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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Rebecca Lang

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

En la senda del amor, n.º 1237 - marzo 2015

Título original: On the Right Track

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5789-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Oh, vamos, doctor Sotheby, ¡solo es un poco de diversión! Y por una buena causa, ya sabe. Solo son veinte dólares y puede ganar una cita con cualquiera de esas chicas guapas.

Clay Sotheby sonrió ante el entusiasmo de la joven enfermera que estaba tras una de las mesas que flanqueaban el interior del gran recibidor donde se estaba llevando a cabo el acto de recaudación de fondos para el hospital. Miró las fotos de la docena de chicas, sin fijarse realmente en ellas. Había sido acosado mientras, más o menos, andaba matando el tiempo.

Levantó la voz por encima del ruido de la música y las voces que venían del otro lado del recibidor, donde tocaba una banda y la gente bailaba.

–¿Y todas han consentido de buena gana? –le preguntó a la enfermera.

–Por supuesto –respondió ella riendo–. No se meterían en esto involuntariamente, ¿verdad? ¡Aunque se trate de una cita a ciegas, que no lo es tanto!

La chica se volvió a reír y lo miró fijamente con sus ojos azules de niña.

–Cuénteme más de todo esto.

Solo estaba allí porque le había tocado estar de cirujano de guardia y tendría que seguir durante toda la noche.

Sabía por experiencia que no servía de nada irse a su casa cuando estaba de guardia porque solo serviría para que lo llamaran inmediatamente, así que era mucho más seguro quedarse por allí.

Y tampoco era que tuviera nada que hacer en su casa, pensó. Nadie lo esperaba allí, salvo una gata que había aparecido ante su puerta una fría noche de invierno en que a él lo habían llamado del hospital. Era negra, muy flaca y estaba medio muerta de hambre.

Le había dado un tazón de leche que el animal se tomó como si hiciera mucho tiempo que no comiera y él no había tenido corazón para devolverla a la fría y húmeda noche.

Cuando volvió, se la había encontrado dormida en medio de su cama, así que sonrió, decidió adoptarla y la llamó Victoria.

La joven enfermera lo estaba mirando lascivamente, se había inclinado sobre la mesa de forma que el escote del vestido de seda púrpura que llevaba dejara bien poco a la imaginación y le dijo:

–Bien, usted compre una papeleta, la pondremos en una caja y el sorteo se celebrará en algún momento de la semana que viene. Habrá quince ganadores, dado que tenemos a quince chicas que se han ofrecido voluntarias.

–¿Y se puede elegir?

–No, no se puede.

–¿Y eso no es un poco arriesgado para las chicas?

–La verdad es que no. Conocemos su nombre, dirección y número de teléfono. Y también donde trabaja. Tenemos muchas posibilidades de quitar a los que nos presenten alguna duda. Hemos excluido a todos los babosos y solo estoy hablando con los médicos de una edad determinada, doctor Sotheby, y a aquellos que considero apropiados. Puede que la palabra machista esté empezando a pasar de moda, pero todos sabemos lo que significa, ¿verdad? Nosotras, sinceramente, no la vamos a abandonar hasta que ya no sea necesaria.

–Bueno. Me alegro de estar en el grupo de los elegidos. ¿Y es usted realmente buena juzgando los caracteres?

–Será mejor que lo crea así. Es por eso por lo que me han encargado este trabajo. Y usted es perfecto. Aquí no hay demasiados hombres… Hombres de verdad, que no estén casados o con ataduras similares, por decirlo así.

–¿Cómo sabe que yo no estoy atado?

–En un hospital como este no hay muchos secretos –dijo la chica riendo–. La vida privada de cada uno es enseguida del conocimiento público.

–¿Está usted incluida aquí? –preguntó él mirando las fotos más detalladamente esta vez.

–No, no he tenido el valor de ofrecerme voluntaria.

–Me sorprende. Me estaba dando la impresión de que su delicado exterior escondía un interior muy duro.

Cuando Clay la miró de nuevo, la chica se había ruborizado.

Estaba acostumbrado a causar ese efecto en las mujeres, pero había descubierto que, a la larga, aquello no significaba mucho. En su trabajo había conocido a muchas chicas, algunas bastante atractivas, brillantes. Muchas de ellas no eran contrarias a tener una relación con un cirujano, no esperaban una relación con futuro ni tampoco querían ataduras. Así era como él las quería también, por el momento y en el futuro que podía imaginarse.

Miró los hombros desnudos de la chica que tenía delante y se imaginó lo que sería sentirlos bajo las manos. Aunque su interés se despertó algo, una parte de él permaneció inmutable, él quería algo más de una mujer que un cuerpo bonito. La chica llevaba una etiqueta en el vestido que ponía su nombre, Suzie. Pero la mayor parte del tiempo él estaba aburrido, tan aburrido… Solo le divertía algo su trabajo.

