pero bastó para que a Shanna le diera un vuelco el corazón.

—En realidad, habría preferido lanzar la cafetera. Pero cuesta menos reemplazar una taza.

—Instrucciones pésimas y falta de cafeína —aventuró Kevin—. Una combinación letal. La Cafetería de Sally está a dos puertas de aquí. ¿Por qué no vas a por un café antes de que se te ocurra romper otra cosa?

Shanna sacudió la cabeza avergonzada.

—Creo que seré capaz de controlarme hasta que averigüe cómo funciona mi cafetera.

Kevin vaciló un instante, pero al final, se adentró en la tienda.

—Déjame echar un vistazo a las instrucciones —le ofreció—. A lo mejor yo tengo más suerte. Me llamo Kevin O'Brien. Mi hermana es la propietaria de la floristería que tienes al lado. Por cierto, ¿sabes dónde está? La floristería está cerrada.

Shanna se encogió de hombros.

—No tengo la menor idea. Todavía no conozco a nadie de aquí. He estado completamente concentrada en organizarlo todo. Ah, y yo soy Shanna Carlyle.

—Me sorprende que Bree no haya estado merodeando por aquí para enterarse de tus planes. Se enorgullece de estar al tanto de todo lo que pasa en el pueblo.

—Todo esto ha sido muy rápido —le explicó Shanna—. Había una lista de espera de personas que buscaban un local en la calle Principal. Me llamaron para decirme que la persona que ocupaba antes este local quería mudarse a otro más grande y que podía alquilarlo yo. Eso fue hace dos semanas, y aquí estoy.

Sabía que estaba parloteando, pero había algo en aquel hombre que le ponía nerviosa. Se sentía como una adolescente a la que acabaran de presentarle al chico más guapo del instituto.

—¿Y has hecho todo esto en sólo dos semanas? —preguntó Kevin sorprendido, mientras miraba las paredes recién pintadas y las pilas de libros.

Shanna le miró con recelo. La tienda estaba hecha un desastre. Aun así, también tenía el aspecto de estar a punto de convertirse en un lugar acogedor.

—Había muchas cosas que había hecho con antelación: sabía los libros y los juegos que necesitaba y cómo conseguirlos. Lo único que he tenido que hacer ha sido llamar a los proveedores —se encogió de hombros—. Además, una vez firmado el contrato de alquiler, no podía permitirme retrasar mucho la apertura. Si quiero estar al día en el alquiler de la tienda y del apartamento que tengo arriba, no me va a quedar más remedio que abrir cuanto antes el negocio.

Kevin miró a su alrededor.

—¿Para cuándo tienes prevista la apertura?

—Para dentro de una semana a partir del sábado.

Kevin recibió con escepticismo su respuesta.

—En ese caso, necesitarás ayuda.

—No puedo permitirme el lujo de pagar a nadie.

Una vez más, Shanna advirtió una ligera vacilación, como si Kevin pensara que iba a terminar arrepintiéndose de lo que estaba a punto de hacer.

—Pues es una suerte que yo no vaya a cobrarte nada —dijo Kevin por fin. Hundió las manos en los bolsillos; su expresión era indescifrable—. De momento, no tengo nada que hacer hasta que aparezca Bree, así que estaré encantado de echarte una mano.

Shanna se quedó paralizada. Le invadieron todas las dudas de una urbanita. Kevin O'Brien era un hombre intrigante. Pero probablemente era de fiar. Al fin y al cabo, su hermana era la propietaria de la tienda de al lado. Había oído mencionar el apellido O'Brien en repetidas ocasiones desde que estaba en el pueblo. Sabía que Mick O'Brien era el arquitecto que había diseñado y construido Chesapeake Shores. La mujer con la que había tratado en la agencia inmobiliaria también era una O'Brien.

—Así que eres un O'Brien. He leído algunos artículos sobre Mick y conozco a Susie.

