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José Carlos Mariátegui

Obras

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-877-8.

ISBN ebook: 978-84-9007-575-3.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

El fin de una poetisa 11

Recordando al prócer 13

Pierre Loti en la guerra 16

Causerie sentimental 19

D’annunzio y la guerra 22

Mujeres de letras de Italia 25

Los amantes de Venecia 31

Aspectos viejos y nuevos del futurismo 36

Postimpresionismo y cubismo 39

El expresionismo y el dadaísmo 43

Algunas ideas, autores y escenarios del arte moderno 48

La revolución y la inteligencia. El grupo Clarté 53

Poetas nuevos y poesía vieja 57

Pasadismo y futurismo 61

La torre de marfil 65

La imaginación y el progreso 69

¿Existe un pensamiento hispanoamericano? 73

I 73

II 73

III 75

IV 76

James Joyce 78

La realidad y la ficción 81

El freudismo en la literatura contemporánea 84

La vida que me diste 89

Arte, revolución y decadencia 90

Reivindicación de Jorge Manrique 94

Heterodoxia de la tradición 98

Gómez Carrillo 101

Esquema de una explicación de Chaplin 104

El proceso de la literatura 110

I. Testimonio de parte 110

II. La literatura de la colonia 113

III. El colonialismo supérstite 117

IV. Ricardo Palma, Lima y la colonia 122

V. González Prada 130

VI. Melgar 139

VII. Abelardo Gamarra 140

VIII. Chocano 142

IX. Riva Agüero y su influencia. La generación «Futurista» 147

X. Colónida y Valdelomar 152

Mi amor animará el mundo 157

XI. Nuestros «Independiente» 160

XII. Eguren 162

XIII. Alberto Hidalgo 171

XIV. César Vallejo 176

XV. Alberto Guillén 184

XVI. Magda Portal 189

XVII. Las corrientes de hoy. El indigenismo 194

XVIII. Alcides Spelucín 209

XIX. Balance provisorio 211

Seis ensayos en busca de nuestra expresión, por Pedro Henríquez Ureña 214

Libros a la carta 221

Brevísima presentación

La vida

José Carlos Mariátegui (1895-1930). Perú.

...Nací el 95. A los catorce años entré de alcanza-rejones en periódico. Hasta 1919 trabajé en el diarismo, primero en La Prensa, luego en El Tiempo, finalmente en La Razón.

En este volumen compuesto en su mayoría de artículos publicados en La Prensa, Mariátegui alerta sobre la necesidad de un arte nuevo —acorde con el futuro revolucionario que despunta— no limitado a simples exploraciones y conquistas formales, ni a describir la realidad mediante los parámetros de la estética realista.

La obra de Mariátegui es una defensa apasionada de las vanguardias artísticas y muy especialmente del surrealismo o suprarrealismo. En este alegato se desprende una de sus concepciones más profundas sobre lo literario: su capacidad para revelar los aspectos escondidos o usurpados de la realidad. La verdad literaria es ofrecer una nueva lectura de la realidad, librándose del bastión de la burguesía que no quiere que nadie cuestione su modo de representar el mundo.

«La calle, ese personaje anónimo y tentacular que la Torre de Marfil y sus macilentos hierofantes ignoran y desdeñan. La calle, o sea, el vulgo; o sea, la muchedumbre. La calle, cauce proceloso de la vida, del dolor, del placer, del bien y del mal.»

El fin de una poetisa1 2

Terriblemente conmovedor y doloroso es el suceso que nos dice hoy el cable. Ha sido un drama intenso, un drama triste, de aquellos que solo pueden ser concebidos por imaginaciones apasionadas y violentas, y que reviven pasados tiempos de romanticismos y de fiereza.

Envuelta en un ropaje de tragedia, ha muerto Delmira Agustini, la joven y brillante intelectual uruguaya, cuyo nombre traspasara los estrechos límites de la nacionalidad. Fue Delmira Agustini, una poetisa llena de sentimientos y robusta de inspiración. Con María Eugenia Vaz Ferreyra, aquella otra mujer excepcional y talentosa, compartía la admiración que suscitaran en su país y fuera de él los más elevados exponentes de la intelectualidad femenina.

A los dieciocho años era ya una triunfadora. En las revistas y periódicos se había revelado como poetisa sentimental y soñadora y se abrió para Delmira Agustini, una senda prometedora y venturosa. Nada le dijera que el destino acechaba traidoramente en ella.

Hermosa y juvenil, talentosa y buena, se rindieron a sus pies muchos y muy fervientes admiradores, enamorados de su bondad y su belleza muchos, de su gracia e inteligencia todos. Y de entre ellos hubo uno que mereciera el don de su mano blanca y fina. ¿Fue acaso el escogido, el esperado que fingiera en sus ensueños de amor y de vida?

Pero, para la poetisa, toda sentimiento y toda imaginación, no bastaban la dicha y el regalo del vivir hogareño. Su espíritu inquieto y raro, ansiaba quizás distinta recompensa. Buscaba, quién sabe, que la vida se le brindara en toda su emoción y en toda su violencia, como no era posible en la vulgar, apacible y monótona tranquilidad del hogar. Y tras un incidente cualquiera vino el divorcio, la separación definitiva entre la poetisa y su esposo, demasiado vulgar, demasiado bueno o demasiado enamorado, que todo ello sería defecto igual.

El espíritu de Delmira Agustini no encontró en su libertad la satisfacción buscada. En el torbellino de su labor intelectual buscó un aturdimiento para la nostalgia de lo ido. En la senda florecida y misteriosa de su vida, estaba ausente el amor, que en distinto camino la reclamaba anhelante. Y fue éste un torcedor angustioso y terrible en la vida de la poetisa sentimental y joven.

