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Julio Garmendia

Relatos

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-845-7.

ISBN ebook: 978-84-9007-543-2.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

La obra 9

PRIMEROS CUENTOS (1917-1924) 11

Una visita al infierno 13

Historia de mi conversión 18

Opiniones para después de la muerte 24

La tienda de muñecos (1927) 28

Carta preliminar 28

Prólogo 31

La tienda de muñecos 35

El cuento ficticio 39

El alma 43

I 43

II 44

III 45

El cuarto de los duendes 49

Narración de las nubes 52

Capítulo I. De cómo fui lanzado sin consulta a las Nubes en persecución de unas enaguas. 52

Capítulo II. De la Conquista de las Nubes y de la destrucción de un grande y poderoso Imperio por las corrientes de aire. 52

Capítulo III. De cómo por una cuestión de fronteras se desata la guerra en las Nubes. 53

Capítulo IV. De cómo perdí el mayor bien que puede concedernos la Fortuna. 54

Capítulo V. De cómo, al subir por una escalera, abarqué el panorama del vasto mundo vaporoso y, ya sin fortuna, no tuve inconveniente en persuadirme de la vaporosidad de todo en las Nubes. 54

Capítulo VI. De cómo nací otra vez en las Nubes, y de cómo vine nuevamente a la Tierra porque, estando recién nacido, había perdido el uso de la razón. 55

El librero 57

La realidad circundante 60

El difunto 63

La tuna de oro (1951) 69

Manzanita 86

El médico de los muertos 96

Eladia 103

Las dos chelitas 106

La pequeña inmaculada 109

El temblor de medianoche 116

Guachirongo 119

La hoja que no había caído en su otoño 122

El pequeño nazareno 126

La máquina de hacer ¡pu! ¡Pu! ¡Puuu! 128

El señor del martillo 132

La fe 136

Cita nocturna interrumpida 138

Los de a locha 140

La motocicleta selvática 143

El día de San Marginado 151

Una inolvidable fotografía 156

El cucarachero 159

Los regalos de Navidad 164

La romería del consejero Úbeda 167

La empanada 172

La cachucha 174

La mención 176

El conchabado 178

El regreso de Toñito Esparragosa (contado por él mismo) 180

La tienda de muñecos y otros textos 202

Libros a la carta 221

Brevísima presentación

La vida

Julio Garmendia nació cerca del Tocuyo (Estado Lara), 9 de enero de 1898 y murió en Caracas, 8 de julio de 1977. Fue escritor, periodista y diplomático.

En 1909 publicó un pequeño ensayo en el diario El Eco Industrial. Y en 1914 estudió en el Instituto de Comercio de Caracas, y poco tiempo después trabajó como redactor en el Diario El Universal. Por entonces se relacionó con integrantes de la llamada generación del 28.

En 1923 se fue a Europa, y fijó residencia en Roma, luego en París y más tarde en Génova. Allí fue cónsul de Venezuela. Durante su estadía en esta ciudad, publicó su primer libro, La tienda de muñecos, en 1927. La mayoría de los críticos coincide en atribuir a esta obra la inauguración del género fantástico en Venezuela; aunque reconocen que otros autores le preceden. De lo que no hay duda es que el libro transgrede la corriente literaria predominante en el país, que aún se encontraba muy apegada a las formas y temáticas propias del criollismo y el modernismo.

Desde los años cincuenta su obra comenzó a ser revalorizada. A través del cuento fantástico, el cual cultivó en sus dos siguientes colecciones de relatos, La tuna de oro (1951) y La hoja que no había caído en su otoño (1979), reaccionó contra la ficción del modernismo y el criollismo. Garmendia escribió además estudios críticos sobre los temas de su escritura, que fueron reunidos en los volúmenes Opiniones para después de la muerte (1984) y La ventana encantada (1986).

La obra

La obra de Julio Garmendia puede considerarse como una de las primeras manifestaciones que anuncian un cambio en la literatura de Venezuela, a los artistas vanguardistas.

Hasta entonces la literatura venezolana estaba anclada en el drama social; y el indigenismo. Fue necesario que pasara un cierto tiempo para que nuevos preceptos literarios, que tenían como pilares la fantasía y la imaginación, empezaran a ocupar un espacio en la narrativa del país. Julio Garmendia escritor atípico y reacio a pertenecer a ninguna casta literaria, nos legó uno de los estilos más propios y novedosos de la época.

«Sin zarandajas ni floreos retóricos, su prosa es sobria y clara y su verdadero mérito consiste en exponer sus ideas veladas por un manto diáfano, a través del cual vemos chispear la malicia. Ello testimonia que Garmendia concibe con claridad y precisión lo que quiere expresar o sugerir, sin la vaguedad o confusión tan comunes hoy en nuestras letras ... La fantasía de Garmendia denota poseer un íntimo orden lógico que le imprime a su producción cierta unidad intrínseca, la consistencia de una obra engendrada en la perseverante cavilación, no fortuitamente concebida en intermitentes devaneos de fiebre literaria.»

