Tí­tu­lo: Un acor­de me­nor

© Ca­ro­li­na Ca­sa­do, 2019.

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: mayo 2019

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

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Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Nota de la autora

En pri­mer lu­gar, mu­chas gra­cias por dar­le una opor­tu­ni­dad a este li­bro e in­tere­sar­te por el con­te­ni­do de sus pá­gi­nas. An­tes de su­mer­gir­te en la vida de Bec­ca, me gus­ta­ría ha­cer un par de ano­ta­cio­nes. Un acor­de me­nor es mu­cho más que una his­to­ria de fic­ción; es una ma­rea de sen­ti­mien­tos y un fiel re­fle­jo de lo que atra­vie­sa una per­so­na con un pro­ble­ma de sa­lud men­tal cuan­do sien­te que la vida la des­bor­da.

La no­ve­la tra­ta te­mas como la de­pre­sión, el sui­ci­dio, la au­to­le­sión y otros pro­ble­mas de sa­lud men­tal, como los tras­tor­nos ali­men­ti­cios y la an­sie­dad.

Por ello, te rue­go que si en al­gún mo­men­to de la lec­tu­ra te sien­tes in­có­mo­do o crees que esta his­to­ria está afec­tan­do de for­ma ne­ga­ti­va a tu es­ta­do de áni­mo por­que te sien­tes re­fle­ja­do, pi­das ayu­da. Hay sa­li­da a esa tris­te­za que pa­re­ce in­fi­ni­ta, hay mun­do más allá de la de­s­es­pe­ran­za que pa­re­ce do­mi­nar­lo todo. Te ase­gu­ro que siem­pre exis­te otra op­ción, aun­que al prin­ci­pio no la vea­mos. Solo hay que pe­dir ayu­da si que­re­mos apren­der a mi­rar.

Los psi­có­lo­gos son los pro­fe­sio­na­les ade­cua­dos para ayu­dar­te. Si ne­ce­si­tas ha­blar con al­guien in­me­dia­ta­men­te, tam­bién tie­nes otros re­cur­sos com­ple­ta­men­te gra­tui­tos y con­fi­den­cia­les, como el Te­lé­fono de la Es­pe­ran­za (717 003 717) y la Fun­da­ción ANAR (900 20 20 10).

1

Mamá me dijo una vez, cuan­do te­nía doce años, que el ja­rrón que aca­ba­ba de rom­per con mis pa­to­sas ma­nos (una re­li­quia an­ti­quí­si­ma que le ha­bía re­ga­la­do su abue­la an­tes de mo­rir) ja­más po­dría arre­glar­se, que no de­co­ra­ría la có­mo­da de la en­tra­da nun­ca más.

Yo le de­cía que no pa­sa­ba nada en­tre un mar de lá­gri­mas, le in­sis­tía en que no se preo­cu­pa­se, que po­dría­mos res­tau­rar el ja­rrón. Co­ge­ría­mos pe­ga­men­to, uni­ría­mos sus pie­zas con cui­da­do, y lo de­ja­ría­mos se­car has­ta que vol­vie­ra a te­ner­se en pie.

Y en­ton­ces se­ría como si no hu­bie­ra pa­sa­do nada.

Pero ella me miró con odio, apa­tía y can­san­cio, y me res­pon­dió que las co­sas que se rom­pen nun­ca pue­den cu­rar­se del todo. Po­dría­mos pe­gar las pie­zas en­tre sí, pero no vol­ve­ría a ser un ja­rrón. Solo una su­per­fi­cie ce­rá­mi­ca con mul­ti­tud de grie­tas. Ya no se­ría un ob­je­to de­co­ra­ti­vo, tan solo po­dría con­si­de­rar­se un ade­fe­sio, un pa­té­ti­co in­ten­to de vol­ver a re­cu­pe­rar su be­lle­za, aho­ra rota por mi es­tú­pi­do pe­que­ño des­cui­do.

Algo roto no me­re­ce la pena por­que ha per­di­do su esen­cia, ha nau­fra­ga­do en el ol­vi­do y ha de­ci­di­do em­ba­rran­car ahí. Por aquel en­ton­ces, yo to­da­vía no lo en­ten­día. Me li­mi­té a asen­tir, mien­tras mi ma­dre re­co­gía los pe­da­zos del ja­rrón en­tre sus­pi­ros. Me ne­gué a creer su dis­cur­so pe­si­mis­ta por­que yo, al fin y al cabo, era solo una niña. Creía que las co­sas siem­pre pue­den arre­glar­se. Que la vida siem­pre da se­gun­das opor­tu­ni­da­des.

Me equi­vo­ca­ba.

Aho­ra, cin­co años des­pués, lo com­pren­do todo.

Des­li­zo la cu­chi­lla fuer­te­men­te so­bre mi mu­ñe­ca iz­quier­da. La san­gre no tar­da en sa­lir a bor­bo­to­nes, como un án­gel te­ñi­do de rojo abrién­do­me las puer­tas del cie­lo. Ríos es­car­la­tas des­cien­den por mi bra­zo, desem­bo­can­do en las bal­do­sas del cuar­to de baño.

Ob­ser­vo cómo caen las go­tas. El do­lor de­be­ría fre­nar mis im­pul­sos, pero lle­ga de­ma­sia­do tar­de. La vida me lle­va do­lien­do mu­cho tiem­po. El su­fri­mien­to es par­te de mí, se ha adue­ña­do de to­das las cé­lu­las de mi odio­so cuer­po. Un cor­te no sig­ni­fi­ca nada, no me hace más daño. Al re­vés: me li­be­ra. Mis bra­zos, mis mus­los, mi es­tó­ma­go… to­dos son tes­ti­gos de las ve­ces que he in­ten­ta­do es­tar bien, de las oca­sio­nes en las que he tra­ta­do de se­guir ade­lan­te pur­gan­do toda esta ne­gru­ra. Pero des­de hace tiem­po, esto ya no fun­cio­na. Y si no pue­do en­con­trar el ali­vio en una cu­chi­lla de afei­tar… ¿qué me que­da?

Nada. Ab­so­lu­ta­men­te nada.

Cam­bio de mano y re­pi­to el pro­ce­so en el bra­zo de­re­cho. Aprie­to la cu­chi­lla tan fuer­te que no pue­do evi­tar sol­tar un gri­to, ob­ser­van­do cómo mi piel se abre. Este sí que ha do­li­do. La muer­te tie­ne que do­ler, ¿no? Si fue­ra pla­cen­te­ra, mu­chas más per­so­nas aban­do­na­rían el mun­do cada año. El mie­do nos pa­ra­li­za, al igual que las fal­sas pro­me­sas de re­li­gio­nes va­cías que ju­ran que vas a ir al in­fierno si te atre­ves a qui­tar­te la vida. No sa­ben que, pre­ci­sa­men­te, es la vida que es­toy vi­vien­do la que pa­re­ce en­vuel­ta en lla­mas. Cual­quier otro lu­gar es el cie­lo para mí.

Es­toy san­gran­do tan­to que ten­go las ma­nos res­ba­la­di­zas, y mis de­dos de­jan caer la cu­chi­lla que sos­tie­nen. Me apo­yo con­tra la pa­red y me des­li­zo len­ta­men­te has­ta el sue­lo, con los ojos ce­rra­dos. No hago nada para fre­nar la he­mo­rra­gia, solo quie­ro que toda la san­gre que pue­da te­ner en las ve­nas sal­ga. Que aban­do­ne mi cuer­po y lo deje, sin vida, en el baño.

Con suer­te, la tris­te­za se irá tam­bién. Para siem­pre. Es lo úni­co que pido.

