1.

—Cierra la puerta y siéntate.

Algo iba mal. Durante algunos segundos Faith se quedó de pie en el centro del austero despacho con los ojos fijos en la expresión de pesar y en el malestar que le causaban las palabras que se estrujaban en la boca de su jefe. La fina película de sudor que perlaba la frente de Garland Buchanan, desprovista de pelo como el resto de la cabeza, era un claro indicador de que su situación privilegiada, de la que había disfrutado desde que llegó a World Now, iba a sufrir un cambio drástico.

Ya había escuchado rumores acerca de los recortes que los propietarios de la revista estaban dispuestos a hacer para reducir gastos. También se hablada de posicionarse en un mercado diferente, más competitivo, que requería un punto de vista más serio, más profesional. Pero cada cierto tiempo surgían esos fantasmas que susurraban sottovoce aires nuevos y que, al final, se quedaban en simples cotilleos y temores infundados. Sin embargo, las nuevas directrices a la hora de dirigir las publicaciones y de plantear el enfoque de los reportajes habían hecho sonar algunas alarmas.

La visita de los socios europeos semanas atrás y las diferentes reuniones que los jefes de sección mantenían a últimas horas del día en los despachos de la planta superior, habían instalado en las oficinas cierto tufillo de desconfianza que cada día se hacía más intenso.

Faith se agarró al respaldo del sillón giratorio que quedaba frente a su jefe y lo movió con inusitada lentitud hasta que se sentó en él; encaró la mirada turbada del hombre para el que había trabajado desde que regresó de Japón, hacía ya tres años.

—Estás despedida —anunció Buchanan con contundencia. A continuación, depositó el artículo que Faith le había dejado sobre la mesa la tarde anterior y se cruzó de brazos a la espera de una reacción.

—No puedes estar hablando en serio. —Lo miró con los ojos entrecerrados mientras entrelazaba sus manos para detener el temblor que las acechaba. No se dejaría llevar por la presión, era una profesional y no permitiría que la mirada impactante y la gravedad del semblante de su jefe la intimidaran.

—Te lo advertí. Te dije que reconsideraras tus opciones y no me has hecho ni caso. —Garland se aclaró la garganta antes de continuar e hizo un esfuerzo por no levantarse de su sillón e ir en pos de la mujer a la que quería como si fuera su propia hija. Podía ver lo vulnerable que era, pero también la fortaleza que la ponía en pie cada día; y por eso había apostado por su talento. Pero Faith parecía no entender que, si no cambiaba de actitud, el puesto de ambos peligraba—. Son los propietarios los que han impuesto este cambio no yo. Aunque no creas que me siento muy en desacuerdo con ellos. Los lectores han cambiado, los intereses también. World Now se mueve en un mercado más selecto, más desafiante, más interesante —le explicó al tiempo que alcanzaba el último reportaje de Faith y lo agitaba delante de sus narices—. Esto es basura comparado con lo que sabes hacer, así que no me mires así.

Sorprendida por la dureza de sus palabras, abrió los ojos y siguió el recorrido que su trabajo hacía antes de caer sobre la mesa. Jamás había recibido queja alguna acerca de sus reportajes. Estaban bien documentados, contaba con las fuentes más rigurosas y aportada datos contrastados y las opiniones de los expertos de referencia. Se dejaba la piel en cada uno de ellos, a veces literalmente, pensó al ver la quemadura que tenía en la muñeca, producto de uno de sus estudios de campo. Era exigente en su forma de prepararse y exponía la información con un estilo impecable. Pero no era suficiente.

—No te atrevas a descalificar mi trabajo de esa forma, Garland.

—¡Son artículos de belleza, por favor! —exclamó con demasiado ímpetu.

—¡Esa es mi sección! ¿De qué pretendes que escriba?

—Te pedí ideas, Faith. Esta mierda la pueden encontrar en cualquier revista sensacionalista —le espetó enfurecido. Tomó de nuevo el artículo y negó con la cabeza repetidas veces—. ¿Alternativas al bótox? Las verdaderas ventajas del ácido hialurónico. ¿De verdad crees que esto es periodismo serio?

—Me ofendes.

—¡Y tú me tomas por tonto, Holland! Si crees que voy a tragarme que esto es lo mejor que se te puede ocurrir es que te has vuelto loca. —Incapaz de estar sentado por más tiempo, Garland se puso en pie y se dirigió al ventanal que ofrecía las mejores vistas de Seattle de todo el edificio. Le dio la espalda para no tener que ver cómo se humedecían los ojos de Faith y esperó a que el estallido austero, directo a herir su orgullo, surtiera el efecto deseado.

—¿Qué te hace pensar que no lo es? ¿Qué te hace pensar que hay algo más para lo que pueda servir? —preguntó casi en un susurro—. Tal vez apostaste demasiado por mí. Ya ves que no soy lo que esperabas.

Ella también se puso en pie y, con los hombros hundidos, caminó hacia la puerta sin tener nada más que añadir. Recogería sus cosas y en un abrir y cerrar de ojos estaría fuera de la revista que había sido su casa durante los últimos tres años.

—No, no eres lo que esperaba —respondió cansado antes de que abandonara el despacho—. Eres mucho más, Faith Holland, pero aún debes darte cuenta.

—¿Qué quieres de mí, Garland? —Se revolvió con furia, mostrándole la rabia que le provocaban sus insinuaciones, pero también las lágrimas que contenía a duras penas.

—¡Quiero esto! —gritó el jefe Buchanan al tiempo que tomaba de uno de los cajones una carpeta cargada de papeles y la lanzaba con furia contra la superficie del escritorio. Después de la primera siguieron algunas más hasta que el montón se derrumbó a un lado de la mesa—. ¡Quiero todo este talento en las páginas de mi revista!

Varios papeles amarillentos escaparon de las tapas de cartón y planearon por el aire hasta caer muy cerca de los pies de Faith. Los ojos color miel de la periodista no pudieron evitar fijarse en las hojas de revista mal arrancadas que tenía a pocos pasos de ella y, al comprobar de qué se trataba, se llevó las manos a la boca y contuvo un jadeo de emoción.

Eran sus trabajos anteriores. Todos y cada uno de los reportajes que había realizado junto a Darryl desde que acabaron la carrera. No le hizo falta ojear el contenido de todas aquellas carpetas para saber que Garland había estado ocupado en esa labor de hemeroteca.

Experimentó cómo su rostro perdía todo el color y el temor de abrir una puerta al pasado viajó hasta sus manos, haciéndolas temblar sin control. Cuando se agachó y alargó los dedos para atrapar aquellos recuerdos del suelo, tuvo la sensación de estar a punto de destapar la caja de Pandora. El dolor en el pecho regresó, se le olvidó respirar y la sensación de vacío, de culpa y de miedo volvió a la mente y al corazón como cada vez que recordaba al hombre al que había amado por encima de todo. Había disfrutado de los mejores años de su vida junto a la persona más maravillosa del mundo, compartiendo un trabajo que la apasionaba tanto como a él. Había nacido para ello y ese entusiasmo había muerto con Darryl cuando el destino los sorprendió.

—Quiero a esta Faith —susurró Garland afectado por el impacto que los reportajes habían tenido sobre ella.

—Pierdes el tiempo. La mujer que escribió todo esto ya no existe.

—Sé que hay heridas que tardan en curar, pero hace tres años ya de lo de Japón. No puedes continuar escondiéndote. No es justo para ti. —Se acercó a ella sutilmente, con temor a que fuera a salir corriendo. Lamentaba su dolor y conocía la pérdida tan importante que había sufrido, pero hacía tiempo que ella misma, sin darse cuenta, había dejado asomar a la sensacional periodista que llevaba dentro. Su pasión y la entrega que demostraba no era nada comparado con la luz que brillaba en sus ojos cuando los chicos de la sección de Internacional exponían sus ideas en las reuniones de cierre. A veces, incluso, estaba a punto de abrir la boca para aportar algún detalle a las explicaciones de sus compañeros, pero se detenía antes de decir ni una palabra. Estaba encerrada en una prisión de recuerdos y era la única que poseía la llave para salir—. Te estoy dando una oportunidad sin igual, Faith. Sé que la necesitas, sé que la deseas. Te miro y veo las ansias que hierven en tu interior, veo la frescura de un tiempo pasado, pero también la madurez.

—Tú solo estás viendo un fantasma.

Garland la observó con toda la seriedad que sus ojos hundidos y sus gafas, caídas sobre una prominente nariz, le conferían. El miedo era un sentimiento muy poderoso que podía hacerte más fuerte o destruirte por completo. Y si había algo claro en la expresión del rostro de Faith era que tenía un miedo atroz.

—Bien. Entonces estás despedida —sentenció y, para darle más énfasis a su declaración, recogió el montón de papeles, lo golpeó contra la mesa varias veces para poner los legajos en orden y, sin más ceremonia, lo depositó en la papelera que había junto a su silla. Era una provocación que debía dar lugar a un cambio, acción-reacción, pero no obtuvo el resultado esperado y, derrotado, continuó con sus tareas de revisión como si la conversación no hubiera tenido lugar nunca.

Faith acusó el impacto de aquellas palabras contra el pecho y siguió el movimiento de la mano de Garland hasta que vio toda su vida en el fondo del cubo de la basura. Contuvo el aire a la espera de que su jefe alzara la mirada de nuevo y le dijera que todo había sido una broma, que las cosas continuarían como hasta entonces, pero cuando él la miró solo encontró la confirmación que hacía realidad lo que había escuchado.

Tuvo deseos de dejarse caer sobre el sillón y sollozar como una niña. No podía explicarle lo que sentía ni lo que suponía lo que le estaba demandando. Era consciente de que en su interior se estaba produciendo un cambio bastante significativo, uno que intentaba eludir por todos los medios, porque asumir que deseaba volver a su vida anterior, al periodismo de investigación, a la primera línea de la información, sería como faltar a la memoria de Darryl y eso no se lo podía permitir. Pero Garland tenía razón. Se volvía loca cuando David Rochester o Bobbie Boyle, los mejores corresponsales de la revista, regresaban a las oficinas después de haber estado viviendo lo que ella tanto añoraba. Y quizá no fuera muy razonable por su parte pero, entre el cúmulo de sensaciones que la mantenía sin dormir durante días, no solo había envidia, también rabia, hacia Darryl, hacia el destino mismo, hacia ella. Y miedo, un profundo y oscuro miedo.

Aquel jueves no se quedó a tomar la cerveza de rigor con sus compañeros en el bar de abajo. No estaba de humor para soportar los comentarios y los rumores que, ahora mejor que nunca, conocía de primera mano. Tampoco sería ella la que les anunciara que la habían despedido.

Ella tampoco podía creerlo, pero estaba fuera de la revista y al llegar a su modesto apartamento, en el barrio de Belltown, y divisar desde la ventana del salón el atardecer de otoño, que se presentaba igual de gris que cada día, se dio cuenta de que o aceptaba el trabajo que le ofrecían o ya podía ir pensando en buscarse otro lugar donde vivir y otro empleo con el que pagar las facturas.

La foto de Darryl la miró desde el mueble de la televisión. Se la había hecho una tarde de verano frente a los muelles. El sol quedaba a su espalda y le confería el halo angelical que se merecía pues no había mejor calificativo para describirlo. Era un ángel. Le encantaba aquella imagen. Encontraba en ella la calma que necesitaba cuando su mundo se volvía del revés. Podía pasar horas y horas con la mirada perdida en aquellos reflejos dorados que salían de su cabello negro, en los hoyuelos que delimitaban una sonrisa perfecta o en las arrugas que se formaban alrededor de unos ojos oscuros tan expresivos como misteriosos.

Ya habían pasado tres años desde que regresó de Honshu, Japón, con el cuerpo de su pareja en un ataúd. Fue el viaje más complicado que había realizado en su vida. El último viaje juntos. Y todavía sentía el vacío que había quedado en su alma cuando, por fin, sus familiares pudieron darle sepultura en el cementerio de Lake View. Habían hecho tantos planes…

Desde entonces nada había sido igual en la vida de Faith. Las personas a su alrededor se empeñaban en que hiciera gala de su nombre y tuviera fe en el destino, en el amor, en una segunda oportunidad para ser feliz, pero nadie entendía que, para ella, la felicidad había desaparecido en el preciso momento en que Darryl abandonó el mundo.

Una ligera vibración dentro del bolso llamó su atención. No había activado el sonido del móvil para evitar tener que dar explicaciones a nadie. Estaba segura de que, en cuanto la noticia traspasara los muros del despacho de Garland, algunos de sus compañeros montarían en cólera. Miró la imagen que le devolvía la pantalla y supo que a Jacob no podría esquivarlo. Con toda seguridad ya estaba enterado de la situación. Garland era su suegro y lo tenía en muy alta estima. Si no le cogía el teléfono aparecería en su casa y aporrearía la puerta hasta tirarla abajo.

—Antes de que digas nada…

—Antes de que digas nada, dime, ¿te has vuelto loca? —la interrumpió Jacob Allen con su característico tono desafiante. Los labios de Faith se curvaron al imaginarlo con el móvil pegado a la oreja sujeto con el hombro, mientras sus puños descansaban contra las caderas, en una pose muy a lo Peter Pan.

—A veces creo que sí, pero hoy no. Estoy muy cuerda, créeme.

—He tenido que soportar a un Buchanan enfurecido durante toda la comida. Y todo porque tú has decidido firmar tu suicidio laboral. Nena, sabes que World Now es tu sueño, ¿por qué te empeñas en joderlo todo?

—Ya sabes por qué, Jacob —respondió mientras su mirada quedaba anclada a la foto de Darryl. Le fue imposible no acariciar la imagen con la yema de los dedos, como hacía siempre que la embargaba la pena.

Conoció a Jacob Allen en un bar de copas, muy frecuentado por periodistas, en el pintoresco barrio de Fremont. Ella estaba sufriendo una crisis de ansiedad y él creyó que se había pasado con el alcohol. Cuando entendió lo que sucedía, le sirvió de apoyo y escuchó paciente la historia de Faith; aguantó la tempestad hasta que la calma regresó y ese día se forjó entre ellos un intenso vínculo que fue creciendo con el paso del tiempo.

—Eres una cobarde, Faith Anggela Holland —le soltó de repente. No permitiría que un corazón roto tomara las riendas de su vida—. Me niego a regalarte los oídos diciéndote lo buena y lo capaz que eres para este trabajo, creo que eso ya lo ha hecho mi suegro. Ni voy a darte un sermón sobre lo absurdo de tu actitud, eso ya lo sabes tú. Pero sí voy a insistir en que eres la persona más cobarde que he conocido jamás y, cuando te hagas vieja y estés sola, serás una anciana gallina y arrepentida.

—¿Alguna cosa más? —ironizó. Estaba acostumbrada a esas estrategias que siempre utilizaba para hacerla cambiar de opinión, solo que esta vez había tocado algo en su interior que empezaba a resquebrajarse.

—Sí —afirmó con contundencia—. Milly quiere saber si vendrás a cenar el sábado, tenemos algo que decirte —añadió con un tono diferente, mucho más tierno.

—¿Estáis embarazados? ¡Estáis embarazados! —gritó al teléfono emocionada. Llevaban bastante tiempo intentando tener hijos y, aunque no perdían la esperanza, el paso de los meses y los intentos fallidos estaban haciendo mella en su ánimo.

—¡Yo no te he dicho nada! ¿Está claro? Y ya puedes mostrarte emocionada el sábado por la noche o te mandaré a cenar a la caseta de Blacky en el jardín, bajo la lluvia.

No había nadie como Jacob para sacarle una sonrisa, aunque fuera en la peor situación imaginable. En ese momento, en el que compartía la felicidad de sus amigos por la nueva vida que estaban gestando, tuvo que admitir que sentía un ápice de envidia, envidia sana, la misma que sentiría una hermana por su hermano. Miró una vez más la foto de Darryl, revivió otro de los sueños que se habían roto y se abrazó a sí misma para detener el escalofrío de añoranza que le recorría la columna.

A la mañana siguiente, cuando los tenues rayos del sol de la mañana en Seattle atravesaron la persiana de la habitación de Faith, su mente había tomado una decisión que aún no había sido asimilada por el cuerpo ni por el corazón.

Sentada en la cama, que durante tanto tiempo había compartido con el recuerdo de Darryl, había visto pasar la noche sin que el cansancio fuera lo bastante envolvente como para obligarla a cerrar los ojos. Todavía le daba vueltas a la propuesta de Garland Buchanan, también a las palabras de Jacob, y se sentía asfixiada por un dilema: ¿era mejor permanecer quieta o echar a volar?

La claridad del día fue tan cegadora como su elección. Hacía rato que sabía qué camino tomaría, pero necesitaba sentirse en paz consigo misma y recordar con detalle todos y cada uno de los objetivos apasionantes que Darryl y ella se habían prometido cumplir. El despertador de la mesilla sonó con estridencia y puso fin al tiempo de duelo. Se dirigió al cuarto de baño con la ligereza de quien ha dejado la pena en el camino y el espejo de la pared le devolvió una imagen diferente a la que veía cada mañana.

Era hora de ponerse en marcha. Hora de continuar.

2.

La primera pregunta que la mente de Faith procesó nada más llegar al punto de encuentro, el día señalado, desató un sentimiento demasiado peligroso, que corría el riesgo de hacerla retroceder. Había contestado la cuestión en infinidad de ocasiones. Los preparadores, en los dos meses que llevaba organizando el viaje, se la habían repetido por activa y por pasiva, y la respuesta siempre fue la misma: «Sí, quiero ir». Pero al llegar a la redacción de la revista y entender que podría ser la última vez que pisara aquella oficina ya no lo tuvo tan claro.

—¡Estás aquí! —exclamó Garland y abrió los brazos para acogerla en un paternal achuchón—. ¿Estás preparada?

¿Lo estaba? ¿Estaba la mente en consonancia con el cuerpo? ¿Estaban sus asuntos en paz? ¿Los problemas resueltos? ¿El corazón preparado para no regresar? Hubo un tiempo en que Darryl y ella se formulaban esas mismas preguntas antes de embarcarse en cualquier aventura. Conocía los riesgos, conocía el terreno, se había formado, no solo para el trabajo, sino también para sobrevivir. Llevaba con dignidad la mochila a la espalda, cargada con todo lo que pudiera necesitar, y le corría por las venas una buena dosis de adrenalina, pero también de algo más poderoso, más intenso. Miedo.

Jacob y Milly llegaron justo en ese momento, así que hizo lo posible por no ponerse a llorar. Miró a la pareja con una sonrisa y se emocionó por la leve curva que ya se distinguía en el vientre de la preciosa pelirroja. Pero, sobre todo, por lo que más emocionada y agradecida se sentía, era por poder contar con la compañía de Jacob durante el tiempo que estuviera en el continente africano.

Cuando dos meses atrás le había anunciado que él también iría a la República Centroafricana, como fotógrafo, Faith no quiso ni escuchar hablar del tema. Jacob iba a ser padre por fin, debía quedarse para cuidar de Milly, para no perderse ni uno solo de los momentos del embarazo, para disfrutar de cada segundo junto a ella y ver cómo la barriga tomaba la forma del bebé que albergaba. El trabajo solo duraba tres meses, regresarían con tiempo de sobra para el parto, pero nunca se sabía qué podía pasar en un lugar como aquel, ni cómo regresarías, ni si regresarías.

Sin embargo, fue Milly la que animó a su marido a realizar aquel viaje. Una vez naciera el pequeño —o pequeña, como se empeñaba Garland en apostillar siempre—, no tendría oportunidad de ver cumplido ese sueño. Por supuesto, la opinión de la pelirroja tuvo más peso en la decisión de Jacob que todos los motivos que Faith trató de hacerles ver. Así que dos meses después, allí estaban; preparados para partir con destino a otro continente, a más de ocho mil millas de Seattle, un lugar al que muy pocos querrían ir.

—Antes de que os marchéis, quiero que tengáis presente lo que siempre les digo a los demás —anunció Garland Buchanan de forma solemne. Pese a llevar al frente de la revista más de veinte años y haber visto a muchos reporteros partir, no lograba habituarse a la sensación de que cualquier cosa podía pasar y que aquella despedida podía ser la última—: No hay reportaje ni fotografía que valga vuestra vida. Os quiero de vuelta, sanos y salvos, a los dos, sin excepción.

La emotividad del momento se disipó cuando los primeros periodistas de la revista comenzaron a llegar a la redacción. Como una máquina bien engrasada y a punto para funcionar, los ordenadores emitieron los característicos pitidos de inicio, las fotocopiadoras acompañaron en el arranque y la pantalla de televisión gigante, que presidía el frontal de la planta, se iluminó con una fría tonalidad azul y dejó paso a diez canales de noticias organizados en cuadrículas. La actualidad mundial de un solo vistazo. Fue ese resplandor de luz multicolor el que los activó y restó dramatismo al fuerte abrazo que compartieron tras las palabras de Garland. A continuación revisaron toda la documentación, las acreditaciones y permisos necesarios para el viaje y les repitió de nuevo las indicaciones que, tanto ella como Jacob, sabían de memoria.

—Vuestro fixer se llama Kwame Selassie. Es un etíope con el que han trabajado algunos de nuestros freelancers. Controla muy bien la zona y es bueno en lo suyo. —Les mostró la fotografía y ambos asintieron en señal de reconocimiento—. Os estará esperando en el aeropuerto, pero no llevará identificador. Él sabe quiénes sois y vosotros sabéis quién es él. Con eso basta.

—Nada de abrazos, ni de preguntas por la familia. ¿Entendido? —bromeó Jacob, que se ganó por ello una dura mirada de su suegro.

—Quiero que me mandéis una foto en cuanto lleguéis al coche. Pedidle a alguien que os la haga, ¿está claro? Que se vea el modelo y la matrícula y que esté nítida.

—Lo sabemos, jefe —intervino Faith y miró el reloj para comprobar que iban bien de tiempo.

—Dámelo —le ordenó con seriedad. Tendió la mano hacia ella y no hicieron falta más explicaciones —. Nada de joyas, ni de objetos de valor.

Garland sabía lo que hacía. Él mismo había sido corresponsal de guerra muchos años. Escuchar sus historias era como vivir dentro de una película de acción, con giros inesperados, sucesos escalofriantes y situaciones tan extremas que habían estado a punto de costarle la vida en más de una ocasión. Pero siempre aseguraba que cada segundo de cada minuto que había ejercido como corresponsal había valido la pena. Sus reportajes, algunos de ellos finalistas en el prestigioso premio Pulitzer, daban fe de ello.

Lo más cerca que Jacob había estado de vivir una situación así fue durante los atentados del 11 de septiembre, en los que la zona cero parecía una auténtica batalla campal. Faith sí conocía la experiencia de estar en el extranjero, de sentirse al límite, de temer por su vida, aunque jamás en una guerra. Era especialista en catástrofes naturales, como Darryl, aunque, en más de una ocasión, se habían visto inmersos en situaciones resueltas a punta de fusil.

—Tenéis un protocolo de comunicación, un plan de trabajo y unos objetivos definidos. Ajustaos a eso, sed rigurosos, ya sabéis cómo actuar. Y si algo falla, lo más mínimo, no le quitéis importancia. La tiene, y ese será el momento de aplicar el plan B y salir de allí cagando leches, ¿me habéis entendido? No quiero héroes, ni heroínas, ni búsqueda de emociones fuertes. Esto es un trabajo y si os descuidáis no estaréis despedidos, estaréis muertos.

—¡Papá! Por favor… —gimió Milly cogiéndose con fuerza al brazo de Jacob.

—Estaremos muertos, ya lo sabemos —repitió Faith. Tragó saliva y apretó los puños. Había escuchado aquella cantinela en boca de los formadores, de los militares que los habían instruido, de los sanitarios que impartían los cursos de primeros auxilios, de los instructores de seguridad digital y de otros corresponsales con los que convivía día a día, y aún se le ponía el vello de punta.

—En cuanto lleguéis tenéis que buscar en el hotel a Ashanti, la enfermera cooperante que se unirá a vuestra expedición. Tenéis la fotografía y los datos en la carpeta.

—Tengo la cara de esa mujer grabada junto al millón de cosas que debo recordar —respondió Jacob con ironía.

Faith asintió sonriente para darle la razón. Eran tantas las indicaciones que debían seguir que estaban abrumados. Les quedaba un largo viaje de dos días hasta la República Centroafricana. Si había algo que aún no les había quedado claro, lo resolverían durante el trayecto.

—No os fieis de nadie más que de vosotros mismos, por favor. E informad de todo para que podamos respirar tranquilos, ¿de acuerdo? —les pidió Garland, que tomó la mano de su hija para mostrarles que, a pesar de la confianza que tenían en ellos, les esperaban tres duros meses de preocupación.

***

Después de cuarenta horas, retrasos en cada una de las escalas y vuelos plagados de sobresaltos, el cansancio se adueñó de Faith y por poco se pierde la espectacular imagen aérea del aeropuerto de Bangui.

Habían repasado una y otra vez claves, esquemas, protocolos, seguridad y cualquier cosa relacionada con la información que querían conseguir para realizar reportajes dignos de una revista en auge. Pero ambos necesitaban algo de silencio. Al cerrar los ojos, se sumieron en un corto e inquieto sueño. La azafata los despertó para indicarles que iban a aterrizar y debían colocar los asientos en la posición adecuada. Habían llegado a su destino.

Al levantar la cortinilla de la ventana, Faith se sintió tan conmocionada con el paisaje que estuvo a punto de gritar. Contuvo la respiración, mientras los ojos daban buena cuenta de las decenas de miles de personas que se hacinaban en la linde de la pista de aterrizaje.

—Es el campo de refugiados de M’Poko —le informó Jacob, que se acercó a ella para ver mejor lo que tenían bajo los pies. Habían estudiado fotos del lugar, pero la visión era tan espeluznante que ni el más fiel de los relatos le haría justicia—. De ahí saldría otro gran reportaje, estoy seguro.

—Tendrá que ser en otra ocasión —comentó Faith con tono cansado. Apartó la vista y apoyó la cabeza en el respaldo de la incómoda butaca. El viaje desde Nairobi estaba siendo un auténtico suplicio para la espalda—. Antes de salir de la terminal, mandaré un mensaje a Garland y sacaré la batería y la tarjeta del móvil. En cuanto bajemos de este avión, cualquier cosa puede pasar.

—Tranquila, ¿vale? Todo va a ir bien —pronosticó Jacob con convicción. Él también estaba nervioso, era su primer reportaje internacional y, con toda probabilidad, el último, teniendo en cuenta el futuro familiar que venía en camino, pero no estaba tan tenso como ella.

—Nunca va todo bien, es mejor pensar eso, ¿recuerdas? —Por supuesto que lo recordaba. El exceso de confianza podría ocasionarles graves problemas y eso era algo que habían aprendido desde el primer día de formación. Pero también sabían que la línea que separaba el miedo del pánico era muy fina, casi inexistente, y franquearla supondría un inconveniente de las mismas características, por lo que más les valía serenarse y perder un poco de rigidez.

—¡Vamos, Faith! Seamos optimistas, disfrutemos del viaje y dejemos a esos capullos de World Now con la boca abierta. Le daremos a Garland el mejor reportaje de investigación que haya visto jamás.

Nada más poner los pies sobre la pista de aterrizaje, una humedad asfixiante los engulló y les empapó al instante la ropa. La temperatura no alcanzaba los treinta grados, según el termómetro de la entrada del recinto central, pero la sensación de calor bochornoso multiplicaba el efecto de unos rayos de sol que ni siquiera podían ver. El cielo estaba teñido de un color plomizo, acorde con el estado de ánimo que presentaba Faith. No le gustaba el verano, ni las altas temperaturas, ni la sensación de asfixia cuando el aire caliente se hacía irrespirable. Ella era de frío, de largos inviernos, de lluvia tras el cristal, de chocolate caliente entre las manos.

—Parece que va a llover —obvió Jacob que, aunque cargaba con las mochilas y estaba cansado por el viaje, aún tenía humor para guiñarle el ojo y sonreír.

Faith, por el contrario, solo tenía ganas de localizar el rostro de Kwame Selassie, el fixer[1], y llegar al hotel para darse una buena ducha de agua caliente. Garland les había asegurado que la estancia en el Hotel Centro de Bangui les facilitaría los duros meses de trabajo que tenían por delante, y deseaba que así fuera.

En cuanto pusieron rumbo a la salida del recinto, Jacob sacó del bolsillo del macuto dos brazaletes blancos con grandes letras en negro. Prensa, rezaban, y le pasó uno a Faith, con un estudiado movimiento de la mano, sin dirigirle ni una sola palabra. Estaban a punto de mezclarse con la población y debía quedar claro qué intenciones traían desde el primer momento.

Las tropas francesas de la ONU, que se ocupaban desde abril de la seguridad del aeropuerto, franqueaban ambos lados del pasillo por el que caminaban hacia el exterior, con la mirada fija en el infinito. Nadie se había dirigido a ellos salvo para comprobar los pasaportes. La ciudad estaba llena de periodistas, que se mimetizaban con el entorno y habían dejado de llamar la atención de la gente del lugar, pero eso, para Faith y para Jacob era todavía demasiado extraño, y se les notaba en los ojos y en las severas arrugas de la frente, que la llegada les estaba resultando complicada.

Con un leve movimiento de cabeza, y sin apenas detener el paso, Jacob le indicó a Faith que había localizado al fixer. Kwame, con una simpática mueca, reconoció a sus clientes y emprendió la marcha entre el gentío, confiando en que lo siguieran hasta el lugar donde su vehículo había quedado estacionado.

Los blindados del ejército francés, a las puertas de la terminal, le recordaron a Faith las veces que había jugado al Estratego con sus primos cuando era pequeña. Su aspecto amenazante y aterrador era lo que más alivio le confería en aquella situación.

—¡Bienvenidos a Bangui la coquette, amigos! —exclamó Kwame, leyendo el cartel que recibía a los visitantes a la salida del aeropuerto. Abrió los brazos con entusiasmo y mostró con fingido orgullo cuánta desolación podían ver alrededor—. Ciudad florida.

Ambos movieron las cabezas de forma instintiva y, como novatos, trataron de localizar las flores de las que hablaba el guía. Fue un reflejo absurdo que les arrancó una sonrisa y logró relajarlos justo en el momento en que llegaban al aparcamiento.

—Buen coche —observó Jacob en su perfecto francés. Era un GMC Jimmy de color negro, con una amplia franja blanca a los lados. Robusto, fuerte, algo antiguo, pero suficiente. La carrocería había visto mejores tiempos y los arreglos en una de las lunas laterales decían a gritos que había recibido algún que otro impacto—. ¿Puedo? —preguntó a Kwame antes de llevar las manos al capó y echar un vistazo a lo que escondía debajo.

—Por supuesto, amigo. ¡Adelante!

Faith pasó el peso del cuerpo de una pierna a otra mientras su compañero revisaba las entrañas de aquella mole con ruedas. Ella no entendía de coches, ni de motores, pero sí le habían enseñado bien dónde mirar para evitar que una bomba la hiciera saltar por los aires. El guía no se mostró molesto cuando se agachó y miró bajo el vehículo.

Cuando finalizó la rápida revisión, fue el propio guía quien pidió a un hombre de confianza que les sacara una foto junto a los periodistas, y tuvo a bien colocarse de forma estratégica para que la matrícula y el modelo del vehículo quedaran también retratados.

—Y ahora, por favor, llévanos al Hotel Centro, Kwame, ya no me aguanto en pie —bufó Faith en cuanto las puertas del coche estuvieron bien cerradas.

—Eso está hecho, señorita.

[1]. Nativo de confianza que hace las funciones de guía, conductor, traductor, etc. (N. de la A.)

3.

—No, no, Thabo, ya te he dicho que no regresaré por ese camino y mucho menos cuando el cielo está a punto de desplomarse sobre nuestras cabezas —repitió Mat con cierto fastidio, utilizando la expresión que tanto le gustaba al guía desde que había leído su primera historia de Astérix y Obélix.

—La última vez también dijiste eso y acabamos cada uno en un lugar diferente. No me fío de ti —lo señaló el viejo congoleño con un dedo huesudo.

A sus sesenta años, lejos de ser un anciano postrado en una silla viendo pasar el tiempo y la vida, Thabo parecía llevar dentro un polvorín a punto de estallar. Era la única persona en la que Mat podía confiar, dentro y fuera de las fronteras de la República Centroafricana, y el único que se atrevería a sermonearle por haber hecho cambios de última hora en la ruta, sin previo aviso. Cualquier otro se hubiera guardado los reproches, a riesgo de sufrir una de aquellas congeladas miradas azules, que dejaban sin respiración.

Justo en el momento en el que otra cita de Goscinny y Uderzo [2] le venía a la memoria para aplacar el genio del fixer, la puerta del Hotel Centro se abrió y una pareja a la que no había visto jamás entró en su campo de visión.

Americanos, pensó de inmediato al reconocer los distintivos de prensa que llevaban en el brazo. Novatos, identificó al ver las miradas asombradas que recorrían cada pulgada de la recepción.

Mat observó con interés la figura desgarbada del hombre. Cuarenta años. Fotógrafo. Lo supo en cuanto echó un rápido vistazo a los elementos que sobresalían del macuto. ¿Un trípode? ¿Para qué demonios necesitaba un trípode en un lugar como aquel? Se cruzó de brazos contra la pared descascarillada y sonrió con desidia. Todavía recordaba el día que llegó a Bangui. Solo quería ser el mejor, pero necesitó muy poco tiempo para darse cuenta de que, lo primero, era sobrevivir. Luego ya vendría lo de comerse el mundo. Habían pasado algunos años desde eso, ya ni recordaba cuántos. Pronto aprendería que con la cámara sería suficiente y que el resto dependería de lo rápido que corrieran los pies. No obstante, había algo en él que le hizo creer con firmeza que era bueno en lo suyo, aunque pareciera la primera vez que pisaba un país en conflicto. Solo necesitaría entender cómo funcionaban las cosas allí.

Thabo le señaló unas anotaciones que había hecho sobre el mapa de carreteras y Mathew asintió conforme. Era hora de ponerse en marcha antes de que los planes para ese día se fueran al traste. Pasar la noche en el Hotel Centro no había sido su intención. Un desafortunado imprevisto le había obligado a alejarse del apartamento, a las afueras de Bangui, donde los rebeldes de la Seleka, una de las facciones que conformaban aquella locura de guerra civil, campaban ahora a sus anchas. Le había sentado bien el capricho, era una lástima abandonar tales comodidades tan pronto, pero debían salir de allí de inmediato si querían llegar al punto de encuentro fijado por el equipo al que acompañaría ese día.

El fotógrafo caminó con seguridad hacia el mostrador del hotel y dejó sola a la mujer que lo seguía. No había podido observarla bien pero ahora que la veía lamentó haber perdido el tiempo con su compañero. Debajo de aquellas ropas amplias y oscuras, más propias de un pandillero de Queens que de una corresponsal de prensa, se escondía algo que le hizo enarcar las cejas. Era menuda, atlética, de pelo oscuro e impactantes ojos de un color que no alcanzaba a ver desde allí. El tono dorado de la piel había empalidecido tras las horas de viaje, pero, a pesar de eso, era bonita, muy bonita, con nariz respingona y los labios más sensuales que había visto en mucho tiempo.

—Qué mal aprovechada —se lamentó en voz baja, sin apartar la atención de los contundentes asentimientos que realizaba cuando el guía le explicaba las cosas.

No solía emitir juicios machistas deliberados, pero no pudo evitar pensar en la locura de enviar a una mujer así a una zona de guerra. El secuestro de periodistas estaba a la orden del día y los abusos a mujeres del gremio, también. O era muy buena o es que el mundo occidental que él conocía se había vuelto loco de remate.

Reconoció el estridente ruido del motor del coche de Thabo y le molestó tener que marcharse, pero no había tiempo que perder. Sería un placer averiguar algo más de la americana cuando tuviera un segundo, si es que alguna vez lo encontraba.

—Vamos a tener problemas para regresar a la zona en la que estuvimos ayer. Se rumorea que los rebeldes de la Seleka han establecido un control muy cerca —le informó el guía nada más cerrar la puerta del coche.

—¿Y el sendero alternativo?

—Ya sabes lo que pienso de ese sendero. Es mejor que lo dejemos estar por unos días. Tampoco creo que debas regresar hoy al apartamento. Lo habrán registrado de arriba abajo y es pronto para decir si vuelve a ser seguro.

Los ojos de Mathew se cerraron y trató de evadirse de los problemas. Odiaba los problemas. La mejor manera de mantenerse en calma era recurrir a pensamientos más evocadores, como el cuerpo de la preciosa morena del hotel. Imaginó los senos plenos, las caderas acompasando duros embates contra la pared y la boca suplicando por la culminación. La respiración se le aceleró y abrió los ojos, molesto por ser tan susceptible a una cara bonita. Necesitas sexo, Parsons, se dijo con un bufido, y lo necesitaba con urgencia. El malestar en la entrepierna empezaba a ser demasiado doloroso con el paso de los días. Por lo pronto, era mejor pensar en otra cosa.

—Puedo intentar contactar con los hombres de Bene —sugirió para retomar la conversación que habían iniciado. Era necesario centrarse en el trabajo.

—¡No me fio de ese hombre! —se opuso Thabo, que había tenido oportunidad de ver al mercenario frente a frente, y hasta él, acostumbrado a los tipos crueles, se estremecía solo de nombrarlo.

Bene era uno de los rebeldes del movimiento anti-Balaka, la llamada «milicia cristiana». Era la facción que le ofrecía protección y le permitía acercarse a determinadas zonas y enfrentamientos. A ellos les interesaba que la prensa internacional se hiciera eco de su postura frente a la Seleka, los rebeldes islamistas, y a Mat, ser un corresponsal empotrado[3], le daba la oportunidad de estar en el foco del conflicto. Aunque a aquellas alturas de la rebelión, nadie sabía muy bien para qué o para quién combatía, se mezclaban todo tipo de agentes con ansias de sangre, jóvenes que buscaban venganza, otros que intentaban sobrevivir y delincuentes comunes para quienes la situación era de lo más conveniente. Llevaba demasiado tiempo allí, demasiadas conversaciones silenciosas con unos y con otros, demasiada información de ambos bandos, su opinión no era lo que la gente buscaba, y se guardaría bien de declararla en voz alta, pues sabía que hacerlo le costaría la vida. Pero eso no le impedía aprovechar las circunstancias para cumplir su misión. Eso era lo que realmente importaba, y si para ello debía acercarse al fuego, al amparo de una de las partes, así lo haría.

—Tú nunca te fías de nadie —respondió. Y era cierto, el congoleño era un excelente fixer precisamente por eso.

—¡Y tú lo haces de todo el mundo! Acabarás muerto un día de estos, Parsons.

—Eso no lo verán tus ojos, amigo. No en esta vida.

De pronto, algo empezó a ir mal a su alrededor. Mathew observó por el espejo retrovisor que algunos vehículos, que circulaban detrás de ellos, se detenían y maniobraban para dar media vuelta, y el cuerpo se le tensó.

—Tenemos problemas —anunció Thabo.

—Ya lo veo. ¿Tenemos tiempo? —preguntó, cuando vio que un joven, vestido de camuflaje y armado con un Kaláshnikov, se acercaba a él por la ventanilla.

—No creo. Si damos la vuelta ahora es probable que dispare. Si le muestras el distintivo de prensa puede que tengamos una oportunidad —respondió el viejo, con la vista fija en los andares del soldado—. Si eso no es suficiente, preguntaremos por tu querido amigo Bene —ironizó—. Quizá aún deba darle las gracias por salvar mi vida.

Nada de lo que hicieron o dijeron les sirvió para convencer al joven de su pertenencia a la prensa internacional. Los obligó a bajar del coche y, encañonándolos por la espalda, iniciaron la marcha hasta el puesto de control que habían establecido a pocos metros. Allí, otros medios de comunicación esperaban en silencio, con ojos expectantes, cargados de miedo.

A una orden de uno de ellos cerraron el paso y despejaron la carretera, obligando a los coches y camiones que hacían cola a dar la vuelta y regresar por donde habían llegado.

—Solo hay prensa —advirtió Mathew con cierta sorpresa, e identificó a varios corresponsales. Asintió con la cabeza a modo de saludo y fue correspondido con la misma señal, pero ni una sola palabra. Abrir la boca, en aquella situación, supondría un suicidio.

—Parece que están esperando a que llegue alguien, tal vez el líder de la zona —susurró Thabo, ocultando sus labios con un vago gesto de la mano—. Hay movimiento y eso no es bueno.

Como si el viejo congoleño los hubiera invocado, un camión cargado de milicianos anti-Balaka dobló por el camino y enfiló la recta que llegaba hasta ellos. Armados hasta los dientes y con los semblantes de alabastro inmutables, decenas de jóvenes se mantenían a la espera de una orden que los hiciera reaccionar y los pusiera en marcha.

Mat sintió la euforia que siempre lo embargaba cuando sabía que iba a presenciar algo importante. Pocas veces los anti-Bakala hacían una selección de prensa previa a una intervención, pero ahí estaban ellos, un grupo de ocho, entre los que se distinguían periodistas y guías, todos a la espera de los acontecimientos.

No obstante, ninguno se esperaba lo que sucedió a continuación. Una pick-up, bastante destartalada, dobló la esquina, derrapando ruedas en un intento por mantener los neumáticos sobre la pista de tierra. Tras él, otro coche, un poco más ligero, hizo resonar disparos; todos se pusieron a cubierto de inmediato. Los habían acorralado, la barricada que formaban en medio de la calle impidió que los cuatro ocupantes escaparan de los disparos anti-Balaka. El tropel de soldados descendió del camión en ese momento y rodeó a los cuatro tipos que yacían en el suelo, heridos en las extremidades inferiores. Eran musulmanes. Por las ropas que llevaban, con toda probabilidad, pertenecían a la Seleka. Mat había vivido infinidad de emboscadas como aquella, sabía lo que vendría a continuación y la repulsa quedó reflejada en sus ojos azules y en el rictus de asco que formaron sus labios. Apretó las mandíbulas con fuerza y bufó por la nariz. No debía decir nada, no debía moverse, no debía… pero fue imposible.

—Es Tafari El Abouyi, el que provoca pavor. Esto no me gusta, Parsons —masculló Thabo.

—¿La mano derecha de Moussa? —preguntó con la mirada fija en el guerrillero. Si los anti-Balaka habían cazado al principal confidente del líder de la facción Seleka, lo que viniera a continuación agravaría la crisis en Bangui.

Apartó la vista cuando dio comienzo la matanza y miró al comandante apostado a su lado, con una intensidad desmedida, desafiante, de forma reprobatoria. Thabo, alarmado, tiró de él hasta que logró apartarlo del resto, pero ya era tarde para evitar lo inevitable. La ofensa había sido clara y las consecuencias no se hicieron esperar. El feroz combatiente se acercó a ellos y, con la culata del fusil, golpeó varias veces la cabeza de Mathew hasta que una neblina roja le cubrió los ojos y la oscuridad lo engulló.

Aquel incidente lo ponía en una situación muy peligrosa, y mientras se sentía caer libre en el pozo de la inconsciencia, maldijo mil veces por haberse saltado los principios básicos de cualquier corresponsal de guerra: humildad y sentido común. Ningún reportaje valía la vida de quien lo realizaba, aunque eso Mat parecía haberlo olvidado.

[2] Creadores de Astérix y Obélix.(N. de la A.)

[3] Para cubrir los conflictos armados cerca de la línea de fuego, muchos periodistas aconsejan, por razones de seguridad, ir «empotrados» en una de las fuerzas presentes (ejército regular o grupo rebelde) mientras se realiza un reportaje, y confiarse a su protección. http://www.rsf-es.org/seguridad-para-periodistas/manual/(N. de la A.)

4.

Faith había estudiado el entorno al que iban durante los meses previos al viaje con una meticulosidad abrumadora. Sabía a qué se enfrentaba, pero ni los vídeos, ni las fotos, ni los testimonios de otros periodistas la habían preparado para comprobar, in situ, lo que la guerra había hecho con la ciudad de Bangui.

Las calles de tierra sucia, que podían tener su encanto al combinar los ocres con el verde de los árboles, solo le transmitían desolación; todo era de un triste tono gris. Las casas no eran salubres, algunas incluso se derruían al paso de los coches, y, aun así, estaban habitadas por familias enteras agradecidas por tener un techo que los protegiera de la lluvia de aquella época del año.

Desde la misma puerta del hotel, el bombardeo de imágenes era incesante. Las mujeres, ataviadas con vestidos descoloridos, deambulaban de un lado a otro con grandes fardos de tela a cuestas, en los que guardaban la comida que podían conseguir en los mercados de las zonas menos conflictivas. Niños que jugaban entre los escombros, jóvenes cargados de resentimiento y un pueblo que padecía el horror y la miseria ante los impasibles ojos de los soldados armados.

—Es espantoso —murmuró para sí misma.

—Lo es —coincidió Jacob, que retrató el momento con la cámara. Era la primera foto que sacaba y le complació que en ella apareciera la sonrisa de dos criaturas inocentes entre tanto desamparo—. Kwame dice que la cooperante con la que debemos reunirnos se hospeda aquí también. La conoce. Al parecer, todo el mundo la conoce.

La joven ghanesa a la que esperaban los dejó a ambos con la boca abierta cuando apareció por la recepción. El color de la piel, chocolate con leche, hacía resaltar el brillo de unos ojos azules como dos gotas de agua del Mediterráneo. Era bellísima y, cuando sonreía, una luz especial le iluminaba el rostro. Su cabello, negro y rizado, estaba cubierto por un pañuelo de tonalidades rojas, que la hacía mucho más interesante, mucho más seductora.

—Soy Ashanti. Vosotros debéis ser los periodistas americanos que estaba esperando, ¿verdad? ¿Faith? ¿Jacob? —Les tendió la mano con cortesía y volvió a deslumbrarlos con una amplia sonrisa.

Los tres conectaron de inmediato, tal y como les había dicho Kwame. Y es que Ashanti tenía una personalidad alegre y optimista que a Faith le pareció contagiosa. Sentados en unas incómodas butacas, a un lado de la planta baja, camuflados por dos frondosas palmeras enanas, pusieron al día a la simpática cooperante que trabajaba en el hospital de Bangui.

—Estamos interesados en realizar varios reportajes para la revista, pero nos gustaría que primero nos pusieras al día de la situación —le explicó Jacob, coincidiendo con la opinión de Faith.

—¿De qué irán vuestros reportajes? Así podré hacerme una idea y definir las localizaciones. —No solía aceptar ese tipo de encargos, ella no estaba allí para eso, pero siempre había deseado vivir una aventura como las que contaban algunos periodistas que conocía, y cuando Kwame le habló de aquel trabajo, ni se lo pensó.

Faith recordó el mantra que los formadores le habían repetido hasta la saciedad, aquel que hablaba de no confiar en nadie, y pensó con detenimiento la respuesta antes de dar más información de la que correspondía. Aunque Jacob soltó de carrerilla los temas que tenían previsto abordar y lo único que pudo hacer Faith fue levantar una ceja y fruncir el ceño con actitud reprobatoria.

—Los reportajes sobre los niños soldado son algo muy común por esta zona —se lamentó y la luz de sus ojos se apagó por una milésima de segundo—. Hay organizaciones que se encuentran en conversaciones con ambas facciones de la rebelión para facilitar la liberación de miles de niños soldado, pero la negociación es lenta. Tengo contactos en la ONG que os podrían facilitar el acceso a los poblados más cercanos, así podríais conocer a algunas familias que han sufrido la pérdida.

—¡Eso sería estupendo! —se emocionó Faith.

—Os pasaré el nombre de algunos corresponsales locales que os servirán de ayuda.

—Sí, hemos hablado con algunos de ellos —comentó Jacob buscando la información en una libreta.

—Bien. En cuanto al tema del VIH, no hay problema. En el hospital estarán encantados de facilitaros lo que necesitéis. Y conozco un par de zonas seguras que podemos visitar cuando vayamos a pasar consultas. ¡Me alegro tanto de que estéis aquí…!