–No me ha dicho si va a comprar una papeleta o no, doctor Sotheby, Veinte dólares es el mínimo. No hay límite superior. Oh, por favor, diga que lo hará…

–Llámame Clay. Me parece demasiado formal cuando dices doctor Sotheby.

–Siempre me he preguntado de dónde viene Clay.

–Es una abreviatura de Clayton. El nombre de soltera de mi madre. Pero por favor, llámame solo Clay.

Suzie se quedó encantada de que él la tuteara y tal vez pensó que podía haber otras oportunidades en las que lo podría hacer.

–Suena como ese gran tipo de una película antigua… ¿Cómo se llamaba? Ah, Lo Que el Viento se Llevó. Mi abuela siempre estaba hablando de ella. Aunque no estoy diciendo que sea un nombre antiguo. La verdad es que me gusta.

–Suzie también es un nombre bonito –dijo él mientras sacaba la cartera.

–Gracias

–Aunque no estoy seguro de que me sienta halagado por esa referencia a tu abuela.

–¡Deberías! Era una gran conocedora de los hombres.

–Me alegro de oírlo.

–Entonces, ¿va a comprar una papeleta, doctor… Clay? Si no vendo un cierto número de ellas me van a regañar.

–Claro –dijo él pensando en qué excusa pondría si ganara esa cita a ciegas–. ¿Aceptas un talón?

–Sí, lo que sea. Muchas gracias. Por favor, rellene este impreso con sus datos.

Cuando Clay lo hizo y le dio un talón por doscientos dólares, sobre todo pensando en sus pacientes, la música se detuvo.

Clay miró su reloj y pensó si tendría tiempo para pedirle a Suzie que abandonara su puesto y bailara con él antes de unas llamadas telefónicas que tenía que hacer. Eran las nueve y cuarto, en media hora llamaría a Rick Sommers para asegurarse de que no había problemas en el posoperatorio de sus pacientes y luego, si todo iba bien, llamaría al departamento de urgencias por si había algo para él. Si no era así, se marcharía a su casa.

La verdad era que se podía marchar ya mismo, pero había adquirido la costumbre de quedarse en el hospital hasta las diez de la noche cuando estaba de guardia. De todas formas, si se iba antes, no se iba a poder relajar tampoco, lo sabía por experiencia.

Entonces uno de los internos se acercó y le pidió a Suzie que bailara con él, justo cuando la banda empezó de nuevo con algo lento. Lo cierto era que el baile había sido un éxito, ya que estaban casi todos los miembros del personal del hospital.

Se encogió de hombros al ver como Suzie se iba del brazo de otro hombre. Un hombre considerablemente más joven que él. De repente se sintió un poco viejo, tal vez demasiado para los treinta y cinco años que tenía. Aunque le gustaba pasárselo bien como cualquier otro, parecía que no lo había hecho por completo desde sus tiempos de estudiante de Medicina.

Miró de nuevo su reloj. Se sentía anormalmente impaciente por irse a su casa. Entonces chocó con alguien, que le dio un codazo en la boca del estómago mientras su pie entraba en contacto con un tobillo.

–¡Ay! –exclamó una irritada voz femenina.

–Lo siento –se disculpó–. Esto está muy lleno.

Rodeó a la mujer con los brazos para ayudarla a mantener el equilibrio y ella se volvió y lo miró.

Al contrario que la embobada Suzie, esa mujer era unos años mayor y, definitivamente, no estaba nada embobada. Más bien lo miraba con el ceño fruncido.

Si no fuera por eso, tendría un rostro atractivo, casi hermoso. Era alta, delgada, con buen pecho, buenas piernas… Y llevaba un vestido rojo oscuro de una tela que se le pegaba al cuerpo, destacándoselo de una forma muy atractiva.

Su cabello era más bien rojizo y lo llevaba recogido en un sofisticado moño tras la cabeza. Esa mujer tenía una piel cremosa como la de Suzie, pero había demasiado poca luz para ver de qué color eran sus ojos. Le parecía vagamente conocida, había algo en su figura y en los ojos grandes y expresivos que…

–Sí que debe lamentarlo –dijo ella–. Puede que me haya roto el tobillo.

Clay la miró mientras, a la pata coja, se frotaba el tobillo dañado. Esa mujer parecía inmune a su encanto habitual.

–Lo lamento –repitió–. Tal vez me haga el honor de este baile.

–No creo…

–Por favor.

–Lo que creo es que puede terminar de destruirme el pie, doctor Sotheby.

–¿La conozco? La verdad es que me resulta familiar. Tiene que disculparme. Las mujeres parecen distintas vestidas de noche. ¿Cómo se llama?

–Dunhill.

–Pero debe tener otro nombre, ¿no?

–Sophie. Sophie Dunhill.

–Ah, ¿trabaja en la sala de operaciones?

–Sí, en esa misma.

Entonces Clay recordó que habían hablado dos o tres semanas antes, algo que no había sido particularmente agradable, ya que había sido el resultado de algún error por parte de ella cuando trabajó como su enfermera ayudante en una operación que había sido larga y tensa. Él había reaccionado con mal humor, debido a que había estado despierto la mayor parte de la noche anterior.