Por fa­vor. Ha­ced­me algo de caso, por una vez.

***************

Cuan­do no tie­nes mo­ti­vos para se­guir sos­te­nién­do­te en pie.

Cuan­do des­pre­cias cons­tan­te­men­te tu cuer­po.

Cuan­do abrir los ojos es una tor­tu­ra por­que solo quie­res ce­rrar­los para siem­pre.

Cuan­do tu ca­be­za no deja de re­pe­tir­te lo inú­til que eres.

Cuan­do es­tás sola ro­dea­da de per­so­nas que no pue­den ver­te.

Cuan­do las co­sas que an­tes te ha­cían fe­liz ya no me­re­cen la pena.

Cuan­do la vida ha per­di­do su co­lor.

Es en­ton­ces cuan­do la pre­gun­ta deja de ser: ¿por qué?

Y co­mien­zas a pre­gun­tar­te, ¿por qué no?

***************

2

Este fue mi pa­té­ti­co ter­cer in­ten­to de sui­ci­dio en un solo año. Aun­que yo pen­sa­ba que esta vez iba a con­se­guir­lo. La gen­te dice que a la ter­ce­ra va la ven­ci­da. Su­pon­go que tam­po­co pue­do creer ya en los di­chos po­pu­la­res.

La so­cie­dad con­tra Bec­ca Pri­ce. Bah. Que les den.

Debí de des­ma­yar­me en el cuar­to de baño, por­que no re­cuer­do que mi ma­dre me en­con­tra­ra, ni que lla­ma­ra a la am­bu­lan­cia. Tam­po­co me acuer­do de que al­guien me sal­va­ra, pero debí de pe­dir­lo a gri­tos lo hi­cie­ron.

Cuan­do me des­pier­to, es­toy en el hos­pi­tal. Ten­go los bra­zos ven­da­dos has­ta el codo y un apa­ra­to en la na­riz que me in­su­fla aire. Es bas­tan­te mo­les­to. Mi ma­dre está sen­ta­da a mi lado, en una vie­ja si­lla, con las ma­nos en la cara. Fin­ge que llo­ra; sa­cu­de sus hom­bros y su­fre es­pas­mos, pero es in­ca­paz de sol­tar una lá­gri­ma o ha­cer un solo rui­do.

Si­len­cio, todo lo que hace siem­pre es en si­len­cio. Ex­cep­to cuan­do yo me cru­zo en su ca­mino. Ahí sí que no tie­ne nin­gún tipo de re­pa­ro en gri­tar­me, hu­mi­llar­me o ha­cer­me sen­tir una inú­til. Yo siem­pre le digo que no ne­ce­si­ta al­zar la voz para de­cir­me esas co­sas. Mi men­te me lo re­pi­te to­dos los días, a cada se­gun­do. Te­ner dos vo­ces en es­té­reo que te ha­cen sen­tir una mier­da es can­sa­do. Me so­bra y me bas­ta con una, gra­cias.

Al lado de mi ma­dre, se en­cuen­tra mi nue­vo pa­dre Tom. Pa­re­ce preo­cu­pa­do. Se to­que­tea la bar­ba con las ma­nos ner­vio­sas, mi­ran­do un pun­to in­fi­ni­to en la es­tre­cha ha­bi­ta­ción en la que nos en­con­tra­mos. Pre­fie­ro no te­ner que ha­blar con ellos y que­dar­me en esta cama para siem­pre, pero ten­go la boca seca. Así que toso con sua­vi­dad y me re­vuel­vo como un gato. No pue­do evi­tar po­ner una mue­ca de do­lor cuan­do mis bra­zos ro­zan las sá­ba­nas.

—Hola —mur­mu­ro, en­tre­ce­rran­do los ojos. Aca­bo de di­vi­sar una bo­te­lla de agua en el es­cri­to­rio que se en­cuen­tra al fon­do de la ha­bi­ta­ción. Es­toy a pun­to de vol­ver a abrir la boca para pe­dir que me la acer­quen, pero mi ma­dre no me da tre­gua.

—¡¿Hola?! ¡Cómo pue­des de­cir algo así des­pués del sus­to que nos has dado! ¿Es que eres idio­ta?

Los in­sul­tos se su­ce­den sin con­trol en su arru­ga­da boca. Tom con­ti­núa con la mi­ra­da fija en la pa­red. Yo in­ten­to con­cen­trar­me en los pen­dien­tes pla­tea­dos de mi ma­dre, pero es di­fí­cil. Lo que me está di­cien­do es­tú­pi­da irres­pon­sa­ble en­fer­ma idio­ta gi­li­po­llas abre mis he­ri­das de nue­vo y, de no ha­ber lle­ga­do el doc­tor, me ha­bría ti­ra­do por la ven­ta­na. Si exis­tie­ra al­gu­na, cla­ro. El mé­di­co tran­qui­li­za a mi ma­dre y le ex­pli­ca que en es­tos mo­men­tos, un ser­món es lo úl­ti­mo que ne­ce­si­to.

Como si él su­pie­ra lo que yo ne­ce­si­to. Ten­go ga­nas de reír­me en su cara, pero me con­ten­go. Ade­más de sui­ci­da, no quie­ro que me con­si­de­re una loca. Los lo­cos son pe­li­gro­sos para las per­so­nas, yo solo soy pe­li­gro­sa para mí mis­ma. No hago daño a na­die.

El hom­bre de bata blan­ca ha­bla con mi ma­dre y con Tom du­ran­te una eter­ni­dad, ig­no­rán­do­me de­li­be­ra­da­men­te. Les ex­pli­ca que he in­ten­ta­do ma­tar­me (no me di­gas, Eins­tein) y que casi lo con­si­go. Per­dí mu­cha san­gre, tu­vie­ron que ha­cer­me una trans­fu­sión. La ver­dad es que me sien­to un poco cul­pa­ble al sa­ber que al­guien, con toda su bue­na fe, ha do­na­do par­te de su san­gre para sal­var vi­das, y yo se la he ro­ba­do. Se la ten­drían que ha­ber dado a una per­so­na que de ver­dad qui­sie­ra vi­vir. Es­toy a pun­to de de­cír­se­lo al doc­tor, pero ima­gino que solo con­se­gui­ría en­fu­re­cer aún más a mi ma­dre. Así que me ca­llo y es­cu­cho es­toi­ca­men­te todo lo que el hom­bre dice so­bre mí. Han exa­mi­na­do mi cuer­po y han en­con­tra­do múl­ti­ples he­ri­das, al­gu­nas re­cien­tes y otras an­ti­guas. Cor­tes y ci­ca­tri­ces su­per­fi­cia­les o pro­fun­das que de­co­ran mi piel como si de un ma­ca­bro lien­zo se tra­ta­ra.

El mé­di­co in­for­ma a mi ma­dre de mis au­to­le­sio­nes y ella se sor­pren­de. Como si no lo su­pie­ra. Tom al me­nos tie­ne la dig­ni­dad de aga­char la ca­be­za. Creo ver el peso de la cul­pa hun­dien­do sus hom­bros.

Me ale­gro por ello.

—Es pro­ba­ble que su hija ten­ga de­pre­sión. Un psi­quia­tra eva­lua­rá cuál es su es­ta­do men­tal y se lo co­mu­ni­ca­re­mos de in­me­dia­to, para que us­te­des de­ci­dan qué ha­cer —pro­fie­re el doc­tor, y aban­do­na la sala. Mi ma­dre se gira para vol­ver a gri­tar­me tras aque­lla in­te­rrup­ción, pero Tom ac­túa como un au­tén­ti­co hé­roe y se la lle­va.