En un día cualquiera el hastío doloroso de esta vida sin razón y sin recompensa, reclamó con exigencia imperiosa un remedio definitivo, un término que ha llegado con el tremendo drama que nos cuenta el cable. Delmira buscó otra vez al esposo, al amado de otros días que tantas lozanas primaveras de vida inspirara, pero no para revivir la pasada tranquilidad de su nido de amor, sino para encontrar en sus brazos el final violento que anhelaba febrilmente su espíritu inquieto. Y la poetisa y su esposo, se inclinaron reverentes al caprichoso querer del destino y le hicieron la ofrenda de sus vidas en flor, junta y voluntariamente.

Así ha terminado la historia breve y sentida de esta mujer excepcional. Ayer no más naciera a la vida y germinó desde ese instante en su espíritu un ansia invencible de sentirla en toda su intensidad y en toda su fuerza. En sus rimas palpitaba el anhelo de cosas intangibles y soñadas. Decían una melancolía abrumadora y una desesperanza que aqueja a todos los que sienten y comprenden la miseria dolorosa de la vida.

Al pensar en este drama, rugiente de pasión, tremendo de dolor, cabe preguntarse si no fue una equivocación del destino, dotar a Delmira Agustini de una sensibilidad tan exquisita y de una imaginación tan grande. Y puede agregarse que mejor le hubiera estado nacer sencilla, humilde, y pobre de espíritu. Así habría cifrado sus expectativas para el porvenir en casarse bien y regalarse mejor y habría encerrado sus anhelos de dicha en los límites estrechos de un hogar dulce y tranquilo, alegrado solo por el alborotador bullicio de unos cuantos chiquillos y los trinos de un canario enjaulado.


1 La Prensa, Lima, 9 de julio de 1914; EJ, v. 2, págs. 152-153; MT, tomo II, págs. 2341-2342.

2 Hemos preservados las notas bibliográficas de la excelente edición de Mirla Alcibíades para la Biblioteca de Ayacucho. (N. del E.)

Recordando al prócer3

Es Mariano Melgar, el dulce y romántico poeta de los yaravíes y el esforzado y joven paladín de los patriotas, uno de los más bizarros próceres de la magna epopeya libertadora.

A sus laureles de bardo soñador se suman los que conquistara en el campo de batalla, cuando se produjeron los primeros estallidos de la reacción patriótica. Y en las páginas que historian la guerra de la Independencia sugestionan hondamente los arrestos generosos de este enamorado de bellos ideales, que erigiera en su Apolo a Tirteo.

Hoy se celebra el centenario de la muerte heroica de este patriota. Hoy la patria rinde el homenaje ferviente de su admiración a la memoria del gallardo revolucionario que sacrificara en los campos de Humachiri la ferocidad de un capitán de los virreyes. Hoy vibra en todos los corazones y florece en todos los labios un recuerdo sincero y cariñoso para el que, empujado por los ímpetus de su lozano idealismo hiciera a la causa de la independencia el sacrificio de su vida fecunda.

Al lado de la noble figura del poeta, se agiganta la gloriosa del soldado. Y por eso el cronista, el mísero cronista de las cosas cuotidianas, que ha sabido admirar hondamente, profundamente, enamoradamente, las bizarrías romancescas de Melgar, quiere trazar estas líneas para loar el heroísmo del poeta que se irguiera en un gesto denodado junto a los que echaron la simiente de la nacionalidad peruana y para loar el idealismo del guerrero que escribiera con la punta de su espada el más intenso y sentido de los poemas.

Melgar fue un verdadero poeta y fue ante todo un poeta peruano. No fue la suya la lira majestuosa de los épicos, sino la triste, la dolorida, la quejumbrosa quena de los indios pastores. En la lamentación amarga, en el llanto angustiado de sus elegías y de sus yaravíes, palpitan todas las melancolías del alma indígena, toda la desolación de los dormidos panoramas de la puna, toda la augusta e imponente serenidad de las noches andinas. La voz de una raza sentimental y humilde, que siente a veces ansias de redención, parece que vibrara en sus estrofas.

Precursor del romanticismo en Sudamérica, sus versos son suaves, sencillos, armoniosos, sin ampulosidades, sin altisonancias, sin donosos artificios. Su inspiración se desborda como la clara linfa de un arroyo y así en la pureza argentina de sus canciones hay frescura y transparencias de agua soterraña.

Lírico, profundamente lírico, solo cabe contar sus inquietudes y sus desvelos, sus amores y sus ansias, la delicadeza de sus sentimientos intensos y apasionados.

Un amor inmenso al cual consagrara todas sus devociones, toda su alma, amor de romántico, amor de trovador, ocupa por entero la vida del poeta. Lo canta en sus endechas, lo exalta en sus canciones, lo llora en sus yaravíes. Y la visión de la amada, de la amada dulce y bella, aparece en cada verso. Silvia absorbió sus ideales, ocupó sus pensamientos, cautivó su imaginación. Él cantaba, sentía y soñaba solo por Silvia. Y fue su musa. La musa tangible, la musa consoladora, que pusiera la luz de sus amores en la vida de los grandes líricos, de los grandes románticos que como Bécquer y como Musset iluminaron la senda de sus idealismos con perfumadas caricias de mujer.