–Ah. Por favor, esta canción es demasiado apropiada para perdérsela.

La tomó del brazo y se dirigieron a la pista de baile. Allí vio que el joven interno y Suzie bailaban muy apretados.

«Uno no tiene que tener veintitantos años para hacerlo así», pensó. Mientras tanto, la señorita Dunhill se había escondido tras una máscara de impasibilidad. Clay pensó que era señorita porque no llevaba anillos. Aun así, la mala gana con la que estaba bailando la chica era evidente. Él la sostuvo no demasiado apretada, pero ella seguía muy tensa. Rebuscó en su cerebro para ver qué había pasado exactamente entonces en el quirófano para que esa mujer le tuviera tanta antipatía.

–Me disculpo por cualquier cosa que haya hecho, aparte de darle ahora una patada –le dijo al oído para que ella lo pudiera oír.

Entonces sintió el absurdo deseo de besarla en el cuello. Tal vez estaba empezando a frustrarse por la edad. Normalmente siempre se controlaba bastante a sí mismo y a muchas más cosas, además.

Sophie Dunhill no respondió.

Con la gente que había bailando, se vieron obligados a juntarse más y a él le pareció como si a ella no le apeteciera nada.

–También me disculpo por cualquier cosa que le pueda decir en el futuro, aunque, por supuesto, intentaré con todas mis fuerzas, no decirle nada que la moleste.

De repente la sintió relajarse y reírse.

–Ya lo está intentando demasiado seriamente, doctor Sotheby –dijo ella con una voz muy atractiva.

–Llámame Clay.

–No. No puedo pensar en tutearlo. Cuando alguien ha sido rudo conmigo… Imperdonablemente rudo, no hay forma de que pueda pensar en tutearlo.

–¿Nunca?

–Eso es.

Ella seguía sonriendo, pero él tuvo la incómoda sensación de que se estaba riendo de él, no con él.

–Usted parece muy dada al perdón, señorita Dunhill. ¿O puedo llamarla Sophie?

–No se moleste, doctor Sotheby –dijo ella apoyando la mejilla contra el lado de la cabeza de Clay.

–Su cabello huele muy bien –dijo él soltándole lo primero que se le ocurrió.

Entonces Clay recordó lo que había pasado. Se había irritado con ella y le había dicho algo sarcástico, cosa que no solía hacer, cuando ella le había dado un instrumento equivocado en una operación de páncreas muy difícil.

Esa mujer había trabajado para él en otras muchas ocasiones y le había parecido una excelente enfermera, aunque ese día había estado un poco distraída. A pesar de que, en su momento, él se había disculpado, estaba claro que había dañado una posible relación humana. Cuando un cirujano se ganaba la reputación de ser un cascarrabias, nadie quería trabajar con él, aunque a menudo la gente se veía obligada a hacerlo.

Desde entonces, él se había esforzado en restaurar su reputación. Después de todo, no quería que lo tomaran por un tirano.

Cuando terminó la larga operación, él se quedó para hablar con ella, que estaba organizando los instrumentos. Entonces pensó que ella no se había quitado la mascarilla para que él no le pudiera ver bien el rostro y mantuvo la cabeza baja cuando se acercó.

–Quiero disculparme por lo que le he dicho antes –le había dicho él–. Normalmente no soy tan irritable. Supongo que será porque llevo despierto la mayor parte de la noche.

La enfermera se encogió de hombros y lo miró. Entonces él pudo ver sus grandes ojos, unos ojos que indicaban su cansancio. Y muy bonitos.

–Yo también lo lamento –dijo ella–. Por supuesto, sé qué instrumento me había pedido. Solo ha sido un lapsus momentáneo. No debería haber sucedido, ya lo sé, pero no quiero que suene a excusa, es solo que…

–¿Qué?

–Oh, nada en realidad. No volverá a suceder, doctor Sotheby, si puedo evitarlo.

–Olvide lo que le he dicho, si puede.

Ella asintió y siguió con su trabajo mientras él se marchaba compungido. Durante sus años de estudiante e interno se las había tenido que ver con demasiados cirujanos irritables como para ser él uno de ellos ahora.

 

 

Todos los detalles de ese día le vinieron a la cabeza mientras seguía bailando. En su momento ella había parecido a punto de ofrecerle una razón que justificara su despiste, pero luego había decidido no hacerlo por si sonaba como una excusa. Entonces había pensado que ella no le parecía de la clase de enfermeras que las daban.

Lo cierto era que, curiosamente, volvió a sentir un profundo arrepentimiento por su exabrupto, cosa que no era nada habitual en él.

–Es una gran fiesta, ¿verdad? –dijo–. El hospital necesita todos los dólares que se puedan conseguir.

Eso era muy cierto, con los recortes presupuestarios del gobierno, el hospital estaba luchando con todos los medios a su alcance para conseguir más dinero.

–Sí –dijo ella sonriendo.