Pien­so que me he que­da­do sola y lo ce­le­bro con una tí­mi­da mue­ca de ali­vio, pero una en­fer­me­ra en­tra: «A con­tro­lar tus pul­sa­cio­nes y com­pro­bar que las vías es­tán bien pues­tas». A vi­gi­lar­me, va­mos.

La chi­ca se que­da con­mi­go, tie­sa como un palo, has­ta que lle­ga el psi­quia­tra. Un hom­bre ca­no­so y de ga­fas cua­dra­das que se sien­ta fren­te a mí, con una car­pe­ta, y se de­di­ca a ha­cer­me pre­gun­tas es­tú­pi­das y evi­den­tes. «¿Te sien­tes tris­te sin mo­ti­vo?», «¿Llo­ras a me­nu­do?», «¿Has ba­ja­do de peso re­cien­te­men­te?», «¿Tie­nes in­som­nio o duer­mes de­ma­sia­do?», «¿Pa­sas tus días en la cama, sin ga­nas de ha­cer nada?», «¿Sien­tes que la vida no tie­ne sen­ti­do?». Con­tes­to con in­di­fe­ren­cia, pero sien­do sin­ce­ra. Sí, pue­de que esto que sien­to sea tris­te­za. No, no llo­ro de­lan­te de mis pa­dres. Sigo co­mien­do como siem­pre, pero he ba­ja­do un par de ki­los este úl­ti­mo mes. Bueno, lle­vo sin ir a cla­se un par de se­ma­nas por­que no ten­go ga­nas de vi­vir, pero mi ma­dre no me dijo nada por­que creía que es­ta­ba en­fer­ma. Sí, la vida es tan com­pli­ca­da que a ve­ces pien­so que es me­jor que ter­mi­ne de una mal­di­ta vez.

El psi­quia­tra se li­mi­ta a asen­tir con la ca­be­za y a apun­tar to­das mis res­pues­tas en su li­bre­ta. Me pi­can los bra­zos y sien­to ga­nas de ra­jár­me­los de nue­vo, pero eso no se lo digo. Des­pués de dos ho­ras de in­te­rro­ga­to­rio, el hom­bre­ci­llo se le­van­ta y se mar­cha sin de­cir nada. Ten­go que es­pe­rar otra hora (con mi nue­va e inigua­la­ble ami­ga la en­fer­me­ra si­len­cio­sa) has­ta que lle­ga el pri­mer doc­tor que me aten­dió, de aho­ra en ade­lan­te co­no­ci­do como Doc­tor 1.

El Doc­tor 1 me dice qué es lo que me está ocu­rrien­do: se­gún el in­for­me psi­co­ló­gi­co y mis an­te­ce­den­tes (ha es­ta­do ha­blan­do con mi ma­dre, pero no ten­go ni idea de lo que le ha po­di­do de­cir; ella no sabe nada de mi vida), lo más pro­ba­ble es que pa­dez­ca dis­ti­mia o tras­torno de­pre­si­vo per­sis­ten­te. Como su pro­pio nom­bre in­di­ca, la dis­ti­mia es una en­fer­me­dad men­tal mier­da que se ca­rac­te­ri­za por un es­ta­do de áni­mo de­pre­si­vo, tris­te, apá­ti­co du­ran­te la ma­yor par­te del día, y una in­ca­pa­ci­dad para rea­li­zar ac­ti­vi­da­des y sen­tir pla­cer por ello. Hay al­gu­nas per­so­nas con es­tos sen­ti­mien­tos que uti­li­zan las au­to­le­sio­nes como una he­rra­mien­ta de au­to­rre­gu­la­ción; una ma­ne­ra de tra­tar de ma­ne­jar las emo­cio­nes para que no se des­bor­den, se­gún él.

Yo es­cu­cho el diag­nós­ti­co del Doc­tor 1 con in­te­rés fin­gi­do. Po­ner­le nom­bre a lo que lle­va ocu­rrien­do en mi ca­be­za des­de los ca­tor­ce años no ali­via nada de todo lo que me ha su­ce­di­do des­de en­ton­ces. Al re­vés, lo hace más ho­rri­ble. Qui­ta mé­ri­to a mis de­ci­sio­nes. El mé­di­co pre­ten­de ha­cer­me creer que hay algo malo en mí que me obli­ga a in­fli­gir­me todo ese daño. Algo or­gá­ni­co que se po­dría eli­mi­nar tra­tán­do­me como una rata de la­bo­ra­to­rio. Yo soy la úni­ca res­pon­sa­ble del mal que me co­rrom­pe, yo eli­jo qué par­te de mi cuer­po cor­tar, yo y solo yo es­toy des­tro­zán­do­me vi­vien­do mi vida. No quie­ro nin­gu­na ex­pli­ca­ción va­cía que pue­da dar res­pues­ta a una pre­gun­ta que ni si­quie­ra me he for­mu­la­do.

Así que des­co­nec­to del res­to de la con­ver­sa­ción con Doc­tor 1 y me li­mi­to a con­tar el go­te­lé de la pa­red.

—Eso es todo, jo­ven­ci­ta. Te que­da­rás un par de días más en ob­ser­va­ción y des­pués tus pa­dres ven­drán a re­co­ger­te y te da­re­mos el alta. Bue­nas tar­des. —Quie­ro de­cir­le cua­tro co­sas y pro­tes­tar, de­jar­le cla­ro que Tom no es mi pa­dre. Pero le he co­gi­do ca­ri­ño a lo que la au­sen­cia del so­ni­do de mi voz su­po­ne para la hu­ma­ni­dad, por lo que sigo ca­lla­da.

Así trans­cu­rren dos lar­gos días, con sus dos lar­gas no­ches. Mi ma­dre no vie­ne a ver­me ni una sola vez en ese tiem­po, Tom tam­po­co. No me de­ja­ron sa­lir de la ha­bi­ta­ción, la amis­to­sa en­fer­me­ra me dijo que exis­tía «ries­go de fuga». Me en­co­gí de hom­bros y men­tal­men­te la lla­mé ri­dí­cu­la, aun­que los se­dan­tes y las de­más mier­das que me pin­cha­ban me te­nían bas­tan­te dro­ga­da y pre­fe­ría no ca­mi­nar.

Pedí un li­bro y un mon­tón de re­vis­tas y pasé esos días le­yen­do, tran­qui­la. No te­nía mo­ne­das para la te­le­vi­sión, y la mo­no­to­nía hizo que co­men­za­ra a di­va­gar con so­fis­ti­ca­dos y pun­zan­tes ob­je­tos que po­drían fa­bri­car­se con el plás­ti­co del go­te­ro y un pe­da­zo de sá­ba­na.

Las ga­nas de mo­rir no des­apa­re­cie­ron, pero me per­mi­tie­ron un des­can­so. Aguar­da­ban, la­ten­tes, bajo mi piel. Sa­bía que no po­dría re­sis­tir­me mu­cho más a los en­can­tos que el adiós eterno me ofre­cía, pero la cla­ve es­ta­ba en pre­ten­der que po­dría ha­cer­lo. Fin­gir es una cua­li­dad mal vis­ta, una ha­bi­li­dad que lle­vo en mis ge­nes y que prac­ti­co con mu­cha asi­dui­dad. No es del todo cul­pa mía, tuve a la me­jor maes­tra.

Qué le voy a ha­cer. Apar­te de mala hija, soy una men­ti­ro­sa.