Pero Melgar sufrió también el sino de los grandes líricos, de los grandes románticos. No supo ser comprendido. A la frágil cabecita de su amada, no se alcanzaba la intensidad de esta pasión, el fervor de este culto. Y un buen día los desvíos y los desdenes de su amada, pusieron un doloroso torcedor en la vida del prócer. Sus versos dicen toda la angustia de su desolación y de su olvido que le hinojaban a las plantas de Silvia, en demanda de su gracia. Más tarde se tornan desesperados y reflejan la intensidad de su pena. Serénanse luego y son dulcemente melancólicos. Hasta que sus nacientes ideales de libertad, los inflaman de fuego patriótico y les dan sonoridades épicas.

Sin embargo, aun cuando canta a estos ideales, Melgar sigue siendo dulce, apacible, tranquilo. Él no sabe arrebatar con sus estrofas muchedumbres batalladoras, él no sabe despertar bélicas ansias, él no sabe hacer sentir la grandeza majestuosa de un paisaje de la cordillera nevada ni la lujuriosa exuberancia de la selva virgen. Su poesía, sencilla, suave, doliente, llega mejor al alma del pastor lunático que dice sus tristezas en el silencio sonoroso de las noches claras.

La primera llamarada revolucionaria prendió en el sur. Melgar, se sintió inflamado por el fuego romancesco de los caballeros andantes, que cada día resulta más exótico, más raro, más loco. Se armó paladín de la santa causa. Cambió la musa real, la musa de carne y hueso, la musa amada, por la otra incorpórea y severa de la libertad. La musa dulce y buena por la musa imperiosa y guerrera.

La epopeya del primer ejército patriota, fue cruenta y ruda. Los reveses afligieron unos tras otro a los libertadores. Melgar se dio cuenta del fin inminente y fue a él consciente y valeroso. Tal vez los dolores de su pasión, las inquietudes de su alma superior, lo decidieron más aún al sacrificio.

Y sobrevino la derrota definitiva, completa en los campos de Humachiri el 11 de marzo de 1815. Al siguiente día, en un amanecer nublado y frío, el poeta de los grandes heroísmos, el soldado de los amados ensueños y de las locas quimeras, caía fusilado. Y quién sabe si en la calma augusta de la mañana, cuando el panorama silencioso recobraba su plácida serenidad campesina, el lamento de una quena quejumbrosa sonó como una oración.

Este fue el prócer que hoy recuerda la patria reverente.


3 La Prensa, Lima, 12 de marzo de 1915; EJ, v. 2, págs. 190-192; MT, tomo II, págs. 2359-2361.

Pierre Loti en la guerra4

Si al exquisito novelista de Las desencantadas, al dulce pintor de las cosas orientales, al artista enamorado del poético encanto de las odaliscas, le hubiesen dicho hace unos años que su deber militar le llevaría a batirse contra los otomanos y a regular el tiro de un cañón de su nave contra una ciudad oriental, tal vez se habría sonreído incrédulo o tal vez le habría asaltado la inquietud de que el vaticinio llegase a ser una dolorosa realidad. Pierre Loti, no pensaría que una exigencia del destino pusiese la proa de su buque guerrero hacia la costa serena y aromada del amado país de sus recuerdos. Pero la ironía amarga de la vida nos obsequia hoy también con esta mueca sarcástica. Ayer apenas nos dijo el cable —este cable bendito de las diarias sorpresa— que Pierre Loti estaba al mando de una cañonera y actuaba con ella en el bombardeo de los Dardanelos.

Sabe el lector que este gran Pierre Loti, se llama a la verdad Julien Viaude. Sabe también el lector, que como yo ha saboreado la delicada y sugestiva belleza de sus libros de Oriente y como yo le ha admirado, que este célebre Pierre Loti o, más bien, este semiignorado Julien Viaude es oficial de la marina francesa. En misión de su país o sin ella, ha viajado muchas veces por los países islamistas de la Europa y del Asia y ha permanecido años tras años en su adorado y plácido refugio de Estambul. Y si Julien Viaude es tan solo un oficial de marina que se confunde en la anónima multitud de las playas mayores, Pierre Loti es un mágico novelista de las cosas, de los paisajes y de las almas musulmanes.

Espíritu refinado, sensitivo, armonioso, supo gozar toda la intensa seducción de la vida de Oriente, adoró el misterio de tristeza y de sensualidad de los harenes, amó el encanto infinito de los ojos de las odaliscas, se embriagó en el perfume de gomas terebínticas y experimentó la exquisita voluptuosidad de sentirse musulmán, de creer en Mahoma, de orar en sus mezquitas y soñar en el fabuloso paraíso del Corán.

Estambul le brindaba junto al efluvio acariciador de sus perfumes, a la fantástica policromía de sus galas, al prodigio de armonía de sus paisajes y a la secreta seducción de sus liturgias, una intensa, una adorable vida de recuerdo y de evocación. Pierre Loti se acodaba a la ventana de sus añoranzas y sentíase asomado al panorama dormido de lo pretérito. Este pueblo místico y sensual, estos fastos asiáticos, estos palacios aladinescos, estos tapices suntuosos, le sugerían amables visiones del pasado, y tendían a su vista el cuadro pleno de luz y de color, de poéticas costumbres que la civilización sacrifica, que la civilización ahoga en el vértigo de sus monumentos y de sus especulaciones y la vocinglería de sus automóviles raudos. Sentía el encanto de esta vida oriental en un rincón de Europa, de una raza decadente, como el último refugio del islamismo en el viejo continente en que domina victoriosa la cruz.

Y vistió como los otomanos y vivió como ellos y como ellos pensó. Como ellos dio al amor la mitad de su vida, como ellos gustó el agotamiento del placer y buscó en las caricias cálidas de las mujeres del oriente, la sedante laxitud de sus efluvios.

