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Universidad de Guadalajara

Mtro. Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla

Rector General



Dr. Miguel Ángel Navarro Navarro

Vicerrector Ejecutivo



Mtro. José Alfredo Peña Ramos

Secretario General



Dr. Aristarco Regalado Pinedo

Rector del Centro Universitario de los Lagos



Dra. Rebeca Vanesa García Corzo

Secretaria Académica



Mtra. Yamile F. Arrieta Rodríguez

Jefa de la Unidad Editorial

 



© Elizabeth del Carmen Flores Olague



ISBN 978-607-742-801-5



D.R. ©
Universidad de Guadalajara

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Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.

 



Cristero, hombre de liberación: memoria y raigambre identitaria
en Cristóbal Acevedo Martínez
de Elizabeth del Carmen Flores Olague

se editó para publicación digital en julio de 2017 en

Editorial Página Seis, S.A. de C.V.

Teotihuacan 345, Ciudad del Sol,

CP 45050, Zapopan, Jalisco

Tels. (33) 3657-3786 y 3657-5045

www.pagina6.com.mx • p6@pagina6.com.mx



Coordinación editorial: Felipe Ponce

Diagramación: Mónica Millán

Cuidado del texto: Fernanda de Ávila

Diseño de cubierta: Página Seis

Imagen de cubierta: Archivo personal de Cristóbal Acevedo Martínez

 





A don Cristóbal,
protagonista de esta historia:
por no defraudar al coraje cristero,
aun en los sufrimientos y cansancios más intensos.

Agradecimientos





Este libro se desprende de la tesis defendida en el programa de Maestría en Historia de México de la Universidad de Guadalajara. Estos estudios de posgrado y una estancia de investigación en España fueron posibles gracias al financiamiento por parte del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología a través de sus programas Becas Nacionales-Inversión en el Conocimiento y Becas Mixtas en el Extranjero. Es por ello que me complace agradecer a las dos instituciones por su apoyo de gran valía en mi formación profesional.

Sobre todo a Cristóbal Acevedo Martínez (): mis infinitas gratitudes por su paciencia, por abrirme la puerta de su vida, por depositar en mí su confianza, por todas las lecciones aprendidas. Que este trabajo sea un homenaje para él y para todos los descendientes de quienes tuvieron que sortear la muerte, el destierro y el trauma de sus antepasados al seguir sus ideales y convicciones.

A la maestra Ana María de la O Castellanos Pinzón, por sus atinadas orientaciones y su cálido trato, por acompañarme en el maravilloso mundo de la oralidad y la memoria. Siempre le estaré agradecida con mi respeto y sincero cariño.

A los directivos, planta docente y administrativos de la maestría, mis lectores y sinodales. En especial a los profesores con los que compartí clases, así como al doctor Jorge Eduardo Aceves Lozano y la doctora Graciela de Garay Arellano, por sus atinadas observaciones y su ayuda en mis dudas o tropiezos en el caminar por la historia oral. También al doctor Gabriel Gómez Padilla por sus comentarios a la tesis de grado, sobre todo a lo referente a la teología de la liberación.

A las instituciones y personas que me facilitaron el acceso a importantes documentos que sustentan buena parte de este trabajo. Gracias por ser accesibles a mis peticiones.

En México, al licenciado Gustavo Villanueva Bazán y a la licenciada Sandra Peña Haro, director y jefa del Departamento de Difusión y Servicios del Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México en el Instituto de Investigaciones sobre la Educación y la Universidad. A la hermana Mari Aranda Sánchez Lara y a la señorita Lucía Pacheco Rivera del Secretariado Permanente de la Conferencia de Superiores Mayores de Religiosos de México. De la Universidad Iberoamericana (ciudad de México), al doctor Luis Ignacio Guerrero Martínez —director del Departamento de Filosofía— y a la señorita María Luisa Nextle, así como a los administrativos del Departamento de Teología de la Universidad del Valle de Atemajac (Zapopan).