Mi ma­dre pa­re­ce leer­me el pen­sa­mien­to, por­que apa­re­ce en el hos­pi­tal jus­to en el mo­men­to en el que me qui­to las ven­das de los bra­zos tras ha­ber en­ga­ña­do a la en­fer­me­ra para que me tra­je­ra otra ban­de­ja de co­mi­da en la que no hu­bie­ra pes­ca­do con sal­sa de mos­ta­za. Se tra­gó que soy alér­gi­ca a la mos­ta­za, aun­que en mi in­for­me dice cla­ra­men­te que no ten­go nin­gún tipo de aler­gia. Solo ne­ce­si­ta­ba algo más de tiem­po para com­pro­bar en qué es­ta­do se en­con­tra­ban mis cor­tes, y si era po­si­ble abrir al­guno de nue­vo con las uñas para ali­viar el do­lor que sen­tía den­tro, esa tris­te­za que no po­día eti­que­tar y que solo me de­ja­ba en paz cuan­do la san­gre co­men­za­ba a co­rrer.

Le digo a mi ma­dre que solo quie­ro re­co­lo­car­me las ven­das por­que me mo­les­tan, pero su pun­zan­te mi­ra­da me hace ver que no me cree lo más mí­ni­mo.

Es­toy per­dien­do fa­cul­ta­des.

—Es­ta­te quie­ta y vís­te­te, nos va­mos. —Este es su sa­lu­do. Bue­nos días a ti tam­bién, mamá.

—No ten­go mi ropa, solo este ri­dícu­lo ba­tín —pro­tes­to.

Mi ma­dre me tira una bol­sa de tela a la cara. Ten­go di­fi­cul­ta­des para atra­par­la y casi me gol­pea de lleno, pero mis re­fle­jos sal­van a mi an­cha na­riz de re­sul­tar ma­gu­lla­da. Den­tro de la bol­sa hay unos va­que­ros os­cu­ros, un jer­sey ne­gro y unas bo­tas. Prác­ti­ca­men­te, mi ar­ma­rio en­te­ro. Mi ma­dre sale de la ha­bi­ta­ción para que me cam­bie, y eso hago. Las ven­das que­dan ca­mu­fla­das bajo la lana, pero no pue­do evi­tar fi­jar­me en las ci­ca­tri­ces que re­co­rren el res­to de mi piel.

Cada vez que las ob­ser­vo, una sen­sa­ción in­des­crip­ti­ble in­va­de mi pe­cho. ¿Año­ran­za? ¿Com­pa­ñía? Mis de­dos re­co­rren su ru­go­sa su­per­fi­cie con ex­tre­mo cui­da­do, con la mis­ma de­li­ca­de­za con la que su­je­ta­ría una mu­ñe­ca de por­ce­la­na. Son par­te de mí, ami­gas in­se­pa­ra­bles. Na­die pue­de en­ten­der­lo, por eso se atre­ven a juz­gar­me. Don­de al­gu­nos ven ho­rror, yo veo un dia­rio. Es la ma­ne­ra que ten­go de es­cri­bir mi his­to­ria cuan­do las pa­la­bras se nie­gan a que­dar­se so­bre el pa­pel.

Oja­lá mi ma­dre pu­die­ra en­ten­der­lo.

Cuan­do ter­mino de ves­tir­me, sal­go al pa­si­llo. Mi ma­dre me es­pe­ra con cara de fas­ti­dio. La en­fer­me­ra que me ha vi­gi­la­do to­dos es­tos días se des­pi­de de mí con efu­si­vi­dad, deseán­do­me una pron­ta re­cu­pe­ra­ción y una bue­na se­ma­na. Me es­pe­ra una de puta pena, es­toy a pun­to de de­cir­le. Pero le doy las gra­cias y me per­mi­to in­clu­so una son­ri­sa que tra­ta de ocul­tar la iro­nía.

Ca­mino has­ta la sa­li­da jun­to a una des­co­no­ci­da que tie­ne la cara de mi ma­dre, es­qui­van­do, ca­biz­ba­ja, a un tu­mul­to de an­cia­nos que­ji­cas, una mu­jer con el ros­tro ce­ni­cien­to y una bol­sa ma­rrón en­tre las ma­nos, un niño pe­que­ño san­gran­do por la na­riz y una pa­re­ja con el bra­zo es­ca­yo­la­do (los dos; có­mi­co, ¿eh?). La luz del ex­te­rior me gol­pea de lleno; ten­go que pro­te­ger­me los ojos como si fue­ra un vam­pi­ro. Un pá­li­do, des­gar­ba­do y tam­ba­lean­te vam­pi­ro. Si tu­vie­ra que pro­ta­go­ni­zar una pe­lí­cu­la de se­rie B se ti­tu­la­ría Bec­ca, el mons­truo chu­pa­san­gre que se ali­men­ta de sí mis­mo. Un poco lar­go, pero efi­cien­te. El ar­gu­men­to ver­sa­ría so­bre la fi­lo­so­fía de vida de la vam­pi­re­sa, que pa­sa­ría de bus­car la co­mi­da fue­ra de casa a ali­men­tar­se con la san­gre que mana de sus pro­pios bra­zos.

El fi­nal, ob­via­men­te, ter­mi­na con la vam­pi­re­sa muer­ta por ina­ni­ción al dar­se cuen­ta de que lo que ella con­tie­ne en sus ve­nas no ser­vi­ría para ali­men­tar ni a los mos­qui­tos de lo po­dri­do que está. Eso sí que es có­mi­co.

El co­che de Tom está apar­ca­do fue­ra, y me re­fu­gio en sus cris­ta­les tin­ta­dos como si se tra­ta­ra de un ataúd. Una li­be­ra­ción fan­tas­ma­gó­ri­ca. Y aquí es­ta­mos aho­ra, con los mo­to­res en mar­cha y un ca­mino re­ple­to de ten­sión por de­lan­te. Tom con­du­ce y mamá va a su lado, de co­pi­lo­to. Yo es­toy de­trás, re­cos­ta­da con­tra el cris­tal. El jer­sey que me ha traí­do mi ma­dre es de­ma­sia­do ca­lu­ro­so para prin­ci­pios de oto­ño, pero en­tien­do que lo ha he­cho para cu­brir las ven­das de mis bra­zos. De­be­ría re­man­gár­me­lo y mos­trar­le que no me aver­güen­zo de lo que he he­cho, pero tam­po­co es que me sien­ta muy or­gu­llo­sa. De­jé­mos­lo es­tar, en­ton­ces.

Ante el se­pul­cral si­len­cio de esta cha­ta­rra so­bre rue­das, me de­di­co a mi­rar por la ven­ta­na. El hos­pi­tal en el que me en­ce­rra­ron está en Mary­le­bo­ne, cer­ca de casa, un ba­rrio de­ma­sia­do co­lo­ri­do y aco­ge­dor para mi gus­to.

Me gus­ta ob­ser­var el pai­sa­je que me ro­dea cuan­do via­jo, es una ma­ne­ra sen­ci­lla y ba­ra­ta de per­der­se en otro mun­do. Cuan­do era pe­que­ña, via­já­ba­mos mu­cho. Las fron­te­ras no exis­tían para no­so­tros, éra­mos los due­ños del pla­ne­ta y nos en­can­ta­ba so­bre­vo­lar­lo.

Pero todo cam­bió cuan­do… ocu­rrió lo del ac­ci­den­te eso.