Tal grande artista, tal virtuoso de las emociones exóticas, tal encantado peregrino, que es también literato cultísimo y un pulcro estilista, sabéis cómo aprisionó sus sensaciones de amor, de voluptuosidad y de misterio, en las páginas de libros admirables. Al artífice de la palabra, al mago del color, se unía el fino psicólogo, el observador sutil que llegó al íntimo santuario de muchas almas y se adentró en la vibrante agitación de intensas pasiones. Y en sus novelas puso toda su devoción por las cosas musulmanas. Parece que en ellas se encontrase ecos de fervientes plegarias bajo la sonoridad abovedada de las mezquitas, rumor de besos y de confesiones en el fondo penumbroso de los harenes, aromas de encendidos pebeteros.

Pierre Loti, dio prueba siempre de su amor por el viejo imperio semicaduco y especialmente por Constantinopla. Cuando la última guerra de los Balcanes, su pluma condenó las atrocidades de los invasores búlgaros que destruían a su paso irrespetuosos e iconoclastas cosas y costumbres que para el novelista eran relicarios de recuerdos. Dijo el crimen que sería destruir Constantinopla, asesinar su encanto y turbar la población de los serrallos.

Es este enamorado del Oriente y de sus fastos, este enamorado de Estambul y sus mansiones, el que hoy combate contra los turcos y pone la puntería de sus cañones contra las para él queridas márgenes del Helesponto. El deber patriótico, ese deber que en Francia sabe inspirar los mayores sacrificios y los mayores heroísmos, lo obliga a esta irónica contradicción. Ese deber ha acallado todos los sentimentalismos.

Yo pienso en las aflicciones que turbarán a Pierre Loti, literato, y que ahogará Julien Viaude, marino. Pienso en este choque de los sentimientos del artista y la convicción sagrada del patriotismo y del deber.

Quizá cuando los fuegos de la marina aliada dominen el paso de los Dardanelos y sus disparos saluden los primeros minaretes de Estambul, Pierre Loti, cumplido ya su deber de patriota, llorará sobre el puente de su nave de combate, la profanación y el desgarramiento del país de sus ensueños.


4 La Prensa, Lima, 20 de marzo de 1915; EJ, v. 2: 198-200; MT, tomo II, págs. 2363-2364.

Causerie sentimental5

Tú, lector inquieto, que recorres ansioso las columnas de los diarios buscando la nota sensacional ávidamente; tú, lector amable, que los lees regalado y sereno como una distracción de sobremesa; tú, lector práctico, a quien solo atraen las noticias en que se refleja la fiebre de las especulaciones diarias; tú, lector despreocupado, para quien esta revisión ritual de la prensa es un frívolo pasatiempo, te detuviste quizá ante el relato de ese doloroso, de ese triste drama pasional que anteayer pusiera en la grotesca y jocunda bufonada de la crónica de policía una trágica nota de guignol.

Y tal vez, tú lector inquieto, tú lector amable, tú lector práctico, tú lector despreocupado, encontraste demasiado vulgar el drama y doblaste la página del diario en busca de otra que dijese algo más interesante, algo más sugestivo, algo que mejor satisficiese tus curiosidades y mejor calmase tu sed de emoción.

Es que día a día, solo suspenden el espíritu, solo cautivan la atención, los hechos, las cosas y los crímenes que están tocados de los refinamientos del siglo y en que laten —¡oh irónica paradoja!— las pulsaciones de la civilización. Madamas Stendhal en cuyos semblantes hay un rictus macabro de sensualidad y de muerte; aventureros rocambolescos en quienes el frac disfraza salpicaduras de sangre; nihilistas neuróticos que urden en la penumbra cómplice de un sótano la fantasía enfermiza de sus rencores y de sus odios. Se diría una sarcástica aristocracia del delito que tiene la extraña virtud de sugestionar a los hombres y de marearlos con el vértigo de los crímenes en que hay voces de automóviles, rumores de sedas, puñales blandidos por manos enguantadas, hálito voluptuoso de vida mundana. Romeo y Julieta se pierden en el olvido y en la lápida triste de su recuerdo, el tiempo difumina los nombres y marchita las siemprevivas.

Por esto, acaso nada te dijo la intensa, la sentida tragedia que se esconde tras el crimen oscuro que han registrado los diarios en sus crónicas de policía y que en medio de su vulgaridad tiene un sello de dulce aristocracia y de romántico exotismo. Ese delito, ese vulgar delito que es de los que aún se repiten aislada y cada vez más lejanamente, me ha dicho cómo todavía se mata y se muere por amor y cómo el amor que es poesía, que es simiente, que es renovación, que es vida, no pierde del todo en momentos de utilitarismo frío su divino ropaje sentimental y sabe despertar en espíritus ingenuos y sencillos, resoluciones heroicas.

La leyenda romántica y caballeresca de edades lontanas tiene un grato, un risueño florecimiento en este pobre suceso callejero. El lirismo de las almas otrora infinito revive fugazmente y es en el yermo desolado de la vida como un lozano brote en tronco añoso y milenario. Y es éste el significado amable que el cronista descubre en el rapto pasional que ha sido una noticia nueva en la información diaria de la prensa y un delito más para el lector ávido y curioso.

Ya sabéis cómo —y esto es quién sabe lo único que os ha conmovido de veras—, los protagonistas del acerbo drama fueron dos adolescentes, dos niños casi. La juventud rimaba en ellos un fragante, un florecido poema de vida y de amor. Miradas acariciadoras, confidencias entrecortadas, besos furtivos, fueron acaso los eslabones en este quebradizo engarce del idilio. Pero se interpuso de pronto entre ellos la primera barrera, el primer tropiezo y poco a poco el destino fue tronchando el idilio, truncando el poema y sembrando en sus espíritus la desesperanza y el desencanto.