—Mi padre y mi prima —le aclaró Kevin.

Una información tranquilizadora, pero aun así, la costumbre la obligaba a mostrarse cauta.

—Te agradezco el ofrecimiento, pero creo que debería hacerlo sola. Así iré memorizando dónde está cada libro. Además, como puedes ver, todavía no han llegado las estanterías. Se supone que me las entregarán mañana.

Kevin no pareció especialmente desilusionado por su negativa. De hecho, parecía casi aliviado.

—De acuerdo, así que no necesitas ni un café ni ayuda en la librería —respondió—. ¿Qué tal entonces si te echo una mano con la cafetera? ¿Quieres que lo intente?

Para no parecer maleducada, Shanna asintió.

—Claro, si eres capaz de hacer que funcione, tu primera compra correrá a mi cargo.

—No deberías hacerme esa oferta —Kevin frunció el ceño mientras leía las instrucciones. Después, buscó entre las herramientas que Shanna tenía extendidas sobre el mostrador hasta encontrar la que quería—. Aunque mi hijo estará encantado. Una de las cosas que más le gustan son los libros ilustrados. Estoy seguro de que seremos buenos clientes.

El corazón de Shanna tuvo una reacción extraña, que ella no sabía si identificar como de decepción o de alegría. Kevin era un hombre atractivo, sí, pero a Shanna le encantaban los niños y estaba deseando ver la tienda repleta de criaturas.

—¿Tienes un hijo?

Kevin asintió.

—Sí, se llama Davy y tiene dos años.

—Bueno, espero que tú o tu esposa vengáis con él en cuanto inaugure la tienda. He pedido una enorme cantidad de libros infantiles.

Por un instante, Kevin pareció quedarse petrificado. Ni siquiera respiraba. Después, exhaló lentamente y frunció el ceño mientras se concentraba en la cafetera. Shanna supo inmediatamente que había dicho algo que no debía, pero no tenía la menor idea de qué podía ser. A lo mejor había sido la mención de su esposa. Quizá estuvieran divorciados, pero en ese caso, lo más normal sería que el niño estuviera con ella y por lo que Kevin había comentado, le había parecido comprender que vivía con el niño.

Lo recordó de pronto. Un año atrás, cuando había llegado a Chesapeake Shores para recuperarse de un matrimonio complicado que había terminado en divorcio, se había alojado en la posada, que también era propiedad de una O'Brien. Se había producido entonces una gran conmoción porque el hermano de la propietaria había perdido a su esposa en Irak y acababa de mudarse a la casa de la familia con su hijo. A Shanna se le había roto el corazón al oír la noticia, no sólo por aquel hombre que había perdido a su esposa, sino también por el niño que tendría que crecer sin el apoyo de una madre.

Aquel hombre era Kevin, estaba segura. Se sentía fatal, pero no sabía cómo disculparse, sobre todo teniendo en cuenta la reacción que había provocado con la mera mención de su esposa. Quizá fuera preferible dejarlo pasar.

Todavía estaba debatiendo consigo misma, intentando decidir cuál era la mejor opción cuando Kevin se levantó.

—¿Dónde tienes el enchufe más cercano?

Shanna señaló con un gesto hacia la mesa en la que había colocado provisionalmente la cafetera. Allí había dejado también las tazas, las diferentes mezclas de café y todos los complementos que podía necesitar.

En cuestión de minutos, Kevin consiguió preparar el café e impregnar la tienda de su delicioso aroma.

—¿Tienes leche? —preguntó.

—En la nevera de la trastienda. Voy a buscarla.

Cuando regresó, Kevin añadió la espuma a una fragante taza de café y se la tendió.

—Toma —le dijo con una sonrisa—. Ya tienes la cafetera lista.

—Te estaré eternamente agradecida —contestó Shanna con total sinceridad—. El café está riquísimo.