Un gru­po de ci­clis­tas que avan­zan pe­ga­dos al ar­cén atraen mi aten­ción. Lle­nos de vi­ta­li­dad, pe­da­lean con fuer­za, con en­tu­sias­mo, er­gui­dos so­bre sus im­po­nen­tes bi­ci­cle­tas. Sus múscu­los es­tán ten­sos, pero en sus ros­tros se pue­de ver una son­ri­sa im­bo­rra­ble que se va ha­cien­do más y más am­plia a me­di­da que con­ti­núan su ca­mino. Pa­re­cen ca­pa­ces de ha­cer todo lo que se pro­pon­gan. Me dan un poco de en­vi­dia. Yo an­tes ado­ra­ba el de­por­te. Pero lle­vo años sin sa­lir a co­rrer o ha­cer algo dis­tin­to a ir del ins­ti­tu­to a casa.

Para col­mo, la su­per­fi­cie de cris­tal del co­che es lo su­fi­cien­te­men­te os­cu­ra como para ver­me re­fle­ja­da. Un ti­ra­bu­zón rojo ha es­ca­pa­do de mi im­pro­vi­sa­do moño, y la sola vi­sión de mi ca­be­llo co­bri­zo hace que se me re­vuel­van las tri­pas. De­be­ría te­ñir­me el pelo de una mal­di­ta vez y de­jar de re­co­gér­me­lo. Odio ver­me en los es­pe­jos por esa ra­zón, aun­que hay mu­chas más. Pero esa es la prin­ci­pal.

—Eh —digo de re­pen­te, cuan­do veo que no he­mos to­ma­do la ro­ton­da que nos lle­va a casa—. Nos he­mos pa­sa­do la sa­li­da. Da la vuel­ta, Tom.

—No va­mos a casa —res­pon­de mi ma­dre, rí­gi­da. Su tono de voz es con­te­ni­do, so­se­ga­do, como si es­tu­vie­ra adies­tran­do a un pe­rro.

—¿Y a dón­de va­mos?

—Rec­ti­fi­co, no­so­tros sí nos va­mos a casa. Tú vas a otro si­tio.

Me yer­go en el asien­to.

—Dime aho­ra mis­mo a dón­de coño me lle­váis.

—Bec­ca, esa boca —me riñe Tom.

Me muer­do el la­bio con fuer­za para no gri­tar. Tú no eres mi pa­dre, ni se te ocu­rra in­ten­tar edu­car­me.

—Tom y yo he­mos es­ta­do ha­blan­do lar­go y ten­di­do so­bre… ti. So­bre lo que te está ocu­rrien­do. —Mi ma­dre si­gue mos­trán­do­se cau­te­lo­sa. Y hace bien—. He­mos de­ci­di­do que lo me­jor que po­de­mos ha­cer por tu sa­lud… es in­ter­nar­te en un cen­tro psi­quiá­tri­co.

Me río con ga­nas has­ta atra­gan­tar­me. Una risa que no tie­ne nada que ver con la ale­gría, una mues­tra de in­cre­du­li­dad más que de fe­li­ci­dad. No pue­de es­tar ha­blan­do en se­rio. No.

—Es­tás de coña —re­pli­co, so­plán­do­le mi alien­to en la nuca. No me gus­ta dis­cu­tir en el co­che, no pue­do ver­le la cara y me pone ner­vio­sa ser in­ca­paz de sa­ber lo que está sin­tien­do.

—Ja­más se me ocu­rri­ría bro­mear so­bre esto y lo sa­bes. No seas ni­ña­ta. Vas a vi­vir allí has­ta que te cu­res. No hay más que ha­blar.

Otro in­sul­to más para la co­lec­ción. «Ni­ña­ta». Se ins­ta­la en una pe­que­ña ven­ta­na de mi men­te y toma la for­ma de un al­ter ego ves­ti­do con un peto man­cha­do de pin­tu­ra y mon­ta­do en un pa­ti­ne­te que no sabe usar, or­ga­ni­zan­do un ver­da­de­ro es­tro­pi­cio por to­dos los rin­co­nes de mi ya es­tro­pea­do ce­re­bro.

—Yo no ten­go que cu­rar­me de nada. Es­toy bien.

—¿Que es­tás bien? —pre­gun­ta mi ma­dre con sor­na—. Has in­ten­ta­do ma­tar­te. Eso no es nor­mal, eso no es es­tar bien.

—Yo no he in­ten­ta­do… —Pero cuan­do me cru­zo de bra­zos, las ven­das aso­man a mis ojos.

—Deja de de­cir ri­di­cu­le­ces y asú­me­lo de una vez. Vas a que­dar­te allí una tem­po­ra­da, mé­te­te­lo en la ca­be­za.

—No quie­ro ir. No pien­so en­trar ahí, que lo se­pas. —Mi voz sue­na desafian­te y me sien­to más ma­du­ra que nun­ca.

—Eres me­nor de edad, Bec­ca. No­so­tros de­ci­di­mos por ti has­ta que cum­plas los die­ci­ocho. Lo sien­to. —Tom si­gue so­nan­do tan las­ti­me­ro… pero eso no con­si­gue apla­car­me.

—¡Tú no tie­nes que de­ci­dir nada por mí por­que NO ERES NADA PARA MÍ! —He per­di­do el con­trol y es­toy gri­tan­do como una des­co­si­da. El jer­sey em­pie­za a pi­car­me por el su­dor que me cu­bre las axi­las y el ca­na­li­llo, y eso pro­vo­ca que me en­fa­de más.

—¡Haz el fa­vor de no ha­blar­le así a mi ma­ri­do! —Cómo no, mi ma­dre sale en su de­fen­sa. No re­cuer­do una sola oca­sión en la que me die­ra a mí la ra­zón an­tes que a él—. ¡Vas a ir a ese psi­quiá­tri­co y pun­to en boca!

Me re­cues­to en el asien­to y hago un pu­che­ro. No pue­do evi­tar­lo: cuan­do sien­to que es­toy ante una in­jus­ti­cia, sale mi yo más in­fan­til. Ten­go ga­nas de arran­car la ta­pi­ce­ría, me lia­ría a pa­ta­das con cual­quier cosa que se cru­za­ra en mi ca­mino. Es­toy lle­na de ira y ra­bia, soy un au­tén­ti­co vol­cán. Pero como esos de­vas­ta­do­res fe­nó­me­nos na­tu­ra­les, de­ci­do no en­trar en erup­ción to­da­vía.

Mi ma­dre y Tom tie­nen ra­zón: a fin de cuen­tas to­da­vía sigo sien­do me­nor de edad. Ellos son los en­car­ga­dos de es­truc­tu­rar mi vida has­ta que los die­ci­ocho ha­gan su ma­gia y amue­blen mi ca­be­za lo su­fi­cien­te como para con­si­de­rar­me una mu­jer he­cha y de­re­cha. Lo es­toy desean­do (¡ja, men­ti­ra!).

En fin, me que­da un año para al­can­zar la li­ber­tad y po­der de­ci­dir por mí mis­ma. Has­ta en­ton­ces, voy a te­ner que con­fiar en­ga­ñar a los de­más para con­se­guir to­dos mis pro­pó­si­tos.

El res­to del tra­yec­to en co­che me de­di­co a mi­rar los re­tro­vi­so­res de­lan­te­ros in­ten­tan­do lla­mar la aten­ción de mi ma­dre, pero su vis­ta per­ma­ne­ce fija en la ca­rre­te­ra, ob­ser­van­do el vivo pai­sa­je que ofre­ce el Par­que Brock­well. No sé cómo de le­jos es­ta­rá ese psi­quiá­tri­co, pero ya es­toy ha­cien­do mil pla­nes men­ta­les para fu­gar­me.