Jesús Semprum

PRIMEROS CUENTOS (1917-1924)

Una visita al infierno

Supone generalmente el vulgo, y aun gente docta y discreta, que para ir al infierno no hay más que ser malo y cometer una larga serie de disparates. Pero esto no pasa de ser una cándida simpleza de nuestra vanidad. Para ir al infierno es preciso tener muy altos merecimientos, poseer muchos títulos y haber hecho grandes cosas. Sin embargo, no creo que sea esto razón para que los tontos y los zánganos se alegren, diciendo: «Si no van para el infierno aquellos que constituyen la admiración y el orgullo de la humanidad, ¿cómo hemos de merecerlo nosotros, que nunca fuimos orgullo ni admiración de nadie? Alabado, por tanto, sea Dios, que puso en nuestros corazones la humildad y la insignificancia, abriéndonos así en la penumbra de la vida el camino de la eterna claridad». Mejor sería que pensárais, pobres almas, y así andaríais menos mohínas, en la hora de vuestra muerte, que si tan grandes cosas hay que obrar para merecerse el infierno, ¡cuánto mayores habrán de ser las que puedan ganarnos el cielo! Cuanto a mí, trabajo me costó franquear la puerta del infierno, y hube de valerme de mil juramentos y argucias para persuadir a los que la guardaban de que yo no aspiraba a permanecer largo tiempo en sus dominios, ni mucho menos a radicarme en ellos.

Tanto celo me causó extrañeza, porque yo venía pensando que las puertas del infierno estaban abiertas para el mundo entero, y más para nosotros los habitantes de la tierra. La aparición de un hombre —pensaba— seguramente será allá un suceso extraordinario, y aun no será tan difícil que me tomen por algún semidios. Y de tal modo arraigada estaba en mí esta creencia, que en diversas ocasiones pugné por revolverme, no conociendo la conducta que en presencia de semidioses observan los diablos.

Vamos —me dije al fin— si tratan de hacerme daño yo les convenceré de que no soy más que un mortal. Y con gran desenfado, aunque ya con malicia por hallarla cerrada, llamé a la puerta. Tardaron bastante en abrirme, y secamente me preguntaron después qué deseaba, lo cual me dio a entender que no me tomaban por semidios alguno, y desde luego me creí excusado de persuadirles de una cosa que parecía ser tan notoria. Peroré entonces largamente para exponerles mis intenciones, que no eran otras —les dije— que conocer aquella bellísima comarca, para combatir luego en la tierra la idea tan falsa que de ella se tenía. No me demostraron la menor gratitud ni me dieron las gracias por tanta bondad, pero inmediatamente el paso quedó libre delante de mí, y entré, muy complacido por mi elocuente discurso, bien que después, reflexionando sobre esta aventura, me vi en la necesidad de confesarme que lo que más me valió semejante permiso no fue precisamente lo bien sino lo mal que hablé, y que en los ojos de los diablos hubiera podido leer muy bien con menos vanidad un pensamiento irónico.

Apenas había dado algunos pasos cuando hallé en mitad de mi camino un sillón grande y negro. Pensé primeramente echarme en él a descansar del viaje, que había sido largo y monótono, pero luego me di a reflexionar si no sería aquello un demonio con apariencia de silla. El más ligero examen, sin embargo, bastó para quedar convencido de que, aun siendo demonio, era sumamente difícil, si no imposible, volverse silla con tanta naturalidad y circunspección. Caso que en realidad fuese un demonio, y me sintiese sentado en su lomo —pensé—, mi error, lejos de enojarle, seguramente le halagaría, y se pondría muy orgulloso pensando hacer muy bien su papel de silla. Con este razonamiento volvió la calma a mi espíritu y a poco, sin saber cómo, dormía ya profundamente en la silla.

No sé cuánto tiempo duró este sueño, mas lo cierto es que de pronto experimenté una violenta sacudida y, despertándome, quedé otra vez como adormecido y lelo ante la vista de la tremenda realidad... ¿Cómo medir la magnitud de mi desgracia? ¿A qué cosa compararla? ¡Ah! ¡Tan solo con la misma rapidez con que, durante mi sueño, había echado a andar aquella maldita silla en que me hallaba, y que ahora, a cada segundo que pasaba, parecía ir adquiriendo mayor velocidad! ¡Terrible era ciertamente el trance! ¿Qué hacer? Indignarme contra la silla por su estupenda hipocresía y aparente mansedumbre, fuera pasatiempo o cosa infernal su movimiento, era harto peligroso y difícil. ¿Y cómo, por otra parte, sentado en ella en tan pacífica actitud, manifestarle convenientemente mi enojo y mi indignación? Pensándolo mejor, resolví más bien dirigirle a la silla algunas palabras amistosas, y le dije con voz insinuante y suave.

—Señor, ¿por qué se da usted tanta prisa? Mas entonces —¡oh, infinita misericordia de Dios!— oí totalmente embargado por la emoción, la salutífera voz de un demonio que también venía sentado en la silla y en quien no reparé yo hasta aquel momento.

—Caballero —murmuraba dulcemente a mi lado aquella voz del cielo— usted se equivoca, no llevamos mayor prisa.

—Pero, ¿en qué vamos, diga usted; qué es esto? Guardó silencio el diablo, y su silencio me pareció una eternidad, al cabo del cual dijo, cambiando su asombro en sonrisa:

—¿Conque no sabe usted qué es esto?

—¡Dígalo usted pronto, por favor! —clamé yo con voz compungida. Y el diablo soltando una estridente carcajada, exclamó:

—No se preocupe usted, buen hombre. ¡Es el ascensor! Sus elocuentes palabras desvanecieron como por ensalmo mi espanto. Y aquel diablillo tan amable me hizo incontinenti una revelación extraordinaria. ¡Tan alto grado de civilización había alcanzado, que el infierno había venido a ser de varios pisos, rascacielos, conviniendo muchos gramáticos infernales en pluralizar su nombre! En aquel momento una gran claridad lo invadió todo y yo, cerrando y abriendo tontamente los ojos, sentí ponérseme de punta los cabellos al ver por primera vez la antiquísima y célebre luz de los infiernos.