Ella fue la primera en rendirse ante la imposición de la suerte. Tal vez la apenó un momento, tal vez abrió en su pecho virgen una temprana lacería, pero débil, inconstante, mujer, olvidó por otro la pena y anestesió la temprana lacería. Y poco a poco, un día tras otro, el amor pasó a ser solo un recuerdo. Otros amoríos le sonreían y ella no supo ser indiferente ante su seducción. Casquivana y locuela, el sentimiento de cariño por su galán de otra época fue esfumándose, fue desapareciendo. Una sonrisa, una coquetería, un melindre, brindados con inconsciencia como recompensa a requiebros y galanteos ajenos, fueron otros tantos crueles golpes para él. Y él le dijo tal vez toda la angustia de sus anhelos, toda la creciente intensidad de su pasión. Ella se quedaría muy pensativa, muy triste y hablaría solo para inferir un nuevo dolor al enamorado. No era culpa suya, seguía queriéndolo, lo querría siempre; pero mejor sería que la olvidase, era vano perseguir un imposible. Las palabras de la muchacha, caerían lacerantes, desgarradoras en el alma del mozo.

La idea del crimen se arraigó en ese cerebro joven, trastornado por el mal de amor. ¡Oh el mal misterioso que en las imaginaciones apasionadas siembra terribles locuras, el mal que enciende en los labios anhelantes la fiebre de los besos, el mal que es como una eterna simiente de dolor y de crimen! El criterio razonador y austero de la ciencia lo define enfermedad, y estudia el proceso complicado del delirante desvarío.

El fin trágico del pobre amorío, fue inevitable. Él quiso arrebatársela al destino, desposar con la muerte las vírgenes purezas de aquel cuerpo núbil y hacerle a su amor el sacrificio de su vida, de su vida que era inútil, que era triste, que era infecunda desde que la soñada quimera huyó.

Lector que me seguiste a través de esta ingenua, de esta plañidera divagación, escrita al margen del drama vulgar y triste, haz la limosna de un recuerdo al truncado idilio, sé un momento romántico, sé un momento sentimental y escribe un epitafio compasivo sobre la tumba de los amantes muertos. Sea un dulce coloquio de elegías el que no lo pudo ser de madrigales...


5 La Prensa, Lima, 9 de abril de 1915; EJ, v. 2, págs. 213-215; MT, tomo II, págs. 2370-2371.

D’annunzio y la guerra6

El inmenso artista, el poeta selecto, el novelista mágico, nos sorprende en este instante con un gesto que por suyo es magnífico. Fueron siempre soberbias y aristocráticas las actitudes de este genial italiano que ha escrito en la suave eufonía de su nombre literario de Gabriel D’Annunzio, la más delicada expresión de su selección artística y de su latinidad. Sacerdotal, majestuoso, las subrayó siempre con ademán de exegeta y en su deseo novador de cenobita, del arte y la belleza revistió siempre sus actos de una serenidad abacial.

El cable de ayer consigna la noticia de esta última actitud que quiero glosar. Dice así: «El novelista Gabriel D’Annunzio, que se halla incorporado a un regimiento de caballería, como reservista, ha pedido al gobierno que lo traslade a la marina, en caso de que estalle la guerra. Dice que cuando la batalla de Lissa, Austria admitió a bordo de la escuadra a un historiador, para que escribiese la derrota de Italia. Ahora él quiere escribir la victoria».

Cuantos han seguido, a través de sus salientes manifestaciones, la vida de D’Annunzio —vida intensa y febril— saben cómo el gran escritor ha hecho del arte la profesión de fe de su vida. Su culto por la armonía, su religión de lo bello, le hicieron abominar de ese nombre duro y prosaico que se descubriera como el suyo propio, y en las liturgias de ese culto y de esa religión inspiró el ritmo de su vida y sus ideales. Detestaría a la manera griega el furor de las pasiones que altera la serenidad de las fisonomías y destruye la euritmia de los movimientos. D’Annunzio tendrá siempre la virtud de esquivar un tropiezo vulgar y de que a ninguno de sus actos falte la elevación y la superioridad que es norma en sus ideales. La vulgaridad repugna a la altísima aristocracia de su genio.

Advertisteis tal vez que por eso, en todas sus obras o en casi todas, puso tal excelsitud de ideas, tal pureza de forma, que deja siempre algo virgen, algo impoluto a la exploración epidérmica de los intelectos mediocres. Para llegar hasta la cumbre de sus ideales, para adentrarse en la urdimbre laberíntica de sus sutilezas, para escuchar la música sagrada que en el jardín de sus ensueños toca en su pífano encantado este fauno nuevo, hace falta una diafanidad que deja llegar hasta el fondo de las almas como una caricia de luz las sensaciones del poeta.

Y así fueron sus gestos. Serenos, reposados, caprichosos o enigmáticos. Los que no los comprendieron hablaron de poseur. De ellos solo puede decirse en justicia y con razón que trasuntaban los anhelos del artista. D’Annunzio quiso solo que respondiesen al ritmo de su vida.