To­dos es­tos pla­nes fa­lli­dos me lle­van al plan D: jo­der­me y en­trar en el psi­quiá­tri­co has­ta que mi ma­dre se arre­pien­ta y me deje sa­lir. Con un poco de suer­te, la se­ma­na que vie­ne vol­ve­ré a casa. A mis li­bros con fi­na­les tris­tes y a las cu­chi­llas es­con­di­das en el jo­ye­ro de mi cuar­to. Como no me han de­ja­do pa­sar por casa, no lle­vo nin­gu­na en­ci­ma. La sola idea de no po­der cor­tar­me en sie­te días me ge­ne­ra tal an­sie­dad que me cla­vo las uñas en el dor­so de la mano. Me las muer­do tan a me­nu­do que ape­nas sien­to nin­gún do­lor. Ten­go que em­pe­zar a de­jár­me­las cre­cer, por si aca­so.

Poco des­pués, el co­che de Tom se de­tie­ne con sua­vi­dad, adi­vino que ya he­mos lle­ga­do a la pri­sión el psi­quiá­tri­co. Es­ta­mos en me­dio de la nada, a las afue­ras de Beth­lem. Nos ro­dea la ca­rre­te­ra por la que he­mos ve­ni­do, tan in­men­sa como el de­sier­to y el cam­po, tan aban­do­na­do que ni si­quie­ra ha cre­ci­do hier­ba so­bre el te­rreno seco. Y el psi­quiá­tri­co, cla­ro, es lo úni­co que arro­ja algo de pre­sen­cia hu­ma­na aquí. Mi ma­dre se baja del co­che, pero yo de­ci­do que­dar­me den­tro para ob­ser­var­lo me­jor. Pa­re­ce un edi­fi­cio nor­mal, si ex­clui­mos el enor­me car­tel de su en­tra­da, cla­ro: «Cen­tro de Sa­lud Men­tal: Psi­quiá­tri­co Del­va».

Puaj. Me dan ar­ca­das con tan solo ver la enor­me ca­ri­ta fe­liz que al­guien ha pin­ta­do con un spray ne­gro jus­to de­ba­jo de esas le­tras.

Em­pe­za­mos bien.

Hay un muro de co­lor ro­ji­zo que pro­te­ge el edi­fi­cio, con una reja eléc­tri­ca para con­tro­lar el paso de los co­ches. Tom ha de­ci­di­do apar­car fue­ra, su­pon­go que eso sig­ni­fi­ca que no tie­ne in­ten­ción de acom­pa­ñar­nos den­tro. Lo agra­dez­co. Una pe­que­ña puer­ta de co­lor ma­rrón cor­ta el mu­re­te, su­pon­go que esa será la en­tra­da para el res­to de per­so­nas de a pie. Para mí.

Por fa­vor, mamá, no me ha­gas esto. Como si hu­bie­ra adi­vi­na­do mis pen­sa­mien­tos, mi ma­dre abre la puer­ta del co­che y me mira des­de arri­ba, con un ges­to in­des­ci­fra­ble. Noto como un halo de es­pe­ran­za me in­va­de el pe­cho y es­pe­ro, con los ojos muy abier­tos.

—¿Quie­res ba­jar del co­che de una vez? —Pues no, no pa­re­ce que haya es­cu­cha­do bien lo que de­seo. Debe de te­ner la an­te­na «re­la­ción ma­dre-hija» mal orien­ta­da. En reali­dad, creo que nun­ca se ha mo­les­ta­do en co­lo­car­la en sin­to­ni­zar­la. Yo tam­po­co es que haya sido de gran ayu­da, la ver­dad.

Obe­dez­co y cie­rro la puer­ta tras sa­lir. No me mo­les­to en des­pe­dir­me de Tom, no lo echa­ré de me­nos. Una leve bri­sa me gol­pea de lleno, y yo me arre­bu­jo un poco más en mi jer­sey. Es­ti­ro las man­gas has­ta que cu­bren mis de­dos; así me sien­to un poco más pro­te­gi­da. Alzo la vis­ta y con­tem­plo el psi­quiá­tri­co. Al con­tra­rio de lo que pen­sa­ba, no pa­re­ce un lu­gar os­cu­ro y te­ne­bro­so. Sus pa­re­des gri­ses es­tán lle­nas de ven­ta­nas, am­plios y cris­ta­li­nos ven­ta­na­les que re­fle­jan su in­te­rior con des­ca­ro, como si no tu­vie­ran nada que es­con­der. No oigo gri­tos, ni llan­tos, ni veo a na­die sa­lir vo­lan­do a tra­vés de ellos. Eso hace que me mues­tre un poco más con­fia­da. Pero solo un poco.

El edi­fi­cio tie­ne va­rias plan­tas, es bas­tan­te alto. ¿Cuán­tos en­fer­mos men­ta­les ha­brá aquí? Mamá me ex­pli­ca que es un cen­tro es­pe­cia­li­za­do en ado­les­cen­tes, como si eso pu­die­ra ha­cer­me sen­tir me­jor. La sola idea de ver­me ro­dea­da de ra­ri­tos me pone ner­vio­sa, pero a la vez me lle­na de ex­pec­ta­ción. Vale, pue­de que ten­ga cu­rio­si­dad por sa­ber qué se hace aquí. Pero pre­fe­ri­ría vol­ver a mi casa y mar­chi­tar­me en si­len­cio. Como los tu­li­pa­nes que Tom me re­ga­ló por mi cum­plea­ños el año pa­sa­do. No qui­se re­gar­los, una for­ma de cas­ti­gar el flo­ri­do ca­ri­ño que aquel hom­bre se em­pe­ña­ba en de­mos­trar­me. Los po­bres mu­rie­ron, len­ta­men­te, en mi ven­ta­na. Pri­me­ro, per­die­ron los pé­ta­los. Des­pués, su ta­llo se vol­vió ma­rrón y em­pe­zó a en­co­ger­se, has­ta que ter­mi­na­ron con­ver­ti­dos en un pu­ña­do de ho­ja­ras­ca que el vien­to aca­bó lle­ván­do­se. Una poé­ti­ca for­ma de mo­rir.

Oja­lá yo pu­die­ra ha­cer­me pe­que­ña has­ta des­apa­re­cer.

—Va­mos. —Mi ma­dre ti­ro­nea de mi bra­zo y yo me pon­go en mo­vi­mien­to, a mi pe­sar. Nos acer­ca­mos a la puer­ta ma­rrón y mamá lla­ma al te­le­fo­ni­llo. No pa­re­ce que se pue­da ac­ce­der si no te es­tán es­pe­ran­do. Cada vez se com­pli­ca más mi si­tua­ción.

—¿Sí? —es­cu­cha­mos una voz fe­me­ni­na a tra­vés del apa­ra­to.

—Soy Mar­ga­ret Par­ker. Sien­to lle­gar tar­de.

—No te preo­cu­pes, ade­lan­te.

No quie­ro en­trar. No es­toy loca, no ne­ce­si­to ayu­da. ¿Es que si no ten­go die­ci­ocho años mi voz no hace rui­do? Me sien­to in­vi­si­ble en mi rota fa­mi­lia. Quie­ro gri­tar, sa­lir co­rrien­do, arran­car el re­tro­vi­sor de esa fur­go­ne­ta vie­ja, ¡ha­cer algo! ¡Mamá, es­toy aquí! Pero ella si­gue an­dan­do y no se de­tie­ne. Sube unas am­plias es­ca­le­ras y en­tra, sin ni si­quie­ra mo­les­tar­se en com­pro­bar que la sigo. Sabe que lo haré.