Pero el diablo, siempre solícito, acudió en mi socorro.

—Es la luz eléctrica —me dijo—. Y añadió, procurando disimular mi aturdimiento.

—Vengo de mi trabajo. Un gran bazar donde encontrará usted todo.

¿Necesita usted algo? ¿Es usted viajante de comercio?

—No, señor.

—¿Qué opinión tiene usted del infierno?

—¡Es admirable!

—¡Oh! No tanto; exagera usted. ¿Cómo es la tierra? ¿Moderna y cosmopolita como el infierno?

—¿Cosmopolita el infierno? Dispense usted caballero, pero más bien sospecho que no se mira aquí con cariño a los extranjeros; se nos dificulta mucho la entrada.

—¡Oh! no, de ningún modo, se equivoca usted. Aquellas gentes que vengan a radicarse aquí, sí habrán de ser, ciertamente por muchos títulos, acreedoras al derecho de residencia en el infierno; pero las puertas de éste estarán siempre abiertas de par en par, sin ningún requisito para aquéllas como usted, que vienen de tránsito no más, de paseo o en asuntos de negocios.

—La verdad, caballero, trabajo me costó franquear la puerta y tuve que valerme de mi bastón para llamar y hacerme oír.

—¡No diga usted eso, por favor! —exclamó el diablo impaciente—. ¡No lo repita usted, caballero! ¡Estropear su lindo bastón! ¡Qué tontería! Ja... Ja... Ja... ¡Pero si no tocó usted el timbre!...

Esta maligna carcajada del diablo hirió como un pinchazo mi sensibilidad y me hizo experimentar cierto disgusto contra aquel que hasta entonces había sido tan indulgente conmigo.

Hoy en día, sin embargo, juzgando los hechos al través del tiempo y la distancia, comprendo que solo motivos de reconocimiento puedo tener para con tan excelente sujeto, porque aun esta misma carcajada que en el momento me hirió, luego, despertando mi malicia, me sirvió para no cometer más yerros durante mi excursión por los infiernos ni caer más en aquellas lamentables equivocaciones que hasta entonces sufrí. Y esto de tal manera, que aquí creo poder muy bien poner término a la relación de mi aventura. Pero no será sin antes añadir dos palabras para descargar mi conciencia del juramento que hice a las puertas del infierno de combatir en la tierra la falsísima idea que de él y sus habitantes tenemos. El infierno no es esa horrible comarca fantástica, de cromo, que llevamos en nuestra imaginación desde niños. Es, por el contrario, uno de los puntos más avanzados del universo entero, y aun podríamos considerarlo, en cierto modo, como colocado a la cabeza de la civilización del mundo. No es cierto que reine allí hostilidad ni prevención contra los hombres. Los diablos son gente normal, inteligente y sin «pose» alguna. Tanto me impresionaron la sencillez de sus costumbres y lo amable y correcto de sus procederes, que ahora, cuando tiene por casualidad algún amigo la complacencia de llamarme pobre diablo, un elevado y puro sentimiento de gratitud viene a llenar mi corazón, sin que ningún medio me parezca suficiente a demostrárselo. Y, además, puesto de rodillas delante del cura, persona fidedigna y verídica, escucho con toda la reverencia del caso el pronóstico feliz de que a mi muerte habré de bajar derechamente a los infiernos, sin ser detenido en parte alguna.

En cuanto al descrédito a todas luces absurdo en que desgraciadamente ha caído el infierno entre nosotros, nada definitivo en realidad puedo decir. ¿Quién estaría en condiciones de explicar sus orígenes con toda exactitud? Sin embargo, en vista de que los más sabios historiadores y los más profundos eruditos se han declarado incompetentes en la resolución de este problema, y de que, por consiguiente, no parecen ser dichos orígenes material para eruditos ni historiadores ni asunto para sabios, yo, que no soy autor de historia, libro ni cuento alguno, después de haberme hundido en profundas reflexiones, perdiendo por completo la noción de lo real, he supuesto que la mala fama de que el infierno goza en la tierra es únicamente debida a la ojeriza y mala voluntad de algún inicuo mortal de los tiempos primitivos. Éste, no pudiendo alcanzar el infierno con sus escasos méritos, seguramente juró tomar venganza de él, levantándole un falso testimonio, y propaló enseguida todos los horrores y tonterías que aún hoy corren entre nosotros como monedas de ley.

Historia de mi conversión

Realizado felizmente el primer ideal de mi vida, que fue trabar conocimiento y amistad con el Demonio, y cumplidas y colmadas todas mis esperanzas juveniles a este propósito, según se cuenta en mi Visita al Infierno, ninguna otra aspiración señoreó mi alma con tanta violencia como la santa aspiración de una visita al Paraíso, la cual debía purificar mi fe, librarme de nuevas sugestiones del Demonio y darme fuerzas y valor para volver a la tierra enmendado y en ella darme a obras de misericordia, en espera de la muerte y la bienaventuranza eterna. Esta loable ambición fue día a día cobrando vigor, hasta hacérseme casi irresistible el deseo de abandonar resueltamente, como Francisco de Asís, todas aquellas cosas terrenas que por entonces llenaban mi vida; a lo cual, sin duda alguna, hubiera accedido desde el primer instante que nació en mí aquel celeste sentimiento, si otra voz del exterior no se hubiera opuesto poderosamente al reclamo de la voz de mi conciencia, para que no cumpliera lo que ésta me mandaba. Me refiero a la voz de mi mujer, que ni esperaba ni perdía ocasión de aconsejarme la pacífica permanencia en la tierra, a su lado y al de nuestros hijos. No conoció este obstáculo el buen San Francisco, y por eso, cuando más tarde quiso buscar lo opuesto y contrario a la hermana agua y a la hermana oveja, no se le vino a la mente más que el recuerdo del lobo.