De la comunidad dominicana en el país, al reverendo padre Gonzalo Ituarte, provincial de la orden en México, por las facilidades otorgadas para develar algunas etapas de la formación de don Cristóbal Acevedo como integrante de los dominicos. Por resolver mis dudas y apoyarme con la labor heurística, a fray Martín Olvera Escamilla —administrador de la Casa de Retiros Santo Domingo Tultenango, (El Oro, Estado de México)—, así como a fray Eugenio M. Torres Torres y fray José Luis Martínez Ramírez, director y archivero, respectivamente, del Instituto Dominicano de Investigaciones Históricas en nuestro país (Querétaro). También al padre Gerardo Sixto Mazzoco Jiménez (†), quien amablemente me apoyó con la traducción del latín al español de los Catálogos de la Provincia de Hispania.

En España, principalmente a fray José Barrado Escamilla, director del Archivo Histórico Dominicano de la Provincia de España (Salamanca), su ayuda y trato alegre hicieron de la consulta documental una experiencia sumamente gratificadora. A fray Ángel del Cura, archivero del convento de Nuestra Señora de Las Caldas (Los Corrales de Buelna, Santander). A fray Justino López Santamaría, director del Archivo del Estudio de Filosofía de Las Caldas de Besaya, en el Instituto Superior de Filosofía de los Dominicos en Valladolid (Valladolid).

Al doctor Aristarco Regalado Pinedo por su interés y apoyo para que este trabajo fuera publicado, así como al Consejo Editorial del Centro Universitario de Los Lagos de la Universidad de Guadalajara.

Especialmente al doctor Jean Meyer, por las palabras que introducen este estudio, llenas no sólo de conocimiento, sino también de recuerdos.

A Irma Villasana Mercado y Juana Elizabeth Salas Hernández, por su ayuda, lecturas y sugerencias desinteresadas.

A mis padres (Roberto y Bertha) y hermanos (Laura y Gerardo), por un hogar unido: la mejor herencia en estos tiempos que corren. A Sofía, por ser un rayito de Dios que calienta nuestras vidas.

A Thomas, por todas las arenas recorridas e ilusiones alcanzadas… y por las que faltan.

Cristóbal Acevedo Martínez: la gloria de mi padre





En 1973 dediqué mi libro La Cristiada a Aurelio Acevedo y sus compañeros de la imposible fidelidad. Don Aurelio, uno de los grandes actores de la Cristiada en la región conformada por Zacatecas, Jalisco, Durango y Nayarit, llegó a ser general y gobernador civil cristero del Estado de Zacatecas. Durante la segunda etapa de este conflicto (1932-1938) fungió, en su calidad de encargado del Comité Especial de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (CE), como un clandestino dirigente nacional. Cuando la paz religiosa se instauró, luchó hasta su muerte, en enero de 1968, para defender la memoria y el honor de los cristeros, publicando el mensual David.

En 2012 llegué a la edad de setenta años para transformarme, como bien lo decía Luis González, en prefacista. Así es, este preámbulo enmarca el trabajo de Elizabeth del Carmen Flores Olague, fruto de una tesis de maestría en Historia de México, titulada «La historia de vida de Cristóbal Acevedo Martínez: herencias de la Cristiada».

Cristóbal (1937) fue el sexto hijo de la numerosa estirpe de don Aurelio. Conocí a la familia Acevedo en la casa ranchera de la calle Mateo Herrera, en Mixcoac, ciudad de México. Me trataron con cariño cuando su severo padre me recibió generosamente en su casa-taller-imprenta durante largas sesiones de trabajo histórico: entrevistas, grabadas o no, libre acceso a su extraordinario archivo cristero. Tras las charlas me sentaba a la mesa familiar para degustar comidas frugales, muestra de la austeridad debida a una escasez que rayaba en la pobreza.