Subo las es­ca­le­ras afe­rrán­do­me a la ba­ran­di­lla. Las puer­tas del psi­quiá­tri­co se abren cuan­do me apro­xi­mo, son au­to­má­ti­cas. Lo pri­me­ro que per­ci­bo al en­trar es el olor: un aro­ma con­for­ta­ble y li­viano, a vai­ni­lla y guan­tes de goma, de esos de lá­tex. La re­cep­ción está va­cía, a ex­cep­ción de una mu­jer jo­ven que se apre­su­ra a sa­lir del mos­tra­dor para apro­xi­mar­se a nues­tro en­cuen­tro. Una luz ti­ti­la, rota, con la fre­cuen­cia y el rui­do que ca­rac­te­ri­zan a un re­loj de cuco. Me pier­do en ese des­te­llo y me sien­to como una li­bé­lu­la en una no­che de ve­rano, atra­pa­da por una lám­pa­ra eléc­tri­ca y acer­cán­do­me len­ta­men­te a mi fa­tal des­tino. Un chis­po­rro­teo y todo aca­ba. Pien­so en el rui­do que ha­cen los in­sec­tos cuan­do mue­ren. Me da re­pe­lús solo de ima­gi­nar­lo.

—Hola, bue­nas tar­des, bien­ve­ni­das al Cen­tro de Sa­lud Men­tal Del­va. Es us­ted Mar­ga­ret, ¿ver­dad? —La re­cep­cio­nis­ta vis­te una ca­mi­se­ta y unos pan­ta­lo­nes azu­les, un uni­for­me bas­tan­te pa­re­ci­do al que sue­le lle­var un den­tis­ta. Lle­va una co­le­ta y tie­ne un ros­tro jo­vial. Me cae mal al ins­tan­te.

—Sí, soy yo. Y esta es mi hija.

La chi­ca se gira ha­cia mí. Son­ríe.

—Tú de­bes de ser Re­bec­ca Pri­ce, en­ton­ces.

—Bec­ca —la co­rri­jo. Odio mi nom­bre com­ple­to. Papá me so­lía lla­mar así.

—Bec­ca, ge­nial. —¿Pien­sa de­jar de son­reír en al­gún mo­men­to?—. Ya he­mos ha­bla­do con tu ma­dre por te­lé­fono y he­mos re­ci­bi­do tu in­for­me. Está todo lis­to para tu tras­la­do. No te preo­cu­pes, aquí vas a es­tar fe­no­me­nal. Nues­tro equi­po de psi­có­lo­gos es muy pro­fe­sio­nal, to­dos los pa­cien­tes ter­mi­nan re­cu­pe­ra­dos en me­nos de un año.

¿Un año aquí? Adiós.

—Así que si me acom­pa­ñas, em­pe­za­mos aho­ra mis­mo con esta aven­tu­ra. —Tras de­cir aque­lla so­be­ra­na es­tu­pi­dez, la chi­ca mue­ve uno de sus bra­zos ha­cia mí, en ges­to vic­to­rio­so. Mi ma­dre le de­vuel­ve una son­ri­sa ti­ran­te que evi­den­cia el mal tra­go que está pa­san­do. Ella me me­tió en este lío, aho­ra que se fas­ti­die.

—Bueno, creo que ha lle­ga­do la hora de la des­pe­di­da —mur­mu­ro, sor­pren­dién­do­me de ha­ber to­ma­do la ini­cia­ti­va por una vez. La re­cep­cio­nis­ta pa­re­ce com­pren­der lo que se ave­ci­na, así que se apar­ta, fin­gien­do que el co­lor rosa de sus uñas es la mar de in­tere­san­te. Mi ma­dre se acer­ca a mí. Veo emo­ción en sus ojos, pa­re­ce es­tar lu­chan­do por con­te­ner las lá­gri­mas. No pue­do evi­tar sol­tar un hon­do sus­pi­ro. Esto va a ser com­pli­ca­do.

—¿Me das un abra­zo? —me pide, con voz que­da.

Ex­tien­de sus bra­zos, y yo la miro. La ob­ser­vo por pri­me­ra vez en mu­cho tiem­po. Es una som­bra de lo que fue, una vi­sión más arru­ga­da y tris­te de la mu­jer que hizo de mi in­fan­cia un lu­gar lleno de ma­gia que ella mis­ma se en­car­gó de des­tro­zar años des­pués. Tie­ne arru­gas en las co­mi­su­ras de los la­bios, en el cue­llo, bajo los ojos… las ma­nos que me pei­na­ban el ca­be­llo y me apre­ta­ban con­tra su pe­cho pa­re­cen con­su­mi­das, lle­nas de man­chas y con las fa­lan­ges muy mar­ca­das. El pelo, en­cres­pa­do y ne­gro, pide a gri­tos algo de cui­da­do. Su ros­tro mues­tra una cons­tan­te sen­sa­ción de pe­sar, de aban­dono. Es tan del­ga­da y pe­que­ña… pa­re­ce un ma­ni­quí. Esa es la apa­rien­cia que todo el mun­do ve, la que ella quie­re que la gen­te vea. Mi ma­dre ins­pi­ra pena y com­pa­sión, pero yo he apren­di­do a ver más allá de su ima­gen, de toda esa ma­ni­pu­la­ción, por­que sus ojos no cam­bian a pe­sar de sus in­ten­tos. Sus iris azu­les pa­re­cen que­rer atra­ve­sar­me, juz­gar­me a tra­vés de la ma­te­ria, en­re­dar­me en­tre sus mal­va­dos hi­los y za­ran­dear­me has­ta ma­rear­me lo su­fi­cien­te como para en­trar en su jue­go.

Me­nos mal que lo úni­co en lo que me pa­rez­co a ella es en el co­lor de los ojos. Y en el ges­to se­rio y bor­de que co­rrom­pe nues­tra cara cuan­do cree­mos que nues­tra ex­pre­sión es ines­cru­ta­ble.

Doy un paso atrás.

—Ni de coña. Des­pués de en­ce­rrar­me aquí, no.

Mi ma­dre se mues­tra es­tu­pe­fac­ta por mis pa­la­bras, pero se re­com­po­ne en se­gui­da.

—Es por tu bien, Re­bec­ca. Solo quie­ro lo me­jor para ti —con­tra­ta­ca ella.

—Y una mier­da. Ha sido el mo­men­to per­fec­to para li­brar­te de mí. Vete con Tom y sed fe­li­ces jun­tos. No os ne­ce­si­to.

—No seas tre­men­dis­ta, esto es solo tem­po­ral. Has­ta que te cu­res. ¿Me vas a dar un beso para des­pe­dir­te o me voy?

—Si tan­tas ga­nas tie­nes de que te dé un beso, vuel­ve la se­ma­na que vie­ne y sá­ca­me de aquí. —In­ten­to que mi voz no sue­ne de­ses­pe­ra­da.

—El psi­quiá­tri­co… no te van a de­jar re­ci­bir vi­si­tas ni sa­lir de aquí has­ta den­tro de un mes y me­dio. Para que te ha­bi­túes bien a sus di­ná­mi­cas y te re­cu­pe­res an­tes —dice, tra­tan­do de jus­ti­fi­car­se.

Es que esto es in­creí­ble. Esto no me pue­de es­tar pa­san­do. En qué mo­men­to mi ma­dre tuvo que lle­gar an­tes a casa y en­trar en el baño. Unos mi­nu­tos más y yo ya es­ta­ría flo­tan­do en­tre las nu­bes. O bajo tie­rra. Cual­quier lu­gar me­jor que este.