Consagrada con reverente y universal admiración su gloria, D’Annunzio, como todos los grandes espíritus, se ha detenido cautivado ante el inquietante problema de la muerte y ha sentido la tristeza y la esterilidad de esta vida de dolor y de angustia. A su alma de selecto han tocado furtivamente los mismos anhelos que sembraron la desesperanza en las almas de Leopardi y de Manfredo. Y fue así que un día la prensa universal dio la noticia de que D’Annunzio había resuelto suicidarse. Pero suicidarse en una manera original. El gran poeta era dueño de una fórmula para apagar las pulsaciones de su vida, lenta, gradualmente, experimentando la intensa voluptuosidad de sentirse poseído poco a poco por la muerte que llega. Su cuerpo se iría consumiendo, reduciendo, evaporando casi, al influjo de un filtro misterioso como de un sortilegio conjuro cabalístico. Sería un pausado, un extático desposorio con la muerte que iría anestesiando progresivamente los órganos de la vida con la caricia sedante de sus besos. ¿Fue una fantasía morbosa del poeta o una invención a esa misma fantasía? Exquisita voluptuosidad, de todos modos, ésta de irse dando a la muerte lentamente, de ir sintiendo segundo tras segundo su halago extenuante, de ir dispendiando la vida inútil e infecunda pero amada por todos los que tienen un cobarde temor al más allá de hallarse envuelto en el hálito misterioso de lo infinito, de lo enigmático, de lo incognoscible. Sentirnos asomados a la muerte, en plena existencia, cuando aún sentimos los latidos de nuestra carne y nos aturde el torbellino del mundo.

D’Annunzio busca hoy la emoción de la vida de soldado, quiere embriagarse con el olor de la pólvora y la sangre y aturdirse con la orquestación terrible del combate. Y se ha hecho soldado. El cable no lo cuenta en el breve despacho que he transcrito. Pero su inquietud tornadiza y vehemente, ha modificado sus anhelos. Sus ideales de gloria, renacen en esta hora intensa que le devuelve ansias de vida y aletarga el cansancio y el hastío de las jornadas vencidas con la promesa de nuevas sensaciones. La majestad de las luchas navales le seduce y ha pedido que se le incorpore a la marina. Igual que en otras épocas Austria alistó en su flota a un historiador para que escribiese la derrota de Italia, él quiere que Italia le embarque hoy en la suya para escribir la victoria.

El novelista poeta, en quien los sentimientos de latinidad tienen noble arraigo, ha escuchado las pulsaciones de su pueblo y ha sentido sus anhelos de redención. Por eso quiere que la actitud de Italia en este momento responda a la voz clamante de la raza y sume el esfuerzo de la nación del mediodía al que ejercita Francia para abatir el osado imperialismo teutón. Y ofrece su pluma —la misma que apresara en páginas admirables las errantes libélulas de sus ideas— para escribir el triunfo de Italia en los mares.

Quiere ser nauta de su flota. Igual que la de ese divino visionario de Cristóbal Colón, ¿la figura de este hombre genial será a modo de talismán que conduzca por la ruta de la victoria a la armada de Italia?

Acaso, enamorado de la gloria de don Miguel de Cervantes en Lepanto, Gabriel D’Annunzio quiere que en la historia su nombre rubrique la epopeya naval de la Italia de hoy.


6 La Prensa, Lima, 27 de abril de 1915; EJ, v. 2, págs. 232-234; MT, tomo II, págs. 2379-2380.

Mujeres de letras de Italia7

En el elenco de la literatura italiana contemporánea figuran varias mujeres. Y, afortunadamente, para gloria del arte y regalo de la humanidad inteligente esas mujeres son, en su mayoría, artistas auténticas, pur sang, algo no muy frecuente en las mujeres que escriben. La literatura es, como se sabe, uno de los sectores artísticos más asaltados por el diletantismo femenino. El diletantismo masculino no es menos osado y abundante; pero tiene la ventaja de ser mucho menos peligroso. La acción higiénica de las leyes de selección depura de él automáticamente, sin ningún embarazo, el organismo literario. Los hombres no disponen de las seducciones ni de los privilegios de las mujeres para resistir la acción de estas leyes. Mientras tanto el diletantismo femenino se presenta al combate armado de todas las prerrogativas acordadas a la mujer por la tradición, la galantería, etc., etc. Mediocrísimas escritoras igualan en reputación y notoriedad, transitoriamente por lo menos, a escritores selectísimos, por razón de su sexo, que no de sus prosas ni de sus versos. En la literatura francesa tenemos, vecino aún, el caso de Luisa Colet. Una vulgarísima poetisa que conquistó largo renombre no por escribir mal cincuenta volúmenes desabridos sino por conocer bien la alcoba de todos los literatos ilustres que tenían alcoba.

El caso Luisa Colet no es un caso típico y regional de la literatura francesa. Es un caso endémico en casi todos los climas literarios. Pero las diletantes tipo Luisa Colet de aptitudes y características esencialmente galantes, no son tan numerosas como las diletantes de aptitudes y características esencialmente domésticas y caseras. Como las diletantes líricas que toman la literatura como un «adorno» y que piensan con mentalidad de señorita de dieciocho años, que para ella no se necesita capacidad mayor que para el crochet o el pirograbado. A esta segunda angelical jerarquía pertenecen las diletantes del parnaso criollo redimido por solo una que otra verdadera mujer de letras. Por ejemplo aquella a quien están dedicadas estas líneas.

La más interesante de las mujeres de letras de Italia es Ada Negri. Esta Ada Negri es un valor artístico digno de ser tan altamente cotizado como la condesa de Noailles y la Rachilde, las dos más extraordinarias mujeres de letras de la Francia contemporánea.