Le miró a los ojos y le preguntó en un impulso:

—¿Qué haces el sábado que viene? Porque si te encargas de los cafés el día de la inauguración, no sólo le regalaré a tu hijo el libro que le apetezca, sino que estoy dispuesta a pagarte. Todavía no puedo permitirme el lujo de contratar a nadie, ni siquiera a media jornada, pero podría pagarte un día de trabajo.

La expresión de Kevin se tornó sombría, como si le hubiera ofendido.

—Si vengo a ayudarte, no será a cambio de dinero.

—Pero si vas a hacer un trabajo, tendré que pagarte por ello —respondió Shanna.

La verdad era que ni siquiera ella estaba segura de por qué insistía tanto en que fuera un acuerdo laboral. Por lo que ella sabía, ningún O'Brien necesitaba la ínfima cantidad de dinero que ella podía pagar. Aun así, era casi una cuestión de orgullo. Todavía pesaban sobre ella las duras acusaciones de su familia política, que la consideraba una cazafortunas. No quería empezar una nueva vida en Chesapeake Shores sintiéndose en deuda con nadie.

—Dejemos la discusión hasta que vea si puedo venir.

Shanna le miró con curiosidad.

—¿No te gusta adquirir compromisos?

Kevin respondió con una evasiva.

—Algo así. Estaremos en contacto. Ha sido un placer conocerte, Shanna.

—Igualmente, Kevin.

Pero mientras Kevin cruzaba la puerta, Shanna tuvo la extraña sensación de que no sabía nada sobre él, más allá de su nombre y la sospecha de que había perdido a su esposa en una guerra que se libraba en el otro extremo del planeta. El hecho de que le encontrara fascinante probablemente era la mejor señal de que debería agradecer que se hubiera ido. No era bueno apostar por un alma herida; lo había aprendido de la más dura de las maneras. Intentar salvar a otro siempre era una locura.

2

Eran más de las seis y Shanna todavía estaba abriendo cajas y apilando los libros de acuerdo con las secciones en las que había dividido el local. Quería tenerlo todo preparado para cuando llegaran las estanterías y le habían prometido que llegarían al día siguiente por la mañana.

Cuando sonó el teléfono, contestó sin mirar el identificador de llamadas, algo que no había vuelto a hacer después de su divorcio. Evitar las llamadas de su ex marido se había convertido en una forma de vida. Afortunadamente, en aquella ocasión, su imprudencia no tuvo consecuencia alguna.

—¿Cómo va la librería? —preguntó Laurie.

Shanna sonrió al oír la voz de su mejor amiga.

—Te lo diré en cuanto haya vendido el primer libro.

—Bueno, si todavía es demasiado pronto para contestar esa pregunta, dime cómo estás. ¿Sigues alegrándote de haberte mudado a un lugar que está en medio de la nada? ¿Cómo te las arreglas para poder pasar el día cuando estás a kilómetros y kilómetros de una buena cafetería?

—Porque he decidido abrir yo una —respondió Shanna al tiempo que se sentaba en el suelo, apoyando la espalda en la pared.

Por primera vez en el día, se sentía relajada. Hablar con Laurie, que la había acompañado durante el calvario de su matrimonio y su divorcio, siempre la animaba.

—Y, por cierto, estoy muy contenta —añadió con énfasis—. Esto es lo mejor que he hecho en mucho tiempo.

—¿Has conocido a alguien interesante?

Shanna se tensó al oír la pregunta de su amiga.

—¿A qué viene esa obsesión por mi vida social? —contestó enfadada—. Sólo llevo un año divorciada, y ha sido un año muy duro. Creo que lo sabes mejor que nadie. Todavía no estoy preparada para empezar una relación.

—Vaya, vaya. Parece que estás a la defensiva. Eso significa que se ha cruzado alguien interesante en tu camino.

Shanna suspiró. A su mente acudió la imagen de un atractivo Kevin O'Brien.

—No tengo nada que contar —insistió.