Durante mucho tiempo, pues, logró sujetarme todavía esta voz mundana, apartándome del camino del Reino Celestial, hasta que un día memorable en los anales de mi vida, dándole a mi mujer un violento puntapié, resolví aprovechar este afortunado rasgo de mi ingenio y emprender bajo tan buenos y prósperos auspicios mi peregrinación a los Reinos de la Gloria. Por este medio inesperado vino la realización de mis deseos y me vinieron así mismo muchos y muy saludables pensamientos, a tal punto que poco tiempo después del incidente de mi partida, mientras andaba en la distancia que media entre la tierra y el cielo, pude remontarme al alto grado de serenidad que denotan estas reflexiones: «Mi desgraciada mujer —pensaba— me cerró largo tiempo con sus brazos el camino de la santidad. Pero ahora mi deber es perdonar su malicia o su torpeza y hasta bendecirla, porque cuanto más ella se hubiese obstinado en cerrarme el paso y más de su parte hubiera puesto para mantenerme en la sombra, tanto más valeroso fui, sin duda, en este trance y tanta será más grande la corona de mis merecimientos, cuando mi alma, santificada y libre de la carne mortal, se levante por segunda vez al Paraíso, pura y sutil entonces como ahora enterrada y apenas viva dentro de esta envoltura».

Tampoco dejaron por eso tristes y bajas ideas de venir a acordarme a trechos lo humano de mi condición, poniendo en duda el éxito final de aquella santa empresa que no era otra que la santificación de mi alma. Las alejaba yo cada vez diciéndome que cuantas más dudas venciera y mientras más, en vida, quebrantara escollos y obstáculos, tanto, a mi muerte, habría de ser mayor y más hermosa la corona de mis merecimientos; pero tantas veces, en mis dudas, me confortó y animó a vencerlas la esperanza de esta corona, que luego me puso a cavilar también lo crecida y desproporcionada que estaría con tantos y tan seguidos aditamentos y soldaduras; a tal extremo que supuse que llegaría al cabo a no venirme bien en la cabeza y habría de verme en el caso de llevarla en la mano, con mucha mengua de mi gloria; sospechas que vinieron a llenarme de tristeza y amargura el corazón. Pero este mal tuvo también su remedio y presto llegó el consuelo adecuado al pesar, y así me dije que de muy diversos medios podía valerse Dios, Nuestro Señor, para lograr sus fines y dar cumplimiento a sus designios, y que no sería pues, cosa extraña que mis recientes y no esperados merecimientos no se tradujesen en anchura y agrandamiento de mi corona, sino más bien en artísticas y valiosas incrustaciones que realzarían infinitamente mi gloria y atraerían sobre mí las miradas de los santos, los ángeles y las vírgenes.

Embargábanme estos consoladores pensamientos cuando, en un recodo del camino, a la puerta de un palacio, vi un anciano de aspecto venerable y luengas barbas.

—Podríais decirme —le dije— ¡oh anciano!, ¿cuándo llegaré al cielo por este sendero? Hacia allá me encamino venciendo mil tropiezos y por él he dejado mi hogar en desamparo, no porque pretenda merecer en cuerpo y alma la Gloria de los bienaventurados, sino, antes bien, porque quiero fortalecer mi poca fe con el espectáculo de semejante maravilla y cobrar nueva energía para ganar mi salvación.

—¡Ah! —exclamó el anciano—. Muy cerca del Señor os encontráis ¡oh hijo mío!, pero al Paraíso no pueden penetrar más que las almas purgadas de toda culpa y miseria y no los mortales como vos, por más santos que pudieran ser sus propósitos. De no ser eso así, tendría yo mucho gusto en conduciros a la presencia del Señor; pues sabed que estáis hablando con Pedro, el Apóstol, que aquí, como de ordinario, guardo la Puerta del Cielo.

A estas palabras, lleno de estupor y con lágrimas de emoción, me postré a los pies del venerable anciano y le besé devotamente las sandalias.

—¡Alabado y ensalzado sed por los siglos de los siglos! —clamé— ¡Oh, vos, que poseéis la llave del Paraíso y que a vuestro paso por la tierra dejasteis bautizada con vuestro nombre a aquella que a todos, aunque indignos, nos acoge en su seno y nos salva y recoge en los naufragios del mundo: la sacratísima barca de San Pedro! San Pedro me invitó a levantarme y exclamó:

—Cuán cierto es, hijo mío, que soy yo quien cuidadosamente guarda la llave del Paraíso. En cuanto a lo que apellidáis mi barca, cuidado no os haga ello incurrir en error o confusión, porque no es más que una feliz metáfora de que se valen muchos cuando quieren referirse cariñosamente a la Iglesia del Señor; y la ambigüedad en apariencia más insignificante y mínima sobre este particular daría margen a lamentables errores y graves confusiones que menoscabarían notablemente mi honra y oscurecerían, en la mía, la gloria del Señor.