Ada Negri fue en su juventud maestra de escuela. Una pequeña maestra de escuela elemental. Una «maestrina» de escasa idoneidad pedagógica, que soñaba vagamente, con la mirada en la pizarra gris y con la mano sobre la rizada testa de su «bambino» predilecto. Sus primeros versos fueron pobres y desvaídos de forma; pero brillaba ya en ellos la divina chispa sagrada. De la enseñanza elemental pasó Ada Negri a la poesía. De la poesía pasó al matrimonio. Se casó con un rico industrial lombardo. Pero su matrimonio duró pocos años. El marido de Ada Negri era, probablemente, un perfecto industrial lombardo de alma fenicia, burguesa y adiposa. Dios me libre, sin embargo, de la huachafería de agobiar de atributos prosaicos la figura milanesa de este marido para dar una explicación lírica a la incompatibilidad de caracteres y a la separación subsiguiente. Prefiero creer, simplemente, que Ada Negri y su marido se cansaron de amarse, ya que también el marido de una poetisa tiene el derecho a cansarse de amar a su mujer.

Los libros de Ada Negri son numerosos. Les titulan Fatalitá (1892), Tempeste (1894), Maternitá (1906), Dal profondo (1910), Eliseo (1914), La solitarie (1918), Il libro di Mara (1919). Este último es uno de los que más placen, emocionan y sorprenden.

Una nota biográfica decía hace poco que a Ada Negri puede llamársela gran poeta en vez de gran poetisa. Y, en verdad, Ada Negri merece la distinción. Su poesía ha sido siempre la poesía de una mujer; pero no ha sido la poesía de una poetisa. Parece, pues, más expresivo de su superioridad el título de poeta que el título de poetisa.

Y es que los versos de las poetisas generalmente no son versos de mujer. No se siente en ellos sentimiento de hembra. Las poetisas no hablan como mujeres. Son, en su poesía, seres neutros. Son artistas sin sexo. La poesía de la mujer está dominada por un pudor estúpido. Y carece por esta razón, de humanidad y de fuerza. Mientras el poeta muestra su «yo», la poetisa esconde y mistifica el suyo. Envuelve su alma, su vida, su verdad, en las grotescas túnicas de lo convencional.

En la novela la mujer vale más que en la poesía. Y es que la mujer cuando es objetiva, suele ser natural y atrevida. Cuando es subjetiva, no. Ama la verdad cuando describe las sensaciones ajenas; se avergüenza de ella, cuando describe las sensaciones propias. Las desfigura, las oculta, las calla. No tiene el valor de sentirse artista, de sentirse creadora, de sentirse superior a la época, a la vulgaridad, al medio. Se siente, por el contrario, una mujer dependiente como las demás de su tiempo, de su sociedad y de su educación.

Y, precisamente, es todo lo que hay en ella de mujer lo que una poetisa debía poner en su arte.

Il libro di Mara presenta este aspecto de la personalidad de Ada Negri. Es el libro de la mujer que llora al amante muerto. Pero que lo llora no en versos plañideros, ni en elegías románticas. No. El duelo de esta mujer no es el duelo de siemprevivas, crespones y epitafios. Esta mujer llora la viudez de su corazón, la viudez de su existencia, y la viudez de su cuerpo. El Libro de Mara, al mismo tiempo que un libro de dolor, es un libro de pasión y de voluptuosidad. De una voluptuosidad mística que el dolor espiritualiza. Todo es puro, todo es casto, todo es inmaterial en el lenguaje, en las imágenes, en los ritmos.

Las primeras voces son voces de angustia y de opresión que reclaman al amado muerto. Luego estas voces se apagan. La poetisa no se quejará más. En espera del día en que se abrirán para ella las puertas del misterioso reino donde se unirá con el esposo, vivirá solo para evocarlo, para evocar sus besos, para evocar su amor. Para sentirse como antes, besada por su boca, tocada por sus manos, llamada por su voz y mirada por sus ojos. Para vivir de nuevo los días pasados, en un divino delirio de la fantasía y de los sentidos. Para continuar, poseída, amada, acariciada.

En Il libro di Mara sobresale otro aspecto de la personalidad de Ada Negri: su potencia dramática. Ada Negri, que es una intérprete profunda de la vida, es una intérprete profunda del dolor. Este genio dramático es atributo de la mujer italiana. Pensemos en Eleonora Duse, la trágica ilustre de ayer. Pensemos en María Melato, la trágica ilustre de hoy.

Algunas poesías de Il libro di Mara, llegan a un grado extraordinario de intensidad. Son extrañamente obsesionantes y misteriosas. Quiero copiar aquí una de las más bellas, «Il muro». Y no me atrevo, por supuesto, a traducirla. Hela aquí:

Alto è il muro che fiancheggia la mía strada, e la sua

nudità rettilinea si prolunga ell’infinito.

Lo accende il sole come un rogo enorme,

lo imbianca la Luna come un sepolcro.

Di giorno, di notte, pesante, inflessibile, sento il tuo passo

di là del muro.

So che sei lì, e mi cerchi e mi vuoi, pallido del pallore marmoreo

que avevi l’ultima volta ch’io ti vidi.

So che sei lì: ma porta non trovo o da schiudere, breccia non posso

scavare.

Parallela al tuo passo io cammino, senz’altro udire, senz’altro

seguire che questo solo richiamo:

sperando incontrarti alla fine, guardarti beata nel viso,

svenirti beata sul cuore.

Ma il termine sempre è piu lungi, e in me non v’è

fibra che non sia stanca;

ed il tuo passo di là dal muro si scande a martello sul

battito delle mie arterie.