No merecía la pena recordar un encuentro de diez, quince minutos como máximo, aunque sabía que Laurie no estaría de acuerdo con ella. Su amiga, que se había comprometido recientemente, pensaba que todo el mundo debía vivir en pareja.

—Bueno, pues es una pena. En ese caso, supongo que tendré que dejar que continúes hablándome del inventario.

—Por esta vez, me contendré —le prometió Shanna—. Háblame de Drew, ¿cómo van los planes de boda?

Lo último que había oído era que su amiga quería una boda espectacular, el sueño de cualquier mujer. Unas semanas atrás, pensaba celebrarla en una playa hawaiana durante la puesta de sol. Todo estaba sucediendo a una velocidad de vértigo, a un ritmo ideal para Laurie, pero que habría acabado con los nervios de Shanna.

—En realidad, ésa es una de las razones por las que te llamo —contestó Laurie—. ¿No me dijiste que la posada en la que te alojaste el año pasado era maravillosa y que allí también celebraban bodas?

—¿La Posada del Nido del Águila? —preguntó Shanna, sorprendida—. ¿Aquí, en Chesapeake Shores?

—Exacto. No era capaz de recordar el nombre. ¿Qué te parecería que celebráramos allí la boda? Sería una boda sencilla y muy íntima.

—Me encantaría, por supuesto. La posada es preciosa, la comida excelente y los alrededores espectaculares, pero pensaba que querías celebrar una gran boda.

—Acabo de enterarme de cuánto cuesta una boda espectacular —admitió Laurie con pesar—. Y Drew lo ha dejado muy claro. Dice que si nos gastamos tanto dinero en la boda, tendremos noventa años antes de haber reunido el dinero que necesitamos para comprar una casa.

—Y tiene razón —se mostró de acuerdo Shanna—. Además, una boda cara no garantiza la felicidad. Y yo soy la mejor prueba de ello.

—En ese caso, ¿te parecería bien que fuera a verte el fin de semana que viene para ver la posada y hablar con la propietaria de los precios y las fechas disponibles?

—Coincidirá con la inauguración de la librería —le recordó Shanna—, no tendré un solo minuto libre.

—En ese caso, mataré dos pájaros de un tiro —respondió Laurie feliz—. Además, así podré ayudarte el día de la inauguración. Seré tu chica de los recados y me ocuparé de todo lo que falte en el último momento. Podrás mandarme a por hielo o hacerme quitar el polvo de las estanterías. Ya sabes que te encanta mandar. Estarás en la gloria.

—¿Estás segura de que sólo vienes porque quieres ver la posada? ¿O estás ansiosa por echar un vistazo a mi nueva vida para poder dar tu aprobación? Sé que no te hizo mucha gracia que diera este paso sin consultártelo.

—Bueno, tienes que admitir que tomaste la decisión prácticamente de la noche a la mañana, algo que no es propio de ti. Eres muchas cosas, Shanna, pero lo último que puede decirse de ti es que seas una persona impulsiva. Y no puedo evitar estar preocupada por ti.

—Llevaba todo un año pensando en esto —le recordó Shanna—, así que no creo que se pueda decir que haya actuado por impulso. No tienes nada de lo que preocuparte.

—Supongo que no —reconoció Laurie—, pero me sentiré mejor si veo con mis propios ojos cómo te van las cosas. Entonces, ¿qué te parece? ¿Puedo ir a ayudarte con la gran celebración?

Aunque apenas iba a tener tiempo para respirar durante el fin de semana, a Shanna le resultó imposible resistirse a aquel ofrecimiento, o a la posibilidad de enseñarle Chesapeake Shores a su amiga. Era consciente de que también ella quería contar con la bendición de Laurie. A pesar de algún que otro momento de frivolidad en lo referente a su boda, Laurie era la mujer más sensata que había conocido en su vida.

—Por supuesto, claro que quiero que vengas. No sería lo mismo sin ti —respondió Shanna.