—Dispensadme ¡oh Apóstol! —le contesté— pero tengo para mí que es infinita la Gloria del Señor, y la vuestra muy grande, para que logre empañarlas el error ni el engaño y las metáforas oscurecerlas.

Estas sencillas palabras asombraron profundamente a San Pedro, quien me interrogó acerca de mi origen, procedencia y condiciones de vida en la tierra. Yo accedí gustoso a sus deseos y le describí minuciosamente mi vida, haciéndole notar que toda ella había transcurrido hasta entonces en medio de la paz del hogar, a lo que él respondió:

—Solamente así puedo tener la clave de vuestra gran fe; porque la vida entre la familia y en el seno del matrimonio es propia para conservar puras las almas y evitar su eterna perdición.

—Me confundís ¡oh Apóstol! —repuse— pues nunca creí tener una fe en Dios, Nuestro Señor, tan grande y meritoria como vos decís benévolamente; antes por el contrario, me juzgo indigno siervo suyo y tardío y mezquino adorador de su Gloria.

—¡Ah, hijo mío! —suspiró San Pedro— es que ahora, en la tierra, son contados aquellos que buscan, como vos, las huellas del Señor; y así esta Puerta, que en pasados y mejores tiempos vio pasar un largo cortejo de almas gloriosas, ¡ahora permanece constantemente triste y desolada! Quise consolar a San Pedro del pesar que mostraba en aquellos momentos y le pregunté con acento cariñoso, por qué, ya que nada tenía que hacer allí, no se alejaba para siempre de aquella Puerta que le mantenía vivo el recuerdo de los tiempos pasados. Pero mi pregunta cayó sobre otro gran dolor del Santo:

—¡Dolorosa pregunta la vuestra! —exclamó—. ¡Y cuánto diera por no haberla escuchado! Pero sin duda el Demonio la puso en vuestros labios; y ya que así lo queréis, sabed, pues, que mi oficio ha cambiado en los últimos tiempos, y no consiste ya, como solía, en conceder o negar el acceso al Reino Celestial, sino en impedirles la salida a los hijos ingratos del Señor que quieren abandonarle en su Reino. Y no penséis que sea fácil empresa el contenerlos; tened en cuenta, antes bien, que hay entre ellos sabios e ilustres letrados de todos los tiempos; reyes, guerreros y emperadores de todas las naciones, monjes y religiosos de todas las órdenes y vírgenes y santas milenarias, los cuales no todos válense de las mismas armas para tentarme, seducirme o hacerme fuerza, sino que cada cual tiene las suyas, y las vírgenes, por ejemplo, esgrimen otras que los monjes y los guerreros...

El Apóstol San Pedro lanzó un profundo suspiro.

—Sin embargo —añadió luego— no vayáis a creer que sean tan inicuos todos los hijos del Señor: entre los santos varones, son millones y se cuentan por ejércitos los que permanecen fieles a los divinos mandatos; y entre las vírgenes, sabido es que hay vírgenes prudentes y vírgenes locas.

Las dolorosas palabras del Apóstol produjeron en mi espíritu una profunda impresión y abrieron en él un ancho surco de piedad, donde no ha dejado de crecer y desarrollarse desde entonces la buena simiente del amor a Dios. Ellas derritieron los últimos hielos de mi indiferencia y mis postreras dudas. Por eso, al escribir estas líneas que relatan el hecho culminante de mi vida, no he vacilado en titularlas Historia de mi conversión, por más que yo nunca figuré entre los infieles, ni jamás fui verdaderamente impío ni descreído. Pero únicamente quiero dar a entender con esto que desde aquel instante empecé a caminar con paso firme y seguro por la verdadera senda de la luz y la eterna verdad. Y menos tendré escrúpulos de precisión literaria para poner esta palabra conversión en el mote de este relato, si añado, como paso a hacerlo, la última parte de la conversación que sostuve con el Apóstol San Pedro, en la cual me exhorta él a consagrar mi vida al servicio del Señor, a lo que yo accedí gustoso, y me da algunas instrucciones necesarias a este propósito.

—Hijo mío —me dijo—: Juradme ser en lo venidero soldado de la causa del Señor y regresad inmediatamente a la tierra a cumplir vuestra promesa, con la seguridad de que, desde aquí, Él guiará sabiamente vuestros pasos e iluminará vuestros pensamientos.

Lleno de unción cristiana, prometí regresar apresuradamente a la tierra y consagrar allí mis humildes esfuerzos, durante el resto de mis días, a la mayor difusión y esplendor de la Religión de Cristo.

Entonces el Apóstol, viendo mi gran fe y el milagro de enardecimiento que habían obrado en mí sus palabras, prosiguió de este modo:

—En cuanto al mejor medio, hijo mío, y el más grato a los ojos del Señor para cumplir debidamente vuestra promesa, os diré algunas palabras invalorables para vuestro gobierno y aprovechamiento espiritual en la tierra. Así, sabed que Él siente marcada inclinación por las gentes que conocen la vida y saben del valor de la tranquilidad y el eterno reposo: la experiencia, por lo que os tengo dicho, ha mostrado no ser deseable en la eternidad la presencia de jóvenes que conservan, virgen todavía, el maligno germen de la curiosidad. Por esto son tan recomendables los monasterios y los conventos, porque los que en ellos pasan su vida son por lo general gentes expertas que en sus celdas y en sus cavas arrastran con frecuencia todas las consecuencias de los placeres y prueban diariamente el dolor de los excesos. Pues habéis de saber que los placeres fueron instituidos para que los hombres ganasen, por medio de sus desastrosas consecuencias, el Reino Celestial. Pero, a la vez, como no están ellos al alcance de todos los vivientes ni pueden todos proporcionárselos con la debida abundancia ni la frecuencia requerida para que llenen su objeto, la divina providencia ha decretado las penas y los dolores que naturalmente se sufren en la vida, los cuales no tienen su origen en placer o exceso alguno sino que son anejos y propios a la misma existencia y en ella tienen su raíz.