Esta poesía es admirable, el símbolo posee en todo instante una fuerza maravillosa. Se ve el «muro», ese «muro» que el Sol enciende y «que la Luna emblanquece como un sepulcro» y pegada se ve marchar a una mujer pálida, magra y enlutada. Y se siente los pasos de alguien que marcha también al otro lado. De alguien que está muy cerca y muy lejos a un tiempo. Tan cerca que se perciben sus pasos. Tan lejos que no se puede escuchar su voz, ni ver su rostro espectral. El «muro», esta vez como todas, parece infinito. No se sabe dónde ni en qué momento acabará; pero se sabe que acaba. Se sabe, porque, como dicen los versos de Ada Negri, se oyen los pasos de los que avanzan del otro lado paralelamente a nosotros.

La poesía de Ada Negri ha evolucionado mucho de su primera época a su época actual. A medida que se ha perfeccionado y purificado como forma. Su temperamento ha encontrado expresión cada día más desenvuelta y musical en el verso libre que en el verso clásico. Ada Negri es hoy una de las cultoras más finas de la forma modernista.

Otras dos interesantes mujeres de letras son Grazia Deledda y Amalia Guglielminetti.

Grazia Deledda es novelista. Pero una novelista de alma ricamente poética. Tiene una dulzura muy femenina su visión de la vida. Ha publicado muchos libros de cuentos y novelas, entre otras Colombi e Sparvieri, Canne al vento, La colpe altruit, Marianna Sirca. Sus obras son en total veinte, editadas entre el año 1900 y el año último. Han sido traducidas a diversas lenguas.

Amalia Guglielminetti es una escritora de personalidad más compleja, más moderna, más siglo XX. Refleja la mujer de su tiempo. Entre 1904 y 1919 ha publicado diez libros. Casi todos libros de versos, uno que otro de cuentos y una comedia. Se reprueba la frivolidad que frecuentemente domina en sus páginas; pero esa frivolidad es sugestiva y característicamente femenina.

Además, la Guglielminetti es otra de las poetisas que vierten en versos, sin timidez ni hipocresía, sus sensaciones de mujer. Algunas de sus composiciones serán, sin duda alguna, audaces para las gentes gazmoñas. Me acuerdo de una titulada «Ilattini». En ella evoca una mañana de abril. No sabe si fue en el año en que dejó las monjas de su convento, si fue el año anterior, si fue el año siguiente. Esa mañana, abril se despertó en el alma ligera, ella con su pequeño corazón opreso. La noche los había mecido a abril invierno, a ella niña. Y de esa mañana ella cuenta: «Io aprile ciglia fatta giovinetta, tu apristi y cieli fatto primavera». Y de esa mañana ella agrega: «Ormai ero colei que sa ed aspetta e a qualche avido sguardo sussultavo».

Estas mujeres de letras no son tan conocidas entre nosotros como Carolina Invernizio. Y es natural. Para Carolina Invernizio hay un enorme y permanente público de cocineras en todas partes del mundo. Para Ada Negri no hay ni puede haber, ni aun dentro de las señoritas de «élite», un público igualmente apasionado. Las señoritas de «élite» están, por lo común, muy ocupadas con la lectura de Ricardo León que escribe bonito y de Paul Bourget que escribe en francés. Pero a Ada Negri le basta para ser inmortal que haya en la tierra un alma capaz de comprenderla. Un verso de Valdelomar, uno de los muchos bellos versos de Valdelomar, dice que «para salvarnos del olvido basta que un alma nos comprenda». Y es cierto.


7 El Tiempo, Lima, 12 de octubre de 1920; OC, v. 15, págs. 190-196; MT, tomo I, págs. 808-811.

Los amantes de Venecia8

Sobre el amor de Alfredo de Musset y Jorge Sand se ha escrito muchos libros. Los primeros fueron, naturalmente, uno de Alfredo de Musset y otro de Jorge Sand. Pero ni éstos, por razones obvias, ni los demás que los han seguido, por razones abstrusas, son una historia completa y verídica del famoso amor. El único libro que parece serlo es Los amantes de Venecia de Charles Maurras, que acaba de ser reeditado.

En una estancia de un hotel del Lido, con las ventanas abiertas al panorama de Venecia y a la música de góndolas de la Laguna, he leído esta novísima edición de la obra de Maurras. Ha sido ésta una lectura casual. Pero yo he resuelto imaginármela intencionada. Porque es absolutamente necesario que, en estos días de septiembre, en que Venecia está poblada de gentes que vienen a veranear a la playa del Lido, y que no se preocupan de la historia de la república de los Dux,9 algún peregrino más o menos sentimental se acuerde de los pobres amantes que aquí vivieron los capítulos más intensos de su novela.

El autor de Los amantes de Venecia es el mismo Charles Maurras que dirige L’Action Française, el mismo escritor mancomunado con el insoportable chauvinista León Daudet en la literaria empresa de predicar a los franceses la vuelta a la monarquía. Es, por ende, un tipo a quien habitualmente detesto. Pero esta vez me resulta simpático. Su libro es agradable. Tan agradable que, leyéndole, se olvida uno del editorialista de la absurda L’Action Française.

Los otros biógrafos de Los amantes de Venecia no han sabido ser imparciales. Charles Maurras sabe serlo en su libro. No defiende ni detracta a ninguno de los amantes. Su justicia, al hablar de uno y otro, es tal que los mussetistas lo acusan de admirador de Jorge Sand y los sandistas de partidario de Musset.

8 El Tiempo, Lima, 11 de enero de 1921; OC, v. 7, págs. 68-74; MT, tomo I, págs. 816-818.

9 Príncipe Magistrado Supremo en las repúblicas de Génova y Venecia (N. de OC).

Se indica OC para referir a las Obras completas de Mariategui, Lima, Biblioteca Amauta. (N. del E.)