Desde 1966, cuando don Aurelio me llevó por primera vez al Cubilete para presentarme a los veteranos cristeros de la Guardia Nacional y a su jefe, el doctor José Gutiérrez y Gutiérrez, joven general en jefe de la División del Sur Jalisco desde 1929 hasta su muerte en enero de 1968, tuve una relación estrecha con la familia, que se mantiene hasta la fecha. Por tanto, presento un libro sobre Cristóbal, a quien considero mi hermano mayor.

La obra de Flores Olague resulta interesante y atractiva por varias razones, que corresponden a sus varios niveles de investigación y reflexión: historias de vida en un contexto histórico complejo; estudio de la construcción de la memoria colectiva, tal como la planteó en 1925 M. Halbwachs, sociólogo francés, profesor de mi padre en la Universidad de Estrasburgo, Francia; las formas de transmisión y reelaboración de generación en generación de la memoria colectiva.

Lo anterior se refleja a lo largo del trabajo a través de la voz de una persona, de un personaje: Cristóbal Acevedo Martínez. Debería decir de dos, porque primero está su padre, don Aurelio Acevedo Robles. Cristóbal tardó en sentir la necesidad de conocer la actuación de su progenitor a partir de 1926 y la Cristiada, la aventura definitiva y definitoria de la vida de Aurelio, asimismo en dar sentido a un movimiento religioso y armado, aparentemente derrotado, silenciado, olvidado hasta fines del siglo XX, mediante una «conspiración del silencio» que se debió al miedo general: miedo de las autoridades eclesiásticas de que resurgiera el anticlericalismo de Estado, miedo de las autoridades gubernamentales de que volviera la insurgencia católica, miedo demasiado justificado de los cristeros que sufrieron entre 1929 y 1940, cuando no hasta 1960, asesinatos selectivos y represalias permanentes.

La parte medular del libro es la historia de vida de Cristóbal, la cual es dividida en tres etapas, que no refieren sólo a las edades biológicas del protagonista, sino a su propio desenvolvimiento como agente sociohistórico y, sobre todo, a los grados en que se le transmitieron la memoria y las herencias culturales de la Cristiada, así como sus formas y niveles de recepción y apropiación: la infancia en el barrio de Mixcoac de 1937 a 1951; la adolescencia que inició en el seminario menor en 1951 y se volvió peregrina entre México, España y California. En 1963 Cristóbal fue ordenado sacerdote en las filas de los dominicos. Durante 20 años vivió su compromiso sacerdotal, primero con el entusiasmo del Concilio Vaticano II, luego con el descubrimiento del compromiso social y, finalmente, en la inconformidad que le causó la reacción triunfante contra la teología de la liberación, sin tentación marxista ni guerrillera; la última etapa es la de la madurez-vejez. En 1983 Cristóbal empezó su paso de clérigo institucional a laico no menos cristiano, pero libre frente a la jerarquía. En 1985 dejó el sacerdocio, aunque mantuvo sus relaciones amistosas con los dominicos. Se casó, entró como maestro a la Universidad Iberoamericana hasta 2002, cuando se instaló con su pareja en Guadalupe, Zacatecas. En forma paralela a su reconversión religiosa, crítica y autocrítica, descubrió la Cristiada, la significación de la epopeya y de la vida de don Aurelio; se apropió de la saga cristera. La gloria de su padre surgió, creció, alumbró todo y a todo dio un nuevo sentido. Ello le permitió la crítica del pensamiento único de la Iglesia, lo llevó a comparar el escándalo de los Arreglos de junio de 1929 —«si arreglos pueden llamarse», «el día más triste» de la vida de don Aurelio— con la condena de la teología de la liberación, al equiparar la Cristiada con este movimiento teológico.

Fue entonces cuando Cristóbal hizo realmente su trabajo de memoria y de elaboración. Reconstruyó después de recordar, interpretó los recuerdos, revisó su propia trayectoria a la luz de la vida del padre, del héroe que nunca contó nada a sus hijos y siguió tercamente en la raya hasta su última hora. Me consta. El pueblo cristiano de México y su Iglesia… su Iglesia contra él, parte de su Iglesia.