Son ellos, entre otros —concluyó diciendo el Apóstol—, los reveses de la fortuna, las vicisitudes de la vida, las inclemencias del cielo, las guerras, plagas, pestes y epidemias, los embates del mundo y los elementos desencadenados.

Estas fueron las sublimes palabras del Apóstol San Pedro, con las cuales quiero cerrar mi relato, porque después de este grande acontecimiento a nada más puedo atribuirle importancia en la vida. Solamente añadiré que el Apóstol mismo, como acostumbran los magnates, se dignó ponerle término a nuestra plática. Después recibí su bendición, plena el alma de gracia y de fe, y según su mandato, regresé inmediatamente a la tierra, donde he escrito estas líneas.

Opiniones para después de la muerte

Ella, de quien hablan los poetas en tantas páginas memorables, me llevará a los reinos desconocidos, cuyo nombre ignoro. Entonces me acecharán muchos espíritus curiosos de inquirir cuanto hice en la tierra. Abrigarán la secreta esperanza de escuchar el relato de asombrosas aventuras y acontecimientos inauditos y sintiéndose defraudados me tomarán por un imbécil o un impostor... Suponen, indudablemente, que en nuestro mundo suceden cosas tan extraordinarias como las que atribuimos nosotros a su mundo invisible.

Largas horas he invertido en la resolución de este problema. En la florida juventud, hoy tan lejana, estudié con un entusiasmo sin límites, a fin de realizar algo notable en la tierra y acopiar hechos y anécdotas ilustres. Si algo soy y si algo he aprendido, a este período de afán lo debo enteramente. Porque más tarde, habiendo caído enfermo, resolví que achacaría mi insignificancia y oscuridad en este mundo a mis enfermedades, cuya curación, muy laboriosa, me causó la muerte. También deseché esta excusa. En la suposición de que desaparecería aún en plena juventud, opté por atribuirlo todo a lo imprevisto de mi muerte: solución que a la vez quedó relegada al olvido en la edad madura, porque los años continuaban pasando y comprendí que Dios no tenía precipitación en llamarme a su lado.

Al cabo, no la razón, sino un sueño, me ha dado a conocer el secreto del futuro bienestar de mi alma. Fue una noche reciente. Caminaba por una pradera cubierta de asfodelos y me dirigía a un país muy distante. De pronto recordé que había muerto hacía ya mucho tiempo... Me asediaba el terrible coro de los espíritus curiosos, pero yo contestaba a sus preguntas fingiendo menosprecio por la existencia terrenal. Ellos —pobres espíritus inexpertos— se juntaban en corrillos a interrogarme ansiosamente, y yo les decía con suficiencia indescriptible: «La tierra... Viví allí hasta mi muerte. Alcancé el ápice de la felicidad mundana porque no tuve a mi cuidado propiedades numerosas que me robaran la despreocupación. Nunca, sin embargo, logré comprender el objeto que se propuso Dios al enviarme a la tierra, y es muy probable que no se haya propuesto ninguno. El traje de los seres terrestres es en extremo incómodo; aunque el vulgo le da el nombre de «cuerpo», los místicos jamás dejan de llamarlo despreciativamente la «carnal envoltura». Se fabrica esta envoltura con un material llamado «carne» que, según refiere la tradición, proviene del barro, de donde fue extraído por las propias manos del Creador. Pronto los hombres aprendieron también su industria, y ésta vino a ser una de las más florecientes de la tierra.

«La realidad terrestre, en suma, almas mías, es muy diferente de lo que suponéis vosotras en el seno de la sobrenatural ignorancia que os adorna. Considerad que uno de los mayores atractivos que existen en la tierra es el trabajo. Como vosotras no sabéis qué es el trabajo, os diré que es un monstruo abominable. Durante siglos se ha enseñado allá que el hombre nace predestinado para él.

«También yo participé de tan erróneas teorías cuando estuve en la tierra, pero os aseguro que solamente lo hice por conveniencia, por mera fórmula, y que nunca descendí hasta el vicioso extremo de llevarlas a la práctica. Si alguna vez lo hice, fue contrariando mis íntimas convicciones.

«De acuerdo con las observaciones que comienzo a hacer en este otro mundo, me tomo la libertad de opinar justamente lo contrario de lo que allá se cree, esto es, que el objeto de la aparición del hombre sobre la tierra no consiste en el trabajo, que nada produce capaz de traerse consigo a este lado del mundo y susceptible de valor e importancia hasta más acá de la muerte. Dada la brevedad de la existencia humana, es lógico creer que se nos envía allí a descansar. Enseguida llega el término fijado para morir y es entonces, a raíz de este suceso, cuando empieza vuestra verdadera obligación de trabajar. Os excito, almas mías, a no titubear un instante ese día ni oponer resistencia alguna al cumplimiento del supremo llamado. Partid inmediatamente, aunque os halléis postrados en cama, gravemente enfermos, aunque abandonéis a la ruina todos vuestros asuntos, aunque seáis el sostén de la familia y la dejéis en la miseria. «Como se ve, solo concibo el descanso mientras dura la brevedad de la existencia humana y acepto que se nos obligue a laborar activamente después de muertos. Entonces comenzaremos el trabajo con tareas tan repugnantes como la descomposición física...

«En épocas normales se muere en la tierra con calculada regularidad. Las estadísticas demográficas, que acusan el promedio de las defunciones, comprueban suficientemente este hecho. Pero también suelen ocurrir mortandades extraordinarias. Como he dicho, se nos llama metódicamente a unos después de otros para que ejecutemos los trabajos ultraterrenales, que son los únicos que estamos en el deber de ejecutar. De resto no debemos ejecutar nada. Pero sucede a veces que el número de defunciones que se producen ordinariamente en la tierra no es suficiente para cubrir el total de las bajas, vacantes, licenciamientos, desapariciones y deserciones que sobrevienen en las filas de trabajadores ultramundanales. Es ese el momento en que se desencadenan, en un lugar cualquiera del globo terráqueo, esas guerras inexplicables en que fallecen tantos desgraciados y que no son, en suma, sino el resultado de la escasez de brazos en el otro mundo. Son supercherías establecidas por lo Alto para enganchar violentamente gran número de obreros. El Supremo Dispensador de las guerras las reviste de pretextos y apariencias agradables a los ojos de los hombres. Concibe a este respecto expedientes portentosos para atribuirlas a causas humanas, capaces de enardecer a los mortales y excitar su entusiasmo. Hacen ostentación de una inventiva que quisieran para sí muchos autores de novelas fantásticas. Producen invenciones que sirven para una sola guerra; pero otras, obras maestras verdaderamente geniales y reveladoras de un vasto conocimiento de la psicología humana, perduran incólumes sin perder la maravillosa virtud de inducir a los hombres a matarse durante generaciones sucesivas. Alcanzan asombrosa elasticidad y admiten infinidad de interpretaciones diferentes, de acuerdo con el espíritu de las épocas. Tales son, entre otras admirables creaciones, la razón de Estado, las aspiraciones imperialistas, la necesidad de procurarse un “puesto bajo el Sol”, la “Marsellesa” y el “Deutschland über alles”, la Alsacia y la Lorena, Tacna y Arica, etc., etc. Esto en lo que se refiere a los tiempos modernos. Antiguamente hubo otras que alcanzaron una longevidad muy vecina de la inmortalidad.

«La duración e intensidad de una guerra está matemáticamente calculada en razón directa del número de muertos que se desea adquirir. A este fin se sitúan ellas en países más o menos densos de población y más o menos inflamables. Una guerra en Inglaterra, por ejemplo, no producirá nunca el mismo rendimiento que en Francia o en Italia, porque los franceses y los italianos se hacen matar más fácilmente que los ingleses...».

Libre de la carnal envoltura, la elocuencia fluía de mi espíritu con una facilidad incomparable. Los espíritus estaban evidentemente pasmados, y si no abrían la boca, era sin duda, porque no la tenían. En tales condiciones proponíame continuar indefinidamente el desarrollo de mi tesis, cuando advertí con profundo sobresalto la aparición del espíritu de un erudito a quien había conocido antes en la tierra.

Recordando que la misión de los eruditos consiste en destruir todas las hermosas leyendas, temblé por la suerte que correría mi fábula en su presencia. Sentí un pavor indescriptible. Se detuvo el sueño, próximo a romperse y desperté inmediatamente en la Tierra, donde he escrito este Sueño.1


1 Demás está añadir que no soy responsable ni mucho menos puedo hacerme solidario de las opiniones emitidas en el transcurso de un sueño tan profundo.

La tienda de muñecos (1927)

Al doctor Antonio Álamo en testimonio de reconocimiento dedico estas páginas.

Julio Garmendia París, 1927

Carta preliminar

Querido Garmendia:

Refiere usted las aventuras de alguien que por socorrer unas enaguas que se iban a los aires, se fue naturalmente a las nubes, en donde, acurrucado en el vientre de una de ellas, se le disiparon la persona y los años vividos hasta que la brisa lo devolvió, recién nacido, a la tierra. Luego presenta usted al personaje del «Cuento inverosímil» que reivindica su indiscutible preeminencia respecto de los héroes de historias verosímiles y ordinarias. Emplea usted una noche entre nuestros amigos los duendes y, a poco, tienta usted al Diablo y logra hacer, a costa de él, un viaje de ida y vuelta hasta las puertas del cielo. Enseguida tiene el espíritu suyo que mudarse de su propio cuerpo, porque lo desaloja su doble, su «otro yo», y de toda esta gente ficticia pasa usted, sin duda reencarnado, a la gente facticia agolpada en una «Tienda de Muñecos».

Al volver la última página se pregunta uno si no es usted, mi querido Garmendia, el personaje del más inverosímil de los cuentos. Sucede que entre lo que tenemos de distintivo los venezolanos está el hábito de ahogar en zumba lo serio o lo tedioso. Si en París todo concluye o concluía en canción, allá todo remata en chiste o epigrama. Cultivamos sin descanso el arte sutil de embromarnos; pero, a no ser en prosa o verso festivos y fáciles, o entre dardos y aguijones nada áticos de polémica, historia y crítica «rotativas» ¿quién oyó nunca revolar la abeja en nuestras letras? Y ahora la sonrisa de usted viene a romper aquella flagrante y pertinaz contradicción entre lo que se escribe y lo que se habla en Venezuela, entre lo campanudo de aquello y lo chispeante y retozón de esto.

No cabe en esta carta la averiguación del origen de tanta solemnidad y compostura, real o convencional, en lo escrito. Sobran motivos, sin duda, y no es ocioso buscarlos, para que la sonrisa se haya mantenido inédita entre nosotros, hasta cuando fue caso de reír el de que adaptáramos al modo clásico el tono romántico y otros más recientes tonos literarios. No es difícil explicar por qué la risa y familiaridad que han llegado al teatro, a la novela y al periódico han sido, aparte las obligadas confirmaciones de la regla, callejeras, desaforadas o desapacibles.

El diputado que al grito de «muramos como romanos» del 24 de enero, contestó: «Yo soy del Guárico», fijó en nuestros anales parlamentarios el hondo sentido de aquel hábito zumbón y jaranero que, lejos de denotar superficialidad, o de ser siempre trivial o maligno, expresa aquel sano desenfado optimista que le deja al Tiempo el cuidado de remediar lo remediable, y le pide al segundo que pasa una canción de salud y de esperanza. Esta disposición crítica que, sin excluir el acto necesario, mide serenamente el esfuerzo requerido, y ni teme que toda ráfaga de tormenta hunda el barco, ni cree que todo indicio de costa en lontananza es puerto de gracia, viene a ser una valiosa reserva de buen sentido y aun de conciencia colectiva.

Con esta sensibilísima flema tropical nos lleva usted en amable viaje por el tan olvidado, viejo y siempre nuevo país de lo Azul, donde todo nos comprueba la engañosa fantasmagoría de lo real y la generosa realidad de lo ilusorio y fantástico. Es al doblar la última página cuando vuelve uno a sentirse en el cautiverio de Realilandia, en la perpetua Tienda de Muñecos, o de títeres, que es la Vida desde antes de que el primer Adán tuviera andanzas con la primera Eva; tienda en la cual cada ser animado goza precisamente del mismo ilimitado albedrío de la buena dama que, al acabar de escribirle al primo Basilio regañándolo por haber osado darle cita galante, sale derechamente a acudir a la cita pecaminosa, llevada por la misma fuerza «que mueve al Sol y las demás estrellas».

Y burla burlando recuerda usted que no hay otro refugio contra el tropel del inevitable muñequismo, sino las nubes; ni más prometedora ciencia que la que, mientras se cumplen lentas y sabias evoluciones reales, nos enseña a ver en lo Azul, destacarse de la rolliza y mofletuda Aldonza, olorosa a ajos, la lírica Dulcinea, sabrosa a ambrosía.

Siempre fue útil, pero rara vez tanto como hoy, decirles sonriendo a los que abominan de la fantasía porque esteriliza, dicen, la acción o le resta fuerzas, que las nubes sirven para algo más que regar sementeras: que de una radiante niebla original viene cuanto se palpa y existe, y de las nubes vino, recién nacida, la Fábula con el regalo de sus mitos, y pobló de divinidades cielos y tierra: que hijos de la Fábula son todos los personajes surgidos de la mente del hombre asilado en las nubes, y que, divinos o no, son ellos los que, hechos idea o símbolo, han modelado y moldean civilizaciones; los que guían razas y pueblos y los sobreviven; flotan, ellos no más, sobre las edades y son el alma de la especie.

Los muñecos olvidan que el acto esencial es la Idea y, después de 1914, sopla en la Tienda, por el mundo todo, un vendaval de aquella impertinencia y fachenda, ahora llamada esnobismo, que barre a granel la escoria moral y mental de los autómatas hacia la región de la crónica menuda y mundana, hacia los lindes del escándalo o del presidio. Vaga, ciega, fatalmente, a lo que aspiran sin presentirlo los engreídos, es a pasar por personajes de cuento inverosímil, a poder conversar amigablemente con un Diablo asequible, de buena pasta, y a aprender a librarse, o a condolerse, o a reírse de ellos mismos.

Como el mecanismo de unos muñecos es más complicado que el de otros y el de los impertinentes es demasiado simple para permitirles lanzarse escoteros por los aires, ni crear diablos que no tengan la misma contextura satánica de ellos, hay que dejarlos en sus nubes de cartón o de pergamino de feria y quizás no sea dable ni siquiera enseñarles a verse risibles.

Pero la ironía de usted no ha de ser golondrina íngrima, sino presagio del temperamento de una generación risueña, vigorosa, resuelta a desanimar a los imitadores y copistas, y a exigir, al fin, y a dar, como lo hace usted, substancia original en molde propio.

Consiéntame decirle que se han hecho ustedes esperar.

C. Zumeta Roma, 1926

Prólogo

Julio Garmendia no tiene antecesores en la literatura venezolana. Durante un siglo nuestras letras han oscilado entre el lirismo delirante y etéreo y la más pesada chacota, sin conocer apenas los matices intermedios. Los «costumbristas» chapoteaban en el barro; los líricos se quedaban en las nubes. Nuestros escritores abren la boca para carcajear en recias explosiones de burla; o ponen los ojos en blanco para suspirar fementidas delicadezas; o fruncen el ceño para prorrumpir en campanudas y falsas contumelias. Aquí y allá pueden recogerse algunas flores de ironía y de buen humor, que apenas alcanzan para formar un ramillete exiguo.