—Per­fec­to, en­ton­ces. Ya nos ve­re­mos —re­pli­co, sin­tién­do­me hu­mi­lla­da. Ig­no­ra­da, va­cía, rota.

Mamá abre la boca y pre­ten­de de­cir algo más, te­ner la úl­ti­ma pa­la­bra para po­der dor­mir bien esta no­che. Pero no le voy a dar ese gus­to. Me acer­co a la re­cep­cio­nis­ta que nos ob­ser­va con di­si­mu­lo y ocu­po su cam­po vi­sual. Oigo pa­sos a mi es­pal­da, y sé que mi ma­dre se está yen­do. Me ha de­ja­do im­preg­na­do su per­fu­me. Aho­ra hue­lo a jaz­mín y a naf­ta­li­na. Ten­go que ti­rar esta ropa.

—Es­toy lis­ta.

Cómo me gus­ta men­tir. La chi­ca son­ríe y asien­te.

—Acom­pá­ña­me.

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Si al­guien quie­re ayu­dar­me de ver­dad, que me re­ga­le un bote de cia­nu­ro ador­na­do con un la­ci­to rojo.

Pro­me­to dar­le un buen uso.

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3

Sigo a la chi­ca y nos in­ter­na­mos en los am­plios pa­si­llos de lo que pa­re­ce ser mi nue­vo ho­gar. Oigo rui­dos, mur­mu­llos que­dos y pi­sa­das, al­gún que otro gri­to amor­ti­gua­do por la dis­tan­cia. Los lo­cos pa­cien­tes de­ben de es­tar en sus ha­bi­ta­cio­nes o reuni­dos en al­gún otro si­tio, por­que los pa­si­llos es­tán va­cíos, des­pro­vis­tos de cual­quier ras­tro de vida. Hay un mon­tón de puer­tas a am­bos la­dos, aun­que to­das es­tán ce­rra­das. No pue­do evi­tar fi­jar­me en la au­sen­cia de ce­rra­du­ra de­ba­jo de la ma­ni­ja, lo que sig­ni­fi­ca que ya pue­do ir ol­vi­dán­do­me de la pri­va­ci­dad. De­fi­ni­ti­va­men­te, esto pa­re­ce una cár­cel.

—…y por eso este es el psi­quiá­tri­co ju­ve­nil más fa­mo­so de Lon­dres. —La voz de la re­cep­cio­nis­ta vuel­ve a cap­tar toda mi aten­ción, aun­que ya me he per­di­do gran par­te de lo que ha di­cho—. Te­ne­mos un am­plio jar­dín don­de pue­des pa­sar los ra­tos li­bres en com­pa­ñía de los otros chi­cos de tu edad, un gim­na­sio para po­ner­te en for­ma, un co­me­dor in­men­so con una ofer­ta gas­tro­nó­mi­ca am­plia, sa­las es­pe­cia­li­za­das para tra­tar to­dos los pro­ble­mas que pue­dan sur­gir­te… ¡Ah! Y una ha­bi­ta­ción es­tu­pen­da, ya ve­rás. Como si es­tu­vie­ras en tu pro­pia casa.

—La ha­bi­ta­ción será in­di­vi­dual, ¿ver­dad?

—Bueno… ¡casi como si lo fue­ra! A to­dos os toca com­par­tir cuar­to con un com­pa­ñe­ro. Pero tran­qui­la, las ha­bi­ta­cio­nes son es­pa­cio­sas y cada uno te­néis vues­tro pro­pio ar­ma­rio. No ten­drás nin­gún pro­ble­ma ni nin­gu­na dis­cu­sión por el nú­me­ro de per­chas, la for­ma de co­lo­car los za­pa­tos…

—Pero yo solo ten­go esto —ex­pli­co, se­ña­lan­do mi jer­sey y los va­que­ros. La man­ga iz­quier­da se es­ca­pa de en­tre mis de­dos y el ven­da­je que­da a la vis­ta. Noto la mi­ra­da de la chi­ca y vuel­vo a ta­par­me los bra­zos, in­có­mo­da. Ella pa­re­ce pe­dir­me per­dón con los la­bios, pero yo pre­fie­ro mi­rar ha­cia aba­jo.

No me gus­ta que me juz­guen por lo que apa­ren­to. Ya sé que mi as­pec­to debe de re­sul­tar cu­rio­so: soy una chi­ca lle­na de pe­cas con un nido de pá­ja­ros en la ca­be­za y las ex­tre­mi­da­des cor­ta­das a ti­ras. Si mi­ra­ran en mi in­te­rior, com­pro­ba­rían que tam­bién está po­dri­do. Mi co­ra­zón es una masa san­gui­no­len­ta y ne­gra que se ha can­sa­do de la­tir. Mi es­tó­ma­go está de­for­ma­do por los gol­pes que le pro­pi­na la an­sie­dad. Mi ce­re­bro es el úni­co ór­gano que si­gue vivo, es el en­car­ga­do de ha­cer que la voz que me su­su­rra es­tú­pi­da loca fea saco de hue­sos mons­truo idio­ta puta as­que­ro­sa co­sas me ha­ble has­ta en sue­ños. Creo que esa es la úni­ca ra­zón por la que sigo vi­vien­do, pero tam­bién es el mo­ti­vo por el que quie­ro des­apa­re­cer.

Es­cu­char esa sin­fo­nía una y otra vez es abu­rri­do y man­tie­ne mi au­to­es­ti­ma por los sue­los (si es que al­gu­na vez he te­ni­do de eso). Pero tam­po­co quie­ro que des­apa­rez­ca, por­que es algo así como mi ban­da so­no­ra. To­das las per­so­nas te­ne­mos una me­lo­día que nos ca­rac­te­ri­za. Mi ma­dre des­pren­de no­tas mu­si­ca­les gra­ves, Tom pa­re­ce su­mer­gi­do en un ál­bum de Cold­play, el hom­bre que pre­sen­ta el te­le­dia­rio es tan vi­vaz y ale­gre como el pop de los 60… Cada uno evo­ca­mos mú­si­ca dis­tin­ta cuan­do nos pre­sen­ta­mos ante los de­más, y yo es­toy se­gu­ra de una cosa: sé que cuan­do la gen­te me mira, no sue­na nada. Solo un su­su­rro acia­go que re­pi­te in­can­sa­ble­men­te lo poca cosa que soy y lo pres­cin­di­ble que está sien­do mi paso por la Tie­rra. To­da­vía no he com­par­ti­do esta teo­ría con na­die no ten­go ami­gos, pero sé que es­toy en lo cier­to.

—No te preo­cu­pes, tu ma­dre me ha di­cho por te­lé­fono que ma­ña­na en­via­rán el res­to de tus co­sas —con­tes­ta la chi­ca, tra­tan­do de evi­tar mi­rar de nue­vo mis mal­tre­chos bra­zos.

Es­pe­ro que tam­bién trai­ga mis li­bros y mi mú­si­ca. Ten­go el pre­sen­ti­mien­to de que no voy a sa­lir mu­cho de la ha­bi­ta­ción. Como mi com­pa­ñe­ra de cuar­to sea una to­ca­pe­lo­tas, no res­pon­do de mis ac­tos.

—Gra­cias. —Me sor­pren­do de la ama­bi­li­dad que des­pren­de mi voz.

—Tran­qui­la, no pasa nada. Te en­se­ña­ría tu nue­vo cuar­to, pero aca­ba de co­men­zar una se­sión de te­ra­pia gru­pal con al­gu­nos de los jó­ve­nes que han in­gre­sa­do aquí re­cien­te­men­te, como tú. Así que va­mos para allá, ¡no per­da­mos ni un se­gun­do!