Doy la palabra a Cristóbal, que el lector encontrará en las siguientes páginas:



Yo nunca tuve tiempo de meterme a los archivos de mi papá, y ahora que tengo tiempo, he dedicado los últimos años a entender la Cristiada […] Primero, yo empecé a meterme a la Cristiada no por la Cristiada misma, sino para entender más a mi familia. Recuperar a mi familia fue recuperar a la Cristiada. Era necesario si quería entender […] Involucrarme en la Cristiada hasta que me vine para Zacatecas. Digo, a fondo, a fondo, a penetrar en ella muy conscientemente: «Me voy a dedicar a ver si entiendo», porque yo lo viví todo el tiempo, pero de manera indirecta.



La aportación de Flores Olague que acompañó a Cristóbal desde 2006 en dicha labor de memoria y entendimiento es su perspicacia en confrontar las fuentes; historia oral y archivos, historia colectiva e historia de vida. Aporta, gracias a su sujeto, Cristóbal, un mejor conocimiento de los protagonistas de la Cristiada y de su contexto social.

Personalmente concernido por la gran tragedia aquella, he leído el libro con gran fruición porque me permite argumentar contra los que siguen creyendo que los cristeros eran «unos fachas» (fascistas). Cuando nuestro hijo Matías Meyer Rojas preparaba su película Los últimos cristeros, sus amigos cineastas le aconsejaron olvidarse de «esos fachas». Él les explicó: «fachas, para nada. Unos libertarios, unos hombres libres, unos hombres de honor». Se inspiró en la novela autobiográfica e histórica de Antonio Estrada, Rescoldo, que debió llamarse Los últimos cristeros, pero la editorial Jus cambió el título. El coronel Florencia Estrada —padre del autor— y sus últimos cristeros, los de la Segunda en Durango, lucharon con don Aurelio en 1926-1929, y otra vez en 1934-1936 hasta morir.

Por último, me alegra leer, gracias a Elizabeth del Carmen, esas reflexiones de Cristóbal, quien encuentra en la teología de la liberación el mismo espíritu noblemente libertario que en la Cristiada:



La realización del «Reino de Dios» sucedió en ese tiempo: 1926-1929 […] pero ¿el ideal puede ser una guerra de armas y balazos? Es estremecedor lo que dice Cristo. ¿Podrás, caro lector, entender que la Cristiada no fue la guerra, sino la vida que se propició entre los cristeros? La Cristiada todos la ven frente a Calles y al Gobierno. No. Hay que verla «pa» dentro. Entonces se ve que era la guerra de cada quien, para ser en el mundo éste […] Todos tenemos una Cristiada, como los de mi generación, que en 1968 en adelante, se nos abrió nuestro pedacito de cielo, nuestro compromiso con la realidad social e histórica: «Filosofía, teología, pedagogía y psicología de la liberación», ideal saturado de realidad. Después, por allá por 1982 [en realidad, desde el 1976), la «ignominia de la rendición» [la ignominia de los arreglos de 1929, digo yo, Jean Meyer]: supresión de nuestras tareas formativas nuevas y de «todo lo que oliera a liberación» […] La Cristiada no es lo «imposible», como la teología y la filosofía de la liberación no es lo «imposible», sino querer que dure toda la vida. […] [Sin embargo], fue condenada por la Iglesia y ¡el Estado, feliz! Se deshicieron de ella [la Liberación], ¡como en la Cristiada!

«La probadita de cielo», eso fue la Cristiada. Mi padre diría «una chulada» […] La Utopía, por tanto, es la única dimensión que puede validar a la Cristiada (¿y a mi padre?). La Utopía siempre mueve, impulsa, trasciende atavismos… Es lo de menos lo que suceda después (los «arreglos», la Segunda, etc.). Su gloria es que «se dio». La Cristiada fue más que la «Utopía» de Tomás Moro; no fue una creación literaria sino un hecho real y realizado, doloroso y genial.



Jean Meyer,
División de Historia, CIDE,

Ciudad de